Lady Hattie y la Bestia

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Lady Hattie y la Bestia
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Índice de con­te­ni­do

Ca­pí­tu­lo 1

Ca­pí­tu­lo 2

Ca­pí­tu­lo 3

Ca­pí­tu­lo 4

Ca­pí­tu­lo 5

Ca­pí­tu­lo 6

Ca­pí­tu­lo 7

Ca­pí­tu­lo 8

Ca­pí­tu­lo 9

Ca­pí­tu­lo 10

Ca­pí­tu­lo 11

Ca­pí­tu­lo 12

Ca­pí­tu­lo 13

Ca­pí­tu­lo 14

Ca­pí­tu­lo 15

Ca­pí­tu­lo 16

Ca­pí­tu­lo 17

Ca­pí­tu­lo 18

Ca­pí­tu­lo 19

Ca­pí­tu­lo 20

Ca­pí­tu­lo 21

Ca­pí­tu­lo 22

Ca­pí­tu­lo 23

Ca­pí­tu­lo 24

Ca­pí­tu­lo 25

Ca­pí­tu­lo 26

Epí­lo­go

Agra­de­ci­m­ien­tos

Título ori­gi­nal: Brazen and the Beast. The Ba­rek­nuck­le Bas­tards, Book 2 Pu­blished by arran­ge­ment with Avon, an im­print of Har­per­Co­llins Pu­blishers.

© 2019 By Sarah Tra­buc­chi

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Diseño de cu­b­ier­ta y fo­to­mon­ta­je: Eva Olaya

Tra­duc­ción: María José Losada Rey

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1.ª edi­ción: enero 2021

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mundo:

© 2021: Edi­c­io­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 planta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

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Nin­gu­na parte de esta pu­bli­ca­ción, in­cl­ui­do el diseño de la cu­b­ier­ta, puede ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en manera alguna ni por ningún medio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óptico, de gra­ba­ción o fo­to­co­p­ia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta del editor.

Para V.

Eres mi cosita fa­vo­ri­ta.

Capítulo 1

May­f­air, sep­t­iem­bre de 1837

Des­pués de vein­t­io­cho años y tres­c­ien­tos se­sen­ta y cuatro días, a lady Hen­r­iet­ta Sedley le gus­ta­ba pensar que había apren­di­do al­gu­nas cosas.

Como, por ejem­plo, que si una dama no podía sa­lir­se con la suya y po­ner­se pan­ta­lo­nes —una de­sa­for­tu­na­da re­a­li­dad para la hija de un conde, in­clu­so de uno que había em­pe­za­do la vida sin título ni for­tu­na—, debía ase­gu­rar­se de que sus faldas in­clu­ye­ran bol­si­llos. Una nunca sabía cuándo podría ne­ce­si­tar un poco de cuerda o un cu­chi­llo para cor­tar­la.

Tam­bién había apren­di­do que cual­q­u­ier es­ca­pa­da que va­l­ie­ra la pena de su casa en May­f­air re­q­ue­ría del amparo de la os­cu­ri­dad y de un ca­rr­ua­je con­du­ci­do por un aliado. Los co­che­ros ten­dí­an a hablar de­ma­s­ia­do cuando se tra­ta­ba de guar­dar se­cre­tos; además, en última ins­tan­c­ia, es­ta­ban en deuda con qu­ie­nes pa­ga­ban sus sa­la­r­ios. Un im­por­tan­te punto a añadir a esa lec­ción en par­ti­cu­lar era que el mejor de los al­ia­dos era a menudo el mejor de los amigos.

Quizá por eso, lo pri­me­ro en la lista de cosas que había apren­di­do en su vida era cómo hacer un nudo de Ca­rrick. Algo que sabía hacer desde que tenía me­mo­r­ia.

Con esta co­lec­ción de co­no­ci­m­ien­tos tan oscura y poco común, cual­q­u­ie­ra se habría ima­gi­na­do que Hen­r­iet­ta Sedley habría sabido qué hacer ante la po­si­bi­li­dad de des­cu­brir a un hombre atado e in­cons­c­ien­te en su ca­rr­ua­je.

Pero es­ta­ría eq­ui­vo­ca­do.

De hecho, Hen­r­iet­ta Sedley nunca habría des­cri­to tal es­ce­na­r­io como una po­si­bi­li­dad. Era cierto que podría en­con­trar­se más cómoda en los mue­lles de Lon­dres que en los sa­lo­nes de baile, pero el im­pre­s­io­nan­te bagaje vital de Hattie nada tenía que ver con el am­b­ien­te cri­mi­nal.

Y, sin em­bar­go, allí estaba, con los bol­si­llos llenos y su amiga más que­ri­da al lado, de pie en la os­cu­ri­dad de la noche, la vís­pe­ra de su vein­ti­n­ue­ve cum­ple­a­ños, a punto de es­ca­par­se de May­f­air para dis­fru­tar de una velada bien pla­ne­a­da y…

Lady Ele­a­no­ra Ma­de­well silbó por lo bajo, de manera poco fe­me­ni­na, al oído de Hattie. Hija de un duque y de una actriz ir­lan­de­sa a la que él amaba tanto como para con­ver­tir­la en du­q­ue­sa. Nora tenía la clase de des­ca­ro que se per­mi­tía en aq­ue­llos miem­bros de las so­c­ie­dad que os­ten­ta­ban sus tí­tu­los desde la cuna y que tenían un montón de dinero.

—Hay un tipo en el ca­rr­ua­je, Hattie.

Hattie no apartó la vista del tipo en cues­tión.

—Sí, ya lo veo.

—No había un tipo en el ca­rr­ua­je cuando en­gan­cha­mos los ca­ba­llos.

—No, no lo había.

Tres cuar­tos de hora antes habían dejado el coche pre­pa­ra­do para partir y com­ple­ta­men­te vacío en el oscuro ca­lle­jón tra­se­ro de Sedley House, des­pués su­b­ie­ron las es­ca­le­ras con el fin de cam­b­iar su ves­ti­men­ta por un at­uen­do más apro­p­ia­do para sus planes noc­tur­nos.

En algún mo­men­to entre el corsé y el lápiz de ojos, al­g­u­ien les había dejado un pa­q­ue­te ex­tra­or­di­na­r­ia­men­te ino­por­tu­no.

—Creo que, si hu­b­ie­ra habido un hombre en el ca­rr­ua­je antes, nos ha­brí­a­mos dado cuenta —dijo Nora.

—Creo que sí. —Fue la res­p­ues­ta dis­tra­í­da de Hattie—. Y apa­re­ce justo en el mo­men­to menos ade­c­ua­do.

—¿Hay algún mo­men­to ade­c­ua­do para en­con­trar a un hombre atado e in­cons­c­ien­te en tu ca­rr­ua­je? —Nora la miró de reojo.

Hattie ima­gi­nó que no, pero al menos podría haber ele­gi­do una noche di­fe­ren­te.

—Es un regalo de cum­ple­a­ños ho­rri­ble. —En­tre­ce­rró los ojos para en­fo­car mejor el oscuro in­te­r­ior del ca­rr­ua­je—. ¿Crees que está muerto?

«Por favor, que no esté muerto».

Si­len­c­io.

—¿Acaso se mete a los muer­tos en los ca­rr­ua­jes? —añadió a con­ti­n­ua­ción.

Nora se ade­lan­tó, con el abrigo del co­che­ro sobre los hom­bros, y le dio un em­pu­jón al po­si­ble muerto. Este no se movió.

—No se mueve —añadió en­co­gién­do­se de hom­bros—. Podría estar muerto.

Hattie sus­pi­ró, se quitó un guante y se in­cli­nó dentro del ca­rr­ua­je para poner dos dedos en el cuello del hombre.

—Estoy segura de que no está muerto.

—¿Qué estás ha­c­ien­do? —su­su­rró Nora con ra­pi­dez—. ¡Si no lo está, lo des­per­ta­rás!

—Eso no sería lo peor del mundo —señaló Hattie—. De hecho, así po­drí­a­mos pe­dir­le ama­ble­men­te que sa­l­ie­ra de nues­tro ca­rr­ua­je y seguir nues­tro camino.

—¡Oh, sí! Este bruto parece el tipo de hombre que lo haría sin ven­gar­se de in­me­d­ia­to. Sin duda, se qui­ta­ría la gorra y nos de­se­a­ría buenas noches.

—No lleva gorra —dijo Hattie, in­ca­paz de re­fu­tar el resto de la eva­l­ua­ción sobre el mis­te­r­io­so y pre­sun­to muerto. Era muy cor­pu­len­to, con el cuerpo bien for­ma­do, e in­clu­so en la os­cu­ri­dad podría decir que no era el tipo de hombre con el que ella se pa­se­a­ría por una fiesta.

Era el tipo de hombre que arra­sa­ría el salón de baile.

—¿Qué notas? —le pre­gun­tó Nora.

—No hay pulso. —Aunque no estaba muy segura de dónde to­már­se­lo—. Pero está…

«Ca­l­ien­te».

Los muer­tos no es­ta­ban ca­l­ien­tes, y aquel hombre estaba muy ca­l­ien­te. Como el fuego en in­v­ier­no. El tipo de calor que hacía que cual­q­u­ie­ra se diera cuenta de lo frío que se podía llegar a estar.

Ig­no­ran­do esa tonta ocu­rren­c­ia, Hattie movió los dedos sobre el cuello del hombre hasta el punto donde la piel de­sa­pa­re­cía debajo de la camisa, donde estaba la cla­ví­cu­la y la pen­d­ien­te de… el resto de él, y se en­con­tró con una fas­ci­nan­te hen­di­du­ra.

—¿Y ahora qué estás…?

—Si­len­c­io. —Hattie con­tu­vo la res­pi­ra­ción. Nada. Sa­cu­dió la cabeza.

—¡Jesús! —No había nada re­li­g­io­so en aq­ue­lla ex­pre­sión.

Hattie no podría estar más de ac­uer­do. Pero de re­pen­te…

 

«Aquí está».

Una pe­q­ue­ña pal­pi­ta­ción. Pre­s­io­nó con más fir­me­za. El pulso se volvió más fuerte. Lento. Acom­pa­sa­do.

—Lo siento, está vivo —dijo—. Está vivo —re­pi­tió antes de sus­pi­rar pro­fun­da­men­te ali­v­ia­da—. No está muerto.

—Ex­ce­len­te. Pero eso no cambia el hecho de que está in­cons­c­ien­te y en nues­tro ca­rr­ua­je, y que tú ten­drí­as que estar en otro lugar. —Nora hizo una pausa—. De­be­rí­a­mos de­jar­lo aquí y usar el tíl­bu­ri.

Hattie había estado pla­ne­an­do la ex­cur­sión de esa noche du­ran­te tres meses. La noche en que co­men­za­ría su vi­gé­si­mo noveno año. El año en que su vida pa­sa­ría a ser suya de verdad. El año en que se con­ver­ti­ría en ella misma. Y tenía un plan muy es­pe­cí­fi­co en un lugar muy es­pe­cí­fi­co a una hora muy es­pe­cí­fi­ca, para lo cual se había puesto una ves­ti­men­ta muy es­pe­cí­fi­ca. Y, aun así, mien­tras con­tem­pla­ba al hombre des­m­a­ya­do en su ca­rr­ua­je, esos de­ta­lles no pa­re­cí­an ser im­por­tan­tes.

Lo re­al­men­te im­por­tan­te era verle la cara.

Afe­rrán­do­se a la manija del borde de la puerta, Hattie cogió la lin­ter­na de la es­q­ui­na su­pe­r­ior tra­se­ra del ca­rr­ua­je antes de gi­rar­se hacia Nora, cuya mirada se clavó in­me­d­ia­ta­men­te en el in­te­r­ior del vehí­cu­lo.

Nora in­cli­nó la cabeza a un lado.

—Hattie, déjalo. Nos lle­va­re­mos el tíl­bu­ri.

—Solo quiero echar­le un vis­ta­zo —res­pon­dió Hattie.

La in­cli­na­ción se con­vir­tió en una lenta sa­cu­di­da.

—Si lo miras, te arre­pen­ti­rás.

—Tengo que echar­le un vis­ta­zo —in­sis­tió Hattie, bus­can­do una razón co­he­ren­te, porque no podía de­cir­le la verdad a su amiga—. Tengo que de­sa­tar­lo.

—Eso no es ne­ce­sa­r­io —indicó Nora—. Al­g­u­ien ha pen­sa­do que era mejor de­jar­lo atado y, ¿quié­nes somos no­so­tras para no estar de ac­uer­do? —Hattie ya estaba bus­can­do un pe­der­nal en el bol­si­llo de la puerta del ca­rr­ua­je—. ¿Y tus planes?

Tenía mucho tiempo para llevar a cabo sus planes.

—Solo le echaré un vis­ta­zo —re­pi­tió. Cuando el aceite de la lin­ter­na pren­dió, cerró la puerta y se volvió hacia el ca­rr­ua­je, la le­van­tó para ilu­mi­nar con un her­mo­so brillo dorado… —. ¡Oh, Dios mío!

—Parece que no es un mal regalo des­pués de todo. —Nora ahogó la risa.

El hombre tenía el rostro más her­mo­so que Hattie había visto nunca. El rostro más her­mo­so que nadie hu­b­ie­ra visto nunca. Se acercó más, dis­fru­tan­do de la cálida y bron­ce­a­da piel, de los pó­mu­los ele­va­dos, de la nariz larga y recta, de las líneas os­cu­ras de sus cejas y de las pes­ta­ñas inex­pli­ca­ble­men­te largas que arro­ja­ban som­bras, como un pecado, contra sus me­ji­llas.

—¿Qué clase de hombre…? —se in­te­rrum­pió y negó con la cabeza.

¿Qué clase de hombre tenía ese as­pec­to?

¿Qué clase de hombre tenía ese as­pec­to y, de manera sor­pren­den­te, ate­rri­za­ba en el ca­rr­ua­je de Hattie Sedley, una joven que no estaba acos­tum­bra­da a estar cerca de hom­bres que tenían ese as­pec­to?

—Me estás dando ver­güen­za ajena —dijo Nora—. Lo estás mi­ran­do fi­ja­men­te y con la boca ab­ier­ta.

Hattie cerró la boca, pero no dejó de mi­rar­lo.

—Hattie, te­ne­mos que irnos. —Nora hizo una pausa—. ¿O has cam­b­ia­do de opi­nión?

La pre­gun­ta la trajo de vuelta a la re­a­li­dad. A su plan. Movió la cabeza y bajó la lin­ter­na.

—No, no lo he hecho.

Nora sus­pi­ró y puso los brazos en jarras, mi­ran­do más allá de Hattie, al in­te­r­ior del ca­rr­ua­je.

—En­ton­ces, ¿tú le sacas el tra­se­ro y yo me en­car­go de la parte de arriba? —Miró por encima del hombro a una zona entre las som­bras que había a su es­pal­da—. Puede re­cu­pe­rar la con­c­ien­c­ia ahí.

—No po­de­mos de­jar­lo tirado. —A Hattie le latía con fuerza el co­ra­zón.

—¿No po­de­mos?

—No.

Nora le echó un vis­ta­zo.

—Hattie, no po­de­mos lle­var­lo con no­so­tras solo porque pa­rez­ca una es­ta­t­ua romana.

Hattie se son­ro­jó en la os­cu­ri­dad.

—No me había dado cuenta.

—Pues te has que­da­do sin pa­la­bras.

—No po­de­mos de­jar­lo porque Augie lo ha dejado aquí —dijo Hattie acla­rán­do­se la gar­gan­ta

—No puedes estar segura de eso. —Los labios de Nora for­ma­ron una per­fec­ta línea recta.

—Puedo… —ase­gu­ró Hattie, sos­te­n­ien­do la lin­ter­na cerca de la cuerda que ma­n­ia­ta­ba las mu­ñe­cas del hombre y ha­c­ien­do un ba­rri­do hasta los to­bi­llos atados—, porque August Sedley no sabe hacer un nudo Ca­rrick de­cen­te, y me temo que si de­ja­mos a este hombre aquí, se li­be­ra­rá e irá di­rec­ta­men­te a por el inútil de mi her­ma­no.

Eso, y que si no li­be­ra­ban al ex­tra­ño, quién sabía lo que Augie le haría. Su her­ma­no era tan tonto como te­me­ra­r­io, una com­bi­na­ción que re­q­ue­ría de la in­ter­ven­ción de Hattie con cierta asi­d­ui­dad. Lo que, por cierto, era una razón de peso en su de­ci­sión de re­cla­mar su vi­gé­si­mo noveno año como suyo. Y, aun así, allí estaba su in­fer­nal her­ma­no es­tro­peán­do­lo todo.

—In­cons­c­ien­te desde hace poco o no… —dijo Nora, que no sabía lo que pasaba por la cabeza de Hattie—, no parece un hombre de los que pier­den en una pelea.

El eu­fe­mis­mo no se le escapó a Hattie. Sus­pi­ró, alargó la mano para colgar la lin­ter­na en­cen­di­da en el gancho co­rres­pon­d­ien­te y apro­ve­chó la opor­tu­ni­dad para echar una larga y pro­lon­ga­da mirada al hombre.

Hattie Sedley había apren­di­do algo más en sus vein­t­io­cho años y tres­c­ien­tos se­sen­ta y cuatro días: si una mujer tenía un pro­ble­ma, lo mejor era que lo re­sol­v­ie­ra ella misma.

Se subió al ca­rr­ua­je, pa­san­do con cui­da­do por encima del hombre tirado en el suelo, antes de mirar a Nora de reojo, mien­tras per­ma­ne­cía en la acera con los ojos muy ab­ier­tos.

—Venga, vamos. Nos desha­re­mos de él por el camino.

Capítulo 2

Lo último que re­cor­da­ba era el golpe en la cabeza.

Estaba es­pe­ran­do el ataque sor­pre­sa. Por eso era él quien iba con­du­c­ien­do en la pla­ta­for­ma: seis raudos ca­ba­llos ti­ran­do de un enorme carro de trans­por­te con un con­te­ne­dor de acero car­ga­do de licor, cartas y tabaco, des­ti­na­do a May­f­air. Aca­ba­ba de cruzar Oxford Street cuando oyó el dis­pa­ro, se­g­ui­do del grito de dolor de uno de sus es­col­tas.

Se detuvo para ver cómo es­ta­ban sus hom­bres. Para pro­te­ger­los. Para cas­ti­gar a los que los ata­ca­ban.

Había un cuerpo en­san­gren­ta­do tirado en la calle, justo debajo de él. Aca­ba­ba de enviar al se­gun­do de sus hom­bres a pedir ayuda, cuando oyó pasos a su es­pal­da. Se había girado cu­chi­llo en mano. Lo lanzó. Es­cu­chó el grito en la os­cu­ri­dad y lo­ca­li­zó su origen.

Luego, un golpe en la cabeza. Y des­pués… nada.

No hubo nada hasta que un in­sis­ten­te gol­pe­teo en su me­ji­lla le de­vol­vió la con­c­ien­c­ia; era de­ma­s­ia­do suave para doler, aunque lo su­fi­c­ien­te­men­te firme para ser irri­tan­te.

No abrió los ojos, los años de en­tre­na­m­ien­to le per­mi­t­ie­ron fingir que seguía in­cons­c­ien­te mien­tras se or­ien­ta­ba. Tenía los pies atados. Tam­bién las manos, detrás de la es­pal­da. Las ata­du­ras le ti­ra­ban tanto de los mús­cu­los del pecho como para notar que le fal­ta­ban sus cu­chi­llos, ocho hojas de acero mon­ta­das en ónice. Se los habían robado junto con la funda que los unía a su cuerpo. Re­sis­tió el im­pul­so de ten­sar­se. De en­fu­re­cer­se. Pero Sa­v­i­our Whit­ting­ton, co­no­ci­do en las calles más os­cu­ras de Lon­dres como Bestia, no se en­fa­da­ba: cas­ti­ga­ba. De un modo rápido y de­vas­ta­dor, sin emo­ción.

Y si le habían qui­ta­do la vida a uno de sus hom­bres, a al­g­u­ien que estaba bajo su pro­tec­ción, nunca co­no­ce­rí­an la paz. Pero pri­me­ro ne­ce­si­ta­ba re­cu­pe­rar la li­ber­tad.

Estaba en el suelo de un ca­rr­ua­je en mo­vi­m­ien­to. Uno bien eq­ui­pa­do, te­n­ien­do en cuenta el suave cojín que rozaba su me­ji­lla, y que se des­pla­za­ba por un ve­cin­da­r­io de­cen­te, a tenor del suave ritmo de las ruedas sobre los ado­q­ui­nes.

«¿Qué hora es?».

Con­si­de­ró su si­g­u­ien­te paso, ima­gi­nan­do cómo re­du­ci­ría a su captor a pesar de las ata­du­ras. Se ima­gi­nó rom­pién­do­le la nariz usando la frente como arma. Uti­li­zan­do las pier­nas atadas para no­q­ue­ar al hombre.

El gol­pe­teo en su me­ji­lla co­men­zó de nuevo. Luego un suave su­su­rro.

—Señor…

Whit abrió los ojos de golpe.

Su captor no era un hombre.

El baño de luz dorada en el ca­rr­ua­je le jugó una mala pasada; le pa­re­ció que ema­na­ba de la mujer y no de la lin­ter­na que se ba­lan­ce­a­ba sua­ve­men­te en la es­q­ui­na.

Sen­ta­da en el banco, no se pa­re­cía en nada al tipo de ene­mi­go que no­q­ue­a­ría a un hombre y lo ataría dentro de un ca­rr­ua­je. De hecho, pa­re­cía que iba de camino a un baile. Per­fec­ta­men­te lista, per­fec­ta­men­te pei­na­da, per­fec­ta­men­te ma­q­ui­lla­da —su piel lisa, sus ojos de­li­ne­a­dos con kohl, sus labios car­no­sos y pin­ta­dos lo su­fi­c­ien­te como para que un hombre pres­ta­se aten­ción. Y eso fue antes de que viera el ves­ti­do azul, del color de un cielo de verano y muy ajus­ta­do a su figura.

No de­be­ría estar fi­ján­do­se en nada de eso, con­si­de­ran­do que ella lo tenía atado en un ca­rr­ua­je. No de­be­ría fi­jar­se en sus curvas suaves y aco­ge­do­ras en la cin­tu­ra, en la línea de su cor­pi­ño. No de­be­ría fi­jar­se en el des­te­llo de la suave y dorada piel de su hombro re­don­de­a­do a la luz de la lin­ter­na. No de­be­ría fi­jar­se en la bonita sua­vi­dad de su cara o en la ple­ni­tud de sus labios pin­ta­dos de rojo.

Ella no estaba allí para que él la ad­mi­ra­ra.

Clavó su mirada en ella, y sus ojos… ¿Era po­si­ble que fueran vio­le­tas? ¿Qué clase de per­so­na tenía ojos de color vio­le­ta? Y es­ta­ban ab­ier­tos de par en par.

«Bien. Si esa mirada es un in­di­c­io de su tem­pe­ra­men­to, no es de ex­tra­ñar que esté atado», pensó mien­tras veía que ella in­cli­na­ba la cabeza a un lado.

—¿Quién le ha atado?

Whit no res­pon­dió. Seguro que ella sabía la res­p­ues­ta.

—¿Por qué está atado?

Otra vez si­len­c­io.

Sus labios mar­ca­ron una línea recta y mur­mu­ró algo que sonaba como «inútil». Y luego, más fuerte, más firme:

—El asunto es que usted es un in­con­ve­n­ien­te, puesto que ne­ce­si­to el ca­rr­ua­je esta noche.

—¿Un in­con­ve­n­ien­te? —No quería res­pon­der y las pa­la­bras los sor­pren­d­ie­ron a ambos.

—En efecto. Es el Año de Hattie —asin­tió ella.

—¿El qué?

La chica agitó una mano como para alejar la pre­gun­ta. Como si no fuera im­por­tan­te. Ex­cep­to que Whit ima­gi­nó que sí lo era.

—Mañana es mi cum­ple­a­ños —con­ti­nuó ella—. Tengo planes. Planes que no in­clu­yen… lo que sea esto. —El si­len­c­io se ex­ten­dió entre ellos—. La ma­yo­ría de la gente me de­se­a­ría un feliz cum­ple­a­ños en esta si­t­ua­ción. —Whit no picó el an­z­ue­lo. Ella arqueó las cejas—. Y aquí estoy yo, dis­p­ues­ta a ayu­dar­lo.

—No ne­ce­si­to su ayuda.

—Es bas­tan­te rudo, ¿sabe?

Se re­sis­tió a que­dar­se bo­q­u­ia­b­ier­to.

—Me han no­q­ue­a­do, me han atado y he des­per­ta­do en un ca­rr­ua­je des­co­no­ci­do.

—Sí, pero debe ad­mi­tir que los acon­te­ci­m­ien­tos han tomado un giro in­te­re­san­te, ¿no? —Ella sonrió, el ho­y­ue­lo de su me­ji­lla de­re­cha era im­po­si­ble de ig­no­rar.

—Bien —añadió ella viendo que él no res­pon­día—, en­ton­ces, me parece que está en un apr­ie­to, señor. —Hizo una pausa—. ¿Ve lo di­ver­ti­da que puedo llegar a ser, in­clu­so en un apr­ie­to? —añadió.

Mien­tras, él ma­ni­pu­la­ba las cuer­das de sus mu­ñe­cas. Apre­ta­das, pero ya es­ta­ban aflo­ján­do­se. Elu­di­bles.

—Veo lo im­pru­den­te que puede ser.

—Al­gu­nos me en­c­uen­tran en­can­ta­do­ra.

—No en­c­uen­tro nada en­can­ta­dor en esta si­t­ua­ción —con­tes­tó mien­tras con­ti­n­ua­ba ma­ni­pu­lan­do las cuer­das, pre­gun­tán­do­se qué le lle­va­ba a dis­cu­tir con aq­ue­lla char­la­ta­na.

—Es una lás­ti­ma. —Pa­re­cía que lo decía en serio, pero, antes de que se le ocu­rr­ie­ra qué res­pon­der, ella siguió ha­blan­do—. No im­por­ta. Aunque no lo admita, ne­ce­si­ta ayuda y, como está atado y yo soy su com­pa­ñe­ra de viaje, me temo que está atado a mí. —Se agachó, como si todo fuera per­fec­ta­men­te normal, y desató las cuer­das con un gesto hábil—. Tiene suerte de que sea bas­tan­te buena con los nudos.

 

Gruñó su apro­ba­ción, es­ti­ran­do las pier­nas en el re­du­ci­do es­pa­c­io cuando se notó li­be­ra­do.

—Y tiene otros planes para su cum­ple­a­ños.

Dudó. Se ru­bo­ri­zó ante aq­ue­llas pa­la­bras.

—Sí.

—¿Qué clase de planes? —White nunca en­ten­de­ría qué le hacía seguir pre­s­io­nán­do­la.

Los ri­dí­cu­los ojos, de un color im­po­si­ble y de­ma­s­ia­do gran­des para su cara, se en­tre­ce­rra­ron.

—Planes que, por una vez, no im­pli­can arre­glar el de­sas­tre que lo haya dejado aquí atado.

—La pró­xi­ma vez que me dejen in­cons­c­ien­te, tra­ta­ré que sea en un lugar que no se in­ter­pon­ga en su camino.

Ella sonrió, el ho­y­ue­lo en la me­ji­lla apa­re­ció como una broma pri­va­da.

—Bien pen­sa­do. —Y ella con­ti­nuó antes de que pu­d­ie­ra res­pon­der­le—. Aunque su­pon­go que no será un pro­ble­ma en el futuro. Cla­ra­men­te no nos mo­ve­mos en los mismos cír­cu­los.

—Esta noche sí.

Sus labios se con­vir­t­ie­ron en una lenta y franca son­ri­sa, y Whit no pudo evitar per­der­se en ella. El ca­rr­ua­je co­men­zó a dis­mi­n­uir la ve­lo­ci­dad, y ella apartó la cor­ti­na para aso­mar­se.

—Ya casi hemos lle­ga­do —dijo en voz baja—. Es hora de que se vaya, señor. Estoy segura de que estará de ac­uer­do en que nin­gu­no de no­so­tros tiene in­te­rés en que lo des­cu­bran.

—Mis manos —dijo él, aun cuando las cuer­das ya no ejer­cí­an pre­sión sobre sus mu­ñe­cas.

—No puedo arr­ies­gar­me a que se vengue. —Negó con la cabeza.

Él se en­fren­tó a su mirada sin du­dar­lo.

—Mi ven­gan­za no es un riesgo. Es una cer­te­za.

—No tengo nin­gu­na duda al res­pec­to. Pero no puedo arr­ies­gar­me a que lo haga a través de mí. No esta noche. —Estiró la mano hacia la ma­ni­lla de la puerta, ha­blán­do­le al oído por encima del ruido de las ruedas y de los ca­ba­llos—. Como he dicho…

—Tiene planes —ter­mi­nó, vol­vién­do­se hacia ella, in­ca­paz de re­sis­tir su aroma, como la dulce ten­ta­ción de una tarta de al­men­dras.

—Sí. —Ella lo miró fi­ja­men­te.

—Cuén­te­me su plan y la dejaré ir. —La en­con­tra­ría.

Esa pre­c­io­sa son­ri­sa de nuevo.

—Es usted muy arro­gan­te, señor. ¿Debo re­cor­dar­le que soy yo quien lo está de­jan­do ir?

—¡Dí­ga­me­lo! —Su orden sonó ruda.

Vio que algo cam­b­ia­ba en ella. Vio cómo la in­de­ci­sión se con­ver­tía en cu­r­io­si­dad. En va­len­tía. Y en­ton­ces, como un regalo, su­su­rró:

—Tal vez de­be­ría mos­trár­se­lo.

«¡Dios, sí!».

Ella lo besó, pre­s­io­nan­do sus labios contra los de él, de un modo suave, dulce e inex­per­to; sabía como el vino, ten­ta­do­ra como el in­f­ier­no. Le llevó el doble de tiempo li­be­rar sus manos. Quería mos­trar a esta ex­tra­ña y cu­r­io­sa mujer lo que estaba dis­p­ues­to a hacer para co­no­cer sus planes.

Ella lo liberó pri­me­ro. Notó un tirón en sus mu­ñe­cas y las cuer­das se sol­ta­ron con un ligero chas­q­ui­do antes de que Hattie re­ti­ra­ra los labios. Él abrió los ojos, vio el brillo de una pe­q­ue­ña navaja en su mano. Ella había cam­b­ia­do de opi­nión. Lo había sol­ta­do.

Para que pu­d­ie­ra abra­zar­la. Para re­a­nu­dar el beso. Sin em­bar­go, como le había ad­ver­ti­do, tenía otros planes.

Antes de que pu­d­ie­ra to­car­la, el ca­rr­ua­je se detuvo al doblar una es­q­ui­na, y ella abrió la puerta.

—Adiós.

El ins­tin­to hizo que Whit girara mien­tras caía, agachó la bar­bi­lla, pro­te­gió su cabeza y rodó, aunque tenía en mente solo una cosa:

«Se está es­ca­pan­do… ».

Chocó contra la pared de una ta­ber­na cer­ca­na dis­per­san­do al grupo de hom­bres que había de­lan­te de ella.

—¡Eh! —gritó uno sa­l­ien­do a su en­c­uen­tro—. ¿Todo bien, her­ma­no?

Whit se puso de pie sa­cu­d­ien­do los brazos, echó los hom­bros hacia atrás, se estiró para com­pro­bar mús­cu­los y huesos y se ase­gu­ró de que todo fun­c­io­na­ba bien, antes de sacar dos re­lo­jes de su bol­si­llo y ver qué hora era. Las nueve y media.

—¡Vaya! Nunca he visto a nadie re­cu­pe­rar­se tan rápido de algo así —dijo el hombre, ex­ten­d­ien­do la mano para darle una pal­ma­da en el hombro. Sin em­bar­go, se detuvo antes de llegar a su ob­je­ti­vo, cuando los ojos se po­sa­ron en la cara de Whit, en­san­chán­do­se in­me­d­ia­ta­men­te en señal de re­co­no­ci­m­ien­to. La ca­li­dez se con­vir­tió en miedo cuando el hombre dio un paso atrás.

—Bestia…

Whit le­van­tó la bar­bi­lla al es­cu­char su nombre, la re­a­li­dad lo golpeó. Si aquel hombre lo co­no­cía, si co­no­cía su nombre…

Se volvió, su mirada se fijó en la curva de la oscura calle em­pe­dra­da por donde el ca­rr­ua­je había de­sa­pa­re­ci­do junto con su pa­sa­je­ra, en lo más pro­fun­do del la­be­rin­to que era Covent Garden.

Se sintió sa­tis­fe­cho.

«No se le iba a es­ca­par des­pués de todo».