Czytaj książkę: «Breves fragmentos de un azul»
Sebastián Vizcaíno
Breves
fragmentos
de un azul
Breves fragmentos de un azul
Primera edición: Enero 2021
©De esta edición, Luna Nueva Ediciones. S.L
© Del texto 2020, Sebastián Vizcaíno
©Edición: Elizabeth S.B
©Portada e ilustraciones: Milton
©Diseño Creativo: Antonella Jara.
©Maquetación: Gabriel Solórzano
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Luna Nueva Ediciones.
Guayas, Durán MZ G2 SL.13
ISBN: 978-9942-8838-5-8
ISBN DIGITAL:978-9942-8838-4-1
Tú debes ser uno de los más
fosforescentes magentas
dorado salmón violeta
profundo azul oscuro que vi.
MARLEY MUERTO
I
Cada día pesan más las letras; me cuesta mover mis dedos por el teclado para editar el artículo de hoy. No puedo hacerlo más, me bastaría con escribir: «La guerra, el deseo de poder, la corrupción y la maldad no parecen terminar». Pero no. Hay que dedicarle hojas y hojas como si fuera algo normal, como si cumpliera con mi deber escribiendo una nota de actualización acerca de cómo se está pudriendo el mundo. Las notas dedicadas a héroes, a lo bello y conmovedor, me cuestan menos; puede ser porque no debo hacerlo a diario, sino una vez por semana. Quizá algún día no tenga más notas por escribir y me bastará con poner: «La bondad, lo bello, existe; pero parece no ser suficiente».
Termino mi jornada laboral. Pienso ir por un café y luego a casa. Inserto mi tarjeta de identificación en una vieja máquina, se escucha un breve clic. Monto mi bicicleta, tomo impulso y dejo atrás el trabajo. Únicamente me despido del guardia.
Tardo veinte minutos en llegar a una cafetería. Aquí uno entra, se calienta los dedos y la garganta, y se queda pensativo un tiempo, hasta que el combustible negro sea asimilado. A unos les dura más que a otros. Imagino que por la mente de los demás clientes ocurre algo fuerte, mágico, capaz de sacarlos de la realidad; se dan un respiro antes de regresar a la cotidianidad. O quizás no… En fin, para mí, además de la paz que esta cafetería ofrece, sirve un buen café, aunque últimamente todo me sabe a lo mismo.
Llego a casa. Arrimo la bicicleta a la pared. Ha llovido un poco. Me quito con dificultad la ropa mojada; no quiero bañarme para no pasar frente al espejo, solo deseo ir directamente a la cama. Hoy no quiero cenar, no quiero hacer nada en realidad. Apago todas las luces de la casa.
Me despierto tres veces en la noche, como ya se ha vuelto costumbre. Nunca logro acordarme completamente de mis sueños, pero sé que algo está pasando conmigo mientras duermo. Se me ha ocurrido comprar una libreta de sueños, pero no he conseguido anotar nada hasta la fecha. Me imagino que ahí, en ese espacio que no logro recordar, debo correr, llorar o reír, conversar con alguien, no lo sé. Suelo despertarme con lágrimas en los ojos, con una sonrisa o hablando solo, completamente solo, porque en esta casa nadie se queda a dormir.
Un día más. Me cuesta levantarme, el cuerpo me pesa. Luego, al tomar la bicicleta, el peso se va hacia las piernas. Cuando llego a mi oficina, se muda a mis dedos. Así pasa otro día de trabajo, al que le sigue una nueva visita a la cafetería.
Una chica sale bailando del local, de felicidad quizá. Por poco chocamos. Me mira, pero la esquivo y sigo de largo, no la regreso a ver. Últimamente no soporto ni siquiera mis propios ojos en el espejo, a veces siento que quien regresa la mirada no soy yo. Entro, pero siento que la mirada de la chica me invade desde la nuca.
Voy a casa pedaleando tan rápido como puedo; desde que sentí cómo esa mirada se me clavaba, parece que no puedo huir de los ojos de los demás. Pedaleo y me meto entre el tráfico para evitar cual-quier contacto visual; sin embargo, siento cómo los ojos de todos están siguiéndome.
Por fin llego. Respiro profundamente y me concentro en un gorrión que vuela sobre mí. Cierro los ojos e imagino que ahora soy yo el que ve un humano desde arriba. Me cuesta abrir la puerta, me tiemblan las manos. Entro a casa, corro las cortinas, aseguro la puerta y apago las luces. Me quedo a oscuras; aunque le tengo miedo a la penumbra, le temo más a la posibilidad de que alguien me esté observando en silencio. Hoy decido dormir en el piso para que nada pueda esconderse debajo de mi cama.
Me despierto agitado, sudoroso, era de esperarse. Desayuno un vaso de leche. Mi corazón todavía late rápido cuando tomo mi bicicleta. Empiezo a pedalear y no logro equilibrarme de inmediato; parece que todo da vueltas y me tiemblan las piernas.
He decidido salir más temprano del trabajo e ir rápidamente a la cafetería. Estoy emocionado y el corazón sigue latiéndome a mil por hora. Pregunto a varios clientes si no han visto algo raro hoy. Lo hago algo ansioso, me ven extrañados y los comprendo: no suelo ser así, al menos no con ellos. Responden que no. Nadie me responde lo que quiero oír.
Veo que se acerca la mesera y pienso pedir algo diferente al café de todos los días para justificar una plática y sacar a colación la misma pregunta que he hecho a los clientes. Ella es una chica muy joven, parecería que aún no se ha graduado del colegio; viste de manera sencilla y me muestra una sonrisa cálida y tierna.
—¿Estás bien? —Me pregunta mientras agita su delicada mano frente a mi cara.
—Sí, solo estaba decidiendo qué pedir.
—¿No vas a ordenar lo mismo de siempre? Qué raro —dice mientras encoge los hombros.
Tomo aire para hablarle de manera jovial. Soy bueno con las letras o, más bien, con la escritura, pero hablar siempre me ha costado. ¿Seré malo con las letras, entonces?
—Quizás tome un café. —Intento disimular mi excitación—. Aunque no hay nada raro en pedir un té... Hablando de cosas raras, ¿has notado algo extraño hoy? La gente, el sabor de las cosas, el clima quizá. ¿Has visto algo peculiar hoy?
—No. No lo creo, a más de que entraste muy entusiasmado, casi tanto como una chica de ayer —dice la camarera mientras me guiña el ojo izquierdo—. Nada más. Te sirvo tu café enseguida.
—Té —le corrijo.
—Perdón, té. La costumbre —dice mientras juega con su cabello como si estuviera apenada por su error.
Me siento extraño, se me hace un nudo en la garganta que hasta me dificulta beber el té. Pienso en mi vida, en que me he convertido. Aquí estoy, buscando a alguien sin saber la razón; quizá es un pretexto para distraerme un rato. No lo creo. Hay algo en esa mirada. Si una mirada puede causar tanto, entonces yo no he dejado la más mínima huella en la gente, huyendo de los ojos de los demás. Nadie me conoce, quizá solo por mis artículos, que además no tienen mi nombre sino seudónimos, porque vivo con el miedo de sacar algo a la luz en el momento menos apropiado y entonces no volver a escribir más. Quizá deba dejar de hacerlo. Siento cómo las lágrimas se me acumulan en los ojos, parpadeo y soy consciente del rastro frío y salado que dejan en mis mejillas. Bebo mi té despacio. Pago y le dedico una sonrisa a la mesera.
Me siento fatal. Otra vez mi mente empieza a acelerarse, mientras mi cuerpo comienza a sentirse pesado. Tomo mi bicicleta y, antes de subirme en ella, algo invade mi cabeza, como queriendo rebuscar todos los rincones de mi mente. Doy vuelta y me quedo paralizado. No puedo moverme, no puedo hablarle. Está ahí, sonriente, esa sonrisa tierna esconde algo. Me ve fijamente, esos ojos revelan el azul del mundo.
No soy capaz de decirle nada; quiero devolverle la mirada, pero no puedo. Mejor así, me han dicho que mis ojos asustan.
Noto que lleva una copia del periódico donde trabajo; me gustaría que reconocieses mi estilo, pero yo nunca te dediqué una letra. Escribo para todos, que es lo mismo que decir que lo hago para nadie. Tantas suposiciones son una estupidez, la vida pasa por las decisiones que tomamos; si haces algo o no, no importa, solo hay que enfrentarte a lo que te toque. Últimamente veo el resultado de mis acciones desde lejos, me veo a mí y no me reconozco; lo hago todo por inercia, mi vida se resume en existir, ocupar un espacio.
Estos días le he dedicado más tiempo a mi libreta. Ya no anoto lo que veo, todo lo que puede ser buen material para un artículo. Me he dedicado a escribir sobre esa mujer; hace tiempo que no lo hacía sin saber cómo terminará la historia.
Cada día paso más tiempo en el café, pensando en encontrarme con ella y buscando la razón de hacerlo. ¿Qué tiene esa mirada? Hasta ahora nunca me había fijado en los ojos de la gente; he visto muchos azules, muchas miradas, pero esta me atrae, me llama.
Los pensamientos pesan menos; he empezado a descuidar mis tareas y también la idea de encontrarla. Dos cosas parecen seguras: la primera es que estoy harto de trabajar, la segunda es que encontrarla es imposible. No me importa.
Me despierto temprano, desde que me despidieron o renuncié, no estoy seguro de qué fue lo que pasó, me desagrada mucho la idea de quedarme todo el día en casa. No soporto darme vueltas en la cama, me desespera que me envuelvan las sábanas, no saber si estoy dormido o despierto. No desayuno, tomo mi bicicleta y ando sin rumbo. Paso cerca de un parque, veo a un grupo de chicas conversando; apenas ahora caigo en cuenta de que no me he arreglado, no importa. Solo me preocuparía si cierta persona me viera. Eso es imposible.
Doy media vuelta, estoy cansado de pedalear. Al estar sumido en mis pensamientos, no me doy cuenta de que no podía virar en U, y casi choco contra un bus. Soy insultado por el conductor y algunos pasajeros que sacan sus cabezas por la ventana. Solo bajo la cabeza para que la escena termine rápido.
Avanzo unos metros, sin darme cuenta ya estoy por llegar a mi casa. Acelero más en el último tramo para que mi mente se calle.
He avanzado tres cuadras divagando. Intento calmarme, pero no puedo; me desespero, intento concentrarme y grito por dentro. Trato de llevar ese sonido a mis oídos, pero es acallado por uno más fuerte: susurros, y estos a su vez son reemplazados por conversaciones que poco a poco se hacen más comprensibles. Pequeñas voces me dicen: pedalea, pedalea, pedalea. Las ignoro. Luego, otra, fuerte y clara, me dice: ¡para!
Paso los días viendo el movimiento de las nubes. Si me concentro, puedo sentir la rotación y traslación de la tierra. Por las noches, cuento estrellas; a veces tengo ganas de salir, pero algo me ata aquí. Encuentro una carta bajo la puerta: van a publicar un artículo mío y me han mandado un cheque. Me duele que ese haya sido el último; lo hallo imperfecto, absurdo. Así será como me recuerden. Prefiero la nada, el olvido. No estoy seguro de si volveré a escribir más, solo espero que ella no lo haya leído. Eso sería mi única motivación.
Todavía no lo han publicado, quizá haya tiempo de corregirlo, de escribir algo diferente, de incluir un pequeño guiño. Esta idea me parece refrescante. Tomo mi bicicleta e intento salir. Me siento descordinado, no puedo acercarme a la puerta, no puedo tomar la manija, no puedo hablar. Mi mente pierde el control sobre mi cuerpo y sobre sí misma. Me concentro y me decido de una vez. Es imposible, cada pensamiento que he evitado en estas semanas, cada sensación ignorada, vuelven, me oprimen el pecho, suben a mi cabeza. Siento el palpitar en mis sienes, me cuesta estar de pie.
¡Ábrete de una vez!, grito mientras muevo violentamente la cerradura. Siento que mi cabeza va a explotar, que todo a mi alrededor se mueve. Creo que voy a vomitar.
¡Por fin! Abro la puerta y siento un olor nauseabundo que me rodea. Cierro de un golpe, pero ya no tiene caso, el olor está en todos lados. Ahora en la casa parece que sale de los colores de las paredes, del negro de la puerta, del verde de las plantas, del rojo de las tazas. Busco algo que me calme y percibo el azul de una flor. Un segundo de paz. Siento un pequeño abrazo y, luego, esas misma manos me empujan.
Me levanto mareado, necesito saber qué me pasa. Más ideas vienen a mi mente, quieren salir; siento que el cráneo se está agujereando y por cada pequeño hoyo se escapa una idea y entra otra que no me pertenece.
Voy al baño, me lavo la cara y apoyo las manos en el lavabo, respiro profundamente y subo mi mirada. Odio verme al espejo. No puedo ver mi reflejo con claridad, está nublado por lágrimas. ¿Qué me pasa? Estallo en sollozos, en desesperación. Golpeo el espejo y lo hago trizas, me sangran las manos.
¿Qué me está pasando?, digo mientras se apaga mi voz.
Ahora solo hay silencio. Siento que me desvanezco. Me inclino hacia adelante; no puedo moverme, voy de cara al espejo. Cierro los ojos y caigo al piso. No me he cortado la cara; en cambio percibo tierra y piedras en mi rostro. ¿Qué le pasó al espejo?, balbuceo y pierdo la conciencia.
Escucho un zumbido, mi mente se aclara, abro los ojos, todo vuelve a la calma. Me es difícil levantarme. Siento como si el golpe me hubiera borrado los pensamientos que tenía, mi agitación. Es como si acabara de despertar y todavía mi mente no entiende que ya no está dormida, tarda en conectarse. Levanto mi cara y me apoyo con las dos manos, pero me cuesta coordinar.
Veo una mano delgada extenderse hacia mí, me ofrece su ayuda. Mientras me incorporo, escucho una voz femenina, delicada y serena.
—Bienvenido a Psyqué.
Nunca he escuchado esa voz, pero conozco esa mirada. ¿Qué hace ella aquí?
II
Casi me atraso a la entrega de guardia; el nuevo residente narra los ingresos del fin de semana y se me asigna un nuevo paciente. Qué gran coincidencia que se llame así, como mi padre; me cuesta llamarlo por su nombre, uno que no he pronunciado hace mucho tiempo. El residente me cuenta novedades de la noche anterior, recuerda si hay algún pendiente y terminamos actualizándonos sobre el tema que ha preparado el médico de turno.
Tomo la carpeta metálica del nuevo ingreso y la leo rápidamente antes de entrevistar a mis demás pacientes. A diferencia de los otros hospitales, aquí no se pasa visita de cama en cama, sino que cada paciente viene a un consultorio que está en el piso de hospitalización. Es un cuarto pequeño, con una gran ventana justo frente a mi escritorio, un error de diseño diría yo, ya que fácilmente alguien puede romperla en un arrebato de locura. En la mañana el sol entra y le da cierto ambiente de calma; cuando llueve, parece que el frío se materializa y entra lúgubre por el cristal. Este espacio permite entrevistar a los pacientes adecuadamente, ver su evolución y firmar las prescripciones que hicieron los residentes. De vez en cuando, me asignan a uno para que yo sea su tutora, pero últimamente he evitado hacerlo; quiero relajarme un poco, dedicarme a mis cosas, a recordar que hay vida fuera del hospital.
Termino mi pase de visita y decido ver a mi nuevo paciente en su habitación para ver si está en condiciones de entablar una conversación. Salgo del consultorio y me detengo un momento para leer su historia clínica con más detenimiento. Las enfermeras están terminando su pase de visita y se reúnen a conversar hasta que sea hora de administrar medicación. Parece que una ha traído alguna golosina, otra inmediatamente se levanta a encender la cafetera. Se esconden tras la estación de enfermería y se sientan a comer y conversar. Paso a su lado, me saludan con una gran sonrisa, me invitan a ser parte de su ritual. Pero lo rechazo amablemente, les pregunto acerca de un paciente, si ha presentado algún efecto adverso a la medicación.
—Ahí está tranquilo, pero con conducta alucinatoria —explica una de las enfermeras a cargo.
—Muchas gracias, ahora voy a ver al nuevo ingreso —les digo como justificando qué hago aquí. No estoy seguro de por qué lo sigo haciendo, viejos hábitos de cuando era estudiante, a lo mejor.
Camino por el pasillo hacia la habitación, arrimada a las blancas paredes porque el piso aún continúa húmedo. Aquí, y creo que en todo hospital, es delito pasar por donde acaban de trapear.
Empujo la puerta, no es costumbre cerrarlas por completo. Lo veo, descansa tranquilo, todavía debe estar sedado por la medicación. Le han suturado un par de puntos en la cara y le han vendado las manos. Según refieren, se trata de un hombre joven, de instrucción superior, soltero, con un aparente primer episodio psicótico. Cuando se entrevistó a una vecina que lo trajo, reportó que siempre ha tenido una personalidad evasiva; en ocasiones, dijo, lo ha escuchado hablar solo. El paciente se ve estable, pero parece que va a ser un caso complicado: no hay antecedentes personales ni familiares, solo los comentarios de los vecinos que llamaron a una ambulancia al escuchar gritos y golpes. Lo encontraron sangrando en el baño de su casa.
Dejo la habitación y me dirijo al área de consulta externa. Salgo del pabellón de hospitalización, cruzo un pequeño patio, veo a los pacientes que están en recreación y continúo. Este hospital es bastante amplio, pero ningún pabellón tiene más de un piso de altura.
Paso todo el día atendiendo pacientes. En los primeros turnos se me asignan personas que vienen por primera vez, con ellos mi consulta suele extenderse para darles atención completa.
Compenso el limitado tiempo que nos dan a los médicos para atender, apresurando la consulta de los pacientes crónicos, que generalmente tienen los últimos turnos, y a quienes ya conozco muy bien; la mayoría viene solamente a renovar su medicación, tengo mi sesión y luego charlamos un poco mientras escribo su receta.
Cuando llega la tarde, mi último paciente es una señora extranjera: labios delicados, ojos claros y un cabello algo desarreglado, pero que cae hermoso sobre sus hombros; su blusa deja ver sus clavículas. Hice un par de preguntas y rompió en llanto, decido indicarle ambulatorio intensivo, que venga a retirar más medicación y verla en tres días hasta que considere espaciar más las entrevistas. Se limpia las lágrimas, me agradece y sale rápidamente por la puerta, con una sonrisa en el rostro; me doy cuenta de que es una máscara. Antes de salir, le digo que se cuide, le dedico una sonrisa y ella me devuelve otra más grande. El baile de su larga falda es lo último que veo. Antes de irme a casa, regreso al pabellón de hospitalización. Parece que el paciente nuevo se ha levantado y está en el jardín; ha empezado a comunicarse con los demás, pero todavía parece muy confundido. Le dejo indicaciones al médico de turno y termina mi día en el psiquiátrico.
III
Conozco esos ojos, ese azul. Por un instante, olvido lo que está pasando.
—¿En dónde estoy? ¿Qué es Psyqué? —Le pregunto. Empiezo a recordar lo que sentía antes de estar aquí.
—Creo que debes verlo por ti mismo —me dice y me muestra una sonrisa.
Avanza tranquila y la sigo sin dudar; puedo ver que este pueblo es algo viejo pero bien conservado. Se siente el silencio; ahora caigo en cuenta de que no veo a ninguna persona. Ella camina rápida, ligera, y se emociona al llegar a una especie de campanario, la estructura más alta que se ve por aquí. Antes de ingresar, acaricio las paredes blancas y lisas; sin que se dé cuenta acerco mi nariz, huele a humedad. Me quedo viendo un gran reloj que está en la cima, entre dos campanas, pero antes de ver la hora, me apresuro a seguirla para que no se adelante demasiado.
Subimos por un túnel oscuro que conduce a la parte más alta; empiezo a sentir una brisa y, al llegar, miro hacia arriba y el sol me da directo a los ojos. Pierdo la visión por unos segundos, pero la recupero lentamente mientras me abro paso al tanteo entre dos grandes campanas. ¡No lo puedo creer! Ante mí se revela un nuevo mundo.
Veo un pueblo, casas blancas, sencillas y pequeñas rodeadas por caminos sin pavimentar, donde no pasan autos ni personas. Desde donde nos encontramos, veo lo que creo que es la plaza donde aparecí, que parece ser un punto principal.
Ella se queda parada contemplando el paisaje, no dice nada por un momento. Luego, sin regresarme a ver, me explica los límites del pueblo: hacia donde está mirando es el oeste, hay un mar tranquilo y cristalino que se extiende hasta el horizonte y se hace cada vez más oscuro y tormentoso; hacia el norte se encuentra un enorme desierto, y lo que parece ser una construcción entre la arena es una especie de muralla; hacia el este, se encuentra un bosque espeso, frío y cubierto de neblina, que desde el campanario permite solamente ver una casa que se esconde en la densidad de los árboles; al sur se encuentra un nevado imponente, de faldas verdes y un pico de hielo coronado por nubes grises.
Mi acompañante me detalla incluso las cosas que más le gustan de Psyqué. Termina su presentación con un suspiro y una gran sonrisa. Atendí a todo lo que dijo; si no fuera por la seguridad en su voz, hubiera dudado de cada cosa que veía.
—Estamos en un pueblo imposible, podría ser el lugar más grandioso que haya existido jamás. Pero es todo lo que sé.
Cierro los ojos e imagino que lo veo todo desde arriba con la mirada de un ave; las palabras de mi guía me hicieron volar. Imagino cómo serán los lugares que le gustan, cada rincón del pueblo.
—¿Hay más personas aquí? —pregunto un poco inquieto.
—No somos muchos: poco a poco los conocerás. Si quieres buscar respuestas, puedes empezar aquí. No creo saber más que tú en estos momentos.
—¿Cómo puedes estar tan tranquila con todo esto?
—¿No te da calma este pueblo?
—No me refiero a eso —le explico con actitud seria—. Quiero decir que parece que estás acostumbrada a esto, a la soledad, a no buscar una salida.
—Te equivocas —me dice con un tono en su voz que me parece de angustia; toma una pausa y continúa más serena—, no puedes saber a qué estoy o no acostumbrada. Claro que he buscado salida, pero escapar de aquí no es fácil. Parece que me faltó completar la frase anterior: estás en un pueblo imposible con gente imposible, muy particular. Aquí nos hemos acostumbrado a vivir, a construir nuestro propio mundo.
—No creo entender lo que dices. ¿Por qué estamos aquí? ¿Qué haces tú aquí? —le pregunto con más curiosidad que preocupación.
—Muchas de las preguntas que haces y vas a hacer solo las podrás responder tú mismo. No puedo decirte más, aunque quisiera, no tengo más respuestas.
—¿Y qué sugieres que haga?
—¿Qué quieres hacer? —Me pregunta y me inunda con el azul de sus ojos.
—Quiero salir de aquí.
—Hazlo, entonces —me dice. Su actitud ha cambiado de repente. Al parecer, mis preguntas le borraron la sonrisa y ahora se muestra distante. Continúa—: ¿Eras feliz antes?
—No —le respondo y las emociones que cargaba vuelven a aparecer. No quiero confesarlo, pero quizá esto sea lo mejor que me pudo haber pasado.
—Busca algo que te haga feliz. Parece que eres una persona llena de desesperación, aunque tratas de esconderla.
Tiene razón, en el poco tiempo que he estado en este lugar he sentido que es ideal para empezar de cero. Pero ¿cómo empezar? Aquí no soy nadie, puedo ser quien sea, no tengo propósito, no tengo rutina y eso me asusta; no quiero estar así, no quiero nada. No quiero sentir esto. Mi existencia perdió su significado. ¿Qué voy a hacer? ¿Esperar a morir? Nunca he sido paciente; ideas que evito casi a diario me invaden, pero sacudo mi cabeza y me limpio las lágrimas que han empezado a brotar. Me las arreglaré, un día a la vez.
Me doy cuenta de que he dicho mucho de lo que estaba pensando en voz alta, pero al parecer a ella no le ha importado. Está apoyada en el barandal que rodea a las campanas y está de frente al horizonte; ha elegido ofrecer su mirada al mar. Lo observa con melancolía, veo que se le escapa una lágrima, da un suspiro y parece que quiere decir algo, pero calla.
—Te daré tiempo. No te va a pasar nada malo, tranquilo. Te la vas a arreglar, aquí nadie ha muerto —dice y se esfuerza por esbozar una sonrisa. La comisura de sus labios rojos se funde con esa gota de agua salada que no se limpió—. Nos veremos pronto —concluye y pasa junto a mí. Su caminar produce una pequeña brisa que deja un rastro hermoso pero melancólico. Respiro su esencia, un olor azul. Se ha ido la chica más triste de la ciudad.
Decido quedarme en el campanario, me siento y comienzo a pensar en lo que sucede, creo que no logro desatar bien el hilo de mi pensamiento, y así pasan horas. Ha comenzado a atardecer y empiezo a preocuparme porque no he visto más gente. Mis pensamientos se ven opacados por el tañido repentino de las campanas.
—No quise asustarte —me dice un tipo alto y delgado—. ¿Qué te trae al campanario?
—Es el único lugar que conozco, al parecer. ¿Qué haces tú aquí?
—Aquí paso la mayor parte del tiempo. Cuido el reloj, le doy cuerda y afino las campanas.
—¿Qué es este lugar? —Le pregunto señalando el pueblo.
—Pues, mira, Psyqué es un lugar único, aunque eso ya lo debes saber. Los habitantes vienen y van, este sitio es como una pausa en sus vidas que no a muchos se les concede.
—Pero yo me siento prisionero aquí. No hay a dónde ir.
—¿Te parece poco la playa, el bosque, el nevado? —Me dice y me hace notar que me fijo más en los problemas que en las oportunidades.
—¿Desde cuándo estás aquí?
— Dos meses.
—¡¿Dos meses?! —Exclamo espantado.
—Mira, antes de llegar aquí mi mundo estaba quebrado. El miedo que tenía ha ido desapareciendo con el tiempo. Fue duro dejar todo atrás, pero creo que estaré listo dentro de poco para volver.
—¿Cómo lo vas a hacer?
—Ya se verá —me dice con un suspiro—. Nadie ha vuelto para contarnos cómo.
La voz del hombre es calmada, pero parece guardar una preocupación en sus ojos, quiere ocultar algo en su pecho. Me intrigan sus palabras, me parece que este lugar es una especie de purgatorio; no sé qué debemos expiar exactamente o cuál es su propósito, qué méritos debo cumplir para salir. Para cambiar de ideas, continúo con la conversación.
—¿Eres el encargado del reloj o algo así?
—Digamos que es un deber mío para el mundo. Para mí, el tiempo no pasa, o al menos no de la manera que para el resto del mundo; por eso estoy aquí, para darle cuerda al reloj. Si no lo hago, el mundo se detendría y volvería a pasar lo terrible.
—¿Qué es «lo terrible»? —le pregunto preocupado.
—No —dice bruscamente.
—¿Pasa algo malo?
—No, no, no. Perdóname, pero recordar me suele alterar un poco. No debí contarte esto, no me hace bien. Además, no lo creerías.
—Hoy soy capaz de creer en todo.
Su respiración se torna agitada, se agarra la cabeza y empieza a caminar de un lado a otro, a hablar sin sentido y muy rápido; después de un tiempo, toma aire y comienza a contarme su historia. Para alguien fuera de este lugar, de Psyqué, resultaría algo absurdo, pero yo creo cada palabra, hasta logro comprender por qué debe darle cuerda al reloj. Me dice que ha contado esto a muy pocas personas, que le han dicho que no es real. A mí me parece maravilloso más que increíble; si hubiera sabido de él antes lo habría entrevistado. En otras circunstancias, habría tecleando con pasión su relato, definitivamente no me hubiesen pesado los dedos.
Busco en mis bolsillos, pero están vacíos. Siempre me he preocupado por llevar conmigo una libreta de apuntes desde mi época en la facultad; mi único instrumento para interpretar y reproducir el mundo. Sin tener en dónde registrar el cuento del hombre del reloj, siento que me he quedado sin nada.
Ambos nos quedamos sin hablar por un rato, él rompe el silencio y me invita a conocer un lugar donde puedo dormir.
Llegamos a una construcción sencilla, de un solo piso, aunque parece ser la más grande del pueblo. No tiene rótulos ni señales que indiquen si se trata de una posada, de un hotel o de algún lugar abandonado. Tiene una entrada amplia en el centro que conduce a una pequeña sala, y desde ahí a unos pasillos largos que se extienden a cada lado. Está oscuro, pero la luz se filtra por las ventanas. No me había fijado en la luna; es pequeña, las nubes casi la han escondido por completo, pero es lo suficientemente clara como para poder guiarme por aquí. El señor del reloj se despide de mí amablemente y me invita a visitarlo cuando quiera.
—¿No te quedas a dormir? —Le pregunto, porque tengo miedo de estar solo, de estar solo aquí.
—¿Y quién le daría cuerda al reloj en la noche? —Me dice mientras se voltea. Esa respuesta hace que crezca la motivación que tengo.
—Déjame contar tu historia —le pido a manera de despedida.
—Te la regalo —me responde mientras da unos pasos y hace una señal con la mano sin voltear a verme; poco a poco se pierde entre las calles.
Veo con más detalle el lugar. Hay una especie de recepción, me encuentro con quien atiende: es un hombre alto, tiene un rostro serio con pocas arrugas, con algunas canas en la cabellera; está al lado de una radio como queriendo escucharla con mucha atención, porque parece que el volumen está al mínimo, aunque después me da la impresión de que en realidad está apagada.
—Elige cualquier habitación —me dice rápidamente, como si deseara deshacerse de mí para que no interrumpa lo que sea que está haciendo.
—¿Me puede explicar qué es este lugar?
—¿Cuantas veces has hecho esa pregunta hoy? Escoge una habitación y duerme —dice mientras lleva su dedo índice a la boca en ademán de hacerme callar.