Czytaj książkę: «Los millones»
La perrita Blackie solía decir que el tiempo sólo sirve
para que no pasen todas las cosas a la vez.
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Los millones
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Sobre los lugares. Realidades y licencias
Se llama SANTIAGO LORENZO. Los astros se alinearon para que naciera un buen día de 1964 en Portugalete, Vizcaya. Primero miró, luego observó, después filmó y ahora escribe. En todas esas etapas vivió y en ninguna hizo lo que hacen los actores: actuar. Denle una goma de borrar Milan y unas tijeras y les creará un mundo. Aunque hace tiempo que con un teclado hace lo mismo y mejor. Este artista pretecnológico de pulsaciones lentas (quizá por su corazón grande), que vive a caballo (o a autobús de varios caballos) entre Madrid y un taller que ha elegido en una aldea de Segovia, estudió imagen y guión en la Universidad Complutense y dirección escénica en la RESAD.
Siempre tuvo claro que ante problemas reales, sólo sirven las soluciones imaginarias, así que en 1992 creó la productora El Lápiz de la Factoría, con la que dirigió cortometrajes como el aplaudido Manualidades. Porque además de eso, al artista artesano Lorenzo siempre le gustó construir maquetas imposibles trabajadas con las manos: una cómoda con cajones que se abren por los dos lados, puertas por donde sólo podría pasar el Hombre más Delgado del Mundo, y teatritos donde los Madelman son los protagonistas. Si no gozara del don de la escritura, podría haberse empleado en cualquier oficio antiguo: sereno, porque tranquilo lo es un rato, o jefe de estación ferroviaria, porque los trenes portátiles le gustan más que a un hombre alegre una pandereta. En 1995 produjo Caracol, col, col, que ganó el Goya como Mejor Corto de Animación. Cuatro años después se empeñó en estrenar Mamá es boba, la historia palentina de un niño algo alelado, pero a la vez muy lúcido, acosado en el colegio y con unos padres que, a su pesar, le provocan una vergüenza tremenda. La película pasará a la historia como uno de los filmes de culto de la comedia agridulce, y con ella fue nominado, para su sorpresa, al Premio FIPRESCI en el Festival de Cine de Londres. En 2001 abrió, junto a Mer García Navas, Lana S.A., un taller dedicado al diseño de escenografía y decorados con el que hicieron tanto muñequitos de plastilina para el anuncio del euro como la prisión que aparece en una de las entregas de Torrente. En 2007 estrenó Un buen día lo tiene cualquiera, donde volvía a elevar una historia de una persona para explicar un problema colectivo: la incapacidad, afectiva e inmobiliaria, para encontrar un sitio en el mundo (o un piso en la ciudad, para el caso).
Harto de los tejemanejes del mundo del cine, decidió cederle sus ideas a esto de la literatura. Desde entonces, todo han sido alegrías. Con Los huerfanitos (Blackie Books), sobre tres hermanos que odian el teatro pero que deben montar una obra para salvar sus vidas, la crítica se rindió a su talento y el público lloró de la risa y rio para no llorar. Ahora Blackie Books rescata en tapa dura y dorada (dos adjetivos que bien podrían definir esta obra) la maravillosa Los millones, novela con un gancho cómico y un golpe más bien trágico: a uno del GRAPO le toca la Primitiva; no puede cobrar el premio porque carece de DNI. En todo este tiempo, se ha deleitado con ábsides de catedrales y ha continuado atacando los vicios de la sociedad de la única forma posible: con la risa, el recurso de los hombres que gozan de una inteligencia libre de presunción. También ha seguido hablando con voz grave, lanzando chanzas coheteras y fumando un pitillo a cada hora en punto con tiros cortos. Ha hecho, en definitiva, muchas cosas, pero su mayor temor continúa siendo caerse a la ría desde lo alto del puente colgante de Portugalete, patrimonio de la humanidad desde 2006.
Título original: Los millones
Diseño de colección: Setanta
© de la ilustración de cubierta: Ricardo Cavolo
© de la foto del autor: Pascual Anega
© del texto: Santiago Lorenzo
© de la edición: Blackie Books S.L.U.
Calle Església, 4-10
08024 Barcelona
Maquetación: Newcomlab
Primera edición: octubre de 2020
ISBN: 978-84-18187-56-8
Todos los derechos están reservados.
Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.
Marzo de 1986. A uno del GRAPO
le tocan doscientos millones de pesetas
en la Lotería Primitiva.
No puede cobrar el premio
porque no tiene DNI.
1
La cárcel de Palencia se llama La Moraleja. El nombre le hacía mucha gracia a Francisco García. El resto de reclusos no entendía el chiste, porque ninguno era de Madrid. La Moraleja es uno de los barrios más postineros de la capital.
Hacía tres semanas que la sala de Modelismo Ferroviario de la prisión albergaba la exposición «En-Cárcel-Arte 88». La componían treinta y dos cuadros realizados con todo tipo de material escolar (ceras, Plastidecor, rotuladores gordos y finos, témperas Pelikán, etc.). Malos a rabiar, parecían reírse de tantos cumplidos que recibían de los visitantes, destinados a que los presos se animaran, recobraran sus puntos de autoestima y sopesaran la posibilidad de dejar de delinquir.
Había un solo óleo en la exposición. Era distinto a todos. El cuadro representaba un reloj de pared, con sus agujas marcando las doce y siete, y debía de ser obra de algún recluso que se figuraba así sus días: a tiempo parado. Ocurría con el lienzo lo que a veces ocurre con cierta obra plástica de aficionados que se encuentra por bares, por domicilios particulares, por entidades de gestión: que la pintura, tras una pésima ejecución de manual, muestra la impronta de un espíritu derruido, que lame a pincel sin vigor alguno y que, plasmando así su cansancio desmochado, retrata la desesperación con cruda verdad. Con más exactitud, en definitiva, que el espabilado que durmió a pierna suelta, desayunó bien, se puso frente al caballete en soleado estudio y trazó con desparpajo su ejercicio de simulada angustia.
El tío del reloj de manecillas inmóviles no estaba para explosiones de ánimo, y pintó un cuadro desmotivado que lo mismo daba acabar que empezar de nuevo. Retrató un objeto que no estaba en ningún sitio, como si el propio autor tampoco estuviera en lugar alguno. Un homenaje al aburrimiento que al producir tanta lástima resultaba emocionalmente mucho más eficaz que tanta obra expuesta en galería. El pintor había escrito la marca Exactus en la esfera y había titulado Sin título a su cuadro, que ni para denominar Reloj a su pintura reunió ganas.
La idea de utilizar el infinitivo con pronombre para traer la palabra «arte» a la denominación de la exposición, con ser una baratez, había sido muy aplaudida entre los miembros de la dirección gestora. Pero los cuadros le daban igual a todos los internos. Sin título, sin embargo, fascinaba a Francisco. Quien hoy, treinta y uno de julio de 1988, tenía en vilo a los dieciocho reclusos que ocupaban la sala. A las 16:56 horas, Francisco se disponía a enchufar a red la toma de corriente general de la inmensa maqueta a escala 1:87, casi como el año en curso, que los inscritos en el Taller de Modelismo Ferroviario habían construido durante los ocho últimos meses.
Hoy estaba lista para su primer rodaje. Por aparente afán de exactitud, Francisco hizo tiempo con excusas tontas hasta que dieran las cinco en punto en su Casio de plástico: miró el óleo, comprobó que el mando estaba a cero, supuso un inaudible tic-tac al Exactus, se fue al enchufe de la pared, insertó el macho, volvió a la maqueta y acarició el transformador general.
—¿Vamos o no vamos? —preguntó un preso que tenía ganas de ver biela en movimiento.
—Todavía no. Se tienen que asentar las vías —mintió Francisco—. A en punto la ponemos.
2
Dos años y medio atrás, el quince de febrero de 1986, Francisco había cumplido los veintisiete. Ya llevaba dieciséis meses bajando todas las mañanas a las siete al bar CoyFer, como antes había acudido cada día al bar Tembleque, de la Puerta del Ángel, y antes al bar Reno, en Nueva Numancia. Siempre para hacer lo mismo.
Se colocaba en la barra del bar, a la altura de una baldosa con la esquina partida, y pedía un café con leche en vaso de caña con las palabras justas. Luego, con toda discreción, palpaba bajo el mostrador. Si no había tres chicles pegados, no pasaba nada. El día que sí los hubiera, sin embargo, tendría que ir a la papelera que había enfrente del CoyFer y hurgar un poco. Allí encontraría el material explosivo y las instrucciones precisas sobre cuándo, cómo, dónde y con qué fin habría de llevar a cabo aún no sabía qué acción. Sería su primera intervención directa tras años de fisgar bajo los tableros de aglomerado de los bares de Madrid. Hoy tampoco había chicles.
Francisco era del GRAPO, grupúsculo de acción armada que renqueó desde el mismo momento de su creación en 1975. Estaba fichado por la policía, por muy corto que fuera el alcance de sus cometidos. Prestando mucha atención y yendo sobre aviso, su foto podía localizarse en algunos carteles de ciertas comisarías de pueblo. Su cara venía en blanco y negro, y en un grupo de retratos de menor tamaño que el resto. Dentro de una supuesta jerarquía de peligrosidad, Francisco jugaba en división regional.
No era de extrañar. Lo más importante que le habían dejado hacer en la banda era lo de los chicles. Con eso y todo, y aunque hubiera sido destinado a actividades aún más banales, ya no tenía forma de dar marcha atrás. Aunque él apenas lo percibiera, sabía que en el GRAPO le tenían tan controlado a él como él tenía controlados los bajos de la barra del CoyFer. No se sabía cuántos miembros quedaban en la banda en 1986, no se sabe hoy, pero para Francisco la única forma de dejarlo era morirse de viejo: porque todos seguían en búsqueda y captura, y porque ningún cuadro del GRAPO («mis generales», los llamó un dirigente en plena negociación con Interior) iba a permitir ventoleras de deserción.
Dedicado a esta tarea de enlace, Francisco no conocía a ninguno de sus compañeros. Sólo a José Ramón Pérez Marina.
Pérez Marina era el fundador del Grupo de Montañismo «Pico Almanzor», en el que Francisco ingresó en 1973. Se montaba unas excursiones fenomenales. En 1979, y a instancias de Marina, Francisco ya estaba encuadrado en la estructura informativa del GRAPO. Le vio por última vez en 1981. De él sólo sabía que continuaba en la clandestinidad, en activo, con nombre falso, y que por las tardes se dedicaba a restaurar objetos religiosos en cierta iglesia de cierta ciudad castellana. Paradero tan secreto que Francisco se borraba de la cabeza el nombre de la tal ciudad cada vez que su memoria lo escribía en su mente.
El CoyFer era un ajado local de los que se llamaban «de viejos», cuyos dueños, Fermín y Concha, no conseguían reunir fondos para emprender la reforma de la decoración, por más que ahorraban. Los cuatro paneles de formica gris recién instalados eran insuficientes para darle el aire limpito que ellos anhelaban. Cada silla era de una familia, y el mural que cubría la pared de barra estaba repleto de bobadas bienintencionadas: la colección de llaveros, el póster del perro disfrazado de camarero con gafas de Blues Brothers, el bote de propinas que regalaba Canada Dry, la garrota CONTRA MOROSOS y mucha grasa por las paredes.
A las siete de la mañana lo ocupaba parroquia trabajadora, que ya empezaba a traer el bocadillo del almuerzo en papel Albal (lujo poco antes impensable). Se bebía mucho solysombra y un mejunje que habían puesto de moda los trabajadores de la subestación eléctrica de Tetuán: el trifásico, a base de gaseosa, ginebra y chinchón, tres bebidas blancas como los enchufes de la pared. El CoyFer olía a bar español, un aroma que ni cambia ni remite, así pasen las décadas.
Quedaba en el cruce de las calles Bardala y Plátano, en pleno barrio de la Ventilla. En 1982, el gobierno municipal de Tierno Galván había aprobado el plan para borrar la barriada con una goma y edificarlo todo de nuevo sobre su misma planta. No obstante, eran aún muy pocas las transformaciones operadas en ese núcleo de aluvión noroccidental en el que los emigrantes del cuadrante noroccidental de la península (Madrid detiene a sus oleadas humanas en el punto al que arriban) se construyeron a mano sus propias vivienditas. Así que la Ventilla aún se parecía mucho a como fue concebido por sus improvisados creadores, que no la concibieron de ninguna manera.
Lo que nunca ha cambiado en el barrio es la triste emoción de sus vacíos. Nunca hay nadie por la calle, como si hubieran arrojado esa bomba de neutrones que acaba con las poblaciones pero que respeta los edificios que ya no van a cobijar a nadie.
En el CoyFer, la conversación apenas abandonaba el género de la tarugada, a base de exponer tenues sandeces para confirmar que no se está solo («trabajas menos que el muñequito rojo del semáforo», «ponme la penúltima», «el agua para las ranas», etc.). Francisco, por el contrario, no hablaba con nadie. Obligado a mantener su clandestinidad a toda costa, evitaba los intentos de Fermín y de Concha por resultar amigables con un cliente que, aparte de ser tan fiel, parecía tan pesaroso. Era violento negarse a ellos, porque ambos se comportaban con una bonhomía tan bien sopesada y con unos deseos de agradar tan exactamente amables que daba mucha lástima rehusar sus atenciones. Francisco envidiaba a quien podía permitirse el lujo del comentario bobalán, mañanero y trabajador. Pero no le quedaba más remedio que beberse rápidamente el café fortísimo e irse luego con un pobre y corroído «taleo» («hasta luego»).
Vivía a doscientos dieciocho pasos del CoyFer, en el primero derecha del número 26 de la calle Santa Valentina. Era un edificio de dos plantas, con una puerta a calle sin cerradura y en el que él era el único vecino. Bajo la barra del bar Tembleque, su anterior observatorio, encontró un día, menudo susto al palpar, un sobre con la dirección y la llave de la nueva guarida a la que le mandaban. Ya sabía lo que tenía que hacer. Cogió sus cuatro cosas de la casa baja de Puerta del Ángel y se mudó esa misma tarde. En un vaso de la cocina encontró su nuevo destino de vigilancia (el CoyFer) con los datos sobre horas, días y papeleras. Nunca se enteró de quién era el propietario del inmueble. Sería de alguien del GRAPO. O quizá es que sencillamente el dueño no era nadie, porque toda su vida estaba llena de nadies. Nadie dejaba los chicles y, si un día aparecieran, nadie los habría puesto allí.
La casa era una cochambre. Pero para Francisco, que pasó la adolescencia preguntándose de dónde iba a sacar él para una vivienda, era mucho más de lo que había esperado jamás de la vida. Estaba desconchada y remendada, repintada, recompuesta y amarillenta. Cuando Francisco llegó a instalarse encontró los escasísimos enseres del piso recubiertos de esa mugre a la que ya no se vence, porque está hecha de tiempo y no hay detergente que la disuelva. Pero a base de frotar con el aguarrás industrial que encontró en las basuras de un taller de maquinaria, los muebles no daban demasiado asco.
Todos eran de cocina, en cualquiera de las cuatro estancias de la casa. En el salón había una alacena mural de melamina, de extrañas formas abombadas. Allí tenía Francisco sus siete libros: uno de Pearl S. Buck; Cinco semanas en globo, en Editorial Molino; Hechos que conmovieron al mundo; el finalista del Planeta 1965; Historia universal 3º BUP; Otelo, de Guillermo (sic) Shakespeare; y el catálogo de juguetes de El Corte Inglés de 1971. Todos forrados con papel de periódico. Había expuesto su medalla de montañismo de 1975 sobre un pequeño atril hecho con pinzas de la ropa y guardaba en un cajón la navajita de cortar el chorizo de las excursiones de entonces. El resto de los objetos de la alacena (dos ceniceros de loza con la inscripción «Rdo. de Segovia», un reloj que metía mucho ruido, la cabeza de un caballo de plástico y una moneda de cincuenta céntimos) ya estaban en la casa cuando él llegó. Había además una mesa de lámina imitando madera de algo, un sofá de gomaespuma, tapado con un cobertor morado, una tele en la que no se distinguían las figuras, porque en el edificio no había antena, un transistor que sí se oía y un video Betamax al que no había qué echar de comer.
En la cocina fue donde el habitante más frotó con la parte verde del estropajo. Como no había quemadores con qué usarla, la bombona de butano le servía como mueble auxiliar (colgando las bolsas de las asas y del pitorro). Cocinaba con un infiernillo eléctrico de resistencia, de los que en 1986 ya estaban prohibidos por la querencia que mostraba el rojo vivo a contagiar su fuego a los cortinajes y a las faldillas adyacentes.
Su bañera no tenía ducha, pero se había fabricado una con la goma de la bombona y un bote de suavizante calado como un colador, que podía coger por su asa para restituir el efecto de teléfono. Se había hecho unas cortinas de baño con unas bolsas de basura de comunidad, de un negro satinado que creaba una extraña sensación lumínica a la hora del aseo completo. Había reforzado la banda superior con cinta aislante, y la había perforado pinchando con un boli para insertar las anillas de las que colgaba.
Pegándoles una base a los cartoncillos de los rollos de papel de váter usado, Francisco se había compuesto un cubilete para lápices, un costurero y un simpático tirador de sentido alusivo para la cadena de la cisterna (que no era cadena sino cordel). La casa estaba repleta de útiles como estos, lo suficientemente pueriles y pobres como para llamarlos «trabajos manuales». La mitad de los cierres de sus armarios estaban descoyuntados, pero mantenía las puertas en su sitio a base de tiras de celo.
Francisco trabajaba en una decrépita nave de seiscientos metros cuadrados en la calle de Miramelindos, levantada en un descampado hoy urbanizado y en la que él laboraba solo, de ocho de la mañana hasta que quisiera irse, según tarea. Se colocaba ante una inmensa máquina de coser industrial y se dedicaba a fijar las etiquetas falsas de Benetton que fabricaban en un taller de Tarancón (Cuenca) en el cuello de las camisetas falsas que fabricaban en una nave de San Fernando (Cádiz). Luego las doblaba y las iba metiendo en bolsas de celofán. Cobraba cuatro pesetas por cada prenda apañada, y dejaba listas ciento sesenta o ciento setenta por jornada.
El GRAPO le había colocado ahí en 1982, por medio de otra secreta comunicación (con tiritas pegadas, en vez de con chicles). Era el único sitio en el que podía trabajar. Francisco, fichado por la policía, ni tenía DNI ni habría podido enseñarlo en ningún lado. Daba miedo estar en la nave. Por lo grande que era y porque sentía cómo le vigilaban: los del GRAPO y los de la policía. Se oían muchos ruiditos. Las cerchas de la cubierta crujían con el sol, con la lluvia y con el viento, tan desarmadas estaban. Pero chasqueaban sobre todo al paso de los camiones, que por la mañana trazaban ráfagas de sombras al tapar a su paso la luz del muro traslúcido de pavés.
Nunca veía a nadie. Esquivaba todo trato por prevención. De no usarla, la voz se le había quedado grave como la de un oboe, y a veces en la nave decía «oboe» para regodearse en tanta profundidad vocal. Tres veces por semana venía un sujeto con el que, en otra tesitura, quizá habría podido cambiar dos palabras. Pero era disminuido psíquico, lo que impedía mucha charla. Se movía como si fuera de plomo, mascullaba murmullos ininteligibles, gesticulaba como si tirara bombas, calzaba zapatos verdes y Francisco no le conocía ni el nombre (le llamaba Julio, por hacerse a la ilusión de que era humano). Le calculaba dieciocho, pero podía tener tanto veinticinco como doce. Venía con una furgoneta Barreiros y entraba en el taller los fardos de camisetas y los saquitos de etiquetas, de a dos y dos en cada mano. Los traía a sangre, él solo, porque se negaba con bufidos a recibir ayuda ninguna.
El discapacitado llegaba sudando, soltaba los bultos, comprobaba que el volumen de ropa ya falsificada era el de siempre y se iba con las espurias camisetas Benetton, moda pudiente pero desenfadada. Cualquiera de los tres días de visita, entregaba a Francisco las 4.000 pesetas que venía a sacarse semanalmente. Luego se marchaba. Conducía como Dios, pero tenía que impresionar cruzárselo por la carretera con su cara de dinamitero irascible.
Francisco guardaba el dinero negro en una cartera negra. Era como el silo de su grano, el almacén del que iba sacando el papel según fuera menester. Esos billetes se iban triturando y convirtiéndose en la grava de las monedas, que guardaba en el bolsillo derecho de su pantalón hasta que hiciera falta otra hojita de colores. Llevaba la cartera negra en su cazadora negra de plástico, la única que tenía, y que se había acostumbrado a sentir cálida en invierno y fresca en verano. «Es porque es de termoforro», pensaba, y se reía de cómo sonaba de bien la palabra que se había inventado.
Cosía hasta que a eso de las siete no podía más y se largaba del taller, vigilando que nadie le viera mientras cerraba con candado. Sobre el plano, su casa de Santa Valentina quedaba cerca de la calle Miramelindos, pero, por la noche, los andurriales de la Ventilla daban verdadero pánico, y sólo en verano se volvía a pie. El resto del año cogía el 49, un autobús que transitaba por el noroeste de Madrid pero que él sólo utilizaba para recorrer Blanco Argibay hasta su domicilio.
A veces, a la vuelta, dejaba pasar su parada y seguía hasta Bravo Murillo, para dar un paseo por una calle repleta de luces y de gente, una cava brillante flanqueada por humildes venitas. Lo hacía poco, porque flanear por ahí era exponerse a incidencias. Pero, en ocasiones, a Bravo Murillo que se echaba.
Salía de la nave con el zumbido de sus diez o doce horas de silencio en la cabeza y, cuando se encontraba en medio de la avenida, repleta de ciudadanos, zapaterías, jugueterías y tiendas de cacerolas, se ponía a andar imaginando cosas él sólo. Sabía que él, clandestino sin identificación, concitaba así el peligro, pero las fantasías callejeras eran tan fascinantes... Sabía que lo indicado era recluirse en casa, como cuando jugaba «a dar» en las escuelas, pero la calle era un parchís donde entrenarse escondiéndose, driblando las miradas, huyendo sin apretar el paso y despistando a todo eventual espía de banda armada o a todo agente de la ley.
Le pasmaba el inmenso muestrario de personas y cosas que Bravo Murillo exhibía cada tarde. Pero andar por la calle, con ser apasionante, era exponerse a que quien fuera, de la autoridad o de la propia célula, le reconociera, le siguiera, le acotara, le detuviera. Así que siempre iba atento a todo. Veía a una chavala. La seguía. La evitaba de golpe. Veía a un municipal. Suponía que le había reconocido como miembro del GRAPO. Le daba esquinazo. Igual el policía ni se había fijado en él. Daba lo mismo. Francisco bruñía su invisibilidad para cuando vinieran peor dadas. No era paranoia. Era prudencia. Ya le hubiera gustado a él que sólo fuera paranoia. Se enamoraba de su habilidad para dominar la situación de sí mismo y de todo lo que le rodeara en su radar mental, y de su maña para evitar a todo aquel a quien tuviera en veinte metros a la redonda durante más de tres minutos. En siete años jamás había levantado una sospecha y nunca había pasado nada. A todo este oculto meneo sobre las casillas de Madrid, Francisco lo llamaba «hacer el deporte».
En caso de mosqueo (una mirada directa a los ojos, una interpelación preguntando por el metro, un somero contacto entre un codo y una manga), Francisco se metía en cualquier sitio a esperar. Lo más indicado era entrar en esa clase de lugares en los que todo el mundo puede estar mirando a algo sin que se le haga raro a nadie: la iglesia de San Francisco de Sales, simulando admirar las cenefas (se llamaba como él. En traducción de guasa del inglés, se repetía para sí «San Francisco de Ventas, San Francisco de Ventas» cuando andaba inquieto). El mercado de Maravillas, simulando husmear entre los puestos (olía a pescado y a serrín, como pinos en la playa, como peces jugueteando entre las cuadernas del pecio). La trasera de los quioscos, simulando mirar las revistas (a otra escala, pero los paneles de metacrilato con sus portadas eran iguales que un álbum de cromos).
Paradójicamente, la mejor forma de huir era estándose quieto. Las marquesinas del autobús, simulando esperarlo, eran la óptima opción: dotadas de asientos, de espaldas a la acera, a usar durante la hora larga que un mismo conductor podía tardar en pasar de nuevo y extrañarse, con planos urbanos a los que dirigirse para pretender la consulta de un trayecto mientras se estiraban las piernas y se estudiaba Madrid. Eran tan excelentes las marquesinas que desde hacía meses las usaba sin motivo de seguridad mediante, sólo por la generosidad con la que le permitían permanecer en la calle sin más, pensando en sus cosas mientras le daba el aire, como si fueran los paraguas de sus reflexiones.
Sobre todo, eran gratis. La abundancia de bares en Madrid habría hecho interminable la lista de escaques de seguro de este tablero. Pero en 1986, un café con leche o una caña de cerveza en los establecimientos de los barrios populares de la capital costaba cincuenta pesetas. Y ganar 16.000 pesetas mensuales significaba entonces disponer de muy, muy poco dinero, por muy 1986 que fuera.
1.300 pesetas se le iban en los veintiséis cafés que tenía que tomar al mes en el CoyFer (Fermín y Concha cerraban los domingos), con los dedos husmeando por los bajos de la barra. Otras 1.300 le costaba un mes de autobús, si tiraba de bonobus y siempre que algunas mañanas, de ida, se fuera a la nave a pie. En verano ahorraba 1.000 o 2.000 pesetas, porque con la anochecida demorada la vuelta no era tan escalofriante. Era para él su paga extraordinaria de vacaciones, y recorría la distancia entre su casa y el taller pensando en el céntimo y pico que ahorraba por cada zancada. Fumar le salía por 1.650, siempre que comprara el tabaco en el estanco (nunca en bares) y siempre que no sobrepasara el límite del paquete de Rex diario (había un margen de premio si fumaba menos). Cogiendo un cartón le regalaban un mechero («para que los pitos sean operativos», decía el estanquero). Probó con labores menos exquisitas, pero se le atrancaban las vías respiratorias y al tomar aire sonaba que daba miedo.
Comía lo que podía. Inventiva, mayormente. Sólo compraba sucedáneos y alimentos de gama baja, pero sacaba un excelente partido al aceite de girasol (en el que maceraba un ajo), a la achicoria (que mezclaba con canela), a la margarina (a la que añadía panchitos picados) y a la cabeza de jabalí (que mejoraba mucho con un golpe de llama). El agua de las latas de pimientos y alcachofas era la base de todos los caldos, y el hígado, el tocino, las mollejas y las cabezas de pescado, productos tan asequibles, eran la sustancia de tantos guisos. El perejil, que entonces era gratis, lo aderezaba todo.
Adornaba las sopas de sobre con todo aquello que estuviera a punto de estropearse: pan duro, que freía en el aceite de la lata de atún (si la sopa era de vegetales), y tiras de pollo, que despegaba de la carcasa poniéndola a hervir después de comérselo frito (si la sopa era de carne). Fabricaba su propia mermelada cociendo ralladura de cáscara de fruta con agua y azúcar. Empapando en leche las áridas galletas Reglero, se componía una base para pastel que quedaba muy bien recubierta de natillas, si las hacía muy espesas. Cuando se acababa el Tulicrem, imitación de la Nocilla, echaba leche caliente a la tarrina. El calor deshacía los restos a los que el cuchillo de untar no llegaba y obtenía algo parecido a un Cola-Cao.
De todo ello resultaba un gasto diario en alimentación de 250 pesetas (4.500 pesetas al mes). Aunque el domingo, por festejar, compraba en una panadería de la calle Veza una bolsa de patatas fritas Leandro y una botella de dos litros de refresco Blizz Cola (468 pesetas más).
Siempre tuvo muy presente que, al decir de Cicerón, «El mejor cocinero es el hambre». Máxima que nunca dejó de figurarse en letras de oro, por tan cierta la tuvo durante toda su vida, y que reducía a cenizas de ridículo tanto afán por la vida exquisita a la que tanta gente empezaba a adscribirse con devoción idiota. Especialmente, entre tantos dirigentes de última hornada, enseñando todo el pelo de la dehesa, hijos e incluso hermanos menores de nobles campesinos cuya dieta sólo tenía un capítulo («comer lo que haya») y que ahora disfrutaban mareando a los camareros con que si la temperatura de servicio, o impresionando con los puntos de cocción a otros gañanes y palurdas del sexo que apetecieran.
Contaba con una partida mensual para aseo de 200 pesetas: llegaba para una pastilla de jabón Nelly, seis rollos de papel de váter y un tubo de FluorDent. Llevaba el pelo a cepillo (él mismo se ocupaba de cortárselo con sus propias tijeras), con lo que el gasto en champú quedaba conjurado. Se afeitaba a brocha sin brocha, frotándose la cara con los trocitos de jabón de manos que, tras su uso, ya no servían por su tamaño para nada más. Si el pedacito de jabón hacía espuma, bien. Si no la hacía, era que la barba no estaba todavía tan crecida como para tener que rasurarla. Bien también. Era grotesco que Francisco se perfumara, si no trataba con nadie. Pero así lo hacía, por divertirse con la idea de exhalar una fragancia sin nariz a la que cosquillear. Una botella de litro y medio de Nenito, que remedaba bastante bien a la colonia de baño Nenuco, costaba 99 pesetas, y bien podía durar medio año.