¿M de Mandrágora?

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Z serii: Los Seis míticos #4
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¿M de Mandrágora?
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Título original: M come Mandragora?

© 2016 Giunti Editore S.p.A., Firenze – Milano

www.giunti.it

Texto original: Simone Frasca y Sara Marconi

Ilustraciones: Simone Frasca

Traducción: Carmen Ternero Lorenzo

© 2018 Ediciones del Laberinto, S.L., para la edición mundial en castellano

ISBN: 978-84-1330-889-0

EDICIONES DEL LABERINTO, S.L.

www.edicioneslaberinto.es

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com <http://www.conlicencia.com/>; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).








Circe estaba esperando a los niños en el gran prado que separaba la escuela del bosque.

Soplaba un viento frío y ante la maga se extendía un mar gris con algunas pinceladas amarillas hacia el este. De pronto despuntó el alba y un resplandor rosa cubrió el cielo y la vasta superficie del mar Egeo. Había amanecido.

Los horarios de la escuela no estaban colgados en ningún sitio, no había ninguna secretaría y las descabelladas criaturas que rondaban por el inmenso edificio no eran muy de fiar. Lo único seguro era que las clases comenzaban después de desayunar. A veces el desayuno era un maravilloso manjar que Circe les dejaba delante de la puerta de las habitaciones, mientras que otras veces consistía en la asquerosa bazofia que Arpía, la cocinera de la escuela, servía en la cocina. Pero siempre habían desayunado cuando sol ya estaba alto en el cielo.

Aquella mañana, todavía estaba oscuro cuando dos escobas entraron en las habitaciones de los niños con una bandeja llena de pastelillos de crema y una jarra de chocolate caliente.

—¡Venga, arriba! ¡La clase está a punto de empezar y vosotros todavía estáis en pijama!

—Pero… ¡si es de noche! —protestó Medusa mientras escondía la cabeza debajo de la almohada.

—¡Qué va a ser de noche! —dijo la escoba de los rulos, que dejó la bandeja en la cama y le levantó la almohada con las manos—. Son las seis de la mañana y Circe os está esperando en el prado. No hagáis que se enfade, porque si no…

—¿Nos convierte en cerditos como hizo con el pobre Jamoncito? —balbuceó Aracne aterrorizada—. Él antes era un hombre, el famoso Ulises…

—¡Sí, hombre! ¡Y yo antes era Pinocho! —exclamó la otra escoba—. Venga, vamos, si no queréis que Circe os dé una buena tunda de palos —dijo y se echó a reír como si acabara de hacer una broma irresistible.


Al cabo de veinte minutos, los niños y sus animales ya estaban en el prado con Circe.

—Niños, ¿sabéis dónde se ha metido vuestra amiga Aracne? —preguntó la maga con tono suave—. Tenemos que empezar la clase y…

Para entonces, los Seis ya sabían que Circe podía cambiar mucho, pues la habían visto dirigir de modo gélido el secretísimo Equipo Quimera.

—Un buen equipo nunca pierde de vista a ninguno de sus miembros, que no se os olvide jamás —añadió muy seria mientras los demás se miraban perplejos, ya que ninguno de ellos se había dado cuenta de que faltaba Aracne.

—¡Aquí estoy! ¡Perdonad! —exclamó la niña mientras llegaba cargando con su mochila negra, de la que iba colgada su arañita Web—. Lo siento, es que no encontraba el cepillo de dientes —resopló uniéndose al grupo.

Circe la miró recelosa, pero enseguida sonrió dispuesta a comenzar.

—Luego te cuento —le susurró Aracne a Atenea, que la estaba mirando incrédula porque estaba segurísima de que se había lavado los dientes con ella unos minutos antes.

—¿Habéis notado algún cambio desde que llegasteis a la isla? —empezó a decir Circe observándolos con atención—. Me refiero a vuestros poderes.

—¡Sí! —exclamó Aracne—. Desde que estoy aquí, y desde que tengo a Web, me siento más fuerte y soy más capaz de controlarlos. Además…

—¿Sí? —preguntó Circe al tiempo que se volvía a mirarla con un gesto brusco.

—No, nada… —dijo la niña un poco avergonzada mientras Web lanzaba al aire corazoncitos de telaraña.

—Yo también me siento distinto —intervino Hades—. Cada vez se me da mejor dominar el fuego y mi capacidad para notar presencias ha aumentado… para bien y para mal —añadió acordándose de cuando había notado la proximidad del Coleccionista en Nepal—. Sobre todo cuando Zen está conmigo.

Una llamarada del pelo señaló la presencia y satisfacción de su animalillo.

—Yo no…, bueno… —balbuceó Atenea—. Ahora tengo un poder nuevo. Veo con los ojos de Omega, ¡y es como si yo también volara! Es precioso, pero ya no puedo hacer como antes, cuando cobraba forma todo lo que me imaginaba. Tendría que estar contenta, porque me daba un poco de miedo, pero en realidad lo echo de menos —suspiró.

—No te preocupes —le dijo Circe—. La isla y vuestros animales saben lo que es mejor para vosotros. Acabáis de empezar y, ya veréis, os esperan muchas sorpresas.

—¿Y tú? —se atrevió a preguntar Medusa, dejándolos a todos boquiabiertos.

—Yo, ¿qué? —contestó la maga incrédula.

—¿Tú no tienes un animal guía?

—Yo no lo necesito, tesoro. Yo reino sobre todo lo que ves: animales, plantas, rocas. Yo reino sobre la isla. Yo soy la isla.

Los Seis se miraron desconcertados.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Ares perplejo.

—Esto —dijo Circe y levantó las manos sobre la cabeza.

El cielo se oscureció al instante y un viento terrible empezó a agitar los árboles milenarios. Todos se estremecieron mientras unas rocas inmensas se elevaron y volaron por encima de ellos. El estruendo era ensordecedor y los niños se arrimaron unos a otros mientras miraban con la boca abierta el aterrador espectáculo.


Todo terminó de pronto tal y como había empezado. El sol comenzó a brillar de nuevo, el viento se aplacó y las rocas volvieron a su sitio.

—Y ahora —dijo Circe como si no hubiera pasado nada— ya podemos…

En ese momento se oyó un silbido y se le materializó el móvil en la mano.

—¡¿Cómo?! ¿Que está aquí? Sí… ¡Ahora mismo voy!

Circe colgó y miró a los niños distraída.

—Bien, pues vosotros entrenad, como siempre. Después vuelvo —dijo y desapareció.

—Reunión inesperada —comentó Ares—. Tiene que ser una emergencia.

—¡Vamos! —los animó Medusa—. ¡Tenemos que oír qué dicen!

—No hace falta —susurró Aracne con una sonrisilla de satisfacción—. Tengo una novedad…


Los Seis habían vuelto a su habitación con los animales. Aracne no les había explicado nada, pero luego se sentó en el suelo delante de la pared blanca y empezó a contarles la novedad.

—Lo hilos, ya sabéis, la cosa esa que hago con las manos…

—Las telarañas, Aracne, llámalas por su nombre. ¡A nosotros nos gustan! —la interrumpió Medusa para animarla a continuar.

—Sí, vale, las telarañas. Bueno, pues ya sabéis que puedo hacer una pantalla...

—Sí, nos acordamos, puedes conectarte a Internet, aunque no sé cómo —dijo Hades.

—Ya, yo tampoco. Pero esta noche se me ocurrió una cosa. Me desperté porque Omega se había puesto a dar vueltas por la habitación y no podía dormir. Total, que se me ocurrió una idea y esta mañana esperé a que todos os fuerais para probar. La profesora me ha regañado, pero, bueno, ¡funciona! —concluyó satisfecha.

—Eh…, Aracne —dijo Atenea—. Perdona, pero ¿qué es lo que funciona?

Sin decir nada, Aracne se puso a mover las manos rápidamente y en pocos minutos logró construir una pantalla grandísima, mucho más grande que la que ellos habían visto. Luego la lanzó contra la pared como si fuera una telaraña gigante y la pantalla se quedó pegada, quieta y brillante. Web corrió a su alrededor varias veces para fijarla aún mejor.

 

—¡Qué guay! —exclamó Ares.

—Está muy bien —comentó Hades—. Pero ¿para qué sirve?

—Ya veréis.

En la pantalla empezaron a aparecer unas imágenes que se movían, ligeramente desenfocadas. Todos los colores estaban mal. Se veía una mano azul, una pared naranja… Hasta que poco a poco empezó a regularse sola, mostrando sin lugar a dudas…

—¡El sótano!

—¡La sala secreta del Equipo Quimera!

—¿Cómo lo has hecho?

En la pared se veía claramente a Circe, en su versión seria y eficaz. Enfrente de ella estaba sentada Arpía y un poco más allá se veía Anubis. Lica estaba en una esquina, y todos lo estaban mirando.

—Solo falta Pan, ¿dónde se habrá metido?

—Pan está ahí —contestó Aracne con tono misterioso—. Es más, ¡gracias a él podemos verlo todo! Ya os habréis dado cuenta de que siempre va con una pequeña cámara en la cabeza, ¿no? ¿No os habíais fijado? La tiene en uno de los dos cuernos, las cosas esas que le salen de la gorra, ¿no os acordáis? Bueno, pues yo me di cuenta enseguida. Supongo que le servirá para que todos los miembros del Equipo vean lo que él ve, ya que se encarga de todas las pantallas de vigilancia. Bueno, pues ahora también lo vemos nosotros.

—¿Cómo? —preguntó Medusa—. O sea, ¿que has entrado en su cámara?

—Exacto. Y esperad un momento…

Moviendo rápidamente las manos, Aracne hizo algunas modificaciones en la pantalla y de pronto se oyeron las voces de Circe y Lica, que resonaban nítidamente en la habitación, con lo que todos los animales dieron un respingo.


—¡Has vuelto demasiado pronto! —le estaba diciendo la maga.

—Ya tengo toda la información que necesitábamos —contestó Lica visiblemente cansado—. Entrar en la guarida del Coleccionista no es agradable, os lo aseguro. Me he ido en cuanto he podido.

—Pues tú te paseas por allí demasiadas veces para mi gusto… —empezó a decir Arpía, que enseguida se calló ante la mirada glacial de Circe.

—¡Esa está loca! —protestó Medusa rompiendo el silencio que se había hecho entre los niños, que escuchaban atentísimos para no perderse ni una sola palabra.

—Calla, Medusa, que nadie te lo va a quitar y ya es difícil distinguir lo que están diciendo con todo ese ruido de fondo. ¿No puedes hacer nada, Aracne? —preguntó Ares, refiriéndose a toda una serie de chasquidos y crujidos que se oían continuamente.

—Creo que es Pan, que está comiendo. Que no se os olvide que estamos usando su cámara —contestó Aracne.

—¡Siempre está zampándose porquerías! —completó Hades—. Bueno, da igual, a ver si nos enteramos de algo.

—He descubierto su próximo objetivo —estaba diciendo Lica.

—Estupendo —dijo Circe—, así podremos adelantarnos otra vez a sus planes. Tu trabajo es fundamental. ¿Y de qué se trata?

—Es un nombre es muy largo. Empieza por M, eso seguro, pero las criaturas esas tienen unos nombres tan raros…

—¡¿Estás diciendo que no te acuerdas?! ¡¿Y se puede saber para qué te hemos mandado allí?! —explotó Arpía antes de ponerse en pie y plantarse delante de él, como una enanilla ante un gigante. No resultaba muy amenazadora, pero estaba furiosa. Incluso el imperturbable Anubis parecía nervioso. Solo Circe mantenía la calma, como si ya hubiera visto tantas cosas que nada pudiera asombrarla. Hasta parecía que sonreía.

—Tranquilos —prosiguió Lica mientras se metía la mano en el bolsillo—. Al contrario que vosotros —dijo mirando a Arpía con cara de pocos amigos—, conozco mis límites, así que me lo he escrito aquí.

Los niños suspiraron aliviados delante de la pantalla. Vieron como Lica sacaba un trozo de papel doblado y se lo pasaba a Pan para que se lo diera a Circe. Vieron la mano de Pan, llena de una salsa rosa y grasienta, que cogía el papel y se lo pasaba a la maga. Después vieron a la maga desdoblar el papel y mirarlo un momento, cada vez con más atención, abriendo los ojos incrédulos de par en par.

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