Czytaj książkę: «Los días ciegos»

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Primera edición: agosto de 2020

Segunda edición: enero de 2022

© 2020, Raúl Alonso Alemany

Ediciones de El Porquero de Agamenón

elporquerodeagamenon@hotmail.com @losdiasciegos

Editado por BubbleBooks Editorial

www.bubblebooks.es editorial@bubblebooks.es

ISBN: 978-84-122982-2-2

Diseño de cubierta e interiores:

Grafime

Corrección del texto:

Chiara Ferronato y Merche Bermúdez

Texto de contracubierta:

Oriol Gálvez

Imagen de la cubierta:

Oriol Gálvez

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright,

la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico,

telepático o electrónico –incluyendo las fotocopias y la difusión a través de internet– y

la distribución de ejemplares de este libro mediante alquiler o préstamos públicos.A familiares y a amigos.

A los que son, a los que fueron.

El infierno de los vivos no es algo que será.

Las ciudades invisibles,

ITALO CALVINO

Y oculta en las noticias, la muerte de un poeta,

un cuerpo suspendido entre el cielo y el suelo.

Entre aquella tarde y hoy está toda mi vida:

nostalgia de posibilidades coaguladas.

Goytisolo, 19 de marzo, ORIOL GÁLVEZ

Índice

Primera parte El Aeropuerto Internacional de Sheremetievo

Segunda parte Los días ciegos

Tercera parte El final de todas las historias

Primera parte

EL AEROPUERTO INTERNACIONAL

DE SHEREMETIEVO

1

El día en que le dije a la mujer a la que amaba que quería quedarme el resto de mi vida a su lado, pasé toda la noche en el aeropuerto internacional de Sheremetievo. Fuera nevaba. Doce grados bajo cero. Doce horas esperando el próximo avión, una por cada mes que había durado mi relación con ella. La madre de la mujer a la que amaba me había anunciado que aquel no sería un buen día para mí. Decía que lo ponía en el horóscopo, que lo afirmaba mi carta astral. Aunque a mí el horóscopo y las cartas astrales siempre me han parecido una estupidez, un no aceptar las consecuencias, un ejercicio injustificado de fatalismo y cobardía: el destino son tus pasos.

En un momento dado, desvié la mirada (tumbado como estaba en un banco de color marrón, mirando al techo y masticando mi mala suerte) y me topé con un hombre de andares torpes que no dejaba de hablarme en ruso. De fondo, en plena Rusia, en el hilo musical sonaba Pobre diablo. Una canción que Julio Iglesias escribió en 1978, el año en que nací, el año en que el Vaticano eligió a dos papas con el mismo nombre y el año en que llegó al mundo la primer bebé probeta. Se llamó Louise Brown y con el tiempo se convirtió en una mujer algo gorda que se casó con un hombre completamente calvo y vivió felizmente, decía, en una ciudad del sur de Inglaterra donde había un muelle, dos puentes y varios mendigos que se refugiaban del frío en bibliotecas públicas.

Aquel día, me había declarado a Masha en ruso, español, inglés… Uno puede hacer el ridículo de muchas maneras y en diversos idiomas. Pero la respuesta que quería no me la dio ella, la respuesta me la dio aquel tipo flaco de andares torpes y pelo lacio en un lenguaje universal, en una gramática de gestos compartida. Y es que el hombre se acercó más a mí con su torpe balanceo, parloteó, se calló y exhaló sobre mi rostro un inconfundible hedor a vodka.

Pobre diablo, pensé.

Y fuera siguió nevando.

Me levanté del banco y caminé por los pasillos relucientes del aero­puerto intentando escapar de aquella verdad revelada. Eran las dos de la madrugada y unos guardias armados con ametralladoras y vestidos con trajes de camuflaje me miraron pasar perdonándome la vida. Era como si supieran lo que había hecho y se apiadaran de mí.

Todas las miradas hablaron de mí.

Bajé a la planta -1 para ir al lavabo y refrescarme con un poco de agua. Quería quitarme esa sensación de suciedad que me manchó todo el cuerpo y de la que no me he deshecho tanto tiempo después, cuando regresa el recuerdo. Seguí vagando por el aeropuerto durante horas, intentando huir dealgo que llevaba pegado a mí como un mal olor que surge de tu propio cuerpo. La gente dormía en los bancos o en el suelo, apoyados en sus maletas aún sin facturar. Ufanos por ahorrarse una noche de hotel, pensé. Empleados de cafeterías veinticuatro horas hablaban entre sí en un idioma incomprensible, gritaban o se reían con la misma naturalidad con la que podían estar callados. De la tristeza de aquellos momentos, recuerdo sobre todo esa indiferencia.

Todas las indiferencias hablaron de mí.

Me detuve ante los paneles que anunciaban vuelos que aún tardarían horas en partir. Miré los diversos destinos. Decenas de ciudades por visitar. Mundos que conocer y gente a la que olvidar. Lo sabía. Pero yo, pensé, ya había completado el viaje para el que había estado esperando toda mi vida, ya me había vaciado. Había viajado a Moscú en pleno invierno para decirle a la mujer a la que amaba que la quería, que se casara conmigo, que era posible un final de cuento. «El abuelo Davidka viajó hasta Rusia para decirle a la abuela que la quería. Y fuera nevaba», contarían nuestros nietos. Volé hasta Moscú para que todo tuviera un sentido.

Todos los finales hablarían de mí.

Cuando le pedí a Masha que pasara el resto de su vida conmigo, en un callejón oscuro y nevado de Moscú, ella no me respondió. Aunque ¿acaso no fue eso una respuesta? Debo reconocerle que me lo había advertido:

—Hoy no es un buen día para que me pidas que me case contigo… Tú eres Virgo. Y los astros no son favorables.

—Pero yo te quiero —le contesté.

—No es un buen día, David. Yo no soy buena. Mejor que no lo hagas —me respondió ella en un lugar indeterminado entre la tranquilidad y el nerviosismo, con un acento ruso e infantil.

Sin embargo, yo siempre me he creído más importante que los astros, al menos en lo que hace referencia a mi vida. ¿Quiénes eran los astros para decirme a mí lo que podía o lo que no podía hacer? ¿Acaso sabían ellos cómo amaba a esa mujer? Hubiera renunciado a todas las palabras (a las mías y a las de otros) por que me dijera que sí.

Tiempo después, llegué a pensar que en esas horas que pasé caminando como un alma en pena por los pasillos del aeropuerto de Moscú estaba la historia de mi vida. Porque toda mi vida fue la que me condujo a aquella noche y a lo que sucedió después. Porque ese es un pensamiento lógico y primario, y entonces pensaba en la vida como algo lógico y primario, de dos más dos, del sol sale por la mañana, de la luna rige las mareas.

Esas cosas.

El ensayista belga Amosz von Zondervan, que era un tipo bajito, moreno y gran aficionado a la ornitología, escribió en su libro La soledad de la línea paralela que si Einstein hubiera muerto hurgándose la nariz o masturbándose justo después de haber formulado la ley de la relatividad, podría haberse dicho que la ley de la relatividad le había conducido a hurgarse o masturbarse. Porque cualquier final parece tener un sentido por el mero hecho de serlo.

Pero eso solo es un consuelo.

Y escribir y contar las cosas es un modo de averiguar por qué se escriben o se cuentan cosas.

Según decía el mismo Von Zondervan, quizá sería mejor regalarles rosas a desconocidas, investigar qué utilidad tienen los alicates de cigüeña o coger uno de esos aviones que van a todas partes. Para él, escribir era un modo heroico y testarudo de decir que todo ha de tener un final, que se le ha de buscar un orden al caos en el que se vive para poder entenderlo. Pero tal vez lo realmente trascendental (y aquí recogía la idea del novelista húngaro Fülöp Kemény en su cuento Lo esperado) sea aceptar que no hay nada que entender.

«No hay nada que decir» es el mejor principio para cualquier historia.

Sin embargo, por aquel entonces, yo no había leído a Amosz von Zondervan y no tenía ni idea de quién diantre era Fülöp Kemény.

Poco después de aquella noche que pasé en Sheremetievo, mi comportamiento fue mucho más primario: empecé a mirar el horóscopo. Consultaba en varios periódicos lo que se decía cada día sobre mí, más bien acerca de todos los seres humanos que tenían mi signo, que nacieron entre una fecha y otra del calendario. Cuando acertaban, empezaba a pensar que la madre de Masha tal vez no estuviera tan equivocada como yo había creído. Aunque su pronóstico fue un poco más elaborado y científico que leer algo en un periódico: se basaba también en el año de mi nacimiento y en la fecha en que mis padres llegaron a este mundo.

En definitiva, empecé a leer el horóscopo cada día porque necesitaba una respuesta y porque, francamente, era un imbécil.

Lo hacía por la noche, los periódicos suelen publicarlo en cuanto cambia el día. Así pues, a medianoche, estuviera donde estuviera (solo, en compañía, en mi casa o en el banco de un parque) me lanzaba sobre mi teléfono y leía lo que se nos avecinaba.

Intentaba leerlo con distancia, como si temiera que alguien pudiera estar espiándome desde una esquina para burlarse de mí. ¿Cómo la posición de una estrella va a poder modificar nuestro comportamiento? Era ridículo, lo sabía, pero yo lo leía porque sentía que lo irrebatible del horóscopo (querido virgo: no podías hacer otra cosa, no se puede luchar contra los astros y el destino, lo hiciste bien, amigo) justificaría mi incontestable fracaso en el amor aquella noche de Moscú y buena parte de lo que sucedió después.

Lo que me resultaba más indignante en aquellos días era que mi signo casi siempre salía desfavorecido en el campo que a mí me preocupaba. No encontré un solo día en el que quien redactaba esas cuatro líneas para el periódico dijera: «En el amor te va a ir muy bien. Hoy sí que puedes pedirle a la chica rusa de la que te enamoraste que se case contigo. Te dirá que sí. A por ella, fenómeno».

Otra cosa que me molestaba muchísimo era que el horóscopo de Masha (porque también miraba el suyo) siempre era muy positivo en esos aspectos. Decía cosas como: «Te sentirás activa sexualmente. Estás en racha. Disfruta de tu pareja». Aquello me parecía desproporcionado y cruel.

Pero supongo que la vida es desproporcionada y cruel.

Me obsesioné con esa idea hasta un límite insospechado. Llegué a hacer mis averiguaciones y creí dar con cómo funcionaba todo aquel sistema. Indagué e indagué hasta que di con una página de Internet que revelaba algo sorprendente: al parecer, había una empresa que se dedicaba a redactar los horóscopos y que distribuía sus servicios por diferentes partes del continente y ciertas zonas de América. Según esta teoría, la empresa era una suerte de gabinete astrológico que cada noche enviaba las predicciones a los diferentes periódicos, con pequeñas y singulares variaciones en función del territorio y de las necesidades de la población.

Incluso un tal Pedro Descubridor X23 decía que detrás de la compañía estaban los centros de poder del mundo occidental, que de aquel modo controlaban los deseos e impulsos de la población. Lo que te hace libre te vuelve esclavo, sentenciaba Pedro Descubridor X23 en su alegato final.

Tras más indagaciones y saltos en la Red, llegué a un enlace que facilitaba la dirección de la agencia, que aún conservo apuntada en un papel, dentro de un sobre marrón donde guardo una serie de facturas.

Me planteé que, si iba a verlos un día y les exponía mis razones, tal vez mi suerte comenzara a cambiar.

Y es que es más que probable que tendamos a mirar las cosas en la dirección equivocada. Siempre se actúa en función de la expectativa, quiero decir que primero es el pronóstico y después la realidad. Pero tal vez sea al revés. Igual que primero viene el arte, y más tarde, la vida.

Por eso pensé que si el todopoderoso gabinete hubiera dicho en algún momento: «Hoy, querido amigo virgo, es un buen día para la compra de judías pintas», pues entonces un ejército de los virgos de este mundo hubiera ido directamente al supermercado más cercano y hubieran arrasado con ellas. Y así todo se hubiera arreglado si alguien hubiera escrito en el horóscopo una nota tan simple como esta:

Querida amiga capricornio, si eres rusa, tu nombre empieza por M y tienes los ojos azules, hoy es el día ideal para replantearte tu pasado y decirle al hombre virgo que te pidió matrimonio hace unos meses que, pensándolo mejor, sí que quieres quedarte con él.

Todo eso llegó a formar parte de mi plan, del plan de un hombre imbécil y ridículo que perseguía una obsesión porque temía que no todo tuviera un final. Era mi hoja de ruta, esa misma que se fue pudriendo con el tiempo, como las predicciones de los horóscopos, los recuerdos y todo aquello que amas o detestas.

2

Mi padre era un lugar perdido en su mente. Un montón de recuerdos destruidos por una proteína que se adhería a sus neuronas y una vida borrada que aún respiraba.

Mi padre era alzhéimer.

La noche del aeropuerto internacional de Sheremetievo, quise hablar con él y pedirle una explicación. Tal vez él pudiera aclararme por qué su único hijo estaba vagando solo por los pasillos de un lugar tan impersonal tras decirle a una mujer que la quería para siempre, para toda la vida.

Me senté en una sala llena de pantallas y observé mi teléfono móvil.

Con esa nube confusa en mi cabeza que mezclaba los ojos azules de Masha (en los que podía ver el mar) y el olor a lejía de la madrugada, busqué su número en la agenda. Lo busqué por la «P». Por la «P» de «progenitor». Porque mi padre siempre se consideró más bien eso: un progenitor, que es parecido, pero no es igual.

Cuando empecé a marcar su número, no solo olvidé que mi padre ya no sabía responder al sonido de un teléfono, que nisiquiera era capaz de identificarlo, sino que tampoco recordé que nunca había tenido la suficiente confianza con él como para pedirle una explicación o un consejo. Me convertí en un lugar común. Fui como un acto reflejo o un consejo de galleta de la suerte: «Uno siempre debe escuchar la voz de la experiencia».

Así pues, si tiempo después busqué una respuesta en las páginas de los periódicos que hablaban de astros y horóscopos, o en la vida y las palabras de gente a la que apenas conocía, aquella noche mi primer impulso fue buscarla en el origen de todo mal y todo bien: en el padre.

Porque eso dicen y eso se hace.

Cuando presioné el botón de llamada, una sucesión de números, algoritmos y ondas se puso en funcionamiento a través del espacio para que yo pudiera entender qué hacía allí esa noche, fracasado mi gran viaje de amor.

Sin embargo, toda la ciencia del mundo aún no es capaz de hacer que cuando las neuronas de un padre se mueren tenga sentido marcar un número que ya no responde. Digan lo que digan los lugares comunes o los consejos de mercadillo. «El teléfono marcado no existe o está fuera de cobertura». Esa fue la respuesta. Y supongo que así era, porque, efectiva e irónicamente, mi padre estaba fuera de cobertura. Y puede que en cierto modo ya no existiera.

Al colgar el teléfono, miré a mi alrededor: en otro banco de madera, vi a una pareja. Supuse que también ellos esperaban a que un avión los llevara bien lejos cuando amaneciera; tal vez también habían perdido su vuelo. La chica dormitaba sobre el regazo del hombre, que le acariciaba el cabello moreno y largo que caía sobre las rodillas de él como en una cascada de un cuento de princesas y dragones.

Eso pensé, con esas palabras resonando en mi cabeza: cuento, princesas, cascadas, dragones.

Enseguida empecé a fabular sobre quiénes serían y qué estaría haciendo allí aquella noche. Al cabo de nada, ya estaba preguntándome cuál sería su papel en mi gran historia de amor. Tal vez la chica se despertaría en cualquier momento y me contaría una anécdota inspiradora y hermosa: algo que yo pudiera interpretar a favor de mi historia de amor.

El hombre siguió acariciándole el cabello a lo que yo supuse que era su amante, el amor de su vida, su viaje a Moscú, a pesar de la diferencia de edad que fui notando a medida en que me fijé en las arrugas que cercaban los ojos del hombre y en la piel tersa y joven de la chica. Cuando uno acerca el foco, acaba descubriendo esa clase de imperfecciones que convierten los cuentos de hadas en noches solitarias en un aeropuerto nevado.

De repente, reparé en que el tipo empezaba a deslizar la mano derecha por el muslo de la chica de una forma grosera, y con ese gesto abandonó de súbito mi imaginada fábula de Perrault para convertir su historia en una chusca escena de unapelícula de Tinto Brass.

El tipo llevaba un traje de color gris, por lo que recuerdo. Y me hubiera encantado que vistiera un sombrero de ala ancha, pero lo más parecido a aquello era un maletín de color negro con dos cerraduras plateadas. Me gustó ese objeto, pues le acercaba a mi idea de hombre de negocios de película de los años cincuenta, categoría que le había conferido en mi imaginación.

El hombre sonreía y la chica dormía.

Desde fuera, parecían en una comunión perfecta.

Sin embargo, cuando el tipo levantó la mirada del cuerpo de la chica y se topó con mis ojos, no noté ni por un instante que sintiera el impulso de dejar de acariciarla: fue incluso más impúdico y arrastró las manazas peludas por las piernas de la chica.

Entonces sucedió su sonrisa, que no tenía dientes amarillos ni restos de comida o de nicotina entre ellos, tal y como yo había empezado a imaginar. Me pareció que me susurraba algo que no entendí.

A cinco metros de distancia, la chica de la melena de cuento abrió los ojos y despertó al día en que yo le había pedido a Masha que se quedara conmigo para siempre. Se estremeció por un momento, protegida del frío y del viento por unas cristaleras inmensas y un anorak de colores; convertida de súbito en una jovencita acariciada por un cincuentón en la noche del aeropuerto internacional de Sheremetievo.

Observé que se incorporaba ligeramente sin que el tipo apartara la mano peluda de su cuerpo. Miró a su alrededor cerrando y abriendo los ojos varias veces, hasta que volvió a enterrar su cabeza en el regazo del hombre para quedarse dormida.

Me levanté del banco y sentí que la caricia de aquel tipo sobre el muslo de la chica y su sonrisa impúdica me perseguían por los pasillos del aeropuerto burlándose de mi vano romanticismo.

Al cabo de un rato de vagar por los pasillos, sentí un picor recorriendo mi cuerpo y me detuve ante uno de los muchos carteles escritos en cirílico que poblaban el aeropuerto. Intenté entender algo de sus letras negras sobre fondo amarillo y, finalmente, derrotado denuevo por la realidad y el abandono, caminé rumiando sombras hacia la zona donde había dejado mi maleta.

3

Mi padre se casó con mi madre cuando tenía cuarenta y tres años. Ella tenía veinte. Mi padre tenía un maletín negro con unas cerraduras de color plateado en el que guardaba documentos, facturas y una lupa de color beis. Ella tenía una melena de color caoba que le caía sobre unos hombros apenas esculpidos en fotografías en blanco y negro: en un baile, en el día de su boda, en su luna de miel. Mi padre solía llegar muy tarde a casa. Ella lo esperaba despierta, recostada en el sofá, con dos lunares en la frente y la cena preparada.

Eso es lo que yo recordaba.

Tal vez por eso volví a sentir el impulso de llamar a mi padre y pedirle una explicación, porque aquella noche todo el aeropuerto hablaba de mí, con su gente y las ausencias. Porque pensé que la chica de la melena podía haber sido mi madre y porque el hombre sin sombrero de ala ancha me recordó a él.

Una de las últimas veces que hablé con mi padre, antes de que se convirtiera en alzhéimer y ya fuera tarde para todo, estaba recostado en una cama de un hospital. Hacía unas semanas había sufrido un ictus. Tenía el pelo desgreñado, la barba mal afeitada y un pijama azul que dejaba ver debajo unos calzoncillos de rayas moradas. Unas zapatillas de felpa, de cuadros y algo raídas, completaban su puesta en escena.

Aquel día, apoyado en su debilidad, aproveché para pedirle una explicación. No sobre algo en concreto, sino sobre toda su vida. No quería que me explicara por qué desaparecía de casa durante días, semanas e incluso meses. No quería que me explicara por qué se cruzó en la vida de mi madre cuando ella era una cría y él era un adulto al que le empezaba a asomar la vejez; cuando ella tenía futuro, y él solo, pasado. Lo que yo quería era que me lo explicara todo.

Y mi padre comenzó a hablar.

Tal vez se sentía morir y por eso me contó cosas que nadie más sabía, dijo. Me habló de cuando cuidaba a las vacas en el pueblo y apedreaba a los gatos y a los perros por el mero placer del sufrimiento ajeno. Me habló de la primera vez que tuvo sexo, en la parte de atrás de una casa abandonada, entre la hierba y el barro de un día de primavera, con una mujer de la que conservaba una foto en la que ella montaba a caballo; él sujetaba las bridas y sonreía a la cámara fotográfica de un hombre que había muerto hacía décadas.

Ese día me habló de la primera vez que robó dinero a sus hermanos y a su madre, de los días que su padre pasaba en el hospital sin que nadie lo fuera a ver. Me habló del hambre de la posguerra y de que un hombre sabe que en tales condiciones no tiene amigos, de que la guerra nunca acaba, porque los chicos buenos siempre pierden.

Me habló de que él también fue la letra de una canción.

Mientras hablaba sin parar, pensé que jamás le había oído pronunciar tantas palabras juntas. Mi padre no hablaba por no molestar, o eso creía yo. El rostro se le había ido afilando con los años; la nariz se le había puesto aguileña, novelesca, y los dientes ya no eran suyos. Seguía teniendo los mismos pelos largos y negros en la nariz, y tiraba de ellos como si no le importara lo más mínimo disgustar a los demás: mi padre se había criado en la guerra, cuando los niños jugaban con piedras, pedos y torturando animales. Y en la guerra no hay tiempo para ser exquisito; en la guerra uno se tira pedos, apedrea a lo que se le cruza en el camino, tortura y se arranca de cuajo los pelos de la nariz.

La vida es así, dijo papá.

Mi padre se llamaba Julián y tenía los ojos grises. Tras sufrir el ictus no veía por el lado derecho, se colocaba el periódico muy cerca de los ojos y leía solo una parte del titular. Al principio, la gente se lo decía, pero luego lo dejaba estar, porque algo en su mente se había roto y ya era incapaz de entender ese tipo de simetrías.

Aquel día en el hospital también él se repitió más de una vez, y siguió hablando y hablando, aunque cada poco preguntaba por mi madre, ahora que ya no desaparecía durante días, semanas o meses. Poco a poco, estaba convirtiéndose en otro: en quien acompaña a su mujer al mercado, saca a pasear al perro a mediodía, espera pacientemente que el domingo por la tarde acabe de una puta vez y acepta la derrota.

Me habló de cuando abandonó el pueblo, de que su madre no lloró al verlo marchar (porque llega un punto en que las mujeres de la guerra ya no lloran), de que se despidió de su padre con un gesto de la cabeza, de que mi abuelo le dijo que cuidara de sus hermanos y de que él incumplió muchas veces su promesa. Me contó cómo llegó a Barcelona tras un viaje interminable por carretera, en un autobús viejo y atravesando un país en ruinas. Me dijo que no fue el único y que llegó con una maleta de cartón, con una mano delante y otra detrás.

En un momento dado, mi padre interrumpió su narración e hizo un gesto para que corriera la cortina que separaba su cama de la de sus dos compañeros de habitación, como si aquel trozo de tela fuera toda la privacidad que un hombre necesitara después de ochenta años en el mundo. Sus compañeros me miraron con ojos tristes cuando me levanté de la silla para obedecerle. Al ponerme en pie, la distancia entre mi salud y su enfermedad se hizo aún más evidente: nos separaban cincuenta años de vida, pero entre nosotros se había abierto un abismo humillante. Era como si el mero hecho del paso del tiempo les hubiera arrebatado su condición de hombres: eran ancianos, viejos, abuelos, pero ya no hombres.

Aquel pensamiento me estremeció, la vida me estremeció.

Me observaron con pasividad: como si una cámara lenta los rodara en silencio. Todos. Desde un anciano peinado con brillantina y que olía a colonia barata y sudor, pero que intentaba mantener su antigua compostura con un batín de color rojo y un pañuelo de topos que sobresalía del bolsillo de su pijama, hasta una mujer menuda y encorvada que acompañaba a su cuñado, un hombre alto, pálido y con gafas de concha que dormitaba en la otra cama. Al observarlos a los tres, sus caras arrugadas, los pañales debajo de su ropa, su evidente confusión, pensé que aquella habitación era una suerte de sala de espera del juicio final: un lugar previo a la muerte.

Mi padre volvió a hacerme el gesto de que corriera la cortina, pero ya no era una petición, sino una orden, como si lo que estaba a punto de contarme le devolviera la autoridad que había perdido por culpa del derrame cerebral y la vejez. Me apresuraba a obedecer cuando el hombre del batín interrumpió mi gesto, sentado en una silla delante de su cama:

—¿Le gusta a usted la poesía, joven? —me preguntó.

Mi padre resopló, quizá porque no podía lanzarle una mirada de reproche a aquel viejo molesto, pues el rincón en el que le quedaba era para él un ángulo muerto.

—No me disgusta —contesté.

—¿Conoce usted a Espronceda? ¿La canción del pirata? —insistió el viejo, animado.

Y sin darme tiempo a contestar empezó a recitar con voz engolada y cerrando los ojos:

—Por cien cañones por banda, viento en popa a toda vela, no corta el mar, sino vuela, un barco benjamín…

—¡Un velero bergantín; no un «barco benjamín», hombre! —le corrigió mi padre, que soltó una risotada.

El anciano del batín se quedó callado. Asintió como si aceptara de buen grado la corrección de mi padre, pero no siguió: dejó los versos en el aire. Con el pañuelo de topos se frotó los ojos por debajo de las gafas. Mi padre, como si le quitara el juguete a otro niño, siguió recitando a voz en grito ese poema incrustado en su memoria:

—Qué es mi barco: mi tesoro; qué es mi dios: la libertad; mi ley, la fuerza y el viento, mi única patria, la mar.

Luego se hizo un silencio que solo rompió la sonrisa sin sonidos de mi padre. Todos se miraron entre sí y fingieron un vago sonreír, como si no les importara lo que estaba sucediendo en aquella habitación y no entendieran que competían entre sí por averiguar quién de entre todos ellos estaba menos decrépito, conservaba mejor los recuerdos y merecía otra oportunidad en esa antesala de la muerte.

—El señor Jorge escribía sus propias poesías, ¿verdad? —intervino de repente la cuñada del hombre de gafas de concha—. Tiene unas poesías muy bonitas dedicadas a su mujer.

El rostro del señor Jorge recuperó algo del prestigio perdidotras confundir un velero bergantín con un barco benjamín. Sí, efectivamente, él escribía poemas para su esposa, para su Rosa María, nos dijo.

—¿Quiere usted oír una de mis poesías? —me preguntó el anciano.

Mi padre hizo de nuevo un gesto con la mano, para que corriera las cortinas, pero yo decidí darle una oportunidad al poema del anciano, incómodo por la altivez de mi padre, en la cual intuí reconocer la mía. Fue de las primeras veces que le desautoricé, y eso me hizo sentir bien y mal al mismo tiempo, libre y triste por la misma cosa.

El anciano recitó:

—Era un día de primavera soleado, me encontraba yo desamparado. Las flores se marchitaban, los pétalos no me querían, mi amor se marchaba, y yo allí, y mis sentimientos me confundían. Y entonces apareciste tú, mi Rosa María; apareciste tú y todo fue una repentina e inmensa alegría.

La mujer pequeña aplaudió y exclamó que el señor Jorge era todo un artista, el hombre tendido en la cama no movió ni un músculo, mi padre resopló, el poeta asintió con satisfacción, yo sonreí y fuera de la habitación se oyó el correr de los carritos de las enfermeras que pasaban a esa hora de la tarde a cambiar los pañales de los enfermos.

Mi padre, que se olió el momento, volvió a decirme que corriera la cortina y esta vez obedecí.

Como si se le acabara el tiempo, me contó en tropel que llegó a la estación y que no tuvo adónde ir, que anduvo por las calles de la gran ciudad buscando una pensión que le recomendó el Foroso, el primero del pueblo en emigrar a Barcelona. Me contó que se «pateó» las calles hasta conseguir un trabajo, que no ascendió, que no fue honesto, que recibió a aquellos de sus hermanos que siguieron sus pasos escapando del hambre, que fue operario en una fábrica, camarero en un cine, chico de los recados en un banco… Me susurró que conoció iglesias, burdeles y campos de fútbol. Me dijo que se cansó de la mala vida y se hizo viajante, que vendía escobas y fregonas a quien no tenía suelo que barrer o pasillos que fregar. Me contó que conoció a mi madre. Me contó que la invitó a bailar, que se casaron y que quiso ser feliz aunque ya no le importaba.

Afuera de la habitación se oyó más cercano el rodar del carrito con los pañales, la carcajada de una enfermera y la tos de un paciente sin nombre, solo síntomas: hombre que tose y escupe flemas con sangre en la habitación 306.

Mi padre me contó que empezamos a nacer, mi hermana y yo. Los que sobrevivimos y los que no, dijo. Y yo no entendí. Me contó que se cansó de querer ser feliz y que tuvo que robar a su familia para poder seguir adelante. Me contó que se iba de casa, pero que siempre volvía. Me dijo que conoció a otras mujeres y que hay cosas que no debía saber nadie más. Me confesó que se iba bien lejos y que cada vez tardaba más en volver: porque viajaba y tenía que completar otras vidas.

Me contó que uno se vuelve indiscreto cuando la mentira es ya una rutina y que no le importó. Papá me dijo que por la boca muere el pez y que solo se vive una vez. Me dijo que fue otros hombres en otros lugares y en la misma ciudad, mientras yo iba al colegio, sus hermanos le dejaban dinero y mi madre se recostaba en el sofá, con dos lunares en la frente y la cena preparada. Me contó que un día volvió a casa, lloró y se quedó para toda la vida: esperando la hora de cenar y que pasara el tiempo.

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