El diálogo

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Edición marzo, 2021

© Editorial Santidad

www.editorialsantidad.com

info@editorialsantidad.com

ISBN: 978-84-18631-36-8


INTRODUCCIÓN

En el nombre de Cristo crucificado y de la dulce Virgen María [«Al nome di Cristo Crocefisso e di Maria dolce». Esta es la invocación, llena de ternura, con que siempre empieza Santa Catalina sus cartas y este libro del Diálogo, fiel a la enseñanza de San Pablo:

«... y todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús» (Col. 3,17)]

Cuatro peticiones nacidas del deseo ardiente de la gloria de Dios y de la salvación de las almas

La persona que desea ardientemente la gloria de Dios y la salvación de las almas, procura ejercitarse en la virtud y en el conocimiento de sí misma para así conocer mejor la bondad de Dios.

[Pues, «viendo el hombre que de por sí nada es, queda todo humillado al reconocer el don de su bienhechor; crece tanto en el amor cuando comprende que obra en él la gran bondad de Dios, que preferiría la muerte antes que quebrantar un mandamiento de su dulcísimo Creador» (Carta 60)]

Porque nadie puede aprovechar al prójimo si antes no se conoce a sí mismo, reconociendo su maldad y la bondad de Dios. De este conocimiento surge el amor, y el que ama, procura seguir la verdad y revestirse de ella.

Por ningún otro camino gusta tanto el alma de esta verdad como por medio de la oración humilde y continua, por la que se conoce a sí misma y a Dios. Esta oración entonces une al alma con Jesucristo crucificado, le hace seguir sus huellas y le convierte en otro Cristo por el deseo y la unión de amor.

[«La criatura se convierte en lo que ama» (Carta 29). «Cuando el alma fija su mirada en el Creador y considera tanta bondad infinita como en El encuentra, no puede menos de amar... E inmediatamente ama lo que El ama y odia lo que El odia, ya que por amor ha sido hecho otro El,» (Carta 72)]

Por eso, a un alma [ella misma] arrebatada en altísima oración, Dios le decía:

«Abre los ojos de tu entendimiento y fija tu mirada en mí, y verás la dignidad y belleza de mi criatura racional.

[«Cuando el alma fija su mirada en el Creador y considera tanta bondad infinita como en Él encuentra, no puede menos de amar... E inmediatamente ama lo que Él ama, y odia lo que Él odia, ya que por amor ha sido hecho otro Él» (Carta 72).]

Y entre tanta belleza como he dado al alma, creándola a imagen y semejanza mía, mira a los que van vestidos con el vestido nupcial de la caridad, adornados de virtudes verdaderas y unidos conmigo por el amor. Y si me preguntas ¿quiénes son estos?, te respondo: Son otro yo, ya que han perdido y negado su propia voluntad y se han vestido y unido a Mí por el amor.»

Pues bien, un alma que deseaba ardientemente la gloria de Dios y la salvación de las almas, queriendo conocer mejor y seguir la verdad, dirigía al Eterno Padre cuatro peticiones:

La primera, por ella misma.

La segunda, por la reforma de la santa Iglesia.

La tercera, para obtener la paz de los cristianos, que con tanta irreverencia se rebelan contra la santa Iglesia.

En la cuarta pedía a la divina Providencia por el mundo.

Este deseo de Su gloria le creció más todavía al mostrarle Dios las grandes ofensas que se cometen contra Él.

Y puesto que en la comunión parece que el alma se une más dulcemente con Dios y conoce mejor su verdad (porque el alma está entonces en Dios, y Dios en el alma), estaba ansiosa porque llegase la mañana siguiente para asistir a la misa. Ese día era [sábado], el día de María.

Llegada la mañana y la hora de la misa, sentía grandes deseos de que Dios fuese glorificado y de que las almas se salvasen, y con gran conocimiento de sí misma, se avergonzaba de sus pecados, pareciéndole que ella era la causa de los males que aquejaban al mundo. Y por eso decía: ¡Oh Padre!, castiga mis ofensas en esta vida, puesto que soy causa de las penas que debe sufrir mi prójimo.


PARTE I

Cómo ser útil en la salvación del mundo y la reforma la Iglesia

Capítulo I

La expiación de los pecados propios y ajenos

No el sacrificio, sino el amor que le acompaña, es lo que satisface por los pecados propios o ajenos

Entonces Dios, la Verdad Eterna, le dijo a esta alma:

«Debes saber, hija mía, que todas las penas que sufre el alma en esta vida no son suficientes para expiar la más mínima culpa, ya que la ofensa hecha a mí, que soy Bien infinito, requiere satisfacción infinita. Mas si la verdadera contrición y el horror del pecado tienen valor reparador y expiatorio, lo hacen, no por la intensidad del sufrimiento (que siempre será limitado), sino por el deseo infinito con que se padece, puesto que Dios, que es infinito, quiere infinitos el amor y el dolor; dolor del alma por la ofensa cometida contra su Creador y contra su prójimo.

[La satisfacción infinita por lo infinito del amor y del dolor se verifica plenamente en Jesucristo por la unión de la naturaleza humana con la divina. La santa habla del deseo infinito, refiriéndose a la persona que está unida a Jesucristo por la gracia, cuando por lo ilimitado de sus aspiraciones, quiere reparar a la infinita dignidad y santidad de Dios ofendida por el pecado de los hombres.]

Los que tienen este deseo infinito y están unidos a mí por el amor, se duelen cuando me ofenden o ven que otros me ofenden. Por esto, toda pena sufrida por estos, tanto espiritual como corporal, satisface por la culpa, que merecía pena infinita.

Todo deseo, al igual que toda virtud, no tiene valor en sí sino por Cristo crucificado, mi unigénito Hijo, en cuanto el alma saca de Él el amor y sigue sus huellas; sólo por esto vale, no por otra cosa.

De este modo, los sufrimientos y la penitencia tienen valor reparador por el amor que se adquiere por el conocimiento de mi bondad y por la amarga contrición del corazón. Este conocimiento engendra el odio y disgusto del pecado y de la propia sensualidad [pues ve en ella la raíz de su pecado] y hace que el alma se considere indig0na y merecedora de cualquier pena. Así puedes ver cómo los que han llegado a esta contrición del corazón y verdadera humildad, se consideran merecedores de castigo, indignos de todo premio y lo sufren todo con paciencia.

Tú me pides sufrimientos para satisfacer por las ofensas que me hacen mis criaturas y pides llegar a conocerme y amarme a mí. Este es el camino: que jamás te salgas del conocimiento de tu miseria; y una vez hundida en el valle de la humildad, me conozcas a mí en ti. De este conocimiento sacarás todo lo que necesitas.

Ninguna virtud puede tener vida en sí sino por la caridad y la humildad. No puede haber caridad si no hay humildad. Del conocimiento de ti misma nace tu humildad, cuando descubres que no te debes la existencia a ti misma, sino que tu ser proviene de mí, que os he querido antes que existieseis. Además, os creé de nuevo con amor inefable cuando os saqué del pecado a la vida de la gracia, cuando os lavé y os engendré en la sangre de mi unigénito Hijo, derramada con tanto fuego de amor.

Por esta sangre llegáis a conocer la verdad, cuando la nube del amor propio no ciega vuestros ojos y llegáis a conoceros a vosotros mismos.

[La gran Verdad, que supera toda ciencia, del Dios amor para con el hombre se nos revela en la Sangre. «En Cristo Crucificado, y principalmente en su sangre, conoce —el alma— el abismo de la inestimable caridad de Dios» (Carta 40)]

Del amor procede el valor expiatorio del sufrimiento

El alma que se conoce a sí misma y conoce mi bondad, se enciende tanto en amor hacia Mí, que está en continua pena; no con aflicción que la atormente y la seque (antes al contrario, la nutre), sino porque reconoce su propia culpa y su ingratitud y la de los que no me aman. Siente así una pena intolerable, y sufre porque me quiere. Si no me quisiese, nada sentiría. De ahí que tenga que sufrir mucho, hasta la hora de la muerte, por la gloria y alabanza de mi nombre.

Por tanto, sufrid con verdadera paciencia, doliéndoos de vuestra culpa y amando la virtud, por la gloria y honor de mi nombre. Haciéndolo así, daréis satisfacción por vuestras culpas; y las penas que sufráis serán suficientes, por el valor de la caridad, para que os las premie en vosotros y en los demás. En vosotros, porque no me acordaré jamás de que me hayáis ofendido. En lo demás, porque por vuestra caridad, yo les daré mis dones en conformidad con las disposiciones con que los reciban.

Perdonaré particularmente a los que humildemente acojan las enseñanzas que yo les transmito a través de mis siervos, porque por ellas llegarán a este conocimiento verdadero y a la contrición de sus propios pecados. De suerte que por medio de la oración y del deseo de vivir mis enseñanzas, recibirán la gracia en mayor o menor grado según sea su disposición.

A no ser que sea tanta su obstinación, que quieran ser reprobados por mí por despreciar la Sangre del Cordero, Jesucristo, con la que fueron comprados con tanta dulzura. Pero la mayor parte, por sus deseos de reparación, recibirán el perdón de sus pecados y este beneficio: que yo hago despertar en ellos el perro de la conciencia, sensibilizándoles para que perciban el perfume de la virtud y se deleiten en las cosas espirituales.

[La conciencia es como un perro, porque ella es la que se encarga de avisar la presencia del pecado o de las faltas en el alma.]

 

¿Cómo lo hago? Permito a veces que el mundo se les muestre en lo que es, haciéndoles sufrir de muchas y variadas maneras con objeto de que conozcan la poca firmeza del mundo y deseen su propia patria: la vida eterna. Por estos y otros muchos modos, que mi amor ha ideado para reducirlos a la gracia, yo los conduzco, a fin de que mi verdad se realice en ellos.

[La verdad de Dios, que debe realizarse en el hombre mediante su colaboración, no es otra que el fin supremo que Dios tuvo al crearle.

«En la sangre de Cristo crucificado conocemos la luz de la suma, eterna verdad de Dios, que nos creó a su imagen y semejanza por amor y gracia, no por deuda u obligación. La verdad fue ésta: que nos creó para su gloria y alabanza y para que gozásemos y gustásemos de su eterno y sumo Bien» (Carta 227)]

Me obliga a obrar así con ellos el amor con que los creé y también la oración, los deseos y sufrimientos de mis siervos, porque yo soy quien les induce a amar y a sufrir por las almas.

Los que se obstinan, se pierden irremisiblemente

Pero para aquellos necios que son ingratos para conmigo y para con los sufrimientos de mis siervos, se les convierte en ruina y en materia de juicio todo lo que se les había dado por misericordia; no por defecto de la misericordia misma, sino por su dureza de corazón.

Si persisten en su obstinación, pasado el tiempo, no tendrán ningún remedio, porque no devolvieron la dote que yo les di al darles la memoria, para que recordaran mis beneficios; el entendimiento, para que conociesen la verdad, y la voluntad, para que me amasen a mí. Este es el patrimonio que os di, y que debe retornar a mí, que soy vuestro Padre.

A los que vendieron y malbarataron este patrimonio, entregándolo al demonio, —dejándose llevar de los placeres deshonestos, de la soberbia, del amor de sí mismo y del odio y desprecio del prójimo— cuando les llegue la muerte, éste les exigirá lo que en esta vida adquirió. Por el desorden de la voluntad y la confusión de su entendimiento, reciben pena eterna, pena infinita, porque no repararon su culpa arrepintiéndose y odiando el pecado.

Resumen y exhortación

Ves cómo los sufrimientos y la penitencia satisfacen por la culpa, a causa de la contrición perfecta del corazón, no por lo limitado de los sufrimientos mismos. Esta satisfacción es total en los que llegaron a la perfección de la caridad: satisface tanto la culpa como el castigo que le sigue. En los demás, los sufrimientos satisfacen sólo por la culpa, y lavados del pecado mortal, reciben la gracia; pero, siendo insuficientes su contrición y su amor para satisfacer por el castigo, tienen que expiarlo en el purgatorio.

El sufrimiento, por tanto, repara el pecado por la caridad del alma que está unida a mí, que soy bien infinito, y esto en mayor o menor grado según la medida del amor con que me ofrece sus oraciones y sus deseos.

Atiza, por tanto, el fuego del amor y no dejes pasar un solo momento sin que humildemente y con oración continua clames por los pecadores, sufriendo varonilmente y muriendo a toda sensualidad.

Dios se complace en estos deseos de padecer por Él, porque son expresión del amor

Me agrada mucho que deseéis sufrir cualquier pena y fatiga hasta la muerte por la salvación de las almas. Cuanto más uno sufre, más demuestra que me ama, y, amándome, conoce más mi verdad; y cuanto más me conoce, más le duelen y se le hacen intolerables las ofensas que se me hacen.

Tú me pedías poder sufrir y ser castigada por los pecados del mundo, sin advertir que lo que me pedías era amor, luz y conocimiento de la verdad. Porque ya te dije que cuanto mayor es el amor, más crece el dolor y el sufrimiento. Por esto os digo: Pedid y recibiréis; yo jamás rechazo a quien me pide en verdad.

Cuando en un alma reina la divina caridad, va tan unido este amor con la perfecta paciencia, que no se pueden separar el uno de la otra, y, al disponerse a amarme, se dispone a pasar por mí todas las penas que yo le quiera enviar, sean las que sean. Sólo en el sufrimiento se demuestra la paciencia, la cual, como te he dicho, está unida con la caridad.

Sufrid, pues, virilmente, si es que queréis demostrarme vuestro amor, siendo gustadores de mi honor y de la salvación de las almas.

[Son gustadores de la honra de Dios y de la salvación de las almas los que no sólo tienen hambre de la gloria de Dios y del bien de las almas, sino que saborean y se alimentan de este deseo —Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió (Juan 4, 34)—, y lo gustan. Los bienaventurados del cielo son los verdaderos gustadores; los que gustan ya de modo definitivo esta verdad.]


Capítulo II

El pecado y la virtud repercuten en el prójimo

Quien ofende a Dios, se daña a sí mismo y daña al prójimo

Quiero hacerte saber cómo toda virtud y todo defecto repercuten en el prójimo.

Quien vive en odio y enemistad conmigo, no sólo se daña a sí mismo, sino que daña a su prójimo. Le causa daño porque estáis obligados a amar al prójimo como a vosotros mismos, ya sea ayudándole espiritualmente con la oración, aconsejándole de palabra o socorriéndole espiritual y materialmente, según sea su necesidad.

Quien no me ama a mí, no ama al prójimo; al no amarlo, no lo socorre. Se daña a sí mismo, privándose de la gracia, y causa daño al prójimo, porque toda ayuda que le ofrezca no puede provenir más que del afecto que le tiene por amor a mí.

No hay pecado que no alcance al prójimo. Al no amarme a mí, tampoco lo quiere a él. Todos los males provienen de que el alma está privada del amor a mí y del amor a su prójimo. Al no hacer el bien, se sigue que hace el mal; y obrando el mal, ¿a quién daña? A sí misma, en primer lugar, y después al prójimo. Jamás a mí, puesto que a mí ningún daño puede hacerme, sino en cuanto yo considero como hecho a mí lo que hace al prójimo. Peca, ante todo, contra sí misma, y esta culpa le priva de la gracia; peor ya no puede obrar. Daña al prójimo, al no pagar la deuda de caridad con que debería socorrerlo con oraciones y santos deseos ofrecidos por él en mi presencia. Ésta es la manera general con que debéis ayudar a toda persona.

Las maneras particulares son las que debéis brindar a los que tenéis más cercanos, y a los que debéis ayudar con la palabra, con el ejemplo de las buenas obras y con todo lo que se juzgue oportuno, aconsejándoles sinceramente, como si se tratase de vosotros mismos, sin ningún interés egoísta.

No sólo se daña al prójimo con el pecado de obra sino con el de pensamiento. Éste último se comete en el momento en que se concibe el placer del pecado y se aborrece la virtud, cuando la persona se abandona al placer del amor propio sensitivo, impidiendo que me ame a mí y a su prójimo. Después de concebir el mal, va dándole a luz en perjuicio del prójimo de muy diversas maneras.

A veces el daño que ocasiona a su prójimo llega hasta la crueldad, no solamente por no darle ejemplo de virtud sino por hacer el oficio del demonio, al apartarlo de la virtud y conducirlo al vicio. O bien, por su codicia, cuando no sólo no lo socorre, sino que hasta le quita lo que le pertenece, robando a los pobres. Otras hace un daño brutal a su prójimo cuando abusa de su poder, cuando le engaña y estafa, cuando le dice palabras injuriosas, cuando se muestra soberbio, cuando le trata injustamente...

He aquí cómo los pecados de todos y en todas partes repercuten en el prójimo.

Toda virtud tiene necesariamente su expresión en la caridad al prójimo

Todos los pecados repercuten en el prójimo porque están privados de la caridad, la cual da vida a toda virtud. Y así, el amor propio, que impide amar al prójimo, es principio y fundamento de todo mal. Todos los escándalos, odios, crueldades y daños proceden del amor propio, que ha envenenado el mundo.

La caridad da vida a todas las virtudes, porque ninguna virtud puede subsistir sin la caridad.

[«La caridad es una madre que concibe en el alma los hijos de las virtudes y los da a luz, para gloria de Dios, en su prójimo» (Carta 33).]

En cuanto el alma se conoce a sí misma, según te he dicho, se hace humilde y odia su propia pasión sensitiva, reconociendo la ley perversa que está ligada a su carne y que lucha contra el espíritu. Por esto relega su sensualidad y la sujeta a la razón, y reconoce toda la grandeza de mi bondad por los beneficios que de mí recibe. Humildemente atribuye a mí el que la haya sacado de las tinieblas y la haya traído a la luz del verdadero conocimiento.

Todas las virtudes se reducen a la caridad, y no se puede amar a Dios sin, a la vez, amar al prójimo

El que ha conocido mi bondad, practica la virtud por amor a mí, al ver que de otra manera no podría agradarme. Y así, el que me ama procura hacer bien a su prójimo. Y no puede ser de otra forma, puesto que el amor a mí y el amor al prójimo son una misma cosa. Cuanto más me ama, más ama a su prójimo.

[«Toda virtud tiene vida por el amor; y el amor se adquiere en el amor, es decir, fijándonos cuán amados somos de Dios. Viéndonos tan amados, es imposible que no amemos...» (Carta 50)]

El alma que me ama jamás deja de ser útil a todo el mundo y procura atender las necesidades concretas de su prójimo. Lo socorre según de los dones que ha recibido de mí: con su palabra, con sus consejos sinceros y desinteresados, o con su ejemplo de santa vida (esto último lo deben hacer todos sin excepción).

Yo he distribuido las virtudes de diferentes maneras entre las almas. Aunque es cierto que no se puede tener una virtud sin que se tengan todas, por estar todas ligadas entre sí, hay siempre una que yo doy como virtud principal; a unos, la bondad; a otros, la justicia; a éstos, la humildad; a otros, una fe viva, a otros, la prudencia, la templanza, la paciencia, y a otros, la fortaleza. Cuando un alma posee una de estas virtudes como virtud principal, a la que se ve particularmente atraída, por esta inclinación atrae a sí a todas las demás, pues, como he dicho, están ligadas entre sí por la caridad.

[Todas las virtudes nacen, tienen vida y valor por la caridad]

Todos estos dones, todas estas virtudes gratuitamente dadas, todos estos bienes espirituales o corporales, los he distribuido tan diversamente entre los hombres a fin de que os veáis obligados a ejercitar la caridad los unos para con los otros. He querido así que cada uno tenga necesidad del otro y sean así ministros míos en la distribución de las gracias y dones que de mí han recibido. Quiera o no quiera el hombre, se ve precisado a ayudar a su prójimo. Aunque, si no lo hace por amor a mí, no tiene aquel acto ningún valor sobrenatural.

Puedes ver, por tanto, que he constituido a los hombres en ministros míos y que los he puesto en situaciones distintas y en grados diversos a fin de que ejerciten la virtud de la caridad. Yo nada quiero más que amor. En el amor a mí se contiene el amor al prójimo. Quien se siente ligado por este amor, si puede según su estado hacer algo de utilidad a su prójimo, lo hace.

El que ama a Dios debe dar prueba de la autenticidad de sus virtudes

Te diré ahora como el alma, por medio del prójimo y de las injurias que de él recibe, puede comprobar si tiene o no tiene en sí mismo la virtud de la paciencia. Todas las virtudes se prueban y se ejercitan por el prójimo, de la misma forma que, mediante él, los malos manifiestan toda su malicia. Si te fijas, verás cómo la humildad se prueba ante la soberbia, es decir, que el humilde apaga el orgullo del soberbio, quien no puede hacerle ningún daño. La fidelidad se prueba ante la infidelidad del malvado, que no cree ni espera en mí; pues éste no puede hacer perder a mi siervo la fe ni la esperanza que tiene en mí. Aunque vea a su prójimo en tan mal estado, mi siervo fiel no deja por eso de amarlo constantemente y de buscar siempre en mí su salvación. Así, la infidelidad y desesperanza prueban la fe del creyente.

Del mismo modo, el justo no deja de practicar la justicia cuando comprueba la injusticia ajena. La benignidad y la mansedumbre se ponen de manifiesto en el tiempo de la ira; y la caridad se manifiesta frente a la envidia y el odio, buscando la salvación de las almas.

No solamente se ponen de relieve las virtudes en aquellos que devuelven bien por mal, sino que muchas veces mis siervos con el fuego de su caridad disuelven el odio y el rencor del iracundo, y convierten muchas veces el odio en benevolencia, y esto por la perfecta paciencia con que soportan la ira del inicuo, sufriendo y tolerando sus defectos.

 

De igual modo la fortaleza y la perseverancia del alma se prueban sufriendo los ataques de los que intentan apartarla del camino de la verdad, bien sea por injurias y calumnias, o mediante halagos. Pero si al sufrir estas contrariedades la persona no da buena prueba de sí, es que no es virtud fundada en verdad.


Capítulo III

Condiciones de las virtudes y sacrificios para que puedan ser aceptables a Dios

Las virtudes tienen su fundamento en la humildad y el amor

Estas son las obras santas y dulces que yo exijo de mis siervos: las virtudes interiores del alma puestas a prueba, tal como te he dicho. Si en las obras exteriores o en las diversas penitencias, no hubiese más que esto, actos exteriores, sin la virtud misma, bien poco agradables me serían. Porque la voluntad del alma debe tender al amor, al odio santo de sí misma con verdadera humildad y perfecta paciencia, y a las otras virtudes interiores del alma, con hambre y deseo de mi honra y de la salvación de las almas.

Estas virtudes demuestran que la voluntad está muerta a la sensualidad, por amor de la virtud. Con esta discreción debe practicarse la penitencia, es decir, poniendo el afecto principal en la virtud más que en la penitencia misma. La penitencia no debe ser más que un instrumento para acrecentar la virtud según la necesidad que se tenga y en la medida en que se pueda practicar según las posibilidades.

[La caridad, según la santa, tiene dos aspectos: a) Afectivo, con deseo de la gloria de Dios y de la salvación de las almas, odio de la sensualidad, amor de la humildad verdadera y demás virtudes

«intrínsecas»; y b) Efectivo: Lucha por la muerte de la voluntad propia. Penitencia exterior como ayuda de la lucha interior.]

Las virtudes han de estar regidas por la discreción, que da lo suyo a Dios, a sí mismo y al prójimo

El que pone su afecto principal en la penitencia no obra conforme a mis deseos sino indiscretamente, no amando lo que más amo y no odiando lo que más odio. Porque la discreción no es otra cosa que un verdadero conocimiento que el alma debe tener de sí y de mí. Es como un retoño injertado y unido a la caridad, el árbol que hunde sus raíces en la tierra de la humildad.

No sería virtud la discreción y no produciría el fruto debido si no estuviese plantada en la virtud de la humildad, ya que la humildad procede del conocimiento que el alma tiene de sí misma y de mi bondad. Por esta discreción el alma tiende a dar a cada uno lo que es debido.

Ante todo, me atribuye a mí lo que se me debe, rindiendo gloria y alabanza a mi nombre y agradeciéndome las gracias y dones que ha recibido. Y por haber recibido gratuitamente el ser que tiene y todas las demás gracias, a sí misma se atribuye lo que merece, por haber sido ingrata a tantos beneficios y por haber sido negligente para aprovechar el tiempo y las gracias recibidas, y por esto se cree digna de castigo. Entonces no tiene para sí más que odio y desprecio a causa de sus culpas. Estos son los efectos de la discreción que está fundada, con verdadera humildad, en el conocimiento de sí.

[La discreción es mucho más que un cierto tacto, una prudente reserva en las relaciones sociales. En Santa Catalina, la discreción supone la caridad y en ella se funda. La caridad, a su vez, supone el verdadero conocimiento de sí mismo y de la bondad de Dios, que es la humildad.]

Sin esta humildad, el alma se hace indiscreta (la indiscreción tiene su origen en la soberbia) y me roba como un ladrón la honra que me debe y se la atribuye a sí misma para vanagloria suya, y lo suyo me lo atribuye a mí, lamentándose y murmurando de mis designios misteriosos sobre ella o sobre las otras criaturas mías, incluso escandalizándose por ello.

[Sin la luz de la visión sobrenatural del mundo y de las cosas, todo resulta misterioso y aun absurdo. Al margen de la fe, que todo lo clarifica, el hombre, por no comprenderlos, murmura de los designios de Dios en el gobierno del mundo; se escandaliza, interpretando torcidamente lo que no es más que expresión de su bondad ilimitada e inefable]

Bien al contrario proceden los que tienen la virtud de la discreción. Estos me pagan la deuda que tienen conmigo, y todo lo que obran para sí mismos y para con el prójimo, lo hacen con discreción y con caridad, con la humilde y continua oración.

Humildad, caridad y discreción son virtudes íntimamente unidas

El alma es como un árbol hecho por amor, y no puede vivir como no sea de amor. Si el alma no tiene amor divino de verdadera y perfecta caridad, no produce frutos de vida, sino de muerte.

[«El alma no puede vivir sin amor: o amará a Dios o al mundo. El alma se une siempre a la cosa que ama y en ella se convierte» (Carta 44)]

Es indispensable que la raíz de este árbol sea la humildad, el verdadero conocimiento de sí misma y de mí. El árbol de la caridad se nutre de la humildad y hace surgir de sí el retoño de la verdadera discreción. El meollo del árbol es la paciencia, signo evidente de mi presencia en el alma y de que el alma está unida a mí. Este árbol germina flores perfumadas de muchas y variadas fragancias. Produce frutos de gracia en el alma y de utilidad para el prójimo. Hace subir hasta mí aroma de gloria y alabanza de mi nombre, porque en mí tiene su principio y su término, que soy yo mismo, vida eterna que no le será quitada si no me rechaza. Y todos los frutos que provienen de este árbol están sazonados con la discreción, porque están unidos todos ellos entre sí.

La penitencia exterior no es el fundamento, sino un instrumento de la santidad

Estos son los frutos y las obras que yo reclamo del alma: la prueba de la virtud en el tiempo oportuno. Por esto te dije hace ya tiempo, cuando deseabas hacer grandes penitencias por mí y decías:

¿Qué podría hacer para sufrir por ti? Yo te contesté, diciendo: Yo soy aquel que me complazco en las pocas palabras y en las muchas obras. Con esto te daba a entender que no me es agradable el que sólo de palabra me llama diciendo: Señor, Señor, yo quisiera hacer algo por ti, ni aquel que desea y quiere mortificar el cuerpo con muchas penitencias, sin matar la propia voluntad. Lo que yo quiero son obras abundantes de un sufrir recio, efecto de la paciencia y de las otras virtudes interiores del alma, todas ellas operantes y generadoras de frutos de gracia.

Toda acción fundada sobre otro principio distinto de éste, yo la considero como clamar sólo con palabras. Siendo yo infinito, requiero acciones infinitas, es decir, infinito amor. Quiero que las obras de penitencia y otros ejercicios corporales los tengáis como instrumentos y no como vuestro principal objetivo. Solamente cuando la acción finita va unida a la caridad me es grata y agradable. Entonces va acompañada de la discreción, que se sirve de las acciones corporales como de instrumento y no las toma como fin principal.

En modo alguno el principio y fundamento de la santidad debe ponerse en la penitencia o en cualquier otro acto corporal exterior, puesto que no pasan de ser operaciones finitas por estar hechas en tiempo finito. Son también finitas (no esenciales) porque a veces deben dejarse por diversas razones o por obediencia; de modo que el que se empeñase en proseguirlas, no sólo no me agradaría, sino que me ofendería. El alma debe considerarlas como medio y no como fin principal, pues de lo contrario el alma se hallaría vacía cuando se viese obligada a dejarlas por algún tiempo.

De poco sirve mortificar el cuerpo si no se mortifica el amor propio

Esto enseña el apóstol Pablo cuando dice: Mortificad el cuerpo y matad la voluntad propia (Cf. Rom 6,9), o sea, tened a raya el cuerpo, domando la carne cuando quiera luchar contra el espíritu. La voluntad debe estar en todo muerta y abnegada y sometida a la mía. Y esta voluntad se mata con el aborrecimiento del pecado y de la propia sensualidad que se adquiere por el conocimiento de sí. Éste es el cuchillo que mata y corta todo amor propio fundado en la propia voluntad. Quienes lo poseen son los que no me dan, no solamente palabras, sino abundancia de obras, y en esto tengo mis complacencias. Por esto te dije que lo que yo quería eran pocas palabras y muchas obras. Al decir muchas no fijo número, porque el afecto del alma fundado en la caridad, que vivifica todas las virtudes, debe llegar al infinito. No desprecio, sin embargo, la palabra; más dije que quería pocas, para dar a entender que todo acto exterior es finito, y por esto dije pocas. Ellas, sin embargo, me agradan cuando son instrumento de la virtud, sin que en ellas se ponga la esencia de la virtud misma.