Viajeras al tren

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Viajeras al tren
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VIAJERAS AL TREN


PILAR TEJERA


Una tarde mientras esperaban el tren en una estación española, un hombre tocaba una guitarra y a petición de los allí reunidos bailé con el jefe de estación, a pesar del limitado espacio y los zapatos de montaña que llevaba puestos.

Margaret Fountaine

Viajera victoriana por el mundo

Viajeras al tren

© Pilar Tejera, 2022

© Ediciones Casiopea

ISBN-EBOOK: 978-84-123188-6-9

Imagen de cubiertas: Imagen de cubierta: Lisa Fonssagrives en Paddington Station, Londres, 1951- Toni Frissell

Diseño de cubierta: Anuska Romero y Karen Behr

Corrección y maquetación: CaryCar Servicios Editoriales

Impreso en España

Reservados todos los derechos

Y heme aquí hoy, frente a vosotros,

lista para volver a partir.

Hélène Dutrieu

Índice

  Pasajeras sin fronteras

  Miedo a viajar sola en tren. Ladies only

  Ensanchando horizontes

  En la estación Grand Central y Jackie Kennedy

  Seducidas por la magia del ferrocarril

  En el Transiberiano

  Otras viajeras en el Transiberiano

  El encanto de los trenes nocturnos

  El Miss Nellie Bly Special un tren a la altura de su pasajera

  El Expreso de Shanghai una diva cruzando la gran pantalla

  Poniendo su grano de arena

  Cuestión de resistencia

  Amores sobre ruedas Anna Karenina Breve encuentro Película El tren (1973) Con la muerte en los talones Memorias de África

  Una trama amorosa urdida en un vagón

  Epílogo

PASAJERAS SIN FRONTERAS


Los viajes son la parte frívola de la vida de la gente seria y la parte seria de la vida de la gente frívola.

Madame Swetchine, 1869

El Glacier Express que atraviesa Suiza, The Ghan cruzando Australia, el Orient Express rey de las historias de espías, el tren de los maharajás en la India luciendo el poderío del Imperio británico, el Transiberiano, el Blue Train en Sudáfrica, el California Zephyr, el Super Chief, conocido también como el tren de las estrellas de Hollywood, que entre 1930 y 1950 trasladó a la flor y nata de la gran pantalla entre Chicago y Santa Fe… Trenes que desafían páramos nevados o selvas impenetrables, trenes que trepan por las faldas de los Himalayas —como el tren cremallera bautizado «tren de juguete» para alcanzar la ciudad de Simla encaramada en el techo del mundo—, trenes de lujo, trenes repletos de historia que producen una nostalgia romántica, trenes envueltos en el vapor de la locomotora que hicieron posible los viajes de aventuras de los espíritus libres… Lugares donde comer, tomar una copa de champán, disfrutar del paisaje, huir de la mediocridad, ponerse a salvo o reencontrarse con un ser querido, trenes donde conversar o hacer nuevas amistades… Trenes para todos los gustos…

Y, con ellos, andenes de estaciones que han quedado inmortalizados en la gran pantalla, en la literatura, recogidos en los diarios de los pasajeros… Lugares habitados por las prisas de última hora, recorridos por porteadores uniformados cargando pesados equipajes o ayudando a los pasajeros a descender o subir del vagón, y por vendedores ambulantes vociferando sus mercancías... Una cacofonía de sonidos que se funde con el aviso de algún tren que se aproxima, y con él las despedidas, la llamada del jefe de estación con el inconfundible: «viajeros al tren», las voces de los pasajeros asomados a las ventanillas, el golpe sordo de las puertas al cerrarse, las máquinas resoplando impacientes… y el inconfundible chirrido metálico cuando las ruedas comienzan a girar.

¿Qué memorias de todo ello conservaron las viajeras? Agatha Christie y su travesía en el Orient Express en 1928, Coco Chanel, Colette, la bailarina Joséphine Baker o Sarah Bernhardt, pasajeras también de este mítico tren; Rose Valland, miembro de la Resistencia francesa y capitana del Ejército francés que durante la Segunda Guerra Mundial participó en operaciones de sabotaje contra los nazis; Mata Hari en sus trayectos en ferrocarril, las experiencias de Virginia Wolf atravesando el sur de España, el brutal asesinato en un vagón de Florence Nightingale Shore, la travesía en tren de Gabriela Mistral hacia Estocolmo para recoger el Premio Nobel de Literatura o los viajes que inspiraron a Patricia Highsmith para su novela Extraños en un tren, entre otras. Además de las viajeras a los mandos del tren, como Karen Harrison, primera mujer conductora de trenes en Inglaterra.

Mujeres que contribuyeron a la comodidad de los pasajeros, como Olive Dennis, primer miembro femenino de la Asociación Estadounidense de Ingeniería Ferroviaria que en los años 20 patentó revolucionarios inventos que aún hoy siguen en boga. Los que hemos disfrutado de un cómodo viaje en tren con un asiento reclinable y el aire acondicionado, tenemos una deuda con ella.

Viajeras anónimas, como María Curie en 1891, dejando su Polonia natal con tan solo 24 años y trasladándose a París —donde se toparía con su destino al lograr matricularse en la Sorbona para estudiar Física y Matemáticas—, tras haber ahorrado lo suficiente para comprar un billete de cuarta clase —lo que significaba llevar su propia silla y comida para un viaje de 40 horas—.

«Había llegado el momento de irme a París. Compré el billete de tren más barato que encontré, de cuarta clase. El vagón, que era solo para mujeres, ni siquiera tenía bancos donde sentarnos. Llevé una silla plegable para poder sentarme. Fue un viaje muy largo, más de mil seiscientos kilómetros en un tren de vapor. Duró cuarenta horas. Y en aquel vagón hacía mucho frío porque en la cuarta clase no había calefacción. Me cubría con un edredón para estar calentita, traía de casa toda la comida y toda la bebida que necesitaba y me entretenía leyendo los libros que llevaba».

Viajeras escapando hacia un mundo donde poder refugiarse de lo monótono de sus lugares de origen.

«Un centenar de amigos y conocidos se amontonaba en la estación de Charing Cross a pesar de la niebla espesa, húmeda y helada que invadía Londres. Temblaba de felicidad. Terribles advertencias se mezclaban con las palabras de ánimo y los deseos de éxito (.) Los hombres contemplaban a mi marido con compasión y calculaban el tiempo que pasaría hasta que se arrepintiese de haberme dado su consentimiento. Partimos bajo una lluvia de flores entre las felicitaciones y las frenéticas muestras de emoción que acompañan la partida de un amigo que pone su vida en peligro. Por fin el tren salió de Londres y mi marido, dos amigos y yo ocupamos el vagón en el tren que nos llevaría a Dover».

May Sheldom partiendo hacia su viaje en solitario a África – enero, 1891

Viajeras que acabaron sintiéndose como en casa a bordo de un tren, como Virginia Woolf, recorriendo España y dejando constancia de todo ello en sus diarios.

Viajeras que nos sorprenden con sus comentarios como Edith Wharton: «El automóvil ha restablecido el encanto de viajar. Al liberarnos de las servidumbres y los engorros del ferrocarril (...), de la obligación de acercarse a cada ciudad por esas zonas de fealdad y desolación que el propio tren crea, el coche nos ha devuelto el asombro».

Viajeras impulsadas por la sed de aventura, como la periodista estadounidense Eliza Scidmore, atraída por destinos tan lejanos como Japón o la India en el siglo XIX.

Mujeres que dejaron una estela de elegancia a lo largo de las vías, como Marlene Dietrich en su inolvidable papel de protagonista en El Expreso de Shangai, o Sissí emperatriz en el Majestic Imperator, el lujoso tren del que era copropietaria junto a su esposo, el emperador austriaco Francisco José I.

 

Mujeres que pensaban que siempre hay que seguir adelante, como la reportera Nellie Bly, regresando de su vuelta al mundo a bordo del Miss Nellie Bly Special. Mujeres como Margaret Lockwood que nos contagiaron de suspense con su interpretación en el largometraje de Hitchcock Alarma en el Expreso.

O simplemente mujeres que nos arrancan una sonrisa con su sinuoso contoneo mientras se escucha el silbido del tren, como Marilyn Monroe en su primera aparición en pantalla en la película Con faldas y a lo loco.

MIEDO A VIAJAR
SOLA EN TREN
LADIES ONLY


El tren del siglo XIX ofrecía a las mujeres una oportunidad sin precedentes para viajar libremente, pero las historias de locos en los raíles a menudo aumentaban su ansiedad por viajar. Después de un viaje en tren, la novelista George Eliot declaró con ironía que, al descubrir a un pasajero con cierto aspecto salvaje, recordó todas las horribles historias que circulaban sobre locos en los ferrocarriles. Elliot, que parecía disfrutar de la emoción que auguraba un posible enfrentamiento, pareció decepcionada cuando la figura resultó ser un simple clérigo.

Anna Despotopoulou - Universidad de Atenas

Junio de 1875. El plácido viaje de Rebecca Dickinson, a bordo del tren con trayecto entre Portsmouth y Waterloo, se ve alterado cuando el coronel Baker, hermano del célebre explorador Samuel Baker, descubridor de una de las Fuentes del Nilo, se abalanza sobre ella. Rebecca, de 22 años, se queda durante unos segundos paralizada por el terror que la invade. Sintiéndose incapaz de gritar o de dar la alarma, decide lanzarse hacia la única puerta del compartimiento de primera y la empuja con fuerza mientras Baker, con gestos erráticos y una mirada desquiciada la sigue a escasa distancia. Parece fuera de control. Rebecca queda suspendida en el vacío, con un pie sujeto en el estribo de la puerta y las manos aferrándose al pequeño picaporte. Baker, lejos de cejar en su empeño, la agarra de la cintura intentando vanamente introducirla de nuevo en el vagón. La escena se prolonga durante cinco millas que a Rebecca le resultan interminables. El movimiento del tren se convierte en un mantra a medida que el tiempo transcurre. Finalmente, el tren se detiene en la siguiente estación. Baker de repente se calma y recupera la serenidad, aunque su mirada sigue siendo fría, glacial, como poseída. Minutos después, este oficial de 49 años es arrestado y acusado de agresión inmoral. Como resultado del incidente es destituido del ejército y deshonrado públicamente. El deshonor empañará irremisiblemente el apellido de la familia.

Rebecca Dickinson resultó felizmente ilesa, al menos físicamente, pero en otros sucesos similares acaecidos durante la era victoriana algunas pasajeras sufrieron lesiones graves o incluso hallaron la muerte. Las cosas llegaron a tal punto que hubo un clamor generalizado para dotar a los trenes de vagones para mujeres a fin de evitar sucesivos ataques.

El auge del ferrocarril resultó decisivo para la movilidad de las mujeres, especialmente en las damas de clase media y alta. Antes de su llegada, a la mayoría de ellas no se les permitía viajar solas. Si querían ir a algún lugar, las normas sociales exigían que fueran acompañadas de sus maridos o de un familiar varón a fin de protegerlas de los supuestos peligros. Sin embargo, debido a que el ferrocarril redujo progresivamente la duración de los viajes, se consideró que los posibles riesgos que pudieran afrontar las mujeres que viajaran solas se veían claramente disminuidos. The Quarterly Review declaró en 1844 que los ferrocarriles habían logrado «la justa emancipación de la mujer, y en particular de aquellas de clase media y alta, respecto a la prohibición de viajar».

Sin embargo, algunos todavía pensaban que las damas deberían ir aisladas al viajar en tren. Fue así como algunas empresas comenzaron a proporcionar compartimentos «solo para mujeres». La cosa cuajó de tal manera que, en la década de 1860, las compañías ferroviarias se vieron sometidas a una fuerte presión popular para dotar a los trenes de este tipo de vagones de forma generalizada.

Los defensores de tales iniciativas apuntaban algunos casos de manifiesta grosería, de lenguaje soez y agresiones masculinas, situaciones que en ocasiones fueron dirimidas en los tribunales o denunciadas en la prensa. A modo de ejemplo, The Penny Illustrated Paper publicó en 1868 la historia de dos mujeres que fueron seguidas de forma inquietante por un hombre, «vestido de caballero», de un compartimento a otro. Al parecer, actuó de manera insultante. Los gritos de ayuda, las damas aprisionadas contra las ventanillas o la puerta, zarandeadas o insultadas, impulsaron la decisión de dotar de este tipo de vagones separados. Así pues, no resultó sorprendente cuando el Ferrocarril Metropolitano en Inglaterra introdujo «compartimentos para mujeres» en todos sus trenes en octubre de 1874, fueron muchos los que se felicitaron por tal decisión. Si bien, la iniciativa no duró demasiado y después de un tiempo el Metropolitano abandonó su práctica.

Algunas voces se alzaron echando la culpa de tales situaciones a las damas que viajaban solas. «Culpa de la víctima» fue una frase tristemente repetida por no pocos «respetables» ingleses. Otros achacaban tales situaciones a un exceso de imaginación por parte de las viajeras. Un reportero del Newcastle Weekly Courant declaró en 1884: «hay mujeres que, creyendo que todo lo que leen en los periódicos es tan cierto como el Evangelio, se sienten aterrorizadas cuando se encuentran a solas con un hombre en el vagón».

Llegó un punto en que las compañías ferroviarias se vieron obligadas a intervenir, si bien discretamente. Consejos del estilo de: «vista apropiadamente», «lleve poco equipaje», «hable solo cuando le hablen», «elija su asiento con cuidado» o «vigile a su acompañante» —todos ellos dirigidos a la mujer—, serían visibles en letreros dispuestos en los vagones y estaciones durante el siglo XIX y principios del XX. Finalmente, se aprobó introducir vagones exclusivos para mujeres en el ferrocarril metropolitano de Londres, aunque la medida, dirigida a evitar el asalto, no logró abordar la causa del problema.

Los vagones Ladies Only contaron con defensores y, cómo no, detractores. La verdad es que tales compartimentos fueron ciertamente infrautilizados. Un informe en The York Herald declaró que en el Metropolitan el privilegio de los compartimentos exclusivos para mujeres no se aprovechaba hasta el punto de justificar que la compañía reservara tanto espacio en cada tren y no debía sorprender que fueran el blanco de la ira de los pasajeros masculinos, molestos por tener que viajar en espacios muchas veces abarrotados cuando los Ladies Only iban prácticamente vacíos.

Algunas líneas de ferrocarril acabaron dando cerrojazo a esta iniciativa después de un año debido a las crecientes quejas. Hubo viajeros, incluso, que exigieron la segregación total de género argumentando que, mientras los hombres viajaban principalmente en silencio, las mujeres hablaban sin cesar. «En nombre de la humanidad, que dispongan de vagones reservados para ellas, pero también que nosotros, los hombres, tengamos vagones sólo para nosotros».

A medida que el ferrocarril se hizo más popular en Inglaterra, los trenes permitieron a los viajeros moverse con una facilidad sin precedentes reduciendo drásticamente la duración de los viajes. Pero para la mentalidad victoriana estos adelantos tecnológicos afectaban a la salud mental. Los trenes «dañaban el cerebro», el movimiento y las vibraciones trastornaban la mente y el ruido de las locomotoras destrozaba los nervios y desencadenaba arrebatos violentos. Resultaba imposible predecir quién sería el próximo en verse atacado por un loco o en convertirse en uno.

Así pues, los ataques a mujeres no fueron un fenómeno exclusivo. Por alguna razón, los sucesos de comportamientos erráticos se producían con cierta frecuencia contra todo tipo de pasajeros. Hombres que de pronto sacaban una pistola y se paseaban por los vagones con miradas enloquecidas, gente trastornada que arremetía contra su vecino de asiento, golpes inesperados en las ventanillas, acometidas feroces con cuchillos, episodios de exhibicionismo… «Locura ferroviaria» se denominó este tipo de paranoias que afectaban a unos cuantos viajeros. «Parecía haber algo en los ferrocarriles que hacía que la gente, especialmente los hombres, sufriera angustia e inquietud mental», escribió el periodista de la BBC, Jon Kelly.

Con el tiempo se publicaron informes sobre tales comportamientos. La prensa también se hizo eco de situaciones insólitas, de pasajeros que se desprendían de su ropa para asomarse por las ventanas despotricando y delirando. Las revistas médicas sacaron a la luz datos y perfiles de dichos lunáticos. La mayoría de los sucesos tenían lugar en los vagones de primera y segunda clase, lugares estancos y cerrados con llave por razones de privacidad, pero sin posibilidad de escape para las víctimas.

Según otra teoría de la época, el ferrocarril proporcionaba una escapada fácil y rápida a los pacientes de algunas instituciones de salud mental que lograban fugarse. En 1845, la revista Punch publicó la caricatura de unas vías del tren que conducían a un asilo mental. Historias de maníacos y depravados en los vagones aterrorizaron a muchos viajeros. Y la posibilidad de estar en un compartimento con uno de ellos no era tan remota.

La solución final a estos problemas sería conectar los compartimentos de los trenes y dotarlos de mayor personal. Lo que en un principio había sido una iniciativa aplaudida, fue cayendo en desuso y ya en tiempos de la Primera Guerra Mundial el «vagón para mujeres» era poco habitual, pues, además, no resultaba rentable para las compañías ferroviarias.

Con el tiempo, los episodios de ataques en los ferrocarriles se desvanecieron tan inexplicablemente como habían aparecido, pero en el camino algunas mujeres como Florence Nightingale Shore, sobrina y ahijada de la célebre enfermera victoriana, no lograron escapar con vida de estas agresiones.


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