Czytaj książkę: «La infamia»

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El PRESENTE libro es la crónica de 20 años de infamia: el poder usado para el descrédito de un adversario político a través de declaraciones de una investigación —manipulada de origen— que no encontró pruebas.

Quizá la prueba más precisa de la urdimbre que tejió el gobierno la acaba de publicar el periodista y articulista Jorge Fernández Menéndez,*1 quien hace una remembranza de lo sucedido.

[...] sobre su supuesta relación con el narcotráfico. Son falsas, es público, y lo sé porque me tocó ser protagonista en torno a aquellas acusaciones.

Comenzaba el año de 1998 y Monreal, entonces un duro legislador priista, no sería, como era su legítima aspiración, candidato a gobernador por su partido en Zacatecas. Cuando lo supo, rompió con el PRI y luego de un acuerdo con el presidente del PRD, Andrés Manuel López Obrador, se convirtió en candidato del sol azteca. Desde entonces la relación de Monreal y López Obrador ha sido, con altibajos, leal y sólida.

Hace 22 años, era un reportero mucho más joven, pregunté en el gobierno federal encabezado entonces por el presidente Zedillo, por qué Monreal no sería candidato del PRI, cuáles eran las causas de fondo. Se me dijo que era por una presunta relación de sus hermanos y otros familiares con el narcotráfico. Para reafirmar ese dato desde los más altos niveles del gobierno federal se me hizo llegar un voluminoso expediente con documentación oficial sobre esas relaciones.

Pregunté a las mismas muy altas fuentes si la información era publicable, se me dijo que sí y que era parte de una investigación en marcha que devendría en unos días más, hablamos de febrero de 1998, en una acusación formal contra esos familiares de Monreal que lo descalificarían como candidato. La información fue publicada en esta columna, que entonces salía en El Financiero, y circuló profusamente, sobre todo en Zacatecas. Pero nunca hubo una investigación. Las mismas fuentes que me habían entregado la información, semanas después me dijeron que no había acusación alguna contra Monreal o sus hermanos, que no tenía sustento la acusación que ellos mismos habían elaborado.

Me tocó estar en Zacatecas el día de la elección de gobernador en 1998, que ganó Monreal, y como entonces lo publiqué, sostuve que si desde esas muy altas fuentes gubernamentales se había distribuido esa información y luego desde allí mismo se la había desmentido, sólo existían dos opciones: la información era falsa y no estaba sustentada, o la investigación no había tenido otra intención de que el expriista no llegara a la gubernatura y, por lo tanto, fracasado el objetivo, había sido desechada. De una u otra forma, si no había investigación, la acusación era falsa y Monreal (que no aparecía él mismo en la investigación, sino algunos hermanos y otros familiares) no era responsable de nada y todo había sido una manipulación fallida, en la que, tenía que reconocerlo, me habían utilizado. Lo escribí y lo dije en radio y en televisión, poco antes de las elecciones de 1998, el día de los comicios y la misma noche que Monreal ganó las elecciones [...]


La maldad de los hombres es insaciable.

ARISTÓTELES

A las víctimas de la maquinación y la

perversidad políticas, cuyas vidas

y las de sus familias fueron destruidas

por el abuso del poder y la impunidad.

RMA

Nota preliminar

ONCE años han tenido que transcurrir para concluir la elaboración de este libro al que he titulado La infamia. Para María Moliner,2 una infamia es una maldad o vileza cometida en contra de alguien, una canallada pues. Por eso decidí darle este título al texto que tienen en sus manos, porque lo sucedido a mi familia y a mí representa una injusticia, una canallada, la cual desde el poder se concibió y diseñó en el año 2009, con el propósito de destruir políticamente a quienes fuimos opositores a un gobierno surgido del fraude electoral, y que fue perseguido por la ilegitimidad hasta su conclusión.

Confieso haber disfrutado su escritura y que su redacción me apasionó. A lo largo de estos años, pacientemente, fui compilando información; acudiendo a averiguaciones ministeriales, investigaciones políticas, hemerotecas, expedientes judiciales, reportajes, columnas, artículos de fondo y editoriales publicados en medios de comunicación convencionales y digitales; incluso al registro de actos proselitistas, a campañas de guerra ruin y sucia, a actuaciones simuladas e ilegalidades electorales toleradas.

Fui registrándolo todo: lo analicé y valoré para plasmarlo en este documento —el libro número 28 de mi autoría—, cuyo veredicto final dejo a consideración de quienes lean sus páginas.

Este trabajo relata una historia real, una experiencia que a nadie le deseo y que lastimó y dañó, social, económica, moral y políticamente a la familia y al apellido Monreal. En él se describe, de manera cronológica, cómo se fue urdiendo la trama, y cada uno de los datos está sustentado con pruebas documentales públicas y de naturaleza jurídica diversa e incuestionable.

Los ataques sistemáticos en mi contra y de mi familia iniciaron desde 1997 —con mi renuncia al PRI—, continuaron en 1998 durante mi campaña política para gobernador —que se convirtió en una lucha contra el cerrado y autoritario sistema político mexicano—, y luego se retomaron en 2006, cuando el candidato del Partido Acción Nacional (PAN), Felipe Calderón Hinojosa, fue impuesto como presidente de la República, y México estaba por entrar en una espiral de violencia que hasta el día de hoy lastima a la sociedad en su conjunto.

Lo peor de todo es que hoy existe un consenso en torno a que el cambio en la estrategia de seguridad no necesariamente tenía como eje el interés nacional de todas y todos los mexicanos, sino, por un lado, dar concesiones a los Estados Unidos de América y, por otro, adquirir por la fuerza la legitimidad que el proyecto en el gobierno no pudo obtener a través de los mecanismos democráticos.

Como prueba están los datos y elementos relevantes de ese sexenio, que hoy, que están saliendo a la luz pública, se vuelven relevantes, pues lo sitúan en un plano de franca complicidad con el crimen internacional y la delincuencia organizada. A esto se le suma la reciente detención y sujeción a proceso en la Unión Americana de Genaro García Luna, quien fuera secretario de Seguridad Pública de aquella administración, acusado por delitos de tráfico de drogas, recibir sobornos del Cártel de Sinaloa y falsedad de declaraciones en la Corte Federal del Distrito Este de Nueva York, lo cual amplía la verdad popular sobre la errática, simulada y selecta guerra contra el narcotráfico en México.

Hoy, 14 años después, en que dio inicio esta espiral de violencia, estos elementos son reveladores, pero en ese momento las fuerzas políticas en el poder encontraron en la guerra contra las drogas una justificación para rebasar los límites del Estado, en un intento por lograr reivindicar la imagen fraudulenta con la que su proyecto llegó a la Presidencia. Desde entonces, miles de personas fueron acusadas injustamente, a partir de una política autoritaria, en la que los procesos de investigación —que son primordiales en cualquier nación donde priva el Estado de derecho— fueron simple y sencillamente ignorados.

Muchas de estas personas: jóvenes víctimas del crimen organizado, campesinos que nada tenían que ver con actividades criminales y personas que iban en contra del autoritarismo del antiguo régimen fueron injustamente encarceladas, algunas se encuentran aún purgando una sentencia que no les corresponde. Otras pudieron hacer frente a las falsas acusaciones realizadas en su contra, resistiendo los embates de quienes hicieron del Estado y de su monopolio de la fuerza un instrumento de persecución.

Es por ello, por todas aquellas víctimas que no tuvieron voz, que he decidido contar cómo mi familia, a causa de mi posición política frente al atropello democrático, fue víctima de asedio y de la persecución estatal. No lo puedo negar, ha sido un camino largo y difícil, pero hoy, después de más de 20 años de resistir, de luchar y de encarar al antiguo régimen, con la ley como única arma, hemos logrado que las acusaciones contra mi familia se hayan desechado; sin embargo, los daños permanecen, pues hasta el día de hoy se pueden encontrar notas periodísticas y publicaciones en redes sociales que se reciclan continuamente por adversarios políticos para intentar descalificar nuestras actividades públicas actuales. Así pues, las campañas de desprestigio que en el pasado reciente, desde la cúpula del poder, se orquestaron en contra de nuestra familia siguen ahora manejadas desde las sombras por oscuros intereses políticos, a pesar de que, como ya dicho, hemos sido totalmente exonerados de tantas falsedades e ignominias, como se irá demostrando en el desarrollo de esta investigación.

En 2016, por ejemplo, cuando mi hermano David era candidato a gobernador por el estado de Zacatecas, el exmandatario Felipe Calderón, en una visita a la entidad, revivió sus falsas acusaciones para tratar de dañar a David, e influir en el resultado electoral. En una conferencia de prensa, tuvo el descaro de revivir imputaciones que, como aquí se relatará, eran desde entonces improcedentes.

En esa misma contienda electoral, el entonces partido en el poder, el PRI, a través de su representante ante el INE, Jorge Carlos Ramírez Marín, acusó injustamente a David de enriquecimiento ilícito por la compra de 13 propiedades que supuesta y falsamente fueron enajenadas por el gobierno del estado de Zacatecas cuando yo era gobernador. Consciente de la falsedad de ambas acusaciones, decidí presentar una demanda por daño moral ante el Tribunal Superior de Justicia del entonces Distrito Federal en contra de Felipe Calderón, Mariana Moguel —entonces presidenta del PRI-DF—, y de Jorge Carlos Ramírez Marín, la cual se encuentra sub iudice.

Si bien las acusaciones que fueron tejidas desde 2009 han sido desechadas, pues gracias a la perseverancia y a la valentía de mi familia pudimos defender la verdad y con ello la moralidad de nuestro comportamiento, hasta el momento los ataques injustificados de los cuales mi hermano fue víctima no han cesado y mucho menos han sido desagraviados por el poder público.

De igual forma, hasta el momento, ni quienes nos acusaron ni los medios de comunicación, que dedicaron al tema miles de páginas, han emitido una sola línea respecto de la reserva de la averiguación previa emitida por las autoridades, a través de la cual se intentó inculpar a mi familia. Nosotros hemos vencido con la verdad, pero la infamia llevada a cabo por toda una estructura de poder al servicio de la clase política de entonces no ha sido señalada por nadie.

Bajo este contexto, el objetivo de este trabajo de investigación va más allá de contar una historia personal; lo que busco, a partir de este caso concreto, es describir los medios políticos utilizados por los gobiernos anteriores con un único móvil: intentar frenar a sus adversarios.

Aun cuando falta por repararse el agravio cometido contra la familia Monreal Ávila, en el desarrollo del documento se analizan no sólo los hechos que se suscitaron, sino las consecuencias políticas, morales y jurídicas que se provocaron y que lastimaron a quienes fueron objeto del ataque frontal de los gobiernos del PAN, PRI, e incluso del PRD. Esto no puede suceder nuevamente. No debemos permitirlo, menos ahora que estamos frente a una transformación de la vida pública en la cual los gobernantes deben respetar los límites que la ley les señale y no, como en el pasado, ignorarlos. Las infamias no pueden seguir teniendo lugar en el desarrollo de la política democrática de nuestro país sin que haya consecuencias, ni menos continuar convirtiéndose en claves de éxito político-electoral, como sucedía en el pasado reciente.

La historia está llena de infamias, de intentos que resultan exitosos —en la inmediatez— para destruir la reputación y, con ello, los derechos de alguien. Sin embargo, la enseñanza reiterada es que en el largo plazo la verdad siempre sale a la luz, y cada cual queda en el lugar que le corresponde. Por desgracia, en algunas ocasiones, ese momento, el de la verdad, se retrasa, lo que trae implicaciones casi irremediables, pues el lapso que corre entre la infamia y la verdad da oportunidad de que se afecten vidas, bienes, negocios, proyectos, trayectorias. Máxime que hoy las plataformas informáticas contienen información inexacta, por no decir francamente falsa, que es prácticamente imposible corregir a pesar de que contamos con leyes y normas que protegen los datos personales y la vida privada. De ahí la importancia de desmontar una infamia desde su origen, y de exigir que quienes —de buena o mala fe— le dieron cabida, por lo menos se retracten.

El presente libro se divide en cinco capítulos: el primero describe el proceso ministerial que representó el inicio de la infamia; mi renuncia al PRI, y los efectos de las campañas de desprestigio en nuestra contra a nivel estatal y nacional. El segundo capítulo da cuenta de cómo la justicia electoral se pervirtió y se manipuló, profundizando la infamia. El tercero relata la actuación jurisdiccional y sus resoluciones, que corroboraron la inocencia de mi familia en la causa criminal imputada, así como la naturaleza y el fin del bien inmueble que fue el punto de partida de la infamia; las derivaciones del daño económico; el saqueo, y el abuso de poder.

El cuarto capítulo aporta una descripción sobre la justicia en México, su desgaste y uso faccioso. El quinto y último describe el cambio que se inició en 2018, rumbo al respeto y la ampliación de derechos, como parte de la transformación de la vida pública nacional, e incluye también una descripción de cómo vislumbro el proceso electoral de 2021, como un momento de la consolidación democrática en el país. Por último, se presentan las reflexiones finales, a manera de conclusión.

RMA

[Ciudad de México, mayo de 2020]

CAPÍTULO 1 Actuación ministerial

La justicia al servicio

de la oligarquía y no del pueblo

LA IDEA de justicia y de la ley tardó varios siglos en tomar un cauce favorable para la sociedad. Durante largo tiempo fueron privilegio de unos cuantos: los que detentaban el poder y poseían riquezas, es decir, la oligarquía. Surgieron entonces quienes cuestionaron cuáles serían los mejores mecanismos para gobernar y extender los principios de justicia y legalidad. Heródoto, Platón y Aristóteles, por mencionar sólo algunos, centraron sus reflexiones problematizando y discutiendo sobre cuál sería la mejor forma de gobierno: “si entramos en esta investigación —escribió Aristóteles— es por no ser satisfactorias las constituciones actualmente vigentes”,3 Bien decía Aristóteles que es mejor que la ley, y no un solo ciudadano, gobierne, pues así incluso las personas encargadas de hacer valer la ley tendrían que obedecerla.4 Se podría decir que ésta es una de las primeras concepciones de lo que hoy conocemos como Estado de derecho y que parte de una premisa “fundamental: que el poder político, para mantener, en condiciones normales, el equilibrio entre la libertad y el orden normativo, se someta a éste y no traspase sus mandatos”.5

Con el paso del tiempo, las sociedades crecieron —en habitantes y extensión territorial—, por lo que se fueron volviendo más complejas, lo que trajo consigo nuevos retos que las viejas organizaciones políticas, los Estados, no podían enfrentar con éxito; hubo pues que modernizar al Estado. De nuevo surgieron muchos pensadores, particularmente después de la Edad Media, que estudiaron de dónde venía y hacia dónde debería encaminarse el nuevo modelo. Más allá de sus posturas para justificar los Estados absolutistas, podemos decir que dentro de la ciencia política se acepta que una de las primeras concepciones del Estado moderno fue la propuesta por Thomas Hobbes, precursor de la teoría del contrato social.

Para Hobbes, las ideas y modelos sociales que subsistían en su época habían hecho que el hombre fuera el lobo del hombre (homo homini lupus), por lo que una manera de cambiar esta situación era buscar una nueva forma de convivencia social que se centraba en una idea: que todas las personas pertenecientes a una sociedad entregaran, de manera racional y voluntaria, parte de sus derechos a una sola instancia, que sería la que podría tomar decisiones, buscando así que la paz reinara frente al caos o la guerra. Y aunque las ideas de Hobbes son hoy catalogadas como absolutistas, pues la democracia representativa no entraba aún en escena, lo cierto es que su pensamiento marcó el inicio de la idea de la sociedad civil —a través de este contrato social—, y con ella los riesgos que implicaba, especialmente, el peligro de que el soberano —en el cual se deposita la representación— utilice de manera incorrecta el poder que la sociedad le confiere.

Después de Hobbes muchas otras grandes figuras intentaron refinar las maneras en que las sociedades modernas podrían organizarse; ejemplos de ello son el inglés John Locke y el francés Montesquieu. Para Locke —a diferencia de Hobbes— el poder sólo se ejerce para preservar los derechos (a la vida, la libertad y la propiedad) de los integrantes de este contrato social, lo cual se logra a través de la ley.

Pues la ley, rectamente entendida, no es tanto la limitación como la orientación de las acciones de un agente libre e inteligente hacia su propio interés… el fin de la ley no es abolir o restringir, sino preservar y aumentar la libertad… pues la libertad consiste en estar libre de las restricciones y violencias de los demás.6

Montesquieu, en su emblemática obra El espíritu de las leyes, marcó una hoja de ruta con unas coordenadas muy claras que llevarían a las naciones a buen puerto. Esto no significaba que en el trayecto no fuera a haber tormentas, pero al menos ya se tenía un destino mucho más preciso para la nave cuya tripulación y pasajeros eran gobernantes y gobernados: era la nave del Estado. Estableció un principio básico que desde entonces es aplicable a cualquier modelo democrático: la división de poderes. Para él, “cuando el poder legislativo está unido al poder ejecutivo en la misma persona o en el mismo cuerpo, no hay libertad [y] tampoco hay libertad si el poder judicial no está separado del legislativo ni del ejecutivo”.7 Alertaba así del peligro que se corre cuando se concentra el poder en una sola persona, pues lo más probable, dada la naturaleza humana, es que se abuse de él. Esto se puede evitar de una manera relativamente simple, distribuyendo competencias y potestades entre distintos órganos de gobierno, en aras de un equilibrio que permita que, si hay desavenencias o algún intento de abuso, sea el poder quien enfrente al poder.8 Así pues, en la mayoría de los países poco a poco se fue cimentando la idea de la democracia representativa y la división de poderes.

México fue, por supuesto, imbuido de muchas de las ideas del Renacimiento y los esbozos de lo que sería el Estado moderno. Para muchos autores la influencia francesa fue la que predominó cuando los aires de cambio empezaron a sentirse desde finales del siglo XVII y principios del XVIII. Otros alegan, con cierta razón, que la independencia norteamericana y la discusión para la elaboración de su Constitución también tuvieron eco en la conformación de nuestro país. La mayoría de quienes se convertirían en nuestros excelsos defensores de la independencia y la libertad leían con fruición a Locke, Montesquieu, Rosseau; pero también a los norteamericanos Madison, Hamilton y Jay. Quizá Madison fue el más agudo de los tres al reflexionar sobre cómo debería ser la Constitución de su país. Para él, “la acumulación de todos los poderes, legislativos, ejecutivos y judiciales, en las mismas manos, sean éstas de uno, de pocos o de muchos, hereditarias, autonombradas o electivas, puede decirse con exactitud que constituye la definición misma de la tiranía”.9 Sabía también, “que el poder tiende a extenderse y que se le debe refrenar eficazmente para que no pase de los límites que se le asignen”,10 por lo que, “en todos los casos en que se ha de conferir un poder, lo primero que debe decidirse es si dicho poder es necesario al bien público, lo mismo que lo segundo será, en caso de resolución afirmativa, cómo precaverse lo más eficazmente que sea posible contra la perversión del poder en detrimento público”.11

Para algunos, todas estas ideas se vieron reflejadas en la Constitución de Apatzingán de 1814, impulsada por José María Morelos y Pavón, en la cual la separación de poderes fue la manera de no depositar todo el control en una sola persona.12 Algunas de las constituciones posteriores (desde la Constitución de 1824 hasta la de 1857, y finalmente la de 1917) trataron de generar mejores y más claros contrapesos, pero, aun así, el Porfiriato —la dictadura totalitaria en México— pudo echar raíces durante más de 30 años.

Después del Porfiriato, cuando quedó claro que la concentración del poder del Estado en un solo individuo y su uso indebido no podía ser contenido solamente por el hecho de que estuviera estipulado en la Constitución, las estructuras de control en México cambiaron notoriamente. La institucionalización de la Revolución intentó darle el poder a una institución política —y no a una persona— que en México se convirtió en un partido hegemónico. Durante ese largo periodo —más de 70 años— se pueden identificar a ciertos líderes cuya preeminencia nos regresó al punto de partida: el poder concentrado en las manos de un solo hombre, quien hacía y deshacía vidas y destinos, con la única diferencia de que sólo podía hacerlo durante seis años. Así se pervirtió el modelo. Más que señalar un culpable en particular, lo cierto es que los componentes del modelo hegemónico fueron los que impidieron que los postulados de la división de poderes se llevaran a la práctica. Desde el Porfiriato —con algunos breves interludios— hasta fechas muy recientes, los poderes Legislativo y Judicial estuvieron supeditados al jefe del Estado mexicano; en este hiperpresidencialismo, se llegó a hablar incluso de facultades metaconstitucionales,13 que en realidad lo que significaban era que el ejecutivo en turno hacía uso a su antojo de todo el aparato gubernamental. Lo cierto es que después de siete décadas, el modelo autoritario estaba agotado; sin embargo,

ninguno de los ocupantes de Los Pinos pudo o siquiera se propuso asumir la responsabilidad de transformar el sistema existente. Por el contrario, con diferentes estilos, todos y cada uno de ellos decidieron preservar la contradicción central de su gobierno y del régimen —ser democrático en la forma y antidemocrático en la esencia— [y] defender los privilegios de la clase política con todos los medios a su alcance.14

Y uno de estos medios fue mantener bajo la férula del Ejecutivo a los otros dos poderes, por lo que podemos decir que en México el Estado nunca alcanzó una verdadera modernización debido a que los contrapesos institucionales fueron, en la práctica, inexistentes.

Esto generó que el sistema de justicia del país no se desarrollara para garantizar la paz, la seguridad y el Estado de derecho, sino para proteger los intereses de una élite política y económica. El resultado principal de estas perversiones se divide en dos grandes rubros: el primero, una impunidad cercana al cien por ciento; el segundo, una persecución selectiva de supuestos delincuentes. Sobre este último punto es importante resaltar algunos aspectos.

En México, las personas más pobres y con menor preparación escolar15 son las que integran la población mayoritaria de las cárceles. Por décadas, la justicia en el país se fue atrofiando hasta volverse incapaz de perseguir con efectividad los delitos. Esto ocasionó que el sistema de justicia castigara con un sesgo evidente a quienes, sin necesariamente ser culpables, no contaban con los recursos para poder defenderse.

El problema radicó en que la falta de autonomía en la aplicación de la justicia provocó que ésta se convirtiera en el arma personal del ejecutivo en turno para perseguir a personajes incómodos, ya fuera porque se oponían a sus ideas o presentaban postulados diferentes. En las páginas de nuestra historia podemos encontrar un sinfín de ejemplos de estos comportamientos: la guerra sucia durante las décadas de los sesenta y los setenta; la persecución política a líderes de oposición; el intento de desafuero del ahora presidente Andrés Manuel López Obrador, y un largo etcétera que incluye el caso de estudio de este libro.

Mi renuncia al PRI

A pesar de que muchas de las infamias se pueden urdir al bote pronto, algunas son largamente cocinadas en los peroles de la venganza y el rencor. Creo que éste es el caso. El volverme opositor generó odios y mezquindades que desembocaron en una grave pero infundada acusación. Todo comenzó en 1998.

Ese año, aunque afortunadamente contaba con una amplia base de apoyo de las y los zacatecanos, el partido al que pertenecía se negó a respetar los procesos democráticos, llevando a cabo la imposición de otra candidatura más cercana a las élites locales empresariales y al gobernador saliente.

Al no ser respetado el proceso de elección interno, los valores en los cuales siempre he sostenido mi andar político fueron violentados, por lo que en ese momento decidí contender por la gubernatura desde la izquierda partidista.

En ese entonces resultaba casi una utopía derrotar al partido hegemónico, pues aún controlaba ambas cámaras legislativas a nivel federal, contaba con la mayoría de las gubernaturas y con recursos casi ilimitados, pues los escasos controles que existían permitían aprovecharse del presupuesto público. A pesar de todas estas dificultades, yo sabía que el pueblo de Zacatecas me respaldaría y que no existiría cantidad de dinero capaz de doblegar esa voluntad.

Al poco tiempo, me convertí en un rival con grandes posibilidades de causar el primer descalabro al oficialismo, al contar con posibilidades reales de ganar una gubernatura desde la izquierda mexicana, por lo que las antenas de alarma se activaron en el centro del partido dominante: la reacción fue intentar desprestigiarme para frenar el cambio que se avecinaba en Zacatecas.

Desde muy joven he hecho mía una máxima de Goethe que dice que “es muy fácil pensar. Obrar es muy difícil, y obrar según nuestro pensamiento es lo más difícil del mundo”. También tengo como principio el ser autocrítico, así que mientras me encontraba militando en el PRI, mantuve siempre mi postura de señalar aquellas cosas con las que no estaba de acuerdo. Pero en ese instituto político eso no sólo no era bien visto, era mal recibido. Considero que, sin autocrítica, las democracias tienden a distorsionarse, lo cual no se puede permitir, y aun así, en ese entonces hubo quien no estuvo de acuerdo con el hecho de que me expresara libremente; con ellos había que seguir la consigna del marqués de la Croix: a callar y a obedecer. Negarme la candidatura fue una primera acción para tratar de detenerme, pero no fue la última.

Cuando desde Bucareli el entonces secretario de Gobernación me advirtió que me disciplinara, diciéndome que si me iba tendría que atenerme a las consecuencias, pues la maquinaria sería implacable, no me quedó duda de que el cariz democrático del partido estaba totalmente desvanecido. Los ataques no tardaron en hacerse sentir.

Días después, el presidente nacional del PRI, Mariano Palacios, en un mitin en Zacatecas, relató que su partido “no quiso postular, en una etapa de alta competencia electoral, a quien pudiera resultar vulnerable a críticas, a señalamientos político-electorales, por vínculos con un mundo de actividades turbias”, y al día siguiente, ya lejos de ahí, denunció con más precisión, pero sin aportar prueba alguna, que yo tenía vínculos con narcotraficantes que operaban en territorio zacatecano.16 Ahí comenzó a gestarse la infamia.

Hoy, a la luz de los años, estoy convencido de que en ese entonces la hidra de mil cabezas en la que se había convertido el PRI pensó que, como era costumbre con otros correligionarios, podrían atemorizarme y obligarme a que retrocediera en mi decisión de hacer valer la voluntad popular. No fue así. Un día después de las declaraciones de Palacios, convoqué a una conferencia de prensa en la que mostré el expediente que desde el PRI se estaba preparando en mi contra. Señalé enfáticamente que con trabajo y con honestidad, y con la ley en la mano, vencería cualquier intento de desprestigio. Desde entonces hasta ahora, estoy convencido de que el trabajo todo lo vence.

Este mismo expediente, con el que el que me cuestionaban sobre supuestas actividades ilícitas, nutrido de acusaciones falsas e inventos desproporcionados elaborados por el gobierno del PRI, fue enviado íntegro por el gobierno al entonces presidente del PRD, Andrés Manuel López Obrador, para que no se le ocurriera postularme debido a estos antecedentes. Era más que inexplicable que, habiendo sido dos veces diputado federal, senador y, en ese momento, representante legislativo ante el IFE, hasta entonces les resultara sospechosa mi trayectoria política. Para cualquier observador del acontecer político resultaba clara la sucia maniobra para tratar de eliminar a un contendiente.

Meses después, el propio presidente del PRD me confesó que este hecho intimidante y difamatorio le hicieron confirmar su intuición de que el PRD se alzaría con su primera victoria en Zacatecas.

En esa ocasión, las acusaciones se derrumbaron rápidamente. Pocos días después, el mismo Palacios se desdijo en cadena nacional, justificando la decisión de la imposición en excusas que nada tenían que ver con las acusaciones que él mismo formuló anteriormente, pues aseguró que mi expediente estaba limpio.

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