Czytaj książkę: «Los potenciales psicologicos en la espiritualidad»

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LOS POTENCIALES

PSICOLÓGICOS EN LA

ESPIRITUALIDAD

HACIA UNA ESPIRITUALIDAD HUMANIZADA

Ramón Rosal Cortés



TITULO: Los potenciales psicológicos en la espiritualidad

Hacia una espiritualidad humanizada

AUTORA: Ramon Rosal Cortés ©, 2019

COMPOSICIÓN: HakaBooks

DISEÑO DE LA PORTADA: Hakabooks©

FOTOGRAFÍA PORTADA: Facilitada por el autor©

1a EDICIÓN: Octurbre 2019

ISBN: 978-84-18575-20-4

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INTRODUCCIÓN

En este libro, parto de la convicción de que la espiritualidad, al igual que otras experiencias de la vida humana –afectivas, intelectuales, corporales, etcétera– pueden vivirse de forma psicológicamente sana o insana. Los potenciales psicológicos que están implicados –en mayor o menor grado– en las distintas actividades humanas: procesos sensoriales, emocionales, cognitivos, práxicos, también estarán presentes en las experiencias de la espiritualidad y pueden estar presentes en forma superficial o profunda. El hecho de implicar a esos potenciales psicológicos de manera profunda equivale a decir que es una espiritualidad humanizada. Pero estos potenciales pueden padecer problemas de diferentes tipos que en el modelo de la Psicoterapia Integradora Humanista clasificamos en bloqueos, dispersiones y distorsiones (Gimeno-Bayón y Rosal, 2001 y 2016).

¿Tiene o no importancia para la vivencia de una espiritualidad profunda que estos potenciales humanos estén presentes y funcionen de forma sana? ¿Qué consecuencias podrá tener para la vivencia de la espiritualidad que el funcionamiento de esos potenciales psicológicos pueda implicar algún tipo de trastorno de la personalidad? Y en el caso de que no haya patologías, ¿puede afirmarse que una profundización del crecimiento personal psicológico –con el fluir sano de los diversos potenciales implicados– tenderá a enriquecer el crecimiento espiritual, y a poder ofrecer un testimonio que favorezca la influencia evangelizadora?

Cuando digo “una vivencia psicológicamente sana” y “profunda” (humanizada), por una parte me refiero a que la persona cultive una espiritualidad que no se encuentre influida, distorsionada, a causa de algún tipo de trastornos de ansiedad, o de estado de ánimo, o de personalidad, o cualquier otro. Pero, por otra parte, desde el enfoque existencial-humanista en el que me encuentro no se reduce la salud mental al hecho de no estar padeciendo alguno de los síndromes psicopatológicos o trastornos de personalidad. Se trata de que la persona haya alcanzado, a ser posible, un nivel elevado de lo que se denomina proceso de autorrealización (Maslow, 1968) o de crecimiento personal. Para este último he propuesto la siguiente definición descriptiva: Entiendo por crecimiento personal el proceso por el que se va logrando de forma singular e irrepetible el desarrollo armonioso del conjunto de potencialidades de todo ser humano, y el ejercicio jerarquizado y también armonioso de la pluralidad de tendencias y aspiraciones que animan su existencia. Todo ello en coherencia con un proyecto existencial flexible (adaptado a las diferentes circunstancias y edades de la vida), elegido de forma lúcida, libre y nutricia (respecto a uno mismo y a los otros), en concordancia con los valores nucleares de la persona, y abierto a la posibilidad de una realidad transindividual o transpersonal (Rosal, 2003, p. 15).

Espero que el contenido de este libro ofrezca una confirmación del clásico axioma de que “la gracia no destruye la naturaleza sino que la perfecciona”. Por consiguiente, mostraré que las relaciones entre el crecimiento personal psicológico y el espiritual tenderán a ser de ayuda mutua. El incremento de salud mental será un buen aliado para la profundización en la espiritualidad. Y ésta lo será a su vez para profundizar en la salud mental o autorrealización, aunque en el libro me dedico –ante todo- al punto anterior.

A lo largo de estas páginas tendré presente principalmente la vivencia cristiana de la espiritualidad. Pero una parte importante de su contenido valdrá también para espiritualidades hindúes, budistas, judías, musulmanas, e incluso agnósticas o ateo-humanistas.

La parte primera –CUESTIONES FUNDAMENTALES– se inicia con un capítulo sobre la espiritualidad entendida como la dimensión experiencial de la fe religiosa. Además de precisar qué es lo esencial de lo que se entiende por espiritualidad, se presta atención al resurgimiento en el cristianismo del interés hacia lo experiencial. Y en el capítulo segundo se muestran las manifestaciones –desde mediados del siglo XX– de la revalorización del interés hacia las espiritualidades y la mística, también en la corriente psicológica de la Psicología Transpersonal (Gimeno-Bayón, 2015).

Finalmente, he visto conveniente dedicar el capítulo tercero a la información básica sobre cuatro áreas de la vida en las que puede manifestarse la espiritualidad. Está claro que la persona que ha logrado vivirla con cierta profundidad tendrá ocasión de actuar influida por ella en cualquier tipo de situación o actividad. Pero veo aconsejable ofrecer una diversificación de cuatro áreas de la vida. De esta forma espero contribuir a mostrar que la espiritualidad no sólo se ejercita en las actividades tradicionalmente calificadas como espirituales o religiosas, a saber: la meditación, la oración y las experiencias litúrgicas y sacramentales. Reconociendo la relevancia de ellas para el cultivo de la vida espiritual, veo conveniente mostrar las posibilidades de ésta en las diversas formas de experiencia comunitaria (eclesial o civil) y en el trabajo profesional. Áreas, estas últimas, que ocupan un lugar relevante en la vida de una persona laica, que vive en el mundo plenamente implicada en sus responsabilidades familiares, profesionales, ciudadanas, económicas, políticas, etcétera. Y en el caso de tratarse de una persona cristiana, es consciente de que su vocación evangelizadora le llama a contribuir a iluminar desde el Evangelio los diversos ámbitos del mundo, de su entorno socio-cultural. Pero el laico responsable también será consciente de que sin el cultivo de la espiritualidad –gracias a la cual asegura su compenetración con Jesucristo–, su vida sería estéril respecto a su vocación evangelizadora.

Permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí sólo, si no permanece en la vid, tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos: Quien permanece en mí y yo en él dará mucho fruto, pues sin mí no podéis hacer nada […] Mi Padre será glorificado si dais fruto abundante (Juan 15, 4-5.8).

El orden que seguiré, al referirme a estas cuatro áreas de la espiritualidad, tanto en el capítulo tercero como en los siguientes, será –comenzando por la que ha tendido a ser infravalorada–, el siguiente: a) el trabajo; b) las experiencias comunitarias civiles y eclesiales; c) las liturgias; d) la meditación y la oración.

La parte segunda –POTENCIALES PSICOLÓGICOS EN LA ESPIRITUALIDAD– tiene como objeto principal mostrar cómo una experiencia auténtica y profunda de la fe religiosa implica también la participación de los distintos potenciales psicológicos de la persona. En la clasificación que ofrecemos los creadores del modelo de la Psicoterapia Integradora Humanista (Gimeno-Bayón y Rosal, 2016 y 2017) –al referirnos al ciclo de la experiencia del fluir vital- diferenciamos entre los procesos sensoriales, los cognitivos (pensamiento intuitivo y lógico-discursivo), afectivos (emociones y sentimientos), la capacidad valorativa, los procesos decisorios, las capacidades de energetización, planificación y ejecución de lo decidido, las experiencias del encuentro y de la consumación, y la vivencia de la relajación. Mi intención es mostrar que una espiritualidad auténtica puede implicar en ella todo nuestro ser con el conjunto de estos potenciales psicológicos. Y no sólo puede, sino que es preferible que logre implicarlos. Esto parece tener que ver con lo que, según los evangelistas, Jesucristo destacó como el mandamiento principal: “Amarás a Dios con toda tu mente, corazón y fuerzas” (Marcos 12, 30). Es decir, con todo tu ser.

La experiencia religiosa integra y jerarquiza los componentes intelectual, volitivo y afectivo de la persona, obteniendo la conciencia de la unificación (al menos incoativa) del ser y la vida bajo la acción de Dios. Así, “la experiencia religiosa o es integrante y por lo mismo integral, o no existe en absoluto” (Mouroux) (García, J.M., 2015, p. 200).

La relevancia que puede atribuirse al crecimiento psicológico personal como favorecedor de una espiritualidad profunda debe evitar entenderse de forma reduccionista. Es decir, no se debe suponer que el crecimiento espiritual dependa sólo de la madurez psicológica, y se olvide el factor sobrenatural de la espiritualidad que, según el Cristianismo, depende de la inspiración y la fuerza del Espíritu Santo. Es decir, del Espíritu divino, que puede capacitar al cristiano a avanzar en su ideal de ser “otro Cristo”.

El ideal de contribuir con la propia vida a continuar la encarnación del espíritu del Evangelio en las peculiares circunstancias de cada cristiano. Circunstancias diferentes –por las raíces culturales, las situaciones históricas, los tipos de trabajo profesional, las edades de la vida, los estilos psicológicos de personalidad– de las que caracterizaron a la persona de Jesús de Nazaret.

Ciertamente que en la historia de la Teología Espiritual no todos han valorado la importancia de las condiciones peculiares de la naturaleza humana de cada cristiano como colaboradoras u obstaculizadoras posibles de los frutos de la gracia o acción del Espíritu Santo. Las dos tendencias que se han manifestado sobre esta cuestión quedan resumidas en estos párrafos de Zavalloni que veo procedente incluir aquí:

Al afirmar el problema de las relaciones entre gracia y naturaleza humana, dos tendencias se contraponen, según sea el punto de vista con que se enfoque el problema; esto implica también, consecuentemente, una elección de los medios de solución.

Por un lado, están los que parten del hecho innegable del pecado original y del consiguiente contraste entre naturaleza y gracia: miran con suspicacia el desarrollo de las fuerzas naturales, sobre todo de las que aparecen unidas a la parte orgánica del hombre; no prestan atención al ejercicio de las virtudes naturales y a la influencia del sustrato psicofísico en la vida espiritual e incitan a la lucha para suprimir o debilitar la sensibilidad y la afectividad; son los maestros del espíritu para los cuales la perfección cristiana consiste en crucificar la naturaleza, y el centro de la religión está en el calvario y la cruz.

Por otro lado, están los que toman como punto de partida el hecho de la redención y afirman que las fuerzas naturales, corroboradas y elevadas también ellas al orden divino, quedan armoniosamente entrelazadas con las de la gracia; sostienen que es una deformación del cristianismo presentarlo en su aspecto negativo, como un conjunto de prohibiciones, de renuncias, de desprendimientos y de dolores, que resultan tanto más lúgubres por la infinita noche del viernes santo dominado por la cruz; el cristianismo es la religión de la encarnación, es decir, de la sublimación de toda nuestra naturaleza en la humanidad de la persona de Jesucristo; es alegría, audacia, magnanimidad, espontaneidad, libertad, amor y amistad.

Entre las dos tendencias prevalece claramente la segunda, porque parece más coherente con los datos de la revelación y más conforme con las exigencias de hoy día. Para el hombre contemporáneo, “el cristiano perfecto, como el Verbo encarnado, será un hombre regenerado, un hombre perfecto”, porque en Jesucristo toda nuestra humanidad, con todas sus dotes, ha sido elevada al máximo honor; porque es válido el axioma de que la gracia no destruye, sino que perfecciona la naturaleza, sometiendo a su dominio y elevando cuanto de bueno hay en ella: recursos naturales, temperamento, tendencias, pasiones, hábitos adquiridos, descartando únicamente el pecado.

GRACIA/ESFUERZO: Es más, la naturaleza no sólo es elevada, sino reclamada por la gracia como condición, es decir, como presupuesto; porque la vida de la gracia se inserta en la actividad psicofísica del hombre y depende, por lo tanto, de los datos presentes igual que de los pasados. A este propósito ha escrito Truhlar: “Que el sol brille o no en el cielo no depende de que el suelo esté cultivado o no; pero si el sol brilla no es indiferente el que el suelo esté cultivado o sin cultivar: un erial es obstáculo para la eficacia fecundadora del sol. Lo mismo ocurre con la gracia; tener o no tener la gracia no depende del hombre, sino de la libertad de Dios; el hombre, sin embargo, puede poner obstáculos y frustrar sus efectos cuando Dios le ofrece la gracia”.

La condición natural puede decirse que es una preparación para la actividad de la gracia. Efectivamente, siendo ésta un don racional, puede establecer determinadas condiciones para su recepción y eficacia: si éstas faltan, o no se da o no se da eficazmente (Zavalloni, 1983, p. 1196).

La doctrina del Concilio Vaticano II, sobre todo la presente en la Constitución Gaudium et Spes mostraba con claridad el respeto que la Iglesia quiere conceder en la actualidad a las aportaciones de las ciencias humanas. Veamos algunos párrafos en los que se destaca esta actitud.

Los progresos de las ciencias biológicas, psicológicas y sociales permiten al hombre no sólo conocerse mejor, sino aun influir directamente sobre la vida de las sociedades por medio de métodos técnicos (Constitución Gaudium et Spes, n. 5).

Hay que reconocer y emplear suficientemente en el trabajo pastoral no sólo los principios teológicos, sino también los descubrimientos de las ciencias profanas, sobre todo en psicología y en sociología, llevando así a los fieles a una más pura y madura vida de fe (Ibidem, n. 62).

A partir de lo expuesto, vemos que las aportaciones de la Psicología pueden constituir, en principio, una colaboración fecunda con las de la Teología, para el estudio sobre la Espiritualidad. De esta forma se comprende que Zavalloni no tenga inconveniente en definir la Teología Espiritual como “el estudio del desarrollo de la vida espiritual en sus condiciones psicológicas” (Ibidem, p. 1195). Y el padre Gabriel de Santa María –destacado especialista en la materia– que logró una síntesis en el debate sobre dos enfoques contrapuestos en el estudio de la Espiritualidad (los reduccionismos teológico o psicológico) pudiese titular uno de sus principales artículos en estos términos: Indole psicologica della teologia spiritualle (1940). Y mostrase la complementariedad, por ejemplo, entre las detalladas descripciones psicológicas de experiencias místicas por parte de santa Teresa de Ávila y las explicaciones teológicas de san Juan de la Cruz.

Sobre la presencia de siete potenciales psicológicos en la espiritualidad de Jesucristo –a partir de los datos de los Evangelios– y sobre su posible implicación en la espiritualidad de un hombre o mujer del siglo XXI, me ocupo en los capítulos cuarto a décimo.

PARTE PRIMERA

CUESTIONES FUNDAMENTALES

Capítulo primero

LA ESPIRITUALIDAD COMO DIMENSIÓN EXPERIENCIAL DE LA FE RELIGIOSA

1.1. Qué entiendo por espiritualidad

Entiendo por espiritualidad toda vivencia auténtica y profunda de una fe religiosa, o también de una apertura a la dimensión transpersonal o trascendente de la existencia humana, la cual cabe también ser experimentada desde el agnosticismo o el ateísmo humanista. Una vivencia auténtica y profunda de la experiencia de sentirse un ser contingente y finito ante el misterio de una Realidad absoluta e infinita, llámese Realidad divina, Dios/a, Yahwé, Alá, Universo, etcétera.

En el transcurso de la historia humana la religión ha puesto sobre la mesa, entre otras muchas cosas e intereses, el hecho de que, a lo largo y a lo ancho de su trayectoria desde el nacimiento hasta la muerte, el hombre es un ser finito con anhelos de infinito (ens finitum capax infiniti) (Duch, 2012, p. 203).

Aunque aquí voy a ocuparme principalmente de la espiritualidad en el marco de la cosmovisión teísta cristiana, sin embargo seguramente buena parte de lo que afirme podrá ser válido también para una espiritualidad hindú (sea teísta o panteísta o politeísta), o budista, o judía, o musulmana, o –como he dicho– agnóstica o atea.

Al decir “una vivencia auténtica y profunda” quiero decir que la persona que la viva esté implicada de verdad en esa experiencia, con sus potenciales sensoriales, afectivos, cognitivos y práxicos, es decir con todo su ser. Y que esta implicación de su persona, dada la importancia de esta dimensión de su existencia, sea vivida con suficiente profundidad. Entre otras consecuencias, se tratará de una espiritualidad afectiva (con sentimientos, emociones y motivaciones), inteligente, y comprometida en la praxis social. Refiriéndose a esta implicación plena de la persona, en el mensaje evangélico cristiano se subraya que el mandamiento principal es “Amarás a Dios con todo el corazón, mente y fuerzas”, que equivale a decir con la implicación de todos los potenciales humanos. También se dice: “Si no amáis a los hombres a quienes veis, ¿cómo vais a amar a Dios a quien no veis?” (1 Juan 4, 20).

Es fácil comprender que este tipo de vivencia auténtica y profunda de una fe religiosa no queda garantizada únicamente a través de: a) el cumplimiento externo de unas prácticas litúrgicas; b) el cumplimiento por acatamiento de unas normas morales; y c) el conocimiento, al menos en lo básico, del contenido de una doctrina religiosa, unas normas morales y unos ritos litúrgicos. Efectivamente, una persona puede ser cumplidora de estas normas y costumbres con muy poca o a veces nula implicación, por ejemplo, de sus motivaciones o aspiraciones, sus sentimientos y emociones, sus sucesivas decisiones para una praxis humanizadora y evangelizadora, y con un conocimiento muy superficial de los contenidos y fundamentos de sus creencias, en proporción a su nivel cultural.

Las personas no creyentes que tengan ocasiones para observar la conducta de estos cristianos más o menos adoctrinados y cumplidores –que se definirán a veces como “católicos practicantes”– y que tengan oportunidades de escuchar sus palabras sobre cuestiones religiosas o eclesiales, no podrán comprobar que se encuentren ante personas cristianas con una vivencia auténtica y profunda de su fe religiosa, con personas para las cuales sus creencias cristianas no constituyan una mera costumbre más o menos heredada desde la infancia. No percibirán a una persona cuya vinculación a Jesucristo y a su mensaje religioso constituya una experiencia vital profunda con la implicación de aspiraciones, sentimientos y emociones, y de convicciones de las que puedan dar razón, de acuerdo con su nivel intelectual. Podrán percibir a estas personas como gente valiosa por sus virtudes éticas y cumplidoras de lo básico de sus compromisos religiosos, pero no podrán captar señales de una auténtica experiencia de la espiritualidad cristiana, y menos de una mística.

Como un ejemplo de definición descriptiva, me resulta satisfactoria la ofrecida por Ignacio Ellacuría, filósofo discípulo de Xavier Zubiri y teólogo vinculado a la teología de la liberación.

La espiritualidad cristiana no es sino la presencia real, consciente y reflejamente asumida, del Espíritu Santo, del Espíritu de Cristo en la vida de las personas, de las comunidades y de las instituciones que quieren ser cristianas (Ellacuría, 1993, p. 415).

Un cristiano auténtico considera algo esencial en su praxis vital el estar profundamente compenetrado con Jesucristo y su mensaje. San Pablo dice: “No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gálatas, 2, 20). Esto ha llevado a numerosos autores a proponer el ideal de llegar a ser como “otro Cristo”, tratando de aplicar el espíritu del Evangelio en las distintas situaciones y experiencias de su vida, y confiando en dejar alguna influencia cristiana en las comunidades o instituciones en las que se encuentre implicado. Y es consciente de que para el logro de esta compenetración se requiere su actitud profundamente receptiva a las inspiraciones y energías del Espíritu de Cristo, es decir, del Espíritu Santo. Con esta actitud la espiritualidad cristiana será una realidad en su vida.

Afirmando que se trata de la presencia del Espíritu de Cristo “en la vida de las persona, de las comunidades y de las instituciones” queda claro que no constituye una experiencia para vivir de vez en cuando, los tiempos que podamos dedicar a “prácticas espirituales”. La tendencia a pensar que los cristianos y cristianas que viven sus actividades en el mundo –los laicos–, sólo cultivan la espiritualidad cuando practican la Eucaristía o algún otro sacramento, o cuando dedican algún tiempo a la meditación u oración privada, es un modo de pensar superado; una forma de reduccionismo respecto a la espiritualidad.

Hace ya tiempo que podemos hablar sobre la espiritualidad del trabajo, de la familia, de las relaciones de pareja y paterno-filiales, la espiritualidad de las actividades civiles –los diversos tipos de trabajo profesional– la ciencia, las artes, la política, el deporte, las celebraciones festivas. En cambio, como ya he dicho, hay formas de rezar, o de practicar la Eucaristía o los sacramentos, en los que apenas tendrá lugar una experiencia auténtica de espiritualidad.

Dado que los antiguos tratados sobre Ascética y Mística, integrados en el actual concepto de Espiritualidad, prestaban poca atención a la espiritualidad de las actividades típicamente laicales, dedicaré una atención importante a éstas, especialmente al trabajo (profesional, o social., o político, etcétera).

Lo cierto es que entre las “prácticas espirituales o religiosas” y el trabajo civil; entre la vivencia contemplativa (meditación, oración…), y la actividad en el mundo ha de haber una interrelación fecunda en una espiritualidad cristiana.

Así, lo espiritual y lo material, lo individual y lo social, lo personal y lo estructural lo trascendente y lo inmanente, lo cristiano y lo humano, lo sobrenatural y lo natural, la conversión y la transformación, la contemplación y la acción, el trabajo y la oración, la fe y la justicia, etc. no se identifican entre sí de tal modo que cultivando uno de los extremos se cultiva ipso facto el otro, que no sería si no su reflejo a añadidura accidental; pero tampoco se separan de tal modo que puedan cultivarse sin una intrínseca, esencial y eficaz determinación mutua (Ellacuría, 1993, p. 413).

Podrán sobrevivir únicamente las espiritualidades que tienen en cuenta la responsabilidad del hombre; que conceden valor a la existencia material, al mundo técnico y, en general, a la historia. Deberán morir las espiritualidades de evasión, las espiritualidades dualistas (De Fiores, 1983, p. 470).

Conceder importancia a la experiencia de la espiritualidad humana implica una concepción sobre el ser humano –una antropología– que no reduce su ser a la infraestructura material de la persona –lo corporal– más la estructura y funcionamiento psíquico –llámese lo mental o lo anímico. Se reconoce un tercer potencial que capacita al ser humano a abrirse al entorno cósmico y/o divino que le trasciende y le envuelve, a la vez que está en lo más profundo de su existencia individual. La espiritualidad nos capacita para vivir una relación consciente y afectiva con esa Realidad transpersonal o suprapersonal, que en la fe cristiana –como también en otras de las cosmovisiones teístas– se concibe como un Tú divino, fuente de sabiduría para la vida, y al que podemos expresar nuestras aspiraciones, sentimientos e interrogantes.

Raimon Panikkar, que fue durante años catedrático de Religiones y Místicas comparadas en la Universidad de Berkeley (California), acostumbraba a referirse a tres niveles de profundidad de la experiencia básica de la vida.

Esta experiencia básica puede adquirir diversos niveles de profundidad –que son inseparables. Hay quienes se sienten vivos porque notan la sangre palpitar en sus venas con toda la riqueza de esta metáfora, que incluye la pasión y el sentimiento. Hay quienes se sienten máximamente vivos cuando piensan; esto es, cuando se dan cuenta de que están dotados de una asombrosa capacidad de tomar el pulso a la realidad –hay una experiencia intelectual de la Vida. Y hay, en tercer lugar, quienes se percatan, con mayor intensidad además, de que la Vida les trasciende, que les ha sido dada, que es un don, una gracia, aunque a veces aparezca a algunos pocos como una des-gracia. Las tres experiencias van unidas, predominando la una o la otra. Hablamos de la experiencia corporal, de la anímica y de la del espíritu siguiendo la antropología tripartita tradicional (Panikkar, 2005, p. 21).

Y, refiriéndose a la espiritualidad, a la vivencia del nivel más profundo de esa experiencia básica, la entendía como el saber y querer concentrarse en lo esencial.

Reduciendo a su esencia la multitud de prácticas “espirituales”, llámese meditación, yoga, contemplación, vipassana, tantra, ching, o lo que fuere, todo se reduce a que nos concentremos en lo esencial, seamos plenamente conscientes del hecho de que estamos vivos y de que vivamos esta vida en su plenitud sin las distracciones que nos tientan (Ibidem, pp. 19s.).

Cuando la persona logra prestar suficiente atención a este tercer nivel de la experiencia vital básica, de tal forma que los otros dos niveles queden bien integrados en ella, habrá alcanzado lo que Panikkar denomina “experiencia integral de la Vida”.

Si tuviera que esbozar con mis palabras esta experiencia integral de la vida diría que es la vivencia completa tanto del cuerpo, que se siente vivir con palpitaciones de placer y dolor, como del alma, con sus intuiciones de verdad y sus riesgos de error, añadidas a las fulguraciones del espíritu que vibra con amor y repulsión […] La experiencia de la Vida es corporal, intelectual y espiritual al mismo tiempo. Igualmente hubiéramos podido decir que es material, humana y divina –cosmo-teándrica (Ibidem, p. 27).

Todo ser humano tiene –aunque sea en potencia, como una capacidad que puede o no cultivar– la experiencia de la espiritualidad, una experiencia que no nos deshumaniza sino que como seres humanos nos enriquece. “Nos hace ver que nuestra vida es más (no menos) que pura racionalidad” (Ibidem, p. 21).

En general parece que los autores utilizan el término mística para experiencias espirituales excepcionales por su profundidad e impacto, y al decir “excepcionales” no me refiero a aquéllas en las que ocurren fenómenos extraordinarios como visiones, locuciones, levitaciones, etcétera, que en la espiritualidad cristiana –y en otras– es considerado algo secundario, y que debe evitar sobrevalorarse cuando ocurren. Pero no faltan autores que utilizan el término “mística” como equivalente a espiritualidad. Personalmente opto por la primera posición. No voy en este apartado a detenerme en la experiencia de la mística, ya que en el siguiente recogeré su definición por parte de Martín Velasco, al diferenciar tres tipos o niveles de “experiencia religiosa”. De todas formas veo procedente adelantar aquí un párrafo de la antropóloga puertorriqueña López-Baralt que percibo como una satisfactoria definición descriptiva.

Es radicalmente imposible describir con precisión el fenómeno místico; por fuerza hay que acercarse de manera aproximativa a ese instante supremo en el que el ser humano percibe, en un estado alterado de conciencia y más allá de la razón, de los sentimientos, del lenguaje y del espacio-tiempo, la unidad participante con el Amor infinito. Muchos místicos como la madre Ana de Jesús, destinataria del cántico espiritual de Juan de la Cruz, han reverenciado con el silencio esta cognitio Dei experimentalis o experiencia directa de Dios que acontece sin mediación alguna (López-Baralt, 2005, pp. 617s.).

Y como síntesis de lo propio de toda mística en el marco de una cosmovisión religiosa teísta, Grom ofrece este párrafo:

Según esto, los místicos teístas entienden la unio mystica no como una identidad ontológica con Dios, sino como una compenetración, como un estar el uno dentro del otro (“Yo estoy en ti y tú estás en mí”) como una unión con el amado (desposorios místicos, mística nupcial), o como un “desaparecer” (en árabe fana), en el sentido en que lo entiende el sufismo. Los autores cristianos e islámicos han descrito a veces la unión mística como identidad entre los hombres cognoscentes y el Dios conocido –como ya antes que ellos hizo Plotino– pero en la mayoría de los casos han entendido estas afirmaciones como expresión de una vivencia subjetiva y no como una afirmación ontológica (Grom, 1994, p. 378).

1.2. El resurgimiento en el cristianismo del interés

hacia lo experiencial

1.2.1.El cristianismo: una “religión profética” en la que

se ha valorado también lo místico

Al referirme a las influencias que hayan podido ejercer sobre el cristianismo, algunas variantes de las tradiciones religiosas hindúes y budistas, he resaltado su probable contribución, durante los últimos decenios, en la recuperación del interés hacia lo experiencial y lo místico por parte de grupos cristianos.

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