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EL DEBATE: JUSTICIA SOCIAL O EFICIENCIA ESTATAL?

Como ya puede deducirse, la Sección Tercera del Consejo de Estado colombiano, con sus últimas decisiones, que, se insiste, priorizan el análisis económico del derecho, poco a poco nos ha introducido en la disyuntiva entre la justicia social o la eficiencia estatal que da prevalencia a la riqueza como el bien jurídico que se debe proteger por encima de cualquier otro, incluido el ser humano y la dignificación de su existencia, lo que de suyo ya nos permite afirmar que va en evidente contravía con el modelo político establecido en el artículo primero de la Carta.

Pero para realzar esta discusión, y ubicarla en el contexto filosófico y político que se merece, debemos intentar dar respuestas desde el concepto mismo de derecho que da origen a nuestro sistema, pues de otra manera no tendríamos claro el lugar central de debate.

En este punto, la reflexión que se impone va estrictamente hacia la definición del bien jurídico por excelencia que se debe proteger dentro del sistema normativo imperante. Sin duda, en un modelo político como el nuestro el derecho resulta ser un sistema de mínimos que se deben garantizar a favor del ser humano, el que, por supuesto, está por encima de la libertad absoluta del mercado y de su producto principal: la riqueza.

No podemos olvidar que en la historia humana los sistemas políticos, sociales o económicos han sido adoptados en procura de la preservación del hombre, por supuesto con el condicionamiento histórico y cultural de cada momento, lo que ha permitido pasar del individualismo a un sistema anclado en la solidaridad y el desarrollo social, por lo que se ha superado la fase despótica y nos ha permitido arribar a la consciencia del bienestar común como los fundamentos éticos del sistema.

Una cosa es la independencia lograda a través de las cruentas batallas de la humanidad, en principio arrebatada al sistema monárquico y despótico y luego de la crueldad de los regímenes totalitarios, y otra es entregar al servicio de la economía la dignidad del hombre. Dentro del período feudal la humanidad se tuvo que aferrar a la propiedad, el capital y la riqueza para ser reconocida, pero ese engranaje se opone en la actualidad al modelo humanista que ha fundado como premisa incuestionable del sistema la preservación de la especie, para cuyo efecto se hizo necesario el reconocimiento de un derecho inherente a su condición más allá de su propiedad o riqueza.

Resulta ciertamente alarmante que los elementos capitalistas, esos del sistema feudal, se estén trasladando mediante las decisiones cuestionables como el eje del funcionamiento de la administración pública y, claro, por esa vía se desconozcan derechos fundamentales para poder potenciar económicamente a un Estado que se encuentra en ruina, pero por desgracia no por reconocer sus falencias y responder jurídicamente por los daños a través de las condenas que ha recibido, sino por la corrupción y la permisividad de su sistema legal, lo que ha autorizado “la impunidad” y el contravalor de lo esperado.

El análisis económico del derecho, que entre líneas se puede detectar, prima en las decisiones del Consejo de Estado, es la explicación del péndulo que ha ubicado la responsabilidad jurídica de corte extracontractual, en los últimos años, como una escasa opción para las víctimas de daños antijurídicos graves, entre los que se cuenta la mengua de los derechos fundamentales (como la libertad, la vida y la integridad física), lo que no es otra cosa que la negación del ser humano como el objeto de protección del sistema.

Incontrovertiblemente, no es cierto que nuestro modelo político —estado social de derecho— tolere el principio de autorreferencia que guía el análisis económico del derecho, y que se ha denominado también como “principio económico”. El beneficio económico no es el centro de nuestro sistema jurídico, existe un beneficio ético superior: el hombre (artículo 1 de la Constitución Política) y todas sus manifestaciones y valores intrínsecos (artículos 2 y 5 de la Constitución Política), que resulta ser una discusión acabada en la medida en que la Carta Política no ha sido derogada en su parte fundamental, al menos de manera formal, pues la falta de adhesión de los jueces a la parte fundante la hace de suyo un documento sin eficacia.

En estos términos, la obligación jurídica de las altas cortes, y de cualquier juez de la República, dentro de nuestro análisis, concretamente en materia de responsabilidad extracontractual del Estado, es garantizar los bienes jurídicos fundamentales de los asociados, con mayor énfasis cuando son las autoridades públicas las que generan su lesión, posición política, jurídica y ética que no admite ninguna excepción. No en vano el juez de lo administrativo es el encargado del control de la arbitrariedad estatal, no el que equilibra sus finanzas.

La viabilidad económica del Estado es una condición necesaria, de eso no hay duda, pero jamás puede ser entendida como el valor absoluto del sistema jurídico, al menos dentro de un modelo político que promete al ser humano el primer lugar en la pirámide, de lo que se sigue una obligada conclusión: en materia de derechos primarios, al menos esos denominados de primera generación, no puede haber transacciones económicas de impunidad. El reduccionismo económico menosprecia al ser humano, torna la “eficacia” en la guía de las decisiones judiciales y se aleja de hecho de la justicia; la libertad pregonada por el análisis económico del derecho ha sido una falacia, ni siquiera en el sistema de origen —el anglosajón— ha permitido un desarrollo equilibrado.

En suma, al aplicar este tipo de análisis a las decisiones que tienen como objeto el reconocimiento de unos derechos inherentes al ser humano —se insiste en al menos esos primarios— y por ende su derecho a reclamar una reparación cuando han sido objeto de lesión, se imposta un modelo que va en clara oposición al sistema humanista que establece nuestra Carta Política, lo que en un simple término resulta ser a su vez una “traición” al modelo político que apareja la grave consecuencia de la falta de adhesión al sistema y la falta de credibilidad en las instituciones, males que ya son la marca del sistema colombiano.

Al retornar al interrogante que permitió abrir esta discusión, ¿qué derecho es entonces el que guía las decisiones del Consejo de Estado en materia de responsabilidad jurídica por violación a los derechos fundamentales? Las opciones políticas, sociales y jurídicas que se encuentran en nuestro sistema normativo están en dirección contraria a las que marca el análisis económico del derecho, tal vez por esa razón es que no encontramos en la ratio decidendi de esas decisiones judiciales la manifestación expresa de su adhesión, pero sí sus nefastas consecuencias, al menos es eso lo que personalmente observamos y queremos que la sociedad colombiana discuta.

Las necesidades mínimas del hombre son la guía de la decisión judicial que reclamamos, no las necesidades financieras del Estado, al menos cuando se trata de ubicar en la balanza bienes fundamentales versus sostenibilidad económica del sistema, ya que se debe admitir que frente a derechos de tercera y cuarta generación estamos muy lejos de lograr siquiera el acuerdo necesario que es la piedra angular del reconocimiento de su valor normativo como soporte de la responsabilidad del Estado.

Esto significa que la responsabilidad, como garantía del derecho, exige tener en cuenta la intención, la voluntad y la relación que entre ambas plasmó el constituyente. En nuestro caso, el colombiano por su puesto, esa relación se identifica, sin ninguna duda, con el bienestar del ser humano en razón a la garantía de sus derechos primarios, además de los bienes y servicios a que tiene derecho, ecuación política elemental que parece se ha olvidado por la jurisprudencia nacional por el afán de dotar de recursos financieros a un Estado que se encarga de despilfarrar las finanzas públicas y de colmar los apetitos mezquinos de quienes ostentan el poder político a costa de la falta de garantías de los derechos fundamentales de sus ciudadanos a través de la impunidad judicial frente a los daños antijurídicos que le son atribuibles desde el deber ser constitucional y, por supuesto, con mayor exigencia frente a los tratados de derechos humanos que hacen parte del bloque de constitucionalidad, una discusión que no podemos abordar por la limitación del espacio y porque merece un análisis aparte.

En definitiva, para terminar con este somero análisis, pues la discusión está apenas sobre la mesa y nuestro propósito es precisamente abrirla desde el plano normativo en Colombia, debemos asimilar que es cierto que cualquier bien susceptible de ostentar precio tiene un valor sobre el que se puede reconocer un derecho, por lo que los bienes patrimoniales son protegidos por el sistema, sin embargo, el problema que enfrentan los nuevos adeptos en Colombia a esta teoría —la del análisis económico del derecho—, es que los bienes fundamentales e inmateriales del hombre no pueden entrar, por mandato constitucional, en la liberalidad del mercado que es el eje de su tesis principal, luego están por encima de cualquier consideración económica; en una sola palabra, no son transables como últimamente parece se ha entendido por quienes, paradójicamente, son los encargados de hacerlos valer y garantizar su indemnidad a través de su condena.

De hecho, entonces, nos enfrentamos a la evidente relativización de los derechos del hombre —incluido el de la vida—, pues se está calculando el sistema de responsabilidad extracontractual del Estado bajo el análisis del costo-beneficio de cada sentencia, sin caer en cuenta, o tal vez sí, de que dentro de esta materia es donde mejor se aprecia el nefasto impacto del análisis económico del derecho, en la medida en que por supuesto resulta mucho menos costoso, como ya lo estamos observando dentro de la tendencia impuesta por la Sección Tercera del Consejo de Estado, negar la responsabilidad y por ende el restablecimiento del derecho conculcado de condenar y dar equilibrio jurídico a cada víctima.

Por su puesto, lo que no se aprecia por quienes realizan esta lectura económica del derecho, en su función de jueces de los daños de la administración, es que el costo económico para el Estado, con su impunidad, se reduce, pero el costo político, y en términos de legitimidad del sistema, se eleva a tal punto que la sociedad está perdiendo adhesión a las instituciones, y esto último en el sentido optimista del problema.

Hoy nos enfrentamos a la balanza que se inclina del lado de lo económico sobre el del ser humano, juego peligroso que en extremo lleva a la negación absoluta de la dignidad del hombre y de todos sus derechos, pues ante los mal llamados “falsos positivos”, la ineficacia del Estado frente al terrorismo, la distorsión del sistema penal, la crisis del estado legislador, entre otros, lo más eficiente resulta negar la responsabilidad que declararla.

Es esta pues la discusión que queda abierta para la reflexión de todos: ¿estado social de derecho o eficiencia del sistema, hacía dónde vamos?, ¿cuál será el límite de la ponderación económica de las decisiones judiciales?, ¿se justifica sobre los bienes fundamentales del ser humano?, ¿la Constitución Política ha dejado de ser el modelo normativo —al menos de hecho— en Colombia?, ¿resulta ético y normativo sacrificar los derechos humanos en pro del rescate económico del Estado?, y peor aún, si se quisiera privilegiar esta doctrina que se ha impuesto sin aceptar que hay materias vedadas en su aplicación —como la dignificación del ser humano—, ¿en realidad el impacto económico que se quiere evitar genera estabilidad económica del sistema o solo es un recurso desesperado que traerá mayor inestabilidad y desinstitucionalización?

El panorama no es alentador, los subterfugios que impiden darle eficacia a las cláusulas constitucionales básicas cada vez, como hemos comprobado, son más. En contraposición a esta tendencia, se justifica aún más la reconstrucción de la teoría normativa de la responsabilidad extracontractual que guía nuestro análisis, la que, a nuestro juicio, como se ha dicho, se erige en el valladar de la arbitrariedad y de las corrientes reduccionistas que ya están entre nosotros y que se inspiran en la fuerza vinculante de los derechos humanos y los fundamentales.

LA TENDENCIA ECONOMICISTA EN LA JURISPRUDENCIA DEL CONSEJO DE ESTADO

Para finalizar, vamos a analizar algunos hitos jurisprudenciales que ha forjado en los últimos tres años la Sección Tercera del Consejo de Estado y que son suficientes para comprobar que la jurisprudencia de ese órgano de cierre ha reemplazado la concepción humanista del derecho, que es nuestro referente normativo, por una versión económica de la decisión judicial, con un grave impacto por cuanto además se trata de “sentencias de unificación” que se traducen, ni más ni menos, en normas jurídicas de obligatorio cumplimiento dentro del sistema pretoriano de aducción normativa que se ha abrogado el juez de lo contencioso administrativo en Colombia.

La primera es la sentencia de unificación del 20 de junio de 2017, a través de la cual la Sección Tercera del Consejo de Estado, con ponencia del magistrado Ramiro Pazos Guerrero, unificó su criterio de imputación de responsabilidad en los eventos donde el daño resulta ser la consecuencia de un acto terrorista.3

Dentro de esta decisión judicial, que tiene como epicentro un acto terrorista suscitado en la década del noventa en Bogotá y que fue perpetrado por órdenes de Pablo Escobar Gaviria (un carro bomba en el centro de la capital), el órgano de cierre decide absolver de toda responsabilidad al Estado bajo la tesis de que ese hecho no se produjo dentro del “conflicto armado” reconocido últimamente en Colombia.

La teoría central que se asentó como precedente judicial estriba en que en adelante solo se podía condenar al Estado por daños cometidos en actos terroristas, con aplicación del título de imputación del daño especial, cuando el hecho hubiese sido producido dentro del conflicto armado colombiano. Es decir, para el Consejo de Estado la delincuencia organizada, las bandas emergentes, las disidencias, los grupos al margen de la ley distintos a las autodenominadas fuerzas armadas revolucionadas de Colombia (FARC), y tantos otros, no cometen actos terroristas, al menos desde el punto de vista jurídico y bajo la égida del daño especial, por lo que esos hechos quedarán impunes.

Finalmente, según la novedosa tesis del Consejo de Estado, cuando se trata de actos terroristas provenientes de terceros, que no le son imputables al Estado a través del título de imputación de la falla del servicio o del riesgo excepcional, resultan suficientes las ayudas administrativas como compensación de los daños sufridos por las víctimas. Obsérvese la conclusión textual:

18.56. En ese orden, si bien el principio de responsabilidad obedece claramente a un juicio de atribución de un daño realizado en sede judicial, el principio de solidaridad obedece esencialmente, como fundamento central y autosuficiente, a situaciones contrarias a un orden social justo, frente a las cuales se impone generar oportunidades y proveer bienes o servicios, según el caso, para hacer realidad el principio de igualdad material y efectivo, aplicable a situaciones donde no es posible imputar un daño al Estado.4 En esta dirección, el Decreto Legislativo 444 de 1993 y las Leyes 104 de 1993, 241 de 1995, 418 de 1997 y 1448 de 2011 han previsto mecanismos especiales de compensación para proteger a las víctimas de los actos terroristas, en desarrollo del principio de solidaridad, para mitigar los padecimientos sufridos con ocasión de la perpetración de este tipo de actos, pero que no suponen la asunción de responsabilidad estatal; en virtud de la solidaridad se transfieren los daños de la víctima a la órbita de la colectividad, esto es, a los fondos creados para tal fin en una especie de socialización del riesgo y de compensación social, tal como sucede en otros países,5 como es el caso de Francia, en los que se han creado fondos para atender a las víctimas del terrorismo, de la polución por hidrocarburos, de calamidades agrícolas, de transfusión, de afecciones intrahospitalarias, entre otros, etc.

De suerte que de un tajo el Consejo de Estado echó al piso la tesis de responsabilidad con asiento en el título de imputación del daño especial fundada en Colombia en 1947, cuando esa misma corporación aceptó la responsabilidad de la administración por un acto terrorista perpetrado por un tercero en contra del periódico El Siglo en 1944, fallo que era hito de la responsabilidad dentro de ese sistema de imputación jurídica hasta la aparición de este precedente que impone una lógica contraria a la de la prevalencia de los derechos primarios de la sociedad.

En segundo término, observemos el criterio que el tribunal de cierre impuso dentro de la discusión de responsabilidad por privación injusta de la libertad. El Consejo de Estado, animado por el criterio adoptado por la Corte Constitucional dentro de la sentencia SU-072 de 2018, en la que pone en duda la vigencia de los regímenes de imputación de corte objetivo, concretamente el daño especial, en el 2018 lanza su tesis de unificación en esta materia.

La ponencia, bastante ambigua en su parte conceptual, del magistrado Carlos Alberto Zambrano Barrera, le permitió a la Sección Tercera del Consejo de Estado6 sentar, como criterio vinculante, la tesis en el sentido de que en todo caso se prefería el régimen subjetivo en materia de responsabilidad por privación injusta de la libertad; además, cercenó la responsabilidad por esta vía con asiento en el apotegma del in dubio pro reo bajo la consideración de que la presunción de inocencia no era incompatible como la detención; y, como si fuera una novedad, aseveró que debía revisarse la participación de la víctima como generadora del daño en cada caso, evento en el que cada vez se pierde rigurosidad jurídica en su análisis.

Esa tendencia sombría frente al reconocimiento de la libertad como derecho fundamental convencional y constitucional, tuvo consolidación gracias a que la misma Sección Tercera, a través de sus subsecciones, ha impulsado la tesis de que “la culpa exclusiva de la víctima” en materia de privación injusta de la libertad es una salida jurídica al problema de la creciente responsabilidad que por esa vía afecta las finanzas del Estado y que últimamente se reconoce por fuera de su estructura básica (la responsabilidad subjetiva comprobada de la víctima).

Bajo este argumento, se ha llegado a absolver al Estado-juez por situaciones que realmente nada tienen que ver con la actuación de la propia víctima, pues en general la falta de rigor en la investigación penal por cuenta del funcionario judicial que la debió adelantar se ha convertido en uno de los eventos más recurrentes, tesis que conceptualmente está en oposición a la dogmática de la culpa exclusiva de la víctima como causal de exoneración de la responsabilidad a favor del Estado, en la medida en que no puede ser de recibo trasladarse el defecto funcional en la aplicación del ius puniendi a la víctima. La relación de la víctima con el hecho (detención) debe ser directa, única, exclusiva y, como si fuera poco, revestida de culpa grave, para que sea legítimo atribuirle ser el autor de su propio daño.

Finalmente, según este precedente, la detención resulta legítima pese a que en juicio no se cuente con prueba suficiente para condenar, en la medida en que según el tribunal de cierre de lo contencioso administrativo el rigor probatorio en la primera etapa del proceso penal es menor y, por tanto, la privación de la libertad resulta “justa” a pesar de que al final se devele el déficit probatorio.

Este criterio, expuesto por la Sección Tercera del Consejo de Estado, resulta contrario a la prevalencia del derecho fundamental a la libertad amparado dentro de nuestro sistema normativo como el segundo en importancia para el ser humano, en la medida en que dentro de la lógica jurídica no puede explicarse coherentemente cómo es que un derecho de rango superior merece respeto irrestricto en unas situaciones (como en el curso del proceso penal) y se torna maleable, laxo y frágil cuando de la responsabilidad extracontractual del Estado se trata.

Por tanto, solo se explica este cambio en el sentido argumentativo del tribunal de cierre bajo la huella del análisis económico del derecho, dentro del cual es posible relativizar los derechos humanos en procura de la sostenibilidad fiscal, objetivo que por cierto nada tiene que ver con la misión de administrar justicia y la de ser el valladar de la arbitrariedad entregada constitucionalmente al Consejo de Estado.

En tercer lugar, y como si los referidos criterios no fueran ya suficientes para denotar la tendencia economicista del Consejo de Estado, puede observarse en la reciente sentencia de unificación, en la que se definió el criterio para la apreciación de los perjuicios dentro de esta misma materia, la de la responsabilidad extracontractual por privación injusta de la libertad.

Con fecha del 18 de julio de 2019, con ponencia también del magistrado Carlos Alberto Zambrano Barrera,7 se implantó en el sistema la obligación, frente a la demostración del lucro cesante, de aportar una prueba documental especial (tarifa probatoria) pese a que por principio convencional en materia de derechos humanos —y la libertad lo es— la misma corporación ha señalado que cualquier elemento probatorio era válido.

Adicionalmente, se instituyó la regla, también contraria a la Convención Americana sobre Derechos Humanos y al precedente de la misma corporación, según la cual en lo sucesivo la condena tendría que ser estrictamente congruente con la demanda, sin que pueda de oficio concederse perjuicio alguno pese a encontrarlo el juez probado, precepto que contraviene el mandato de que en tratándose de derechos humanos, como el de la libertad, la reparación debe ser integral y por ende se debe flexibilizar el rigor procesal, fundamento normativo que se encuentra en el artículo 33.1 de la Convención y en el artículo 13 de la Constitución Política (principio de igualdad material).

Obsérvese textualmente lo resuelto por el órgano de cierre:

Sin embargo, a juicio de la Sala, resulta mejor, con miras a un adecuado ejercicio de la labor de impartir justicia, soslayar el uso de presunciones de orden jurisprudencial que lleven a reconocer de oficio perjuicios de este tipo, pues evitarlas y, por tanto, decidir con sustento en hechos o supuestos efectivamente probados garantiza de manera efectiva y eficaz el principio de congruencia de las sentencias y mantiene incólumes el principio de justicia rogada y el principio dispositivo,8 los cuales orientan la actividad y las decisiones de la jurisdicción de lo contencioso administrativo.

Agregase a lo anterior que las orientaciones jurisprudenciales anteriormente mencionadas y las presunciones jurisprudenciales aplicadas con el objeto de determinar la existencia y el monto de los perjuicios materiales podrían entenderse en el sentido de que, cumplidas ciertas condiciones, los demandantes tienen derecho, per se, a obtener el pago de perjuicios en determinado monto; sin embargo, ello podría llevar a desconocer involuntariamente en algún caso que el reconocimiento de un perjuicio solo procede si ha sido solicitado por la parte interesada, lo que implica que ésta lo reclame de manera expresa y cuantifique su monto de manera razonada (artículo 162, numerales 2 y 6 del cpaca —antes artículo 137 del cca— y artículo 281 de cgp —antes 305 del c de pc—) y a ello se puede acceder siempre que dicha parte haya cumplido con la carga de acreditar tanto la existencia como la cuantía del perjuicio.

La ausencia de petición, en los términos anteriores, así como el incumplimiento de la carga probatoria dirigida a demostrar la existencia y cuantía de los perjuicios debe conducir, necesariamente, a denegar su decreto.

De hecho, queda pues evidenciado el criterio economicista que aplica en la actualidad la Sección Tercera del Consejo de Estado y que contraviene el sistema normativo, en la medida en que rápidamente se ha esforzado por dejar sin vigencia real el título de imputación del daño especial, que justamente es el único corrector jurídico de la desigualdad y la arbitrariedad, todo soportado en un criterio reduccionista que no puede reconocer explícitamente dentro de sus sentencias porque contraría el orden normativo, pero que en últimas es el que se impone en el momento de tomar una decisión. No existe otra explicación a su franca contrariedad respecto de la garantía que debe dispensar a los derechos humanos con irrestricto apego a la convencionalidad y constitucionalidad de estos, que de suyo es inobjetable.

Como corolario, hoy más que nunca se impone el debate como medio de control de las decisiones del órgano de cierre que no solo lleva el peso de la aplicación del derecho —en sentido normativo y material—, sino que se ha convertido, a través de sus decisiones de unificación, en un legislador irreflexivo y apartado del deber ser que impone el respeto y la garantía de los derechos humanos.

En suma, tenemos que responder a un interrogante inevitable: ¿aplicamos la constitución o nos apartamos de ella en procura de salvar las finanzas de un Estado desmoronado y sumido en problemas éticos a costa de la impunidad de los daños causados a los derechos primarios de sus asociados? Como bien dijo Dworkin, esto es una cuestión de principios.