Un don para amar

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Z serii: Cristo Vive en mí #2
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Un don para amar
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Asociación “Hogares Nuevos”

Zona Urbana S6106XAE-Aaron Castellanos

(Santa Fe)- Argentina

e-mail: info@hogaresnuevos.com

www.hogaresnuevos.com


Facci, Ricardo EnriqueUn don para amar / Ricardo Enrique Facci. - 1a ed - Aarón Castellanos: Hogares Nuevos Ediciones, 2021.Libro digital, EPUBArchivo Digital: descarga y onlineISBN 978-987-8438-08-51. Cristianismo. 2. Espiritualidad Cristiana. 3. Matrimonio. I. Título.CDD 230

©Asociación Hogares Nuevos

Zona Urbana S6106XAE - Aarón Castellanos (Santa Fe) - Argentina.

Con las debidas licencias.

Queda hecho el depósito que ordena la ley 11.723

Septiembre de 2021

Industria Argentina.


Presentación

Tenemos el agrado de presentar el Tomo II de la colección “Cristo vive en mí” titulado “Un don para amar”.

La colección recoge diversos textos inéditos del Padre Ricardo E. Facci que ayudarán al lector a profundizar sobre una realidad que toca a todo cristiano: vivir una espiritualidad concreta.

Dios nos ha regalado un inmenso don al inspirar la fundación de Hogares Nuevos - Obra de Cristo, un carisma que centrado en Cristo y abierto a la Iglesia, ama de manera particular a la Familia. Este don conlleva ineludiblemente un llamado a amar, siendo verdaderos misioneros. Llevamos este tesoro en vasijas de barro, Dios nos concedió un don para amar.

Ponemos en manos de María Reina de la Familia cada una de estas páginas. Ella junto a su esposo San José, han sido el primer matrimonio plenamente cristocéntrico -vivían en función del Hijo de Dios- y como verdaderos misioneros, no lo guardaron para sí, sino que lo han regalado al mundo.

Equipo Editorial

Primera parte

Nuestro Carisma

1. ¿Qué Significa Cristocentrismo?

Hogares Nuevos siempre, desde su carisma y su espiritualidad, se ha definido como cristocéntrico. Toda la Obra está impregnada de esta espiritualidad, buscando tener a Cristo como centro de la vida personal, familiar y comunitaria.

El Artículo 9 del Camino de Vida, contiene una síntesis sumamente clara: “Toda la vida de los miembros de la Obra y el accionar apostólico está fundamentado en una espiritualidad cristocéntrica. Cristo Vivo tiene espacio en cada comunidad, familia, persona, permitiendo que Él sea, en definitiva, quien toma las decisiones. Cada comunidad y, fundamentalmente, cada miembro frente a sus opciones se pregunta: ‘¿Qué haría Cristo en mi lugar?’ Todos los miembros constituyen la vida comunitaria, familiar, matrimonial y personal sobre la piedra angular que es Cristo (Cfr. Hec 4,11)”.

El Reglamento, que explica sustancialmente al artículo es el siguiente: “Cada miembro de la Obra desea vivir una espiritualidad cristocéntrica auténtica, forjada en sí mismo, en cada comunidad y familia. Hoy, más que nunca, se debe presentar a la humanidad, el regalo de una espiritualidad fundamentada en Cristo Vivo y aterrizada en la cotidianeidad de la vida familiar y comunitaria.

El modo en que el Señor se presenta en cada Palabra de los Evangelios, en sus actitudes de amor, en la firmeza de su actuar, en su servicio, en haber cargado en la cruz los pecados del mundo y salvarnos, han de conformar, la meta segura del accionar apostólico.

Cada miembro se pregunta: “¿Qué haría Cristo en mi lugar?” Frente al trabajo misionero, esta expresión se hace carne en la propia humanidad, ya que conduce a conformar la ansiada ruta de la santidad. Ante el descubrimiento de Cristo Conyugal, este interrogante, ha pasado a ser parte inseparable de la vida de muchas familias. De esta manera, ante cualquier circunstancia de la vida, se irán configurando las decisiones según el Señor, y el estado espiritual, crecerá bajo el amparo de Cristo Vivo.

Por eso, se podrá caminar feliz y seguro tomado de la mano de Jesucristo, quien por fe y gracia se ha constituido para los miembros, en la “Piedra Angular” que cuida su Obra.

El Papa Francisco, en la Encíclica Lumen Fidei, al afrontar el vínculo entre la familia y la fe, expresa: ‘El encuentro con Cristo, el dejarse aferrar y guiar por su amor, amplía el horizonte de la existencia, le da una esperanza sólida que no defrauda. La fe no es un refugio para gente pusilánime, sino que ensancha la vida. Hace descubrir una gran llamada, la vocación al amor, y asegura que este amor es digno de fe, que vale la pena ponerse en sus manos, porque está fundado en la fidelidad de Dios, más fuerte que todas nuestras debilidades’ (Lumen Fidei, 53)”.

Al expresar que la Obra “desea vivir una espiritualidad cristocéntrica auténtica, forjada en sí mismo, en cada comunidad y familia”, nos lleva a preguntarnos, ¿qué es cristocentrismo?, ¿qué es una espiritualidad cristocéntrica?

Si se habla de cristología, debemos definirla como la parte de la teología cristiana que dedica su estudio a Cristo, a todo el desempeño en el accionar y a las palabras de Jesús de Nazaret, tanto en su aspecto humano como divino.

En cambio, cuando se habla de cristocentrismo nos referimos a un modo concreto de vivir la espiritualidad cristiana. La definición de cristocentrismo debe comprenderse como una concepción por la cual cada acto de la vida humana, personal y comunitaria, debe centrarse en Cristo como fuente de enseñanza y gracia.

Por donde Dios sembró el cristocentrismo en Hogares Nuevos, no lo tenemos a ciencia cierta. Pienso que, necesariamente, ha sido una influencia muy directa del Papa Juan Pablo II. Él era netamente cristocéntrico. Mi vida personal siempre tuvo rasgos cristocéntricos, especialmente, desde una firme espiritualidad eucarística, sin embargo, el Señor sembró este carisma y rasgo de nuestra espiritualidad, a través de su instrumento, San Juan Pablo II. Lo mismo debemos decir de los demás carismas; siempre amé profundamente a la familia y a la Iglesia, pero no cabe la menor duda de que, también, la fuente ha sido el Él, a quien se lo llamó “el Papa de la Familia”; San Juan Pablo II, aquél que se abrió plenamente a toda la Iglesia. Por este camino Dios fue proponiendo nuestro carisma y espiritualidad. Los carismas, no se pueden programar, son regalos que Dios nos hace para servir en su Iglesia.

Ha sido muy evidente el cristocentrismo en las enseñanzas de San Juan Pablo II. San Juan Pablo II, ha presentado a Cristo como centro, de un modo directo y prolongado, que ha calado hondo en los fieles. Sus enseñanzas, no sólo tienen a Jesucristo como centro, sino que toda su vida experimenta una espiritualidad cristocéntrica, todo su ser gira en torno al misterio de Cristo. Por esto, su magisterio, se expresa pedagógicamente, partiendo siempre desde Cristo y volviendo continuamente a Él, tanto en su palabra como en su testimonio de vida. Constantemente el punto de encuentro es Jesucristo, buscando desde allí iluminar la vida del ser humano.

Podríamos decir que una de las piedras basales de su pontificado fue Gaudium et Spes N° 22, donde queda claro que el misterio del hombre, se esclarece en el misterio del Verbo hecho carne. El cristocentrismo de San Juan Pablo II, en todo su magisterio, quiere iluminar desde el misterio de Cristo el misterio del hombre, y desde allí el valor de la familia. Es un cristocentrismo que tiene en el hombre, en la vida y en la familia un punto de referencia muy claro. Ilumina al hombre y a la familia, para que pueda afrontar los gozos y los temores de su vida, en el mundo que le ha tocado vivir.

Todos los temas que preocupan al hombre de hoy, los desafíos que debe enfrentar la familia, tienen un lugar privilegiado en las enseñanzas de San Juan Pablo II. Desde la verdad de Cristo, busca iluminar todos esos temas y desafíos para dar una respuesta adecuada.

Si queremos definir el cristocentrismo, debemos ubicarnos en una concepción que impulsa a que cada acto de nuestra vida humana, personal y comunitaria, debe centrarse en Cristo como fuente de cada decisión y de gracia para llevar adelante la decisión. Vivir desde una concepción cristocéntrica de la vida, implica que la persona hace girar alrededor de Cristo, su vida, su propio mundo, es decir, que Cristo, es absolutamente primero en su vida, en sus decisiones, relaciones, y hasta en la misma muerte.

Cristocentrismo, es el lugar que ocupa Jesucristo en toda nuestra vida personal, familiar, social y comunitaria. Él es el Hijo de Dios, el Verbo que se ha hecho carne, cuando llegó la plenitud de los tiempos, Jesucristo se manifiesta como centro del cosmos y de la historia humana, Jesucristo es la revelación de la verdad divina para el hombre, es el único y universal salvador de todos los hombres.

La mentalidad de nuestros días, quiere poner todo en discusión, rechaza toda verdad absoluta, no acepta esto que estamos planteando, fundamental de nuestra fe cristiana. Hay quienes quieren mermar la centralidad de Cristo, cuando nada ni nadie puede sustituir al Hijo de Dios.

El documento “Dominus Iesus”, de la Congregación para la fe, ha vuelto a proponer la centralidad de Cristo en el proyecto salvador de Dios para los hombres. Sólo en Él hay salvación. Él es el redentor único y universal, y no se nos ha dado otro nombre en el que podamos ser salvados (Cfr. Hec 4,12). Es interesante extraer algunas consideraciones:

 Jesucristo es “centro del plan divino de salvación” (N° 10).

 

 “La economía salvífica querida por Dios Uno y Trino, cuya fuente y centro es el misterio de la encarnación del Verbo, mediador de la gracia divina en el plan de la creación y de la redención (Cfr. Col 1,15-20), recapitulador de todas las cosas (Cfr. Ef 1,10), ‘al cual hizo Dios para nosotros sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención’ (1Cor 1,30)” (N° 11).

 “La fe de la Iglesia, la proclamación de Jesucristo, Hijo de Dios, Señor y único salvador, que en su evento de encarnación, muerte y resurrección ha llevado a cumplimiento la historia de la salvación, que tiene en él su plenitud y su centro”; “la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro” (N° 13).

 “El Señor es el fin de la historia humana, “punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización”, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones”; “mientras está en la historia, es el centro y el fin de la misma: “Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin (Apoc 22,13)” (N° 15).

La espiritualidad cristocéntrica supone un plan de Dios, en el que ha elegido un camino, para comunicar su vida, su felicidad, su bondad y su belleza a todos los hombres y familias. Este proyecto de Dios, pensado desde siempre y concretado hace 2.000 años, ha puesto a Jesucristo como centro, “este es el designio que Dios concibió desde toda la eternidad en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Ef 3,11).

Jesucristo absoluto centro del proyecto de Dios. “Todo ha sido creado por Él y para Él” (Col 1,16). Todas las criaturas existen para su gloria y celebran con su mismo existir ciertas perfecciones y alguno de los valores de Cristo.

Desde estos principios, estamos llamados a brindar este regalo a la humanidad, una espiritualidad auténticamente cristocéntrica. Una espiritualidad aterrizada en la vida comunitaria y familiar.

La pregunta ¿qué haría Cristo en mi lugar?, conduce inexorablemente a la santidad, a la perfección, sabiendo que el amor a toda persona, desde el amor a Dios, conduce a semejante meta (Cfr. Mt 5,46-48). Cuando uno le pregunta a Cristo sobre su accionar, la respuesta siempre es única: la vivencia del amor en nuestra cotidianeidad.

De este modo, todos tendremos a Cristo como una verdadera “piedra angular”. Centro de la historia de salvación, centro de la vida de la Iglesia, centro del accionar de la Obra, centro unificador de cada comunidad, centro generador de la felicidad familiar.

Tener a Cristo como centro y eje de la vida personal, familiar y comunitaria, implica necesariamente el encuentro personal con Él, dejándose tomar y guiar por su amor, de este modo se amplía el horizonte de la propia existencia, abre la mente, y nos da la oportunidad de apoyarnos en una esperanza que jamás quedará defrauda.

La fe que pone a Cristo como centro y eje, no es para quienes quieran escapar del mundo, de las exigencias de la vida, ni es un refugio para gente pusilánime, que muestra poco ánimo y falta de valor para emprender acciones, para enfrentar peligros o dificultades o soportar desgracias, sino que ensancha la vida, que como decíamos anteriormente, ensancha el horizonte, la visión de la humanidad.

La centralidad de la vida en Jesucristo hace descubrir una gran llamada: la vocación al amor. La cual conduce inexorablemente a la santidad y, asegura que vale la pena abandonarse en sus manos, porque Él con fidelidad y de modo constante, nos acompaña en el fortalecimiento de todas nuestras debilidades.

Termino con las palabras de nuestros Estatutos: “Cristo Vivo tiene espacio en cada comunidad, familia, persona, permitiendo que Él sea, en definitiva, quien toma las decisiones” (Art. 9). Esto es cristocentrismo. Cristo, centro y eje de nuestras vidas.

2. Cristocéntricos

Los invito a profundizar en nuestro interior. Cerremos nuestros ojos. ¿quién es Jesús para mí?... Él nos dice: “los llamé como amigos... los llamé para compartir el fruto que debe permanecer...” Ven Jesús, queremos que en este retiro realices en nosotros una marca nueva... estamos aquí porque Tú nos llamaste y nos has traído hasta aquí. Jesús te damos la bienvenida entre nosotros, y en nuestro corazón. Pero para que tu presencia crezca, debemos hacer decrecer nuestro ‘yo’... Sólo en Ti y a través de Ti, podemos todo... Amén.

Cristo Vivo nos ha convocado. El Cristo de la Pascua es quien nos llamó a una vida de fe. Este es Cristo. Nuestra santificación conlleva la necesidad de conocer a Cristo, imitarlo, pero por sobre todo de configurarnos con Él. Nadie se salva si no es en Cristo. “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6). Camino que recorrer; Verdad que creer; Vida que vivir. Vivir en Cristo, transformarse en Cristo. San Pablo nos ilumina: “Nada juzgué digno sino de conocer a Cristo y a este crucificado” (1Cor 2,2). “Ya no vivo yo, sino Cristo vive en mí” (Gál 2,20).

Hay muchos errores al plantearnos la imitación de Cristo. Lo primero que debemos considerar es que Él, además de Hombre, es Dios. Esto marca una diferencia fundamental.

Para unos, imitar a Cristo se reduce a un estudio histórico de Jesús. Investigan su cronología, se informan de sus costumbres. Es un estudio más del orden científico que espiritual, es frío e inerte. La imitación de Cristo se reduciría a una copia literal de la vida de Cristo.

Para otros, es un asunto meramente especulativo. Ven a Jesús como un legislador, quien soluciona todos los problemas humanos, un sociólogo por excelencia, un reformador. Alguien generador de normas de vida, vaciando el aspecto sobrenatural de su vida.

Otro grupo de personas, creen imitar a Cristo, preocupándose al extremo, únicamente de la observancia de los mandamientos, siendo fieles observadores de las leyes divinas y eclesiásticas. Escrupulosas a la hora del cumplimiento del oficio, de un ayuno o de una abstinencia. El foco de atención es el pecado antes que Cristo. Actitud que se acerca más a los fariseos que a Jesús. Ni la escrupulosidad, ni el rigorismo, ni el fariseísmo son la esencia del cristianismo. Nuestra actitud frente al pecado la expresa admirablemente San Juan: “Hijos míos, les escribo esto para que no pequen. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero” (1Jn 2,1-2).

Por último, para algunos, la imitación de Cristo consiste en un gran activismo apostólico, una multiplicación de esfuerzos en función del apostolado, un moverse continuamente en crear obras y más obras, en multiplicar reuniones y asociaciones. Otros creen que lo esencial pasa por una gran procesión de antorchas, la fundación de un periódico. No digo que esté mal. Todo es necesario, pero no es eso lo esencial del cristianismo. Esta concepción de activismo no es que se la condene, pero esto no es lo primordial en nuestra relación con Cristo.

Por esto, antes que imitar a Jesucristo debemos plantearnos el configurarnos con Él. De este modo, nuestra imitación de Cristo consiste en vivir la vida de Cristo, en tener esa actitud interior y exterior que en todo se conforma a la de Cristo, en hacer lo que Cristo haría si estuviese en mi lugar. Lo primero, necesario para imitar a Cristo, es asimilarse a Él por la gracia, que es la participación de la vida divina. La vida divina está en todo el mundo. El Jesús histórico fue judío, el Cristo Vivo, el Cristo místico del Siglo XXI, es argentino, paraguayo, mexicano, italiano, africano... Aquél era el hijo del carpintero, hoy es médico o enfermero, abogado o profesor, obrero o sacerdote, enfermo o preso...

¿Qué significa ser cristiano cristocéntrico?

Es alguien que, a la luz de la voluntad de Dios, concretizada en la vida, acción y palabras de Cristo irá renovando la mente y el corazón (cfr. Rom 12,2; Flp 2,5; Ef 4,23), de tal modo que llega a pensar como Cristo piensa y amar lo que Él ama (cfr. Flp 3,5), despojándose así, del hombre viejo revistiéndose del hombre nuevo (cfr. Ef 4,22ss).

De este modo, nuestra vida está fundamentada en una espiritualidad cristocéntrica. Cristo Vivo tiene espacio en cada comunidad, familia, persona, permitiendo que Él sea, en definitiva, quien toma las decisiones. En este contexto surge aquella pregunta que, en su repuesta, decide ante cada una de nuestras opciones: ¿Qué haría Cristo en mi lugar?

Una vida cristocéntrica conduce a constituir la vida sobre la piedra angular que es Cristo. Significa que cada uno trabaja y fortifica su espiritualidad desde Cristo como centro y eje de su vida, actuando en cada circunstancia y frente a las diversas opciones que la vida le va exigiendo, como Cristo lo haría en su lugar.

Estamos llamados a tallar en nuestro corazón lo de san Pablo: “Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gál 2,20). Cristo en la vida del sacerdote es Señor de toda ella. Es de Cristo y con Él servidor de los hombres.

Al decir que Él es el Señor, tenemos que darle la oportunidad de que sea guía, conductor, maestro, eje y centro de la vida. Por más que tengamos grandes proyectos en nuestro corazón, Jesús ya habló bien claro: “...separados de Mí, nada pueden hacer” (Jn 15,5). Por eso, es fundamental descubrir la presencia de Cristo como centro de nuestras vidas y actuar según el Salmo: “En vano trabaja el albañil, si el Señor no construye la casa” (Sal 126,1). O como leemos en Juan (15,5) “...el que permanece en mí y yo en él da muchos frutos”. Produciremos muchos frutos, no tanto por tener algunas actitudes cristianas o porque participamos de la Misa los domingos o porque hacemos oración, sino fundamentalmente porque todo esto nos ayuda y nos lleva a una unión vital con Él, a vivir insertos en Él, que está en medio nuestro. Por Cristo, con Él y en Él.

Cristo Vivo, centro y eje de nuestras vidas se presenta de un modo singular, como dice San Pedro en su primera carta: “Coloco una piedra de base, coloco una piedra angular” (1Pe 2,4-6). Vamos a perseverar y brillará nuestra vida porque Él es la piedra base de nuestra vida. Colocamos a Cristo como base de nuestra vida.

Por esto, nuestra fe debe estar centrada en Cristo, para que podamos construir de verdad sobre roca, sobre piedra y así, aunque vengan las tormentas, los obstáculos, las situaciones difíciles estaremos de pie (cfr. Mt 7,24ss). Pero cuando nuestra vida y el camino de seguimiento de Jesucristo se están desarrollando sobre arena corremos todos los riesgos, porque sólo tendremos meras motivaciones humanas y ellas no son sólidas para nuestra perseverancia y al primer obstáculo, a la primera tormenta, al primer problema, claudicaremos en nuestros buenos propósitos, en los grandes ideales de nuestra vida.

Un hombre nuevo no sigue un Cristo “bonito”, de “lindas palabras”, sino a Cristo con el que ha crucificado el ‘yo’, porque si no es capaz de la cruz, no sé es capaz del Cristo Vivo.

El Cristo Vivo es consecuencia de Cristo Crucificado, y ambas realidades son nuestro Cristo Pascual. Hablar de Pascua es hablar de un paso y todo paso tiene un principio y un final. La Pascua nace el Viernes Santo y termina el Domingo de Pascua, nace en la cruz de Cristo y termina en Cristo Resucitado. A este Cristo que fue capaz de crucificarse por amor al Padre, es a quien debemos seguir. Al Cristo de la Pascua, es a quien debemos darle espacio en nuestra vida. Esto significa que Cristo será centro y eje de nuestras vidas.

Para que Él logre captar nuestro corazón profundamente y penetrar en él, es necesario que se haya despertado en nosotros un sentimiento, que en el ser humano es muy fuerte: el enamoramiento.

Cuando un varón y una mujer comienzan a vivir la experiencia fuerte del enamoramiento descubren que el otro se transformó en alguien muy importante; atrapó toda la atención, se fueron movilizando permanentemente las miradas, las energías; todos los pensamientos giran en función a esta experiencia.

Cuando nos enamoramos fuertemente de Jesucristo, seguramente vamos a darle este espacio para que Él intervenga y decida en nuestras vidas, para que sea centro de nuestros pensamientos, de nuestros sentimientos.

El estar enamorado de Cristo, así como en el ámbito humano, nos lleva a dos cuestiones fundamentales: primero, el deseo profundo de complacerlo en todo, y segundo, dejarnos conocer por Él y conocerlo a Él.

Complacerlo en todo conduce a pensar en la hora de cruz. El evangelista recoge la oración externa de Jesús: “Padre aparta de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya” (Mt 26,39). Pero, ¿qué hubiera pasado si el evangelista hubiese captado la oración en otro sentido, no solo tomando la palabra externa de Jesús, sino penetrando en el corazón de Jesús y encontrándose con su sentimiento, frente a tamaño pedido que le hacía aquel de quien Jesús tenía conciencia de que los amaba, y a quien quería agradarle en todo? ¿Cuál era el sentimiento de Jesús? ¿Simplemente un sentimiento de sacarse de encima el calvario o habrá habido una lucha donde se sobrepuso el amor y el deseo de agradar al Padre antes que despojarse de algo que costaba y dolía?

 

El dejarnos conocer por Él y conocerlo a Él. Es como la experiencia de cada pareja de novios, de cada matrimonio, donde la necesidad de diálogo, viene del deseo de conocerse más en profundidad. Cada uno escarba en el otro hasta lo más íntimo tratando de llegar hasta la última célula del corazón y del pensamiento del otro.

Esto también nos debe ocurrir con Jesús. Si estamos verdaderamente enamorados de Él, queremos conocerlo cada vez más y debemos disponernos. ¿De qué modo? Buscando saber qué piensa Cristo, qué es lo que ama, qué criterios tiene para la vida, cómo actuaría en nuestro lugar.

Hay dos medios a nuestro alcance para conocer los criterios de Jesucristo: la Palabra de Dios y la oración.

Si nos acercamos a la Palabra de Dios, si cada día la Palabra está en nuestras manos, transformará nuestra mente y corazón, cada día podremos descubrir lo que piensa y ama Jesús. Antes que Cristo nos escuche debemos que escucharlo a Él

Es algo sumamente edificante reunirse semanalmente, sea en familia, en comunidad, con amigos, con los vecinos, sean dos, tres, cuatro, pero reunidos en torno a la Palabra de Dios para realizar la “Lectio Divina”. Es un santo deseo que todos tengan el espíritu de acercarse a la Palabra como hábito, para conocer mejor a Cristo, para saber cómo piensa, lo que ama, qué criterios tiene y cómo actuaría en nuestro lugar. La Biblia no es para tapar agujeros en la biblioteca, sino para gastarla de tanto uso, porque la abrimos cada día. Si nosotros tomamos distancia con la Palabra de Dios tomamos distancia con Jesús. Muchas veces la excusa es “no tengo tiempo”. Pero Dios nos regaló 24 horas por día. A algunos no les “alcanza” (cuestión de opciones), otros no saben qué hacer con ellas y las desperdician en superficialidades.

Hay que llevar a Cristo a lo concreto, sino no sirve seguir a Cristo. Él no es un relato para una realidad del cielo, Él es el Hijo de Dios que se encarna, que muere en la cruz por nosotros, que Dios exalta por la entrega, que vive en nuestras vidas. Este es el Cristo que quiere estar en lo concreto, en lo de todos los días: caminar, vivir, decidir con nosotros. Y para esto, es fundamental que nos acerquemos a Él y que le dejemos penetrar nuestro corazón con su palabra y retenerla.

Atendamos a la parábola del sembrador (cfr. Mt 13,3ss). La semilla cae al borde del camino, entre piedras o espinos. En esos casos no hay un ámbito que pueda retener la semilla queda a la intemperie, por lo tanto, no será fecunda. Pero, cuando el sembrador clava el arado en el campo, abre el surco, pone la semilla y la cubre de tierra. El seno mismo de la tierra la retiene. Esa semilla dará muchos frutos, con la paciencia del campesino, que no puede ir instantáneamente a otro rincón del campo y encontrarse ya con los frutos. Existe todo un proceso posterior de abonar, regar, desmalezar. Lo importante es tener claro que exigió un primer paso: que la semilla fuera retenida.

Esto ocurre con la Palabra de Dios, hay que retenerla en el corazón, conservarla en nuestra conciencia y memoria: horas, días, semanas, tal vez años esperando que esa Palabra dé frutos. Este es el modo de retener a Jesucristo y que Él pueda decidir en nuestras vidas.

Si la oración no nos lleva a un contacto íntimo con Jesús, donde mucho antes que hablar es escuchar, difícilmente lo conozcamos. En la oración Él nos habla y nosotros veremos sus claras respuestas. Mucho más, si nosotros antes nos hemos empapado con su Palabra.

Seguramente en lo más íntimo de nuestro corazón, de nuestra conciencia, aparecerá inmediatamente la respuesta de Jesús.

Para esto, es necesario un fundamento: el encuentro personal con Cristo Vivo. No le podemos dar espacio a Cristo para que sea centro y eje de nuestra vida, si primero no lo encontramos a Él como persona, como se encontraron tantos en los 2000 años de Iglesia. Así vemos a la Samaritana (cfr. Jn 4, 1ss), a la pecadora (cfr. Jn 8, 1ss), a Zaqueo (cfr. Lc 1,19ss) a Nicodemo (cfr. Jn 1, ss.) y a tantos otros a quienes el encuentro con Jesús les produjo un cambio profundo en sus vidas. No creamos que esto es fácil, los apóstoles vivieron tres años con Jesús y no lograron encontrarlo. Motivo por el cual, a la hora de la cruz se escondieron, se llenaron de desesperanza, tenían miedo y volvían a sus barcas. Fue necesario para ellos la presencia del Cristo Vivo de la Pascua y ahí sí trasformaron sus vidas.

¡Cuidado! A nosotros nos puede ocurrir lo mismo. Convivir con Cristo toda la vida y no encontrarlo nunca. Él hace tiempo que nos busca, desde la misma cruz. Por eso, debemos buscarlo y seguramente que nos encontraremos con Él, produciéndose algo muy importante: la conversión.

La conversión es dejar un Cristo que tiene una distancia conmigo para asumir un Cristo dentro de mí.

Nadie tiene garantido el encuentro con Cristo, por más que sea Papa, obispo, religioso, consagrado, laico comprometido. Por ejemplo, la Madre Teresa en la opinión de su Obispo, no servía ni para prender las velas del altar. En un retiro tiene un encuentro con Cristo y a partir de ahí genera una gran revolución dentro de la Iglesia.

Todos podemos estar en la primera etapa de la Madre Teresa, no servimos ni para prender las velas del altar. Oportunidades no nos faltan, debemos analizar hasta donde somos capaces de aprovecharlas y mirar nuestro proceso interior.

El encuentro con Cristo es algo muy personal, íntimo, no es algo “sentimentaloide”. Es atrapante y por ser atrapante es transformante. Al decir que Cristo es centro y eje de nuestras vidas, hacemos referencia a la acción transformante en tres ámbitos: en el sentimental, en la mente y en el corazón.

El primer paso que produce nuestro encuentro con Cristo, es una adhesión profunda a Él, la cual, nace desde el sentimiento.

Sentimiento es aquello que se produce en nuestro interior frente a una experiencia determinada. Será de adhesión, de aceptación o de rechazo. El primer paso de conversión a Jesucristo es una adhesión a Él; como los esposos que un día, experimentaron entre ellos un profunda adhesión hecha en el sentimiento y lucharon a brazo partido para llevarla adelante. Así también pasa entre nosotros y Jesús, si nuestro sentimiento se adhiere fuertemente a Él.

En segundo lugar, transforma nuestra mente porque va cambiando nuestra forma de pensar; nos lleva a identificarnos con el pensamiento de Cristo, a tener el criterio que Él tiene para la vida, nos enseña a ver cómo ve Jesús.

En tercer lugar, transforma nuestro corazón porque amaremos como ama Él.

La transformación del sentimiento se da instantáneamente, se da en el momento en que nos encontramos con Cristo. La transformación de la mente y el corazón se va dando paulatinamente a medida que vamos creciendo en el conocimiento de Aquél con quien nos encontramos.

De esta manera, le damos la oportunidad a Él, para que vaya cristificando nuestra vida, así cada uno llegaremos a ser otro Cristo.

Aquél que siente la transformación en el sentimiento, en la mente y en el corazón, comienza a tener una verdadera necesidad de Jesucristo. Esto ocurre cuando se ensancha en el corazón el don de la humildad.

Estamos llamados a ser reflejo de Cristo. Que toda nuestra vida tenga esta sublime aspiración: ser Cristo. Plenamente Cristo en la seriedad de nuestra vida, en la dinámica de la vida familiar, en el accionar de trabajo, apostolado, en la relación con los demás. Ésta es la vida que con nuestra conducta y palabra hemos de testimoniar. Debemos ser luz, gracia que oriente hacia un cristianismo total que satisfaga totalmente y que muestre cómo, en cada circunstancia de la vida, los demás tienen el deber de ser cristianos, y como a su vez, pueden serlo. Los hombres de hoy, en este mundo materialista, sienten como nunca esta inquietud. Es deber nuestro, los cristianos, saciar esta sed y demostrarles con nuestras palabras, y sobre todo con nuestras vidas, el camino seguro de realizar esa aspiración.

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