Guerra por las ideas en América Latina, 1959-1973

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Guerra por las ideas en América Latina, 1959-1973
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Guerra por las ideas en América Latina, 1959-1973

Presencia soviética en Cuba y Chile

Rafael Pedemonte

Ediciones Universidad Alberto Hurtado

Alameda 1869– Santiago de Chile

mgarciam@uahurtado.cl – 56-228897726

www.uahurtado.cl

Los libros de Ediciones UAH poseen tres instancias de evaluación: comité científico de la colección, comité editorial multidisciplinario y sistema de referato ciego. Este libro fue sometido a las tres instancias de evaluación.

Registro de propiedad intelectual Nº 6084

ISBN libro impreso: 978-956-357-258-2

ISBN libro digital: 978-956-357-259-9

Coordinador colección Historia: Daniel Palma Alvarado

Dirección editorial: Alejandra Stevenson Valdés

Editora ejecutiva: Beatriz García-Huidobro

Diseño de la colección y diagramación interior: Francisca Toral

Imagen de portada: Alamy: El líder soviético Nikita Khrushchev junto al líder cubano Fidel Castro en Moscú, Rusia.

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com

Con las debidas licencias. Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamos públicos.




Dedicado a mi familia, mi tribu de nueve,

por el camino recorrido, el amor y la inspiración.

ÍNDICE


Agradecimientos

Introducción Cultura y América Latina: nuevos paradigmas para un análisis descentrado de la Guerra Fría

Capítulo I América Latina ingresa en la Guerra Fría

Capítulo II Los nuevos socios latinoamericanos de la URSS: una primera etapa de acercamiento con Cuba y Chile

Capítulo III Un difícil camino hacia el fortalecimiento de las relaciones entre aliados ideológicos (1966-1973)

Capítulo IV El “dispositivo del acercamiento”: una vasta red institucional para las relaciones culturales

Capítulo V Taladrando la “cortina de hierro”: una acelerada evolución de los desplazamientos humanos

Capítulo VI Los intercambios artísticos: recepción y distribución de productos culturales en tiempos del acercamiento URSS-América Latina

Capítulo VII Cultura e imaginarios: representaciones sociales en América Latina en torno a lo soviético

Conclusión Hacia una historia global y conectada de la Guerra Fría latinoamericana

Bibliografía

AGRADECIMIENTOS


Comienzo esta sección excusándome. Sé que a lo largo de los casi ocho años consagrados a la elaboración del presente trabajo me he beneficiado del respaldo y de la ayuda de un conjunto mayor de personas de las que mi memoria y distracción me permiten mencionar aquí. Inicié, sin grandes expectativas, mis estudios de historia en la Pontificia Universidad Católica de Chile donde, si en algún momento se me cruzó por la mente la posibilidad de seguir encaminando mis pasos por la senda de la disciplina histórica, esta esperanza fue gatillada por mi desprendido colega y mejor amigo, Gabriel Cid. Sin sus constantes exhortaciones, sin su fe sobredimensionada en mi trabajo, no estaría escribiendo hoy estas cuantas líneas. Las conversaciones con mis entrañables amigos Carlos Willatt y William San Martín, compañeros de tertulias en las que corría el vino y brotaban las mejores ideas, fueron una fuente fecunda de inspiración intelectual y existencial. Siempre en Chile, pude gozar de las estimulantes incitaciones de extraordinarios/as maestros/as, interlocutores y colegas (Manuel Gárate, Carlos Huneeus, Alfonso Salgado, Bárbara Silva, Diego Hurtado, Sebastián Hurtado, Pablo Whipple, Rafael Sagredo, Alejandro San Francisco, Camilo Alarcón, Lily Balloffet, Rolando Álvarez), así como de amiga/os inolvidables: Olivier Delaire, Felipe Rodríguez, Valentina Ruiz, Guillermo Ulloa.

Tendré siempre una deuda especial con Marcos Fernández, primer profesor en haber confiado en mí cuando recién empezaba a rozarme la mente la idea de aventurarme en el mundo de la investigación. El mayor estímulo intelectual que tuve en esos años ya lejanos provino sin lugar a dudas de la recordada profesora Olga Ulianova, mujer maravillosa además de señera historiadora quien, con generosidad inimitable, me impulsó a seguir excavando el terreno pedregoso de la historia de la Guerra Fría y de la Unión Soviética.

Una vez instalado en Bélgica aprendí a conocer a mi “segunda familia”, así como a quienes devendrían en mis mejores amigas/os y confidentes. Con emoción en el alma agradezco a todas/os ellos/as por haberme hecho sentir en casa a pesar de la abrumadora distancia que me separaba de mi tierra natal: François Lavis, Evelyne Dumonceau, Hadrien Lavis, Michel Lavis, Florent Verfaillie, Sébastien de Lichtervelde, Pierre Boueyrie. Mi primo Frédéric Lavis pasó horas haciéndome descubrir los meandros más insospechados de la cultura inabarcable de este país pequeño –incluido el flujo inextinguible de sus cervezas traicioneras– y releyendo atentamente y bajo una mirada crítica las primeras pinceladas de este libro allá por el año 2016.

En París, no podría haber atravesado con éxito esos cinco años de ilusiones, deslumbramientos, pero también desesperanzas y confusión, sin la fidelidad a toda prueba de quienes soportaron mis humores cambiantes, periodos de hermetismo y obsesiones irrefrenables: Nils Graber, Elena Ussoltseva, María Domínguez, Victor Barbat, Lars Halvorsen, Kaja Jenssen, Olivier Lebrun, Giancarlo Tursi, Celia Hecq, Sylvain Duffraise, Sophie Monzikoff y Stéphane Patin. Eugenia Palieraki, cuya inteligencia misteriosa y desbordante ejerció como un aguijón invaluable para mis reflexiones en ciernes, no solo se transformó en esos años en una amiga como pocas, sino que siempre reservó en su mente ocupada un espacio para mí cuando precisé su ayuda sin condiciones. Imposible dejar de mencionar a mis dos directores de tesis, Marie-Pierre Rey y Alfredo Riquelme, quienes leyeron los bocetos inciertos de este libro y contribuyeron extraordinariamente a mejorar sus imperfecciones. Sin el respaldo permanente y las relecturas minuciosas de quienes tuve la suerte de tener como directores de doctorado, habría sido mucho más arduo llevar a cabo este trabajo. Las lectura con ojo crítico y constructivo de los demás miembros del jurado de mi tesis, Annick Lempérière, Alvar de la Llosa y Manuel Gárate, resultaron esenciales para la posterior reelaboración de mi trabajo. Tanto sus agudas miradas como sus estimulantes incitaciones me impulsaron a evaluar una futura publicación. Fue en Francia que emprendí mi primera estadía en Cuba, isla de gente maravillosa a la que mis cuatro viajes me han dado la suerte infinita de conocer: Jorge Fornet, de la Casa de las Américas, Myrtha Díaz, de los Archivos del Minrex, Servando Valdés, Belkis Quesada y Conchita Allende del Instituto de Historia, mis amigas/os Beatriz, Luis Armando, Yoss, Dania, Laura, mi querida Bertica y su familia de gente buena.

De regreso a Bélgica, esta vez para embarcarme en un posdoctorado en la Universidad de Gante, pude descubrir la bella ciudad flamenca desde la cual tanteo hoy estas líneas gracias a mi colega Dieter Bruneel, prematuramente fulminado por una crisis insoportable e injusta a la edad innombrable de 26 años. ¡Cuántas veces, querido Dieter, comentamos el contenido de estas páginas durante nuestros singulares encuentros en los que no había tema prohibido ni misterio que no nos aventurábamos a abordar! Lo mínimo que puedo hacer hoy es dedicar este libro a tu memoria.

Eric Vanhaute, mi director de investigación en Gante, hizo prueba de una notable disposición y entusiasmo hacia mi trabajo y, con una humanidad poco frecuente en el frenesí incombustible que se apodera de las aulas universitarias, me brindó la privilegiada oportunidad de enseñar un seminario sobre revoluciones que ha moldeado significativamente mi postura intelectual. Hanne Cottyn, quien me impulsó a postular a la beca de la Universidad de Gante y logró amenizar tantas de mis jornadas de trabajo en las curiosas oficinas del UFO, es hoy una amiga espléndida que tampoco puedo dejar de mencionar. De la misma manera, inadmisible sería pasar por alto a mis colegas de Gante: Ricardo Ayala, Gillian Mathys, Torsten Feys, Violette Pouillard, Marie-Gabrielle Verbergt, Michael Limberger, Rafaël Verbuyst, Maïté Van Vyve, Laura Nys, Davide Cristoferi, Tobit Vandamme; sin olvidar a mis camaradas de la red Encuentro, con quienes compartimos la ilusión de mantener vivo el espíritu latinoamericano en estas tierras lejanas: Joren Janssens, Tessa Boeykens, Eva Willems, Sebastián de la Rosa, Allan Souza.

 

Ni un atisbo de este libro habría visto la luz si no fuera por la maravillosa familia con la que tuve la aleatoria bendición de nacer. Mi padre Oneglio Pedemonte, el primero y el más fiel de mis hinchas en el campo historiográfico, mi hermana Caroline, quien me rindió un inmenso favor al ofrecerse como sagaz lectora de una primera versión de este libro, mis hermanos Mathieu y Benjamin, mi tía María Mercedes, son todos piezas fundamentales de mi existencia que a la distancia atesoro en mi corazón como mi mayor fortuna. Con mi madre, Marie-Anne Lavis, albergo la más honda gratitud. La cantidad incalculable de horas que me dedicó cuando delineaba, en francés, los primeros apuntes de este libro, así como su paciencia ante mis cíclicas fases de desaliento, son un testimonio perenne de su infinita fidelidad y apego a la familia.

Para terminar, no puedo dejar de agradecer desde la profundidad de mi alma a Vincent Notay, quien ha acompañado mis pasos durante este último año de turbulencias inesperadas (incluido el brutal confinamiento desde el cual cierro este libro), episodios dolorosos y las incertidumbres propias del oficio, pero que a fin de cuentas ha sido también uno de los más felices de mi vida.

INTRODUCCIÓN


CULTURA Y AMÉRICA LATINA: NUEVOS PARADIGMAS PARA UN ANÁLISIS DESCENTRADO DE LA GUERRA FRÍA

La caída de la Unión Soviética (URSS) a finales de 1991 produjo una ruptura en la manera de abordar el estudio de las relaciones internacionales, renovando significativamente las perspectivas académicas hasta entonces dominantes. Una nueva camada de jóvenes investigadores, menos enfrascados en las antiguas rivalidades ideológicas, se propusieron superar las viejas nociones y subrayar aspectos novedosos –tales como el rol de la cultura– para así brindar una visión más compleja de las prioridades de los Estados en conflicto. De esta manera, la confrontación Este-Oeste empezó a ser aprehendida como un fenómeno singular; como una “batalla” en la que la lucha por las ideas de los individuos muchas veces desplazaba la voluntad de superioridad territorial o de enfrentamiento militar. Pero si bien los estudios que encumbran a las interacciones culturales como ejes claves de la Guerra Fría han sido fecundos en la historiografía anglosajona, la perspectiva soviética del asunto aún se encuentra en fase incipiente.

La apertura de los archivos rusos no ha desencadenado todavía una renovación decisiva concerniente a la presencia de la URSS en el llamado “Tercer Mundo”. Los rescoldos de las carencias analíticas propias de la era soviética, cuando los especialistas debían proceder en función de imperativos ideológicos y en base a un conjunto documental deliberadamente limitado1, parecen persistir en nuestros días2. Este estado de cosas es particularmente palmario respecto a las relaciones anudadas entre Moscú y los Estados de Asia, África y de América Latina, un continente, este último, que ingresó tardíamente en la lista de preocupaciones prioritarias del Kremlin. Para capturar el contexto de un conflicto atípico, en el que la necesidad de “convertir” ideológicamente a los habitantes del planeta constituía un desafío capital para las superpotencias (Estados Unidos y la URSS), sería deseable adentrarse en una serie de especificidades tradicionalmente opacadas por los momentos más espectaculares de la Guerra Fría latinoamericana. Los esfuerzos recientes no han sido capaces de modificar de manera sustancial las miradas preponderantes relativas a los nexos soviético-latinoamericanos, un objeto de estudio que permanece anclado a las ópticas parciales y a menudo estereotipadas de la segunda mitad del siglo XX.

Por una parte, al interrogarnos sobre la dimensión y el alcance de la presencia soviética en América Latina buscaremos evaluar el papel del “Sur”3 en la articulación global de la Guerra Fría. Por otra, al desplazar nuestra atención desde la esfera geopolítica al ámbito de la cultura y de las representaciones sociales, reivindicaremos la relevancia de ciertas formas subterráneas de influencia hasta ahora poco exploradas. Debemos, no obstante, ser justos y destacar que no hemos iniciado esta aventura desde un terreno desierto. Algunas obras de calidad incuestionable ya han señalado la importancia ideológica de los intercambios artísticos, mientras que otras contribuciones han abordado con destreza la implicancia universal de las transformaciones en el llamado “Tercer Mundo”. Sin embargo, los enfoques destinados a aplicar una dimensión cultural al estudio de las zonas “periféricas” siguen siendo prácticamente inexistentes. El presente trabajo ha sido concebido como un esfuerzo por conjugar ambas tendencias que, si bien han engendrado paralelamente fructuosos resultados, parecen haber evolucionado por vías paralelas.

¿Por qué la cultura?

Resulta indispensable precisar lo que entendemos por el concepto de “cultura” en el marco de la Guerra Fría, un término ya utilizado para analizar las relaciones internacionales, pero paradójicamente escasamente definido por los especialistas4. Dos acepciones diferentes, pero complementarias, han sido privilegiadas en este libro. La primera, de menor implicancia semántica, asocia la cultura a un abanico de producciones humanas susceptibles de adquirir una significación política. Una obra literaria, un filme, un cuadro, un descubrimiento tecnológico o una fotografía son todas manifestaciones individuales o colectivas que pueden ser eventualmente despachadas más allá de las fronteras nacionales con el objeto de generar un efecto sobre las sociedades receptoras, transformándose en un “arma” para propagar imágenes idealizadas del ente emisor. De más está decir que durante la Guerra Fría esta técnica de diplomacia cultural5 fue ampliamente adoptada para intentar ejercer un impacto en la opinión pública internacional y así apuntalar a los ojos del mundo un determinado modelo político y social6.

La segunda definición aquí propuesta excede con creces el ámbito de las acciones institucionales para sumergirse en las reacciones psicológicas de los individuos. Aquí planteamos una concepción de la cultura entendida como un sistema de valores compartido por un grupo humano específico. Se trata de una miríada de referentes comunes (un gesto, una palabra, una imagen) asimilados por una comunidad que luego desarrolla una visión respecto al mundo que la rodea. Este receptáculo de referentes guía los imaginarios colectivos, convirtiendo las estructuras mentales preponderantes de una población en representaciones colectivas7. Pero, al ser creaciones humanas insertas en el tiempo, las culturas entendidas como tales no pueden ser ni estáticas ni uniformes8, sino que emergen en el seno de sociedades que evolucionan en función de las condiciones contextuales y geográficas. Así, los imaginarios sociales en relación a una alteridad (en nuestro caso, las miradas de las comunidades latinoamericanas sobre la realidad de la URSS) pueden transformarse, a veces de manera brusca, ante los vaivenes de la progresión histórica. Aquellos sistemas de representaciones sociales son el fundamento esencial de la historia cultural, concebida en estas páginas como la interpretación de la “gestación, expresión y transmisión” de imaginarios en el seno de un grupo humano con contornos específicos9. La construcción de estos referentes posee un poderoso impacto social, ya que estos terminan por transformarse en el vehículo que estructura las actitudes y comportamientos colectivos en relación a una “otredad”10. Para afinar nuestra segunda definición de cultura, conviene hacer alusión al antropólogo Clifford Geertz, quien sostiene que la vida humana se encuentra incrustada en “estructuras significantes”, las cuales forman un “tejido simbólico” (una cultura), que puede y debe ser interpretada11.

En cuanto a las implicaciones prácticas de esta definición para nuestro trabajo, las particularidades de las relaciones internacionales en un contexto de acentuada hostilidad política forjan percepciones comunitarias respecto a los enemigos o aliados ideológicos. Nuestra voluntad de colocar el acento en los sistemas de representación debiera conducirnos a relativizar las visiones centradas en el poder del Estado, para así desplazar nuestra atención hacia las orientaciones subjetivas que hilvanan las acciones humanas. Pero nuestra perspectiva no pretende desatender la acción de las autoridades de cada país, ellas mismas influenciadas por aquellos “sistemas de significación”; por la cultura12. Bajo esta óptica, debemos considerar las operaciones diplomáticas como fenómenos que también se tejen en función de las inclinaciones identitarias e imágenes dominantes relativas a lo foráneo. En pocas palabras, si integramos esta segunda conceptualización de cultura, nuestro análisis de las relaciones transnacionales tendrá que necesariamente ser enriquecido mediante una reflexión sobre las afinidades sociales, representaciones colectivas y reacciones emocionales de los diferentes grupos humanos.

Ambas definiciones son complementarias. Los objetos susceptibles de adquirir una connotación ideológica y la configuración de sistemas de representación se condicionan mutuamente: en efecto, mientras que la difusión de producciones culturales afecta la construcción de imaginarios en torno al país emisor, las percepciones de lo extranjero determinan asimismo el contenido del mensaje que se desea transmitir. Por ende, la diplomacia cultural se erige ineluctablemente sobre la base de estereotipos –de representaciones– en torno a una realidad supuesta, la que se acopla a las naciones receptoras. Son las multifacéticas interacciones entre los dos polos evocados las que intentaremos desentrañar mediante nuestro estudio de la presencia soviética en Cuba y Chile y de la manera en que estas influencias fueron interpretadas y consumidas por los habitantes de ambas naciones hispanoamericanas13.

Los enfoques culturales aplicados a las relaciones internacionales

En los Estados Unidos (EE.UU.), los años sesenta vieron nacer una corriente intelectual catalogada comúnmente como “revisionista”, la que estaba integrada por una generación influyente de pensadores que se propusieron abordar las motivaciones de la diplomacia de las grandes potencias, subrayando los intereses financieros que se ocultaban detrás de la confrontación, así como la naturaleza intrínsecamente expansiva del capitalismo. Simultáneamente, para estos intelectuales las medidas adoptadas por los líderes descansaban también en el interés nacional y en una visión coherente del sistema global14 lo que, en último término, determinaba lo que el más famoso de los “revisionistas”, William Appleman Williams, ha llamado “el carácter trágico de la diplomacia norteamericana”15. Si bien se le ha enrostrado a este enfoque de cargar demasiado el acento en el rol todopoderoso del capital, el determinismo económico no constituye la noción primordial del pensamiento “revisionista”. Eran, más bien, las conexiones entre política extranjera, factores domésticos y percepción del mundo las que confluían en un complejo entrelazado para la articulación final de la política de los EE.UU.16. De este modo, estos intelectuales ponían en el tapete elementos propios de las perspectivas culturales, ya que al interrogarse sobre los motivos internos que hilvanaban una determinada doctrina internacional, reflexionaban en torno a problemáticas ligadas a las características identitarias del pueblo estadounidense y asumían que la diplomacia de la superpotencia permanecía irremediablemente anclada a la necesidad de preservar y proyectar un estilo de vida occidental, a way of life17.

Pero fue en Francia en donde se sistematizó por primera vez una auténtica dimensión cultural de las relaciones internacionales gracias a la pluma de dos grandes historiadores: Pierre Renouvin y Jean-Baptiste Duroselle, autores del clásico Introduction à l’histoire des relations internationales (1964). Para estos, el alcance de las interacciones internacionales no podía limitarse a la mera descripción de las conexiones interestatales, sino que estas se hallaban también moldeadas por lo que denominaron las “fuerzas profundas” (forces profondes), concebidas como una serie de condiciones estructurales que determinan la naturaleza de las relaciones18. En este receptáculo de factores suplementarios y hasta esa fecha poco abordados, las representaciones “del otro”, el peso de los mitos, los estereotipos y la psicología colectiva confluían para ejercer un impacto determinante. Así, Renouvin y Duroselle erigieron la cultura en un pilar clave de la política exterior, contribuyendo a ampliar los factores explicativos que conformaban el sistema-mundo y dirigiendo simultáneamente sus miradas más allá de la esfera gubernamental19.

 

Por esta misma fecha (décadas de 1970-1980), una tendencia tildada de “posrevisionista” adquirió en los EE.UU. una cierta notoriedad al enfatizar los móviles pragmáticos del accionar de las naciones a escala mundial20. Marcados por los efectos de la Guerra de Vietnam, estos jóvenes autores se decantaban por los factores contingentes y estratégicos de la Guerra Fría21, subordinando las convicciones ideológicas y, bajo este marco conceptual, reduciendo la cultura a una fuerza diplomática subyacente diseñada para poner en pie una poderosa campaña de propaganda. Esta visión, insuficiente a nuestro parecer, resuena con las implicaciones conceptuales de nuestra primera definición de cultura enunciada con anterioridad.

A raíz del derrumbe de la URSS, una ola de contribuciones provenientes de múltiples disciplinas cuajaron en una provechosa simbiosis para privilegiar un enfoque más decididamente cultural. Uno de los resultados de esta nueva inclinación fue la relativización del papel del Estado en favor de aspectos sociales y/o emocionales22, con una clara intención de regresar a los paradigmas ideológicos23 que habían sido minimizados, como hemos visto, durante los años 1970 y 1980. En el marco de la Guerra Fría, un conflicto en el que la ambición esencial consistía en convertir ideológicamente a los habitantes del planeta, las sensibilidades humanas y los compromisos –fundamentos de las percepciones sociales que condicionan una acción– adquirían una significación ineludible24. Estas nuevas perspectivas, sumadas a la apertura de archivos antes inaccesibles (en particular los de la extinta URSS25), se convirtieron en un estímulo decisivo para concentrarse en aspectos antes marginalizados: el rol de la opinión pública, la labor de las instituciones privadas, las representaciones sociales, etc. Así, mediante el uso de fuentes inéditas y de la exploración del rol de actores invisibilizados, esta corriente ha contribuido a una comprensión más cabal del fenómeno que se encuentra en el corazón de nuestro análisis: las relaciones culturales y sus repercusiones en los imaginarios nacionales. Sin embargo, si bien estos valiosos esfuerzos han desentrañado múltiples aspectos de la presencia cultural internacional de los EE.UU. o de los países occidentales, la URSS no ha logrado aún emerger como un objeto de estudio privilegiado en la estructuración de lo que llamamos en estas páginas la guerra por las ideas, realidad aún más palmaria en lo que concierne a sus lazos con América Latina26.

Con el objeto de superar estos silencios de la historia, abordaremos las diversas facetas de las relaciones entabladas entre la URSS, Cuba y Chile a partir de 1959 y hasta 1973. Sobre la base de una arquitectura esencialmente temática, dedicaremos un primer capítulo introductorio al contexto mundial y hemisférico en el cual se engendraron y desplegaron los contactos entre ambos mundos. Veremos que en tiempos de Nikita Jrushchov (1953-1964), América Latina comenzó gradualmente a incorporarse en la jerarquía de prioridades soviéticas, lo que se manifestó en la definición de una ambiciosa diplomacia cultural hacia el continente y, sobre todo, de un firme compromiso asumido con la Cuba revolucionaria. Un segundo capítulo se encargará de examinar las primeras expresiones políticas de los lazos que el Kremlin instauró tanto con La Habana como con el gobierno democratacristiano de Eduardo Frei Montalva en Chile (1964-1970), quien optó por un programa audaz que comprendía la apertura de nexos diplomáticos con Moscú. Después de haber escrutado las implicancias de esta naciente etapa de acercamiento, un tercer capítulo estudiará la era de las afinidades políticas con el Chile de la Unidad Popular (UP) (1970-1973), así como las vinculaciones soviético-cubanas de 1963 a 1973, periodo que nos surmergirá en un ciclo de agudas tensiones ideológicas entre ambos países antes de desembocar en un proceso de normalización (1968-1973).

Posteriormente, entraremos de lleno en el ámbito cultural, aplicando el enfoque que hemos anunciado en las primeras páginas de este libro. Cubriendo los 14 años seleccionados (1959-1973), los cuatro capítulos siguientes indagarán diferentes aspectos de estas interacciones. El Capítulo IV estará destinado a desentrañar el papel de las redes institucionales o asociaciones independientes que se empeñaban, en conjunto o por cauces paralelos, en aguijonear las conexiones (institutos de amistad, grupos de estudiantes, organismos estatales, etc.). Notaremos también que el acercamiento entre la URSS y América Latina condujo a un aumento considerable de los desplazamientos de individuos y delegaciones hacia ambos lados de la “cortina de hierro” (Capítulo V). Artistas, intelectuales, jóvenes becados, dirigentes políticos y sindicales se transformaron así en intermediarios frecuentes entre ambos mundos. Pero no solo los seres humanos viajaron: el Capítulo VI nos permitirá reparar en la relevancia que ciertos objetos simbólicos (libros, obras de arte, fotografías, revistas, y un largo etcétera), portadores de un mensaje que las naciones emisoras deseaban transmitir, tuvieron en el despliegue acelerado de las influencias soviéticas en el continente. El Capítulo VII navegará en las aguas menos translúcidas de las representaciones locales y visiones preponderantes en torno al universo soviético, azuzadas en el seno de las comunidades locales como resultado de la nueva proximidad. Como lo sacará a relucir nuestra perspectiva comparada Cuba-Chile, el intercambio cultural dejó una huella tangible, pero en ningún caso homogénea, en los imaginarios colectivos de ambas comunidades, donde las poblaciones desarrollaron una mirada particular hacia lo soviético forjada en función de las características de cada contexto.

Afortunadamente, hoy estamos en condiciones de asumir esta tarea gracias al acceso creciente a un vasto amasijo de fuentes antes inaccesibles. Para la elaboración del presente trabajo, nos hemos acogido a las ventajas antes impensadas ofrecidas por la apertura de los archivos tanto en América Latina como en la desaparecida URSS. Los documentos diplomáticos atesorados en el Archivo General Histórico del Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile y en la Casa Museo Eduardo Frei Montalva (ambos en Santiago) nos permitieron retrazar los lazos entre Chile y la URSS entre 1964 y 1973. En La Habana –donde el antiguo hermetismo institucional está tendiendo a ser relegado a favor de una mayor transparencia documental (aunque aún incipiente)– tuvimos el raro privilegio de acceder a los fondos “URSS” y “Chile” del Archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba (Minrex), una valiosa fuente de información que nos ha autorizado a confirmar, y en algunos casos a reevaluar, las concepciones preexistentes sobre las interacciones Cuba-URSS. Nos consideramos también afortunados al haber podido complementar nuestras indagaciones con materiales recopilados en el Archivo Nacional de Cuba, así como con los papeles almacenados en los Archivos del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) y unos pocos testimonios provenientes de la Casa de las Américas. Todo ello arropado mediante una sistemática consulta de un amplio y variado arsenal de periódicos editados en la Cuba castrista. Hemos igualmente descubierto con sorpresa y regocijo la riqueza de los materiales conservados en los Archivos de la OTAN, en Bruselas, donde gracias a la labor de un Comité de Expertos sobre América Latina instituido en 1961 es hoy posible acceder a un dilatado abanico de informes minuciosos y sorprendentemente certeros, que merecerían una mayor atención de la comunidad de investigadores. En lo que respecta a las fuentes rusas, nuestra recordada profesora y maestra Olga Ulianova tuvo la excepcional gentileza de compartir con nosotros una serie de documentos emanados del Archivo de Estado de la Federación Rusa (GARF) y del Archivo Estatal Ruso de Historia Contemporánea (RGANI) y que conciernen esencialmente a las vinculaciones con Chile27.