Czytaj książkę: «Las maletas del olvido»
Índice de contenido
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
Agradecimientos
«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».
_______________
Las maletas del olvido
©2020 Pilar Mayo
____________________
Diseño de cubierta: Eva Olaya
Fotografía de cubierta: Shutterstock
___________________
1.ª edición: octubre 2020
Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:
© 2020: Ediciones Versátil S.L.
Av. Diagonal, 601 planta 8
08028 Barcelona
www.ed-versatil.com
____________________
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.
A mi hijo Daniel, por hacer mi mundo un poco mejor.
CAPÍTULO 1
Géminis: Aparca tus miedos y ponte a trabajar para arreglar una situación que está afectando negativamente a tu vida. La semana podría complicarse en lo familiar más de lo esperado. Necesitarás tiempo.
Miedo. Leo el horóscopo del día y es lo que siento, un miedo irracional porque desde que me desperté tengo la sensación de que algo malo me ronda y pienso que la predicción para mi signo no puede ser más certera. La persona que lo ha escrito parece haberse inspirado en mí. Cierro el periódico, lo doblo por la mitad y lo pongo en el cubo del reciclaje, ¿a qué se referirá cuando dice que arregle una situación? ¿Y eso de que mi vida puede complicarse más? Ahí se equivoca, creo que eso es imposible. Como si no fuera bastante complicado ya convivir con una hija amargada y resentida y saber que tu otra hija es una infeliz, aunque de cara a la galería tenga una familia casi perfecta. Y digo casi porque mi nieta es la adolescente más rebelde y desdichada que conozco y eso no se puede esconder.
Desde luego los astros no se han portado bien con las mujeres de esta familia. Aparentemente todo funciona, pero solo fingimos. Si rascas un poco descubres una pátina de desesperanza en cada una de nosotras. Me pregunto si no sería mejor que pasara algo gordo para que reaccionáramos, a pesar del miedo que me da lo desconocido. Cualquier cosa que desestabilice lo que se ha convertido en nuestra forma de supervivencia me aterra, porque ya estamos un poco rotas por dentro. La pena es que nos hemos acostumbrado al dolor, a ser infelices cada una a nuestra manera. Lo que realmente debería darme miedo es esta rutina que nos aplasta y no lo que esté por venir. No creo que nada pueda hacernos sentir aún más desgraciadas.
El sonido del timbre me sobresalta y me inquieta. En esta urbanización de casas adosadas, todas iguales, no suele haber nadie a estas horas, la gente está trabajando; solo vienen a dormir. Un perro ladra a lo lejos rompiendo el silencio. Enseguida otros se unen a él y me parece que es una señal de lo que he leído hace un momento; como si las malas noticias estuvieran llamando a mi puerta, los animales lo detectaran y esa fuera su manera de avisarme para que no les permita la entrada.
Destierro esos pensamientos y, al abrir, veo a Muriel vestida de negro de la cabeza a los pies, llena de piercings, con unas ojeras que hacen juego con su ropa y una expresión de desamparo y tristeza que te darían ganas de abrazarla si te la cruzaras por la calle, aunque no la conocieras de nada.
—Muriel, pasa, pero ¿qué haces aquí a estas horas? —le pregunto mientras mi vista se detiene en una mochila enorme que trae con ella—. Deberías estar en el colegio.
La arrastro al interior y cierro la puerta. Hace mucho frío y no lleva abrigo, solo un jersey varias tallas grande que parece que quiera engullirla.
—Odio a mi madre, me he ido de casa —me dice mientras llora abrazada a mí.
Muriel, mi nieta, que se llama así porque su madre lo leyó en una novela y le gustó, ¡válgame Dios! Aunque a mí el nombre me gusta, quizá porque quiero a esta niña más que a nada. Daría todo lo que tengo porque fuera feliz. Es rebelde y no se calla nada. Me recuerda tanto a mí que parece más hija mía que de su madre. Recuerdo con nostalgia el día que nació, tan gordita, con ese olor a vida, ese color rosado y esa mata de pelo negra y abundante. Nada que ver con lo que es ahora: delgada y tan pálida que parece un vampiro. El miedo me obliga a cerrar los ojos mientras la abrazo. Sé que lo que nos espera no será mejor que lo vivido. Sé que hay mucho rencor guardado, injustificado, en mi opinión. Si hay algún motivo oculto, a mí se me escapa, y es muy difícil encontrar una solución cuando no sabes lo que se supone que estás haciendo mal.
—No digas eso nunca más. No es verdad. Tu madre lo hace lo mejor que sabe.
—Tú no tienes que vivir en esa casa. Son odiosos los dos, unos embusteros a los que solo les importa el dinero.
—Muriel, cariño, tendrías que hacer un esfuerzo para solucionar las cosas con tu madre, porque si no el día de mañana te arrepentirás. Ahora estás enfadada y no piensas con claridad. Ve y deja la bolsa en la habitación de Inés, anda, mientras llamo a tu madre para decirle que estás aquí.
Ya sabía yo que el horóscopo no se equivocaba: se avecina tormenta. Cojo el teléfono y lo sostengo unos instantes antes de marcar, no quiero decir nada de lo que pueda arrepentirme.
—¿Sí?
—Hola, Agustina, pásame a Elena, por favor.
—Hola, señora Amparo. La señora no está en este momento. Si quiere dejar un recado…
—Agustina, déjate de cuentos y dile a mi hija que se ponga al teléfono si no quiere que me presente en su casa con la bata y las zapatillas que tanto le gustan. —Se hace el silencio al otro lado de la línea. Al momento, mi hija, esa que no parece hija mía y que se avergüenza de su madre, se pone al teléfono.
—¿Qué quieres, mamá?
Contesta con voz de fastidio, ni siquiera está avergonzada por haber dicho que no estaba.
—Tu hija está aquí con una mochila llena de ropa y, lo que es peor, otra llena de resentimiento y pesar, esa va a ser más difícil vaciarla.
Cuelgo sin darle tiempo a contestar, solo quería que supiera que Muriel está aquí, aunque quizá no debería haberla llamado y que se hubiera preocupado un poco. Qué mal he debido de hacerlo con ella como madre. Es triste que tu hija sienta vergüenza porque no estés a la altura de lo que ella espera de ti. Lo sé y me duele no ser la madre que a ella le hubiera gustado tener. Es como si la insultara con mi presencia.
Elena siempre fue especial, jamás trajo a ningún chico; no hubiera soportado que vieran que su casa era humilde, con tapetes de ganchillo en los brazos del sofá y unos muebles que más que de madera parecían de cartón. Lo debió de pasar fatal el día que vino por primera vez con el que ahora es su marido. Un amago de sonrisa aparece en mi cara al acordarme de aquel día. Se presentó en casa con un abogado que, a pesar de su juventud, ya ganaba mucho dinero. Trabajaba en el bufete de su padre, que tenía como clientes a la crème de la crème de la ciudad. Ya entonces era clasista. No me gustó nada para ella, presentía que no la haría feliz y no me equivoqué.
Me veo reflejada en el cristal de la vitrina y me recoloco el pelo, al que ya le hace falta un tinte. Cierro los ojos porque no me gusta verme, pienso que así es cómo me ve mi hija: una vieja con el pelo estropeado y una bata ancha encima de la ropa gastada y cómoda que me pongo para estar por casa.
Muriel regresa y se sienta conmigo en el sofá, el mismo que su madre aborrece.
—La tía Inés está cada día más gorda.
—Cada uno lleva su pena como puede. —Y al decir eso siento que yo tampoco gestiono muy bien la mía—. Ahora cuéntame qué te ha pasado.
—Mi madre no me deja ir a una fiesta el sábado por la noche. Hago siempre lo que quiero y le da lo mismo, pero el sábado viene el socio de mi padre a cenar y tenemos que interpretar a la familia feliz. Quiere que me disfrace con un vestido que me ha comprado, y yo le he dicho que antes me corto las venas. —Pone énfasis en cada palabra, como si así tuviera más razón y a mí no me quedara más remedio que reconocerlo—. Entonces ha empezado a decirme unas cosas horribles y yo le he dicho que era una puta, por acostarse con el amigo de mi padre. Me ha dado un bofetón y yo he vuelto a llamarla puta.
La última frase la dice bajito, como si supiera que no voy a justificarlo, aunque me gustaría que fuera porque está arrepentida.
—Muriel, por Dios. ¿Cómo le has dicho eso a tu madre?
—Porque es verdad, todo el mundo lo sabe. Tú también.
Aparta la mirada de mí porque imagino que sabe que ha traspasado una línea que no debía.
—No vuelvas a decir eso de tu madre nunca más, y mucho menos delante de mí, recuerda que es mi hija. —Muriel abre la boca para replicarme, pero se arrepiente y no dice nada. Baja la mirada y la fija en sus botas. Imagino que el cariño que me tiene pesa más que la rabia que siente hacia su madre; o quizá algo en mi mirada le advierte que es mejor que se calle—. Ya te he dicho que cada uno lleva su pena como puede. Escucha bien lo que voy a decirte: nunca juzgues a nadie, jamás, aunque su comportamiento te parezca horrible y pienses que tú no actuarías así. A veces la vida te pone a prueba y no te da opciones. Tienes tanto que aprender…
Nos quedamos en silencio y el zumbido de la nevera es lo único que se oye, eso y el ladrido de los perros, que me está poniendo los nervios de punta.
—Lo siento —susurra.
No contesto, es mi manera de decirle que estoy enfadada, pero cuando bajo la mirada y veo sus calcetines con un estampado de gatitos, que asoman bajo las enormes botas, caigo en la cuenta de que es una niña y que no se merece pasar por esto. La agarro por el hombro y la atraigo hacia mí. Ella se deja abrazar y se acomoda en mi pecho, como si quisiera esconderse del mundo y desaparecer.
Elena
«Puta». Todavía puedo ver a Muriel escupiéndome a la cara esa palabra. Puta. Lo mismo que deben pensar muchos. ¿Qué sabrá la gente? Y qué sabrá esa mocosa. Me pregunto cómo se habrá enterado de lo de Arturo. Soy muy cuidadosa o, al menos, eso creía. Miro a mi alrededor y descubro lo falso que es todo lo que me rodea. Nunca imaginé que mi vida llegaría a estar tan vacía. Mire adonde mire todo me sobra. A lo mejor tiene razón mi hija y soy una puta, porque me acuesto con el amigo de mi marido. Pero yo sé que él se tira a la mujer de su socio. Y no es que se cansara de mí, no tuvo tiempo; fue así desde el principio. Nuestro matrimonio fue un negocio, no le hubieran servido las mujeres de su círculo, porque al tener un colchón económico donde refugiarse le hubieran dado la patada en cuanto hubieran descubierto la clase de persona que es. Fui una ingenua. Él solo buscaba una cara y un cuerpo bonito para poder presumir. Claro que yo solo quería su dinero, poder vivir en una casa enorme con calefacción en invierno y aire acondicionado en verano, tener a alguien que hiciera por mí las tareas de la casa, poder comprarme todo lo que me viniera en gana, una posición social, fiestas… ¿Qué se puede esperar de una relación que empieza así?
Aunque si él no me hubiera engañado primero no sé si yo le estaría poniendo los cuernos. Supongo que sí, porque la vida que imaginé juntos no resultó ser lo que esperaba.
Y mi madre, ¿quién se cree que es para dar consejos? Una mujer cargada de supersticiones que no la dejan vivir. ¿En serio cree que no nos damos cuenta de sus manías? La tele, con el volumen en el número veintidós o en el doce, según el ruido que haya de fondo, ni uno más ni uno menos; las pinzas de tender la ropa de color amarillo, siempre en la cesta, jamás las usa, porque el amarillo da mala suerte, pero tampoco las tira; los zapatos bien colocados, alineados como soldados el día del desfile. Lo que me parece más increíble es su forma de hacer la compra: siete tomates, siete manzanas, siete patatas, da igual si somos dos o doce a comer, siempre siete; en cambio, si tiene que comprar lechugas solo coge las que necesita. ¿Por qué las ensaladas no tienen que ser siete? ¿Y qué pasa con las sandías o los melones? Parece que tampoco tienen que ser siete, gracias a Dios. Está obsesionada con el horóscopo: se cree todo lo que lee y cada mañana busca el significado de lo que ha soñado en un diccionario de sueños. Esas supersticiones son típicas de gente inculta y de pueblo. Me pone enferma cuando sale de casa con esa bata de los chinos encima del pantalón y con las zapatillas de andar por casa, aunque sea para ir a casa de su amiga, que está a una manzana.
—Señora.
Levanto la vista de la revista que estoy ojeando; he pasado las hojas con tanta rabia que algunas se han rasgado.
—Dime, Agustina.
—¿Cuántos serán a la hora de la cena?
—Estaré yo sola, aunque no hace falta que prepares nada, voy a salir.
—Como diga la señora.
Tiro la revista encima de la mesa y me asomo a la ventana. La ciudad está iluminada, el tráfico no descansa y en cada coche viaja una historia: algunas tristes; otras, me imagino que cargadas de buenas noticias. De esas, hace tiempo que no llegan a esta casa.
Santiago piensa que soy tonta, pero estoy al tanto de todo. Sé que estamos en números rojos, que debe dinero a mucha gente y que los negocios no están saliendo como él esperaba. Aun así, no ha sido capaz de decirme nada, seguimos con el mismo ritmo de vida. Yo es que no me lo explico, aunque la verdad es que tampoco pregunto, porque no me conviene. Lo que sé lo escuché en alguna conversación de las muchas que tiene por teléfono. Soy tan invisible a sus ojos que a veces se le olvida que no vive solo. Corro la cortina y voy a mi habitación. Los tacones se hunden en la alfombra de pelo, que cuesta un dineral, igual que todo lo que hay en esta casa. Un piso grande y lujoso en el que nunca me he sentido cómoda, ni siquiera al principio, a pesar de ser todo lo que anhelaba cuando estaba soltera. Los cuadros que cuelgan de las paredes ni me gustan ni los entiendo, además, no me transmiten nada.
Mientras busco qué ponerme, un buda enano que Santiago compró en un viaje a la India y al que le tiene un cariño especial, me mira desde la cómoda. Me acerco y lo sopeso. Todavía no entiendo por qué pagó tanto dinero por él, debe creer que tiene poderes mágicos. Lo tiro al váter y descargo el agua de la cisterna.
Me tengo que vestir, he quedado con Arturo. También estoy harta de esta situación; cualquier día le doy puerta. ¿Por qué sigo quedando con él? No estoy enamorada, es solo atracción, me pone cachonda. Aunque tengo que reconocer que, si no lo veo en varios días, lo echo de menos; a pesar de que nuestros encuentros sean fugaces y no compartamos más que sexo. Desde luego a él le conviene más que a mí esta relación: tiene una puta disponible a precio de saldo. Entre nosotros no hay prohibiciones ni tabúes.
Me pregunto por qué sigue con su mujer. Yo no abandono a Santiago porque me quedaría sin nada, pero no es su caso. Él tiene un buen trabajo y no tiene hijos; que es la excusa que utilizan la mayoría de los hombres infieles para no romper sus matrimonios. Nunca hablamos de ella, me parecería una falta de respeto. Aunque supongo que eso es lo que pasa cada vez que me acuesto con su marido. ¡Qué hipócrita puedo llegar a ser!
Entro al vestidor enorme y lujoso y que hoy, después de lo que ha pasado con Muriel, me repugna, como todo en esta casa. Siento rabia hacia mi madre por amargarme el día, busco algo provocativo y arrastro las perchas en la barra descartando prendas. Elijo un vestido ajustado de punto negro con escote en uve, un liguero y unas medias también negras y unos zapatos rojos de tacón que lo vuelven loco. No me pongo sujetador —el bisturí hace milagros— y puedo permitirme lucir un buen escote sin utilizarlo. Arreglarme para ir a su encuentro me pone a cien. Nunca he sido una mojigata, pero Arturo es el único hombre que me provoca esta clase de deseo, estas ganas de más. En nuestros encuentros no hay ternura ni conversaciones, ni nos quedamos en la cama abrazados después del sexo. Nos vemos, satisfacemos nuestros deseos sexuales, aunque no los del alma —algo que a mí me haría mucha más falta— y se acabó, hasta el próximo encuentro.
Ya en el taxi, llamo a Muriel; no lo coge. Ya me lo esperaba, pero aun así, esa manera de ignorarme me duele. Espero que se le pase la rabieta pronto, aunque si está con mi madre no tengo que pasarme el día discutiendo con ella por cualquier cosa, es agotador. Seguramente ahora estarán cenando las tres en la salita, como la llama mi madre, con dos barras de la estufa eléctrica encendidas, nunca una ni tres.
¿Desde cuándo tiene esas manías? No sabría decirlo. El día que mi padre se largó para no volver nunca más, Inés y yo éramos muy pequeñas, quizá empezaron a raíz del abandono. Qué paradoja, mi madre y mi hermana abandonadas por sus parejas y yo, que pagaría lo que fuera por quitarme de encima a Santiago, tengo que cargar con él. Sé que sería más feliz sola. No lo soporto. Me irrita todo lo que hace: leer el diario por las mañanas mientras desayunamos sin dignarse a dirigirme la palabra, la manera de ajustarse las gafas continuamente y, lo peor de todo, cuando se equivoca al dirigirse a mí y confunde mi nombre con el de su amante, porque sé que lo hace a propósito. Le tengo tanta manía que me saca de quicio hasta que respire, suerte que la casa es enorme y coincidimos poco. A veces me sorprendo imaginando que tiene un accidente y ya no tengo que aguantarlo más, después me siento una arpía por desearle la muerte. Sería mucho más sencillo separarme, pero me aterra tener que empezar de cero y sé que me dejaría sin nada.
Lo de la cena del sábado me provoca hastío. Forma parte de la comedia de mi matrimonio: aunque cada uno haga su vida, hay obligaciones de las que no puedo escaquearme. Fernando, el socio de Santiago, es un cerdo baboso; no me puede dar más asco cómo me mira.
Pago al taxista y cierro la puerta demasiado fuerte, como si quisiera descargar mi rabia a golpes, porque no soy capaz de hacerlo de otra manera. Entro en el ascensor que me llevará al séptimo cielo, al piso del pecado y la lujuria. Por un rato me olvidaré de mi marido, de que no lo quiero, de que mi hija es una infeliz, de que a veces me doy asco por lo ambiciosa que soy y de que, a pesar de tenerlo casi todo, no tengo nada.
Me detengo delante de la puerta y retiro el dedo del timbre. ¿Es esto lo que quiero? Podría dejar a Santiago para poder encontrar a alguien con quien compartir mi vida. Aún soy joven y quiero sentir la magia del enamoramiento, pero no me imagino otro tipo de vida que no sea la que tengo ahora. Mi dedo, como si tuviera vida propia, toca el timbre sin atender mis dudas