Czytaj książkę: «Alguien que te quiera con todas tus heridas»

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© Círculo de Tiza
Para Dahvi,

Prólogo

Hay una tendencia hacia un tipo de refinado pesimismo que abarca buena parte del ánimo colectivo. O eso parece sugerir la proliferación de libros, series y películas que analizan los dilemas existenciales desde la melancolía dolorosa. Por supuesto, no es un tema reciente ni mucho menos novedoso: ya Gustave Flaubert comentaba en 1851 que «la tristeza es mejor compañera que la alegría forzada». Pero en la actualidad, esa notoria reflexión sobre el sufrimiento privado alcanza una nueva dimensión y quizás un lustre artístico desconocido. La tristeza se celebra, no se esconde. Y eso tiene sus implicaciones.

Algo semejante debió pensar el escritor y showrunner Raphael Bob-Waksberg (creador del ya icónico BoJack Horseman) cuando comenzó a recopilar los relatos de su libro Alguien que te quiera con todas tus heridas. Cada una de las historias es un recorrido por el dolor emocional mo­­derno, que además Bob-Waksberg mezcla con una dosis de humor sardónico. El resultado es una compilación rica y variada de cuentos que abarcan lo que es, sin duda, un tránsito entre la juventud y la adultez, las grietas de la sen­­sibilidad artística y, también, el agobio de la indivi­­dua­­lidad contemporánea. Todo bajo la notoria concepción del bien y el mal como hechos volubles de la naturaleza humana.

Bob-Waksberg no es filósofo ni pretende serlo. De he­­cho, Alguien que te quiera con todas tus heridas tiene todo el ritmo singular de un experimento narrativo que en ocasio­­nes tiene puntos más bajos y otros de extraordinaria belleza. Entre ambas cosas, esta mezcla de poemas, cuentos y fra­­gmentos de ensayos que el escritor recopiló durante años —y que una década atrás casi fueron el imprevisible obse­­quio a una mujer— es algo más que una mirada al mundo intelectual de un hombre con cientos de referencias dis­­tintas. Es un desgarrador diálogo interno, pero también una gran reflexión burlona sobre una época obsesionada con la visibilidad que a la vez intenta evitar mirar su pro­­pio sufrimiento demasiado de cerca. Con la misma ternura rota y afligida de la maravillosa serie animada de Netflix, Alguien que te quiera con todas tus heridas es un recorrido por todo tipo de lugares imaginarios que el escritor une bajo un único cariz: «Busco en el dolor algo más profundo que la belleza. También el dolor tiene sus matices de pura rebeldía» escribe, y es esa línea la que traza una hoja de ruta a través de todos los escenarios que Bob-Waksberg imagina para elaborar una percepción profunda sobre la vida, el futuro y su propia mente caótica.

En el libro hay mucho humor, algo que se agradece en mitad de los largos monólogos existencialistas de los personajes, que meditan sobre sus desgracias, esperanzas y terrores desde una mezcla afortunada entre la ciencia ficción y la realidad descarnada. Para Bob-Waksberg es de enorme importancia que el paisaje surrealista de su imaginación se entrelace con una percepción extravagante de la realidad. Hay algo conmovedor en la forma en que el escritor dota de sensibilidad a discusiones sobre el es­­pacio profundo, primeras citas curiosas y postales atem­­porales, un recurso que Bob-Waksberg, veterano en la reflexión sobre el existencialismo silencioso, utiliza para brindar tridimensionalidad a su grupo de afligidos perso­­najes. Una y otra vez, el escritor describe situaciones en apariencia cotidianas, entremezcladas con lo absurdo o lo directamente caótico. Al final, cada cuento tiene una con­­clusión de puro asombro o una deliciosa búsqueda de un sentido alternativo al obvio.

Como libro debut, Alguien que te quiera con todas tus heridas tiene el gozoso sentido de la experimentación de un texto que nació sin otro objetivo que armar un mapa de piezas sueltas que reflejen su trayecto intelectual. En cada relato hay pistas sutiles sobre la forma que en Bob-Waksberg analiza el dolor, el miedo y el sufrimiento. Hay muy poca vanidad en este recorrido a veces accidentado por escenas reales y dimensiones destartaladas, unidas am­­bas por un vínculo de pura sensibilidad. Desde descrip­­ciones detalladas de citas con todo el aire de una imagen televisiva estática hasta las narraciones formidables de latas que contienen una interminable colección de ser­­pientes, el libro se sostiene sobre la imposibilidad. Lo hace, además, con una elegancia que el escritor utiliza para elaborar quizás varios de los nudos más desconcer­­tantes de su historia.

Pero, por supuesto, el cínico y pesimista creador de uno de los personajes emblemáticos de la nueva corriente del existencialismo televisivo tiene mucho más que mostrar como narrador que sorprendentes arcos narrativos. El libro tiene la singular capacidad de subvertir la tensión interna de cada relato y lo hace por la insistencia de Bob-Waksberg de encontrar significado en cierto aire onírico. «Es guapo, encantador y todo lo que decía ser en la web» comienza el libro. Se trata del monólogo interno de una mujer que acude a una cita a ciegas, luego de varias experiencias desagradables. Sentada a la mesa, la mujer sonríe y trata de no recordar todas las anteriores ocasiones en que alguien le obsequió una lata que, al abrirla, hizo saltar por los aires una serpiente con resorte. Espera, ¿qué? se pregunta el narrador, y de pronto todo el argu­­mento se entrecruza con una misteriosa combinación de esa imagen instantánea —todas las veces en que soportó el sobresalto amargo de una lata con una desagradable sorpresa en su interior— y el más mundano asunto de no permitirse otra relación fallida. Para Bob-Waksberg contar una historia no es un hilo único de hechos: es también la fantástica capacidad del relato para ir y venir a través de las expectativas, los lugares oscuros y más bri­­llantes de lo que desea contar. Y en Alguien que te quiera con todas tus heridas hay mucho de esa búsqueda pertinaz del significado oculto. Vulnerables, frágiles, feos y casi siempre desagradables, los personajes del escritor toman el rostro de la cotidianidad con una profundidad casi dolorosa.

El autor despliega una razonada percepción sobre lo moderno y también su inutilidad. No en vano, buena parte de los personajes pasan mucho tiempo en un análisis irónico de su vida, en mitad de angustias e inseguridades entre la autoconciencia y la indulgencia. Se burlan de sí mismos, se asombran por el tiempo que transcurre a su alrededor como un largo ciclo interminable. Pero también hay una agónica necesidad de brindar sentido al amor, la pena y la tragedia mínima. Entre tantas cosas, Bob-Waksberg trata de encontrar un equilibrio entre todas sus pequeñas grietas y dolores invisibles.

Lo mejor de este libro es su frescura y rebeldía: su autor no busca congraciarse con nadie y a lo largo de dieciocho historias deja bastante claro que tiene la confianza sufi­­ciente en su tono y manera de narrar como para tomar verdaderos riesgos narrativos. Hay monólogos intensos seguidos de cuentos muy cortos que luego se unen entre sí para elaborar una imagen engañosa sobre lo que somos, pero, sobre todo, la forma en que nuestra sociedad consumista y obsesionada con su arrogante petulancia se mira como objeto del deseo.

Claro está, Bob-Waksberg es un gran cínico y no deja de recordarlo. En «historias cortas» enumera todos los clichés y trampas de las relaciones actuales en cortísimos aforismos dignos de Twitter. Después, el escritor dedica tiempo y buen pulso a narrar «rituales matrimoniales». Hay perros parlanchines, repugnantes descripciones y mi­­radas cuidadosas a comportamientos amato­­rios en universos alternativos. Pero, al final, este libro es un gran recorrido por la sensibilidad contemporánea, enlazada con los temas favoritos de Bob-Waksberg y también con la ternura de su empatía emocional. Porque este autor que disfruta de los juegos de palabras esca­­to­­lógicos o que se burla de la fealdad de personajes es también un gran romántico. Entre el interés emocional y un humor retorcido, Alguien que te quiera con todas tus heridas se obsesiona por lo marginal, lo desagradable y lo grotesco, pero también lo que habita en la esperanza luminosa de lo simple. La combinación hace de este libro inclasificable un recorrido intelectual entre el sufrimiento invisible y algo más humano. Un improbable equilibrio que Bob-Waksberg logra con una misteriosa sensibilidad.

Aglaia Berlutti

Crónicas de la lectora devota

Bogotá, julio de 2019

La cita está yendo bien.

Es guapo, encantador

y todo lo que decía ser en la web.

Concluye que le gusta. Es la clase de tío que podrías presentar a tus amigos, se dice.

Al acabar la cena, él le sugiere que vayan a su casa. Abre una botella de vino y le sirve una copa. Le ofrece también una lata estrecha y alargada que tiene la tapa de goma: «¿Un anacardo circense salado?».

«¿Qué es un anacardo circense salado?», pregunta ella.

«Ábrelo», dice él. «Compruébalo tú misma».

Dirige la mirada a la lata. En la etiqueta se lee: La Compañía de Anacardos presenta —y en letras grandes y vistosas— LOS ANACARDOS CIRCENSES SALADOS; y luego, en letras más pequeñas, ¡DELICIOSOS! ¡SALADOS!, y luego, en letras aún más pequeñas: INGREDIENTES: ANACARDOS, SAL, y por el otro lado hay un dibujo de un hombre con un látigo —un domador—; todo el diseño de la lata tiene temática circense, y al domador le sale un bocadillo de la boca y dentro del bocadillo pone: ¡HOLA, AMIGOS! Disfrutad de estos anacardos circenses recién salados, cortesía de la Compañía de Anacardos. Han sido fabricados con los mejores ingredientes, combinados a la perfección, así que esta lata contiene exclusivamente los mejores anacardos circenses salados; te aseguro que no hay ninguna serpiente de mentira enroscada en un muelle que vaya a saltar y a asustarte cuando abras la tapa, si es eso lo que estás pensando. No, no; desecha ese pensamiento: aquí solo hay anacardos, te lo juro por Dios. Estoy siendo totalmente sincero. ¿Para qué iba a haber una serpiente aquí dentro? Menuda tontería. Mira: si abres esta lata y te salta a la cara una serpiente de broma, entonces te doy permiso para que no vuelvas a confiar en mí nunca más; pero ¿por qué ibas a dejar pasar la ocasión de comerte estos deliciosos anacardos salados solo porque hay una pequeñísima posibilidad de que todo esto sea una intrincada trampa para hacerte quedar como una idiota? Vale, veo que sigues sin abrir la lata. Y lo entiendo. Quizás lleves razón al ser cauta. Al fin y al cabo, ya te han engañado en el pasado. Tu corazón está agotado y repleto de cicatrices; lo han tratado muy mal y se ha ido desgastando con el tiempo. No eres ninguna tonta, y aun así sigues tropezándote una y otra vez con los trozos de tu maltrecho corazón; dejas que tus absurdas esperanzas vacías se lleven lo mejor de ti. Quizás todas las latas de anacardos escondan una serpiente de mentira, pero tú, ingenuamente, no dejas de abrirlas, porque en tu fuero interno sigues creyendo en los anacardos. Y cada vez que descubres la cruel mentira que se escondía en la lata de anacardos, te prometes que la próxima vez te vas a fiar un poquito menos, que te vas a abrir un poquito menos, que vas a ser un poco más dura. No merece la pena, te dices. Es que no la merece. Tú eres más lista que todo eso. De ahora en adelante, vas a ser más lista. Pues bien, estoy aquí yo para decirte que esta vez va a ser diferente, a pesar de que no tengo ni una sola prueba que pueda avalar esta afirmación. Tú abre la lata y todo saldrá bien. Los anacardos circenses salados te están esperando. Tienen muchísimo sabor, están deliciosos. Te vas a alegrar de haberte fiado de mí. Esta vez es diferente, te prometo que lo es. ¿Por qué iba yo a mentirte? ¿Por qué querría hacerte daño? Esta vez no hay ninguna serpiente acechando. Esta vez todo irá de maravilla.

historias cortas

1 Existen dos tipos de personas, pensó: las personas a las que no quieres tocar por miedo a romperlas y las personas a las que no quieres tocar por miedo a que ellas te rompan a ti.

2 Lo que a ella le pasaba era que le entusiasmaba la idea de tener una relación más de lo que le había entusiasmado cualquier persona con la que de hecho hubiese tenido una relación.

3 «No eres como las demás», les decía a todas.

4 Le dijo que lo quería y que le importaba mucho, y él estaba tan loco por ella que ni se dio cuenta de que lo estaba dejando.

5 No se fiaba de ninguna mujer que saliese mejor en sus fotos que en la vida real. Estaba desarrollando un mecanismo para que llegase un punto en el que no tuviera que volver a fiarse de nadie.

6 «Nunca pensé que pudiera ser tan feliz», se imaginó diciéndole un día a alguien.

7 «Es que ni pienso en ti», se apresuró a decirle tan pronto como ella le devolvió la llamada.

8 Sabía hacer un truco de magia increíble gracias al que podía pasarse una hora entera sin que le recordaran ni una sola vez el hecho devastador de que su vida era finita e irrepetible.

9 Lo que a ella le pasaba era que le entusiasmaba la idea de tener su marido y sus hijos y sus amigos y su trabajo y su vida. Le entusiasmaba la idea del todo.

10 Existen dos tipos de personas, pensó: las personas a las que no quieres tocar por miedo a romperlas y las personas a las que quieres romper.

Una OCASIÓN más que PROPICIA y DICHOSA

Así que si quieres conocer la opinión de un montón de personas sobre la forma correcta en la que se ha de celebrar una boda, la mejor manera es decirle a la gente que te vas a casar; entonces te garantizo que te vas a hinchar a escuchar la opinión de los demás. Personalmente, la parte de escuchar la opinión de todo el mundo no fue el motivo número uno por el que le pedí a Dorothy que se casara conmigo. Se lo pedí porque la quiero. Pero es decírselo a la gente y todo el mundo se lo toma como una invitación personal para decirnos exactamente qué deberíamos hacer.

«Tenéis que iluminar el altar con velas», dice Nikki, la mejor amiga de Dorothy, nada más se lo comunicamos, antes incluso de darnos la enhorabuena. «Y las velas deberían ir aumentando de altura hasta llegar al nivel del altar, como símbolo de que vuestro amor y compromiso se fortalece y brilla con más luz cada día».

«Nos gustaría tener una boda íntima y sencilla», digo. «No queremos que nuestra boda se convierta en un evento grande e historiado».

«Pero Peter, tiene que haber velas», dice Nikki. «Si no, ¿cómo va a hacer el demonio del amor medio ciego para escribir vuestros nombres en el Libro de la Devoción Eterna?».

«Ohh», dice Dorothy avergonzada. «Se me había olvidado que el demonio del amor medio ciego tenía que escribir nuestros nombres en el Libro de la Devoción Eterna».

Salgo por la tangente: «¿No crees que eso está un poco pasado de moda? Quiero decir, mi primo Jeremy no tuvo velas en su boda y su matrimonio va bien, incluso sin que el demonio del amor escribiera sus nombres».

Dorothy me clava los ojos y sé lo que está pensando. ¿No era mi primo Jeremy el que la semana pasada se estaba quejando de las alfombras nuevas que su mujer había comprado para el segundo Santuario de la Agitación que habían instalado encima de su Choza de Oración? Quizás tendrían una comunicación más eficiente si hubiesen puesto velas en su boda para que así el demonio del amor medio ciego pudiera escribir sus nombres correctamente en su libro. Sé que estoy librando una batalla perdida, pero vuelvo a recalcar: «Está claro que no podemos hacerlo todo. Queríamos algo sencillo».

A Nikki no le afecta este razonamiento. «Vale, pero ¿qué os cuesta poner velas? No os digo que alquiléis un dirigible o algo así. Son velas. Podéis conseguirlas literalmente en la farmacia».

Dorothy me mira con sus grandes ojos color avellana y entonces sé que esto es algo que quiere de verdad (a pesar de que fue ella la primera que dijo que debíamos hacer algo sencillo).

«Bueno, veamos qué tienen en la farmacia», sugiero.

A Dorothy se le ilumina la cara como si fuera una Pira Hibernal y me resigno a pensar que definitivamente va a haber velas de altura creciente iluminando el altar en nuestra boda.

Pero la principal cuestión sobre la que todo el mundo tiene que ofrecer su punto de vista es en qué momento llevar a cabo el sacrificio caprino para el Dios de Piedra.

«Convendría hacerlo al empezar», dice mi madre. «Así os lo quitáis de en medio y todo el mundo sabrá que habéis apaciguado al Dios de Piedra, y que vuestro matrimonio ya es legal y tiene su bendición».

«¿Lo dices en serio?», dice mi hermano pequeño. Está estudiando en la universidad para ser sacrificador de cabras, por lo que obviamente sabe mucho del tema. «¿Sabes de cuánta sangre estamos hablando? Tienes que hacer el sacrificio al final, si no, podrías resbalarte con las tripas de cabra al hacer la Danza del Duendecillo Cornudo del Bosque, y la sangre pondría perdida tu túnica nupcial y el vídeo acabaría en uno de esos blogs de bodas que salen mal».

En ese momento, no reúno la valentía suficiente para decirle que no tenemos pensado hacer la Danza del Duendecillo Cornudo del Bosque, y que probablemente no llevaremos las tradicionales túnicas nupciales, y que bajo ningún concepto vamos a contratar a un cámara.

Mi madre niega con la cabeza. «En realidad no es tanta sangre —dice mirando directamente hacia mi hermano—, si se llama a un buen sacrificador».

La cara se le pone colorada, como le pasa siempre que siente que nadie le está tomando en serio. «Ni aunque llamasen al mejor sacrificador de la ciudad —dice—, ni consiguiendo que venga Joseph el Siempre Santificado…».

«Por favor», se burla mi madre. «No podrían conseguir a Joseph el Siempre Santificado con tan poca antelación».

«Incluso si se pudiera —dice mi hermano—, te digo que habría muchísima sangre».

Dorothy deja la servilleta sobre su plato de pasta con salsa marinera. «He terminado».

«Lo siento», le digo de camino a casa, volviendo del Olive Garden. «Sé que mi familia es algo exagerada».

«Me encanta tu familia», dice Dorothy. «Solo intentan ayudarnos».

«Tendríamos que habernos fugado», le digo. «Podríamos haber evitado todo este estrés y habernos gastado el dinero en la luna de miel». Conforme lo digo sé que aquello es una tontería, porque a) ¿qué dinero? El único motivo por el que podemos permitirnos celebrar la boda es porque el padre de Dorothy es un pez gordo de la Compañía De Runas Divinatorias y consiguió que su filial nos la patrocinara. Al principio yo tenía algunas dudas sobre celebrar una boda patrocinada por una empresa, pero, al fin y al cabo, es el padre de Dorothy —no es que estemos tratando de embaucar a los de LensCrafters o algo así—, y si eso se traduce en poder celebrar nuestra boda en la Iglesia Buena, la que tiene vidrieras y asientos cómodos, en lugar de en la sala polivalente del centro deportivo, en la que, no importa cuántas velas enciendas, siempre huele un poco a desinfectante y a requesón (como si alguien hubiera usado desinfectante para tratar de quitar el olor a requesón, pero entonces se hubiese olido demasiado a desinfectante, por lo que pusieron más requesón, y todavía a fecha de hoy están haciendo esfuerzos para conseguir la ratio perfec­­ta desinfectante-requesón). Bueno, si podemos evitarnos todo ese jaleo, entonces quizás merezca la pena poner unos pocos carteles de la Compañía de Runas Divinatorias y hacer una breve mención en nuestros votos a los múltiples beneficios y utilidades de las asequibles runas divinatorias doblemente santificadas. Pero, además, b) incluso si pudiéramos permitirnos viajar a algún lado en nuestra luna de miel, los dos sabemos que no podría cogerme días libres. Ya estoy pensando en trabajar durante la Semana de Cosecha, porque en la cantera te pagan la mitad más en los festivos y ya estoy contando con ese dinero para poder pagar el alquiler mientras Dorothy termina su máster en Trabajo Social.

«En realidad lo único que me saca de quicio es lo de las cabras», dice Dorothy. «Una vez que sepamos qué hacer con ellas, el resto de cosas se irán solucionando».

De repente, se me ocurre una locura. Y tal es la locura que no puedo ni decirla en voz alta, pero conforme se abre paso en mi mente siento que no puedo callármela, así que estallo: «¿Quieres que no sacrifiquemos las cabras y ya?».

Dorothy se queda callada un instante y sé que en el momento en que pare el coche va a salir corriendo y no va a volver a dirigirme la palabra, y que la próxima vez que la vea será cuando esté en la cola del supermercado y ella salga fotografiada en la portada de una revista del corazón con el titular «¡Mi prometido no quería sacrificar cabras!».

Pero, en lugar de eso, Dorothy dice: «¿Podemos hacer eso?».

Y le digo: «Dorothy, es nuestra boda. Podemos hacer lo que queramos».

Entonces sonríe y yo me siento como debe de sentirse Clark Kent cuando escucha a alguien hablando de Superman.

Pero hacer lo que nosotros queramos resulta ser un problema tremendo a la hora de tratar de sacarnos la licencia matrimonial.

«¿Cuántas cabras vais a sacrificar para el Dios de Piedra?», pregunta la mujer de la ventanilla 5.

«No vamos a sacrificar cabras para el Dios de Piedra», digo lleno de orgullo. «No es esa clase de boda».

La mujer baja la vista hasta el formulario y luego nos mira otra vez. «¿Unas cinco, entonces?».

«No», dice Dorothy. «Cero».

El hombre que está detrás de nosotros en la cola suelta un quejido y se mira el reloj descaradamente.

«No te entiendo», dice la mujer. «¿Te refieres a una o dos? Al Dios de Piedra no le va a gustar que haya tan pocas cabras».

«No», digo. «Ni una ni dos. Cero. No vamos a sacrificar ninguna cabra para el Dios de Piedra».

Ella arruga la nariz. «Bueno, el formulario no da opción de señalar el cero, así que voy a apuntaros cinco».

Acto seguido, viene a visitarnos Nikki, la mejor amiga de Dorothy. «Me he enterado de que solo vais a sacrificar cinco cabras».

«No», empiezo a decir, cuando ella me corta.

«Si no sacrificáis por lo menos treinta y ocho cabras, mi madre no viene. Ya sabéis lo tradicional que es ella con estas cosas».

«Bueno, pero es que no celebramos la boda para tu madre», suelta Dorothy. «Nosotros no queremos hacer lo de las cabras, así que si no es capaz de entenderlo —si no es capaz de apoyarnos—, entonces es que tu madre no debería venir».

«Vaya», dice Nikki, y lo repite para darle más énfasis: «Vaya».

Por supuesto, mi hermano pequeño está desolado. «¿Y qué se supone que les voy a decir a todos mis amigos de la clase de sacrificio caprino cuando se sepa que mi hermano no va a sacrificar cabras en su boda? ¡Voy a ser el hazmerreír!».

«Esto no va contigo», le digo. «Nada de esto incumbe a alguien que no sean las dos personas que se van a casar».

«Pareces tenso», dice mi madre. «¿De verdad no crees que te sentirías mejor si al menos sacrificaras diez cabras?».

«¡¿Diez?!», dice mi hermano. «¡Menuda aberración! La verdad, si nos ponemos así, creo que lo mejor es que no sacrifiquéis ninguna y que recéis para que el Dios de Piedra no se entere».

«Sí», digo. «La idea es esa».

«Vale —dice mi madre—, dejemos lo de las cabras. Pero me preocupa que Dorothy y tú os encarguéis de organizar todo esto vosotros solos».

«No es “todo esto”», le digo. «De hecho, el tema es más o menos ese, que la boda no va a suponer “todo esto”».

«¿Por qué no os buscáis a una wedding planner? Quizás contar con la ayuda de alguien os venga bien a los dos para rebajar la tensión».

«No hay nada que rebajar», le digo lo suficientemen­­te alto y rápido como para que parezca que, efectiva­­mente, sí que existe cierta tensión.

«Pues quién lo diría, oyéndote…», apunta mi hermano pequeño, al que cuando acabe de estudiar sacrificio caprino le vendría de perlas una clase sobre meterse en sus asuntos.

«La única tensión que podemos tener nos viene de fuera», digo. «Es tensión exógena. Entre nosotros no hay ninguna. Además, ¿quién va a pagar a la wedding planner? No puedo pedirle más dinero al padre de Dorothy».

«Pues no la contrates», dice mi madre. «Simplemente id a verla, a ver qué os dice».

Así que pedimos cita a Clarisa la Planificadora de Bodas.

«Lo primero que deberías saber sobre nosotros —le dice Dorothy a Clarisa la Planificadora de Bodas— es que no queremos hacer nada extravagante e historiado», y yo me alegro muchísimo de que Dorothy diga aquello, confirmando una vez más que en absoluto existe tensión alguna.

«Vale», dice Clarisa. «¿Y qué es lo que queréis hacer?».

«Algo muy sencillo», digo. «Recorremos el pasillo. Dorothy está guapísima. Yo llevo un traje. El oficiante dice unas palabras sobre el amor. Entonces yo digo unas palabras. Luego Dorothy dice otras. Quizás la tía Estelle lea un poema de Gertrude Stein. Luego el oficiante dice: “Bueno, ¿entonces os queréis?”. Yo digo: “Sep”. Dorothy dice: “Sep”. Luego nos besamos y todo el mundo aplaude y, al final, bailamos».

«¿La Danza del Duendecillo Cornudo del Bosque?».

«No. La Danza del Duendecillo Cornudo del Bosque no. Un baile normal y corriente. “Twist and Shout” o “Crazy in Love”. Esas cosas. Bailamos un par de horas y después cada uno se va a su casa. Una boda que contente a todo el mundo, al estilo Ikea».

«Pero eso no tiene nada de romántico», dice Nikki, la mejor amiga de Dorothy, que por algún motivo también ha asistido a esta reunión.

«En realidad, lo es y mucho —digo—, porque se centra únicamente en nosotros dos. El resto de cosas que nada tienen que ver con nosotros no importan».

«¿Y qué pinta Gertrude Stein aquí?», suelta Nikki.

Dorothy sonríe. «A los dos nos encanta Gertrude Stein. En una de nuestras primeras citas fuimos a ver Doctor Faustus Lights the Lights».

«Ay, me encanta eso», dice la Planificadora de Bodas. «Es especial, es algo único de vosotros dos y tiene significado. Pero me gustaría volver a lo de no-hacer-algo-muy-historiado. Del uno al diez, ¿cómo es esa decisión de inamovible?».

«Diez», digo.

«Diez», dice Dorothy.

«De acuerdo. Bastante, entonces, pero ¿quizás tengamos un poquito de margen?».

«No», digo.

«No», dice Dorothy.

«Vale, me encanta que los dos opinéis igual. Quiero asegurarme de que estáis considerándolo desde un punto de vista práctico, porque parte de los motivos que existen para hacer una ceremonia a lo grande residen en que en cualquier momento puede verse interrumpida por los súbitos Lloriqueos y Sacudidas y Proclamaciones de Lamentos del Coro Aullante. Los Lloriqueos y Sacudidas y Proclamaciones de Lamentos del Coro Aullante pueden extenderse hasta veinte minutos, así que, si no tenéis ninguna otra cosa preparada, de repente todo se reduce al Coro Aullante, y por lo tanto no conseguiréis transmitir esa sensación tan especial que tanto buscáis. Creedme, he visto que ocurría en otras ocasiones».

Dorothy se hunde en la silla y yo intento no flaquear por los dos.

«Pero es que a eso me refiero. No va a haber Coro Aullante».

Dorothy se gira como un faro y enfoca directamente hacia mí. «Espera, ¿estamos seguros de que no va a haber Coro Aullante?».

«¡Pero la mitad de la diversión de la boda parte de ahí!», dice Nikki.

«No parte de ahí», protesto, pero Nikki vuelve a la carga:

«Literalmente, el 50% de la diversión de una boda es no saber cuándo van a dar comienzo los Lloriqueos y Sacudidas y Proclamaciones de Lamentos del Coro Aullante. Si no hay Coro Aullante, ¿para qué celebráis una boda?».

«Porque nos queremos», repongo con resignación, y siento que, si tengo que repetirlo una vez más, no vamos a necesitar Coro Aullante alguno, porque yo mismo voy a empezar a Lloriquear y a Sacudirme y a Proclamar Lamentos.

Dorothy sigue dándole vueltas. «Pues es que no había pensado que no va a haber Coro Aullante, ni siquiera uno pequeño. Si no hay, no va a parecer una boda de verdad».

La Planificadora de Bodas hace una mueca, como si se sintiera realmente avergonzada de que esta discusión estuviese teniendo lugar delante de ella, como si fuese la primera vez que ve a una pareja discrepar sobre los detalles de la boda. «Me parece que todavía tenéis pendiente alguna conversación antes de que pueda saber bien cómo ayudaros».

«Totalmente», dice Nikki orgullosa, y entonces yo pienso que, si Nikki quiere tanto a Clarisa, quizás deberían ser ellas las que se casaran y entonces podrían poner todos los Coros Aullantes que quisieran.

Llegados a este punto, a ambos nos sentaría bien tener un aliciente, así que llevo a Dorothy a la tienda de huevos ceremoniales para echar así un vistazo a los Huevos Promesa. Sé que trae mala suerte que la novia vea su Huevo Promesa antes de la ceremonia, pero cada vez resulta más evidente que Dorothy quizás tiene más Opiniones sobre Nuestra Boda de las que en un principio manifestó, cuando Convenimos Conjuntamente que nos Parecía Bien celebrar una Boda Pequeña y Sencilla, Sin Alardes ni Complicaciones, y además resulta cada vez más evidente que, si voy y elijo el Huevo Promesa sin saber antes su opinión, la voy a cagar, y que va a permanecer en una urna en nuestro salón durante el resto de nuestro matrimonio, y que será un vestigio de cuánto la cagué, un vestigio de cómo siempre la cago, y un vestigio de cómo seguiré cagándola todos los días de nuestra vida.

Todos los de la tienda de huevos ceremoniales son muy amables y encantadores con nosotros. «¡Enhorabuena!», dice Sabrina la Dependienta. «Hacéis una pareja estupenda, lo noto desde ya mismo, y quiero ayudaros a encontrar el Huevo Promesa perfecto. Contadme qué vais buscando. Solo tenéis que darme algunos conceptos, ¡soltémonos!».

«Buscamos algo tirando a pequeño —digo—, ¿quizás algo entre los cincuenta o sesenta centímetros?».

Sabrina asiente. «Ahora se llevan mucho los huevos pequeños; tenéis un excelente gusto. ¿Tenéis pensado que sea en plata? ¿Platino? ¿Oro rosa?».

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