Czytaj książkę: «Morbus Dei: Bajo el signo des Aries»
Novela
Traducción de Lidia Álvarez Grifoll
© 2016
HAYMON verlag
Innsbruck-Wien
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ISBN 978-3-7099-3712-9
Diseño gráfico: Kurt Höretzeder, Büro für Grafische Gestaltung,
Scheffau/Tirol
Diseño de la cubierta: Kurt Höretzeder, Büro für Grafische Gestaltung,
Scheffau/Tirol, a partir de un diseño de Bastian Zach
Colaboración: Ines Graus
Imagen de la cubierta: www.istockphoto.com
La versión impresa de esta novela se puede adquirir en librerías o directamente en www.haymonverlag.at.
Bastian Zach: A mi madre. Y a Sabine
Matthias Bauer: A mi familia
Prólogo
… una dosis de hierba angélica, dos de ruda, una de polvo de sapo, cuatro de miel y dos de pimpinela.
Moler todos los ingredientes y mezclar con cuidado hasta obtener una pasta espesa. Dejar secar durante tres días y tres noches.
El viejo abad dejó la pluma a un lado y sopló para secar la tinta. Contempló satisfecho el texto que había escrito. De repente, un crujido lo sobresaltó.
Paralizado, escuchó unos segundos con atención; nada. «Habrá crujido una viga», pensó el abad, al tiempo que sonreía.
En la chimenea crepitaban un par de leños, mientras la única vela que ardía en la tenebrosa biblioteca estaba a punto de consumirse. A la trémula luz de la llama, el abad comparó meticulosamente una última vez el texto que había escrito con el original, sabedor de que la falta de un solo ingrediente podía tener consecuencias impredecibles.
Todo estaba en orden. El abad respiró profundamente. La tensión que lo dominaba desde hacía tiempo había desaparecido.
Se pasó la mano por la barba blanca de tres días. ¿Acaso el día anterior no era todavía castaña? ¿O hacía una década de eso? Se miró las manos huesudas, plagadas de manchas típicas de la vejez.
Tempus fugit.
El viejo abad dobló el escrito y lo guardó en la pequeña bolsa de cuero que le colgaba del cinturón.
De pronto, la pesada puerta de madera se abrió de golpe y tres hombres vestidos con el hábito de los dominicos entraron en la biblioteca y le dirigieron una mirada severa.
– Ya habéis tenido tiempo de sobra para buscarlo – le espetó uno de los hombres.
– Y lo he encontrado. – El abad tomó las hojas sueltas de la mesa y se las mostró. El corazón le latía con fuerza.
Uno de los dominicos se las arrebató de las manos y las hojeó.
–¿Esto es todo? – le preguntó uno de los hermanos que estaba a su espalda.
El dominico asintió con la cabeza. Se acercó con paso rápido a la chimenea y arrojó las hojas sobre las ascuas. Las llamas engulleron de inmediato el papel, que se dobló con el calor y al poco se convirtió en cenizas.
Una ráfaga de viento levantó las partículas blancas, las hizo bailar en círculos en el aire y finalmente las aspiró por el tiro de la chimenea.
«Perdidas para siempre – pensó el viejo abad—. A ese extremo se había llegado».
Sin decir una palabra más, los dominicos salieron de la biblioteca. El abad los siguió con la mirada hasta que desaparecieron en la oscuridad del corredor. Pensativo, acarició la bolsa de cuero.
Los dominicos seguramente creían que actuaban por el bien general de la humanidad y por el de la Iglesia en particular.
Igual que yo.
Unos pasos apresurados le hicieron levantar la cabeza. Un novicio llegó corriendo por el pasillo y se detuvo en el umbral de la puerta con los ojos inundados de lágrimas.
– El hermano Martin se nos va – dijo, jadeando—. Venid, por favor, abad Bernardin. Ha pedido que vayáis a verlo.
Persecutio
Viena,
anno Dómini de 1704
I
La tormenta que hasta poco antes del amanecer había azotado la ciudad imperial como si quisiera destruirla se había disipado y había dejado el cielo sin una sola nube. Ahora soplaba un viento suave de principios de verano. El sol calentaba y secaba los charcos de agua y lodo.
Después del receso del mediodía, los campesinos habían vuelto al trabajo, y casi nadie prestaba atención a la delgada nube de humo que se alzaba al norte por encima de las colinas.
El día anterior había sido un espectáculo: así denominaron unos cuantos la destrucción de la capital del reino devorada por las llamas. Y no sin alegrarse por el mal ajeno, puesto que por fin sabrían los ricachones de la ciudad lo que significaba perderlo todo, como les había ocurrido a los campesinos después del último asedio turco.
Sin embargo, hacia el atardecer, cuando ya se extinguía el resplandor del fuego, todos comprendieron que Viena seguiría en pie.
De modo que los labradores regresaron a sus labores para ganarse el sustento y no mostraron interés por el convoy de carros que avanzaba a trompicones por la carretera, escoltado por una docena de hombres a caballo. Las armas que llevaban, su actitud fiera y el hecho de que fueran sin uniforme no dejaban lugar a dudas sobre su identidad. Eran mercenarios.
Encabezaba la caravana un coche de caballos negro con las cortinillas cerradas, seguido por dos carromatos con ruedas anchas y guarnecidas de hierro, y cubiertos con toldos de cuero. El último vehículo era un carromato de provisiones. Los escoltas, al frente y a la cola de la comitiva, vigilaban con mirada adusta, preparados para eliminar cualquier obstáculo que perturbara el viaje.
El rítmico balanceo de los coches de caballos siempre le había resultado desagradable a François Antoine Gamelin, enviado especial y mariscal de campo del ejército francés, ya que, en su opinión, aislaba a sus ocupantes de la realidad. Detestaba viajar como un noble pusilánime, prefería notar la dureza del sillín entre las piernas y el viento fresco en la cara, pero las circunstancias del momento no se lo permitían.
Descorrió un poco las cortinillas para echar un vistazo fuera, contempló los prados verdes y se enfadó por estar enfadado. Verdaderamente, no tenía ninguna razón para ello, puesto que aquella mañana había conseguido dar un golpe de efecto por el que lo admiraría todo el generalato. Se había adueñado de un material decisivo para la guerra y ahora lo transportaba en los dos carros que lo seguían. Un material que había sacado clandestinamente de Viena.
Complacido, se retorció las puntas del bigote y volvió los ojos al interior del carruaje. Frente a él se sentaba una parte de aquel material: una mujer hundida en el lujoso tapizado, con la cabeza gacha y el vestido desgarrado. Los cabellos oscuros le caían despeinados sobre la cara pálida y llena de pecas. En la mejilla izquierda tenía una mancha roja que empezaba a teñirse de azul.
Gamelin la había capturado en el último instante. Era la clave de lo que había ocurrido en Viena, la chispa que había provocado un verdadero incendio, y ahora él, Gamelin, era el guardián de la chispa. Incluso había conseguido que le dijera dónde se encontraba el pueblo en el que comenzó todo. Esa información le aseguraba el éxito en caso de que su preciada carga sufriera algún contratiempo.
En cuanto la joven le contó lo que quería saber, se convirtió en una simple cautiva, como los demás ocupantes de los carromatos. Y a ellos debía unirse.
Gamelin sacó la mano por la ventanilla y ordenó con un ligero movimiento de la mano que se detuviera el carruaje. Dos mercenarios se acercaron a toda prisa y abrieron la puerta.
– Permitidme que me despida de vos y os agradezca el favor, mi querida Elisabeth – dijo Gamelin con acento francés.
Luego les hizo una señal a los mercenarios, que agarraron a la joven y la sacaron de malas maneras del carruaje.
La muchacha no se resistió, soportó estoicamente la rudeza de los hombres y avanzó a trompicones por el camino cubierto de lodo hasta la parte trasera del vehículo que iba detrás del carruaje. Seguía con la mente en blanco, incapaz de comprender lo que le había ocurrido. Lo que les había ocurrido a todos.
Johann…
Los soldados retiraron el toldo, abrieron la pesada reja y esperaron a que Elisabeth subiera a la jaula.
Dentro se arracimaban decenas de personas. Se llevaron las manos a los ojos para protegerse de la deslumbrante luz del día. Un instante después, la reja se cerraba de nuevo y volvían a cubrirla con el toldo.
Poco a poco, los ojos de Elisabeth se acostumbraron a la oscuridad y empezó a distinguir las siluetas de los hombres, mujeres y niños que llenaban la jaula.
El convoy volvió a ponerse en marcha con una brusca sacudida. Los cuerpos, con la piel cubierta de ramificaciones negras, se apretujaban unos contra otros.
Johann, ¡ayúdame!
El Danubio discurría tranquilo y constante, y el sol del mediodía provocaba destellos en sus aguas. No se veía ningún barco grande, sólo una gabarra cargada hasta los bordes, que se abría camino hacia el este.
El conde Von Binden, el propietario de la barcaza, observaba con preocupación al hombre que yacía inconsciente en la estructura que se alzaba en medio, similar a una casa. Heinz Wilhelm Kramer, al que sus amigos llamaban «el prusiano», tenía una herida grave de bala, que le habían causado unas horas antes.
La sangre empapaba el grueso vendaje que le rodeaba el muslo, pero nadie quería cambiárselo por miedo a disminuir la presión sobre la herida.
Johann List, que también observaba a su compañero herido, se pasó la mano por la cara, al tiempo que intentaba poner en orden sus pensamientos.
– Dentro de unas horas llegaremos a Presburgo – dijo Von Binden.
– Quizá sea demasiado tarde, está perdiendo mucha sangre. Tenemos que llevarlo a un médico cuanto antes.
Von Binden suspiró.
– De acuerdo, correremos el riesgo, la localidad de Deutsch-Altenburg no queda muy lejos. Habría preferido alejarme más de Viena, pero probablemente tengas razón. Y también sé a quién podemos acudir.
El conde Von Binden se dirigió a popa, a hablar con el timonel.
Johann respiró hondo y miró a su alrededor. Sentado en el suelo delante de él estaba Markus Fischart, un hombre alto y fuerte como un oso, y con una expresión ingenua de niño en la cara. Desde que Johann había subido a bordo, Markus se había limitado a masticar una corteza de tocino sin decir una palabra.
Más allá estaban Hans y Karl, también sentados en el suelo y contemplando en silencio las aguas del Danubio. Apenas habían dicho nada desde que embarcaron para salvar su propia vida y la del prusiano. Con ello habían dejado atrás no sólo sus puestos en el cuerpo de alguaciles de Viena, sino también todas sus posesiones y su hogar.
Victoria Annabelle, la hija de corta edad del conde, dormía acurrucada entre unas cajas. Johann supuso que no era consciente de la verdadera magnitud de la huida. Apartó la mirada de la niña y la posó en el río, en cuya superficie se reflejaban los rayos de sol. Pestañeó y cerró los ojos.
Elisabeth…
Pensó en su cara angelical y en la primera vez que la vio, en el pueblo, cuando él yacía con fiebre y ella lo cuidó hasta sanarlo. En su risa en los breves momentos de felicidad. En su entrega cuando se amaban. En su firmeza cuando el prusiano y él ya se habían dado por vencidos.
Y también recordó cómo los soldados se la llevaban a rastras de la orilla. De eso hacía unos instantes, ¿o habían pasado horas? Volvió a invadirlo la misma sensación de impotencia que lo embargó al verla en manos de los soldados, y luego sintió una rabia ciega. Si hubiera podido, habría saltado de la barca y habría cruzado a nado el Danubio para asaltar él solo la ciudad de Viena y estrechar de nuevo a Elisabeth entre sus brazos.
Johann suspiró y se sentó al lado del prusiano. Se aferró a su brazo y cerró los ojos.
¿Cómo había llegado la situación hasta ese extremo? ¿Cómo había empezado todo? ¿Tal vez con el complot que había urdido tiempo atrás con el prusiano y otros camaradas en el frente de batalla? Pero entonces no tenían otra opción, los oficiales planeaban destruir una región entera y a todos sus habitantes, había que impedirlo como fuera. Y todo habría salido bien si no se les hubiera escapado uno de los oficiales.
Von Pranckh.
Y, después del motín, una persecución encarnizada a los insurrectos, la separación de su camarada, la huida y la captura a manos de los franceses. Las torturas que el teniente general François Antoine Gamelin le infligió durante semanas.
Finalmente, una nueva huida que lo llevó a aquel solitario valle en las montañas tirolesas, donde, herido y debilitado, se encontró más cerca de la muerte que nunca. Recordó las luces en medio de la ventisca, y el pueblo. Y cómo consiguió llegar hasta allí con sus últimas fuerzas y se derrumbó en las escaleras de una casa de labriegos. También recordó que, mientras los copos de nieve lo cubrían poco a poco, la muerte le pareció un alivio, un timonel que lo conduciría a puerto seguro después de años de tempestad.
Sin embargo, en aquel momento apareció Elisabeth. Lo cuidó hasta curarlo y le dio un nuevo sentido a su vida.
Elisabeth…
Las imágenes centellearon en la mente de Johann y se desvanecieron.
La tiranía del padre de Elisabeth, el amor que empezó a sentir por ella…
Los símbolos de protección en las casas, contra la oscuridad del bosque y los que lo habitaban.
Las ruinas a la luz de la luna.
Figuras vestidas con hábitos y caras pálidas como la cera, cubiertas de venas negras, y con los dientes mellados.
El abuelo de Elisabeth, que les reveló el terrible secreto del pueblo.
La llegada de los soldados bávaros y el absurdo ataque a los proscritos.
Albin colgado entre los árboles del tupido bosque, su cadáver congelado.
Las imágenes se sucedían cada vez más deprisa en su mente, como si el viento cada vez más fuerte pasara las hojas de un libro.
El pueblo en llamas, la muerte del abuelo, los papeles falsificados en Leoben, Viena y el reencuentro con el prusiano.
Y, luego, la oscuridad.
La enfermedad de los proscritos extendiéndose por Viena, los horrores del distrito en cuarentena, la huida desesperada, la muerte de Von Pranckh y…
En los últimos días, lo habían arriesgado todo y casi lo habían perdido todo.
¿Había merecido la pena?
Josefa, la mujer del prusiano, había muerto en brazos de su marido. Johann jamás olvidaría la expresión que vio en los ojos de su amigo cuando se reunió con él, acompañado de Elisabeth, junto al banco en el que Josefa yacía inerte.
¿Había merecido la pena?
A Elisabeth la habían capturado y, según Karl, la habían metido en un carruaje negro.
Johann sintió un vacío infinito, como si el suelo se abriera debajo de sus pies, como si estuviera a punto de precipitarse en el abismo.
¿Había merecido la pena?
No.
Y sí.
II
A pesar del calor de principios de verano, las ventanas del lujoso salón del Ayuntamiento estaban cerradas a cal y canto, igual que las puertas. Jakob Daniel Tepser, el alcalde de Viena, se tiraba de los pelos, totalmente revueltos. Los miembros del Consejo Municipal y los altos dignatarios de la Iglesia, sentados también alrededor de la mesa de roble macizo, miraban en silencio hacia otro lado. Era un día negro para todos.
El alcalde respiró hondo.
– Veamos si os he entendido correctamente, teniente Kampmann. Johann List, el desertor que buscábamos, no sólo ha asesinado al padre dominico Bernardus Wehrden y a su nuncio, sino también al venerable prior de los jesuitas, el padre Albert Virgil. Asimismo, ha provocado un incendio en el distrito en cuarentena durante la evacuación y, por si eso fuera poco, ¿decís que también carga sobre su conciencia con la muerte del enviado especial Ferdinand Philipp von Pranckh?
Kampmann, que había asumido el mando de la guardia municipal tras la misteriosa muerte del teniente Schickardt, hallado muerto de un disparo en un pequeño cementerio a las puertas de Viena, asintió con abatimiento.
–¿Y luego se ha escapado a bordo de no se sabe qué barco de un maldito protestante?
El teniente miró en silencio al alcalde, que estaba rojo de ira y dio un manotazo en la mesa.
–¡Debería degradaros a limpiabotas por vuestra ineptitud!
– Con vuestro permiso – replicó Kampmann con voz queda—, debo decir que la misión encomendada a la guardia municipal ha sido llevada a cabo con éxito. Hemos evacuado el distrito en cuarentena y hemos eliminado a los infectados. Cuando nos enteramos de que el desertor había huido, ya era demasiado tarde. Ni siquiera Dios podría…
– Una palabra más, teniente, y os juro… – masculló el alcalde, y luego miró uno por uno a los presentes.
Daba la impresión de que al teniente no le interesaba aquel asunto, y eso no hacía más que aumentar la furia de Tepser. El alcalde pensó que se ocuparía de él más tarde. Y con razón, puesto que había llegado a sus oídos que tres hombres del cuerpo de alguaciles habían ayudado al desertor e incluso habían huido con él.
El obispo Harrach hizo un gesto de nerviosismo.
– A lo hecho, pecho, señores míos. Ahora deberíamos concentrar todas nuestras fuerzas en conseguir que nuestros ciudadanos recuperen la vida tranquila y temerosa de Dios que disfrutaban antes de que la situación se agravara de un modo tan terrible.
– Sí, «antes de que se agravara». – Tepser se pasó la mano por el pelo y se lo echó hacia atrás—. Hoy mismo saldré de viaje hacia Laxenburg, la residencia de primavera de su majestad, el emperador, para informarle personalmente de los lamentables acontecimientos que han tenido lugar. Considerando el peso que Viena tiene en el reino, estoy convencido de que su majestad compartirá el parecer de que será mejor no incluir en la crónica de nuestra ciudad lo ocurrido en los últimos días y semanas, o suprimirlo si es necesario.
Tepser miró con expresión grave a todos los presentes, que le indicaron su acuerdo asintiendo con la cabeza
– De acuerdo. Organizaremos un funeral solemne para Von Pranckh, con todos los honores militares, etcétera. Y que sea lo antes posible, para zanjar este asunto de una vez por todas.
El teniente Kampmann asintió.
El alcalde se levantó.
– Señores, como suele decir el emperador: consilio et industria.
III
El murmullo monótono de las aguas del Danubio tenía un efecto tranquilizador sobre los ocupantes de la gabarra. Sentado bajo el tejadillo de la barca, Johann contemplaba la corriente. La furia y la rabia que sentía poco antes se habían aplacado, y también habían palidecido los recuerdos, pero la sensación de vacío permanecía. Con todo, sus pensamientos eran más lúcidos, ya no se mezclaban con imágenes de la huida y de la lucha, combinadas con la imagen del rostro de Elisabeth la última vez que la vio.
Había cumplido su venganza, Von Pranckh estaba muerto. Le había ajustado las cuentas por la muerte de sus camaradas, ejecutados después de amotinarse contra los oficiales. Pero ¿a qué precio? Cierto que Von Pranckh había recibido el castigo que merecía, pero sus camaradas seguían muertos y a él le habían arrebatado Elisabeth, el amor de su vida.
Se inclinó por la borda, metió la mano en el agua fría y se lavó la cara. De pronto comprendió que a partir de entonces tendría una única misión: encontrar a Elisabeth para ponerla a salvo de los esbirros de los dominicos. Después, ya podría responder tranquilamente de sus actos ante el Creador, y eso haría al final de sus días.
El prusiano gimió y, en el delirio provocado por la fiebre, tiró de la venda que le cubría el muslo. Johann se sentó a su lado y le apartó las manos de la herida.
– Aguanta, amigo mío – susurró—. Aún queda una cosa por hacer.
A pesar de que su camarada tenía la frente empapada de sudor, Johann lo tapó cuidadosamente con una manta de fieltro.
Aguanta.
Luego dirigió los ojos hacia la popa, por donde el sol se ponía en aquellos momentos y teñía el cielo de un suave color anaranjado. El conde Von Binden se le acercó y señaló a proa con un dedo:
– Casi hemos llegado, ya se ve la localidad de Deutsch-Altenburg.
Johann miró hacia delante. En la orilla que quedaba a estribor se distinguían unas casas bajas.
– Dejadme hablar a mí —dijo el conde—. Conozco a esa gente.
Amarraron la gabarra en un embarcadero. Las cabañas de la orilla parecían torcidas, pero sólidas. Tres hombres del conde se colocaron firmes al final de la pasarela del embarcadero para ahuyentar a curiosos y mendigos. No muy lejos de allí, unos niños jugaban con el fleje oxidado de un barril.
Johann esperó pacientemente al lado del prusiano, a pesar de que el tiempo se le hacía eterno desde que Von Binden había desembarcado con su hija. Hans y Karl se habían apostado en proa sin decir nada y montaban guardia para actuar en caso de posibles contratiempos.
El sol casi se había puesto cuando Von Binden regresó en compañía de un hombre que llevaba un maletín negro. Los dos avanzaron a paso rápido por el embarcadero y subieron a bordo.
El médico tenía el pelo blanco y revuelto, la cara alargada y las manos grandes como palas. El maletín parecía tener tantos años como él. Sin perder el tiempo en palabras, se colocó junto al prusiano, abrió el maletín, lleno de instrumental plateado, y lo primero que hizo fue comprobar la respiración y el pulso del herido.
Johann, Hans y Karl miraban preocupados a su amigo.
El médico arrugó la frente, plagada de manchas de vejez, y observó la venda teñida de rojo.
–¿Herida de bala?
Johann asintió con la cabeza y el médico torció el gesto.
– Tengo que quitarle el vendaje. – El acento bohemio de su voz ronca era tan inconfundible como la peste a vino de su aliento—. Si la hemorragia ha cesado y la bala no se ha astillado, hay esperanzas. Si la herida sigue sangrando, ni siquiera el ilustrísimo cirujano de nuestro – carraspeó ruidosamente— querido emperador podría hacer algo por él.
Miró a los hombres con sus ojos enrojecidos y comenzó a quitar el vendaje con cuidado. El prusiano gimió mientras le retiraban poco a poco el jirón de tela empapado de sangre, pero la temida hemorragia no se produjo.
– De momento, va todo bien – dijo el médico.
Separó con el dedo índice y el pulgar los bordes de la herida, ennegrecidos por la pólvora, y la examinó. Luego se chupó el dedo índice de la otra mano y metió ligeramente la punta en la herida.
«Carniceros y curanderos – pensó Johann—, todos son lo mismo.»
– Es posible que sobreviva, la arteria femoral parece intacta. – El médico cerró el maletín y se levantó tambaleándose. – No soporto los barcos, llevadlo a mi granja.
Con estas palabras abandonó la embarcación.
Markus levantó al prusiano con muchísimo cuidado, casi como si fuera una pieza de porcelana fina, y lo bajó a tierra firme. Los demás lo siguieron, preocupados.
Johann echó un vistazo alrededor. Utilizar la palabra «granja» para designar la casa del médico era como llamar «catedral» a la madriguera de un zorro. Las paredes eran un entramado de tableros destartalados y las ranuras entre ellos estaban tapadas toscamente con barro. El cañizo podrido del techo olía como si una compañía de soldados hubiera hecho allí sus necesidades.
Aun así, Johann respiró hondo y trató de calmarse.
Está ayudando. Muéstrate agradecido.
El prusiano yacía sobre la mesa de madera que había en el centro de la habitación. El médico había colocado sus utensilios plateados al lado, encima de un trapo limpio. A su espalda, unos hierros de marcar reposaban con la punta en el fuego de la chimenea. Dos candiles colgados en las enormes vigas del techo proporcionaban la luz necesaria.
– Tengo que extraerle la bala – dijo el médico—. Espero que no pierda demasiada… – Se interrumpió y miró a Hans. – Ve a buscar un cordero a la granja vecina. Diles que te envía Leonardus y que se lo pagaremos más tarde.
Hans no entendía por qué, en una situación de emergencia como aquélla, tenía que ir a buscar comida, pero asintió y salió de la cabaña.
Leonardus sacó de un arcón varias correas largas de un palmo de anchura y ató al prusiano a la mesa tan fuertemente como pudo.
–¿Os hace falta ayuda? – preguntó Johann.
El médico negó con la cabeza.
– Pero quédate aquí con el conde. Y sujetadlo si se despierta, porque entonces no bastará con las correas.
Cogió una jarra oscura de barro y bebió tan ávidamente que el vino le brotó por la comisura de los labios y le manchó el jubón. Eructó, se limpió la boca con la manga y puso cara de determinación
– Adelante – dijo.
Johann miró con preocupación a Von Binden, pero el conde no le devolvió la mirada.
El médico practicó un corte de medio palmo en la herida, se chupó el dedo índice y el pulgar y empezó a hurgar dentro. El prusiano empezó a gemir y a temblar débilmente. Johann le sujetó la cabeza.
– Aguanta, amigo mío – dijo en voz baja.
Leonardus torció el gesto.
–¿Dónde estás, maldita…?
Cada vez salía más sangre de la herida y Von Binden quiso detener la hemorragia con un paño.
– Dejadlo, conde, así se limpia la herida – dijo el médico, sin mostrar la menor emoción, y siguió hurgando con los dedos.
El prusiano gimió más alto y Johann le secó el sudor de la frente.
¡Aguanta, amigo mío! ¡Hazlo por mí!
–¡Ajá, ya te tengo! – exclamó el médico, y sacó los dedos bruscamente del cuerpo del prusiano. Luego, entornando los ojos, examinó la bala de plomo a la luz de un candil—. Parece que estás intacta, maldita hija de…
–¡Señor Leonardus! – lo interrumpió Johann, al tiempo que señalaba la herida.
El médico lo tranquilizó con un gesto de la mano, dejó la bala y agarró uno de los hierros que se habían puesto al rojo vivo en el fuego.
– Esto no le va a gustar – dijo, y aplicó el hierro contra la herida.
El prusiano intentó levantarse, pero las correas se lo impidieron. Un olor dulzón a carne quemada colmó de pronto la cabaña, y a Johann lo asaltaron los recuerdos del lazareto después de una batalla. El médico devolvió el hierro a su sitio y cogió una espátula de madera con la que extrajo de un recipiente de cerámica una masa viscosa y parduzca, que aplicó sobre la herida quemada.
– Cámbiale el vendaje cuatro veces al día y aplícale ungüento de trementina – le dijo a Johann, mirándolo severamente a los ojos—. Y utiliza siempre vendajes limpios, ¿entendido?
Johann asintió y le tomó el pulso a su amigo:
– El corazón le late muy deprisa. No, esperad… ¡ya late más despacio!
Leonardus también lo notó, vio el sudor en la frente del herido y que la palidez iba en aumento.
– Ha perdido mucha sangre.
En aquel momento entró Hans en la cabaña con un cordero en brazos que parecía dormido.
–¡Justo a tiempo! exclamó el médico.
Cogió al animal, lo puso junto a un brazo del prusiano y lo ató con mano experta a la mesa. El cordero empezó a balar y a revolverse para librarse de las correas.
– Por el amor de Dios, ¿qué pretendéis? – Johann agarró al médico por el brazo.
– Si quieres que tu amigo tenga una mínima oportunidad, déjame hacer mi trabajo – dijo Leonardus, dirigiéndole una mirada férrea.
El médico apestaba a matarratas y tenía los ojos enrojecidos, pero miraba a Johann con determinación.
El hombre está ayudando. Supuestamente.
Johann lo soltó, retrocedió un paso y le sujetó nuevamente la cabeza de su amigo.
Leonardus hizo un gesto imperceptible de asentimiento, asió un cuchillo y le esquiló hábilmente una parte del cuello al cordero. Luego ató con una cuerda la cabeza del nervioso animal al brazo del prusiano y, con una serie de cortes firmes, extrajo la arteria carótida del cordero sin dañarla. Los balidos se transformaron en chillidos y a todos los presentes se les heló el corazón.
A todos menos al médico, que actuaba con la misma tranquilidad con que escucharía una sinfonía. Cogió con mucho cuidado un estuche de madera, decorada con una magnífica obra de taracea, y lo abrió.
Johann se inclinó y echó un vistazo en el interior. El estuche estaba forrado con terciopelo rojo y contenía unas tijeras de plata, varias cánulas de metal y otras tantas de cristal, y un utensilio que no conocía.
Tuvo un mal presentimiento. ¿Debía intervenir para evitar que aquel presunto charlatán hiciera prácticas milagrosas con su amigo? ¿O era mejor dejarlo continuar?
Tus sentidos te revelan lo que tu mente no es capaz de comprender.
Las sabias palabras del abad Bernardin le vinieron a la memoria. Johann cerró un instante los ojos y escuchó en su interior. ¿Qué haría el prusiano en su lugar?
Todo lo que fuera necesario para que continuaras vivo.
Abrió los ojos; había tomado una decisión.
El médico ya había sacado los instrumentos del estuche y los había colocado sobre la mesa en un orden que sólo él comprendía, pero parecía dudar.
«No lo hagas – pensó Johann— mantén la cabeza clara».
Va a hacerlo.
Leonardus cogió la jarra de barro y bebió otro buen trago de vino. Satisfecho, le guiñó un ojo a Johann, volvió a dejar la jarra, asió las tijeras curvas y le cortó carótida al cordero.
Los chillidos del animal cesaron de golpe. Cerró los ojos, pero siguió respirando. El médico cogió la cánula de cristal, que en un extremo tenía un tubo fino hecho de intestino, la introdujo en la arteria y la anudó.
Johann y los demás observaban fascinados.
El médico cogió entonces el escalpelo y le practicó al prusiano un corte de tres dedos de largo en el antebrazo, lo abrió y, con las tijeras curvas, le cortó también una vena, en la que introdujo otra cánula de cristal idéntica a la anterior. Entonces abrió la espita de la cánula que había introducido en el cuello del cordero, y un chorrito de sangre fluyó por el tubo. Leonardus extrajo el tubo de la cánula del prusiano e introdujo el que estaba lleno de sangre de cordero.
Se quedó quieto un momento, contemplando su obra de arte con orgullo.
–¡La transfusión está en marcha! – anunció triunfal.
Miró a los presentes, pero no le respondieron, todos observaban sin pestañear al prusiano, que parecía más muerto que vivo.
Leonardus se encogió de hombros y empezó a contar en voz baja.
De repente, el prusiano respiró agitadamente, su cara se tiñó de rojo y la frente se le empapó de sudor. Luego abrió los ojos y miró a su alrededor con cara de pánico.
–¿Johann? ¿Dónde estamos? ¿Dónde…? – Intentó levantarse, pero las correas de cuero se lo impidieron—. Johann, me baja por la espalda… – Su cara se desfiguró por el dolor.
–¡Ayudadle! – gritó Johann, sin entender el sentido de las palabras de su amigo.