Czytaj książkę: «Cómo estar preparado»
PIERRE-HERVÉ GROSJEAN
CÓMO ESTAR PREPARADO
Orientaciones espirituales
EDICIONES RIALP
MADRID
Título original: Être Prêt. Repères spirituels
© 2021 by Groupe Elidia. Éditions Artège
© 2022 de la versión española realizada por MIGUEL MARTIN
by EDICIONES RIALP, S.A.,
Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopias, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Realización ebook: produccioneditorial.com
ISBN (edición impresa): 978-84-321-6035-6
ISBN (edición digital): 978-84-321-6036-3
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
INTRODUCCIÓN
1. ESTAR PREPARADO
2. LA FE COMO AMISTAD
3. LA MISERICORDIA MÁS ALLÁ DEL PERDÓN
4. NUESTROS AMIGOS AL SERVICIO DE LA MISIÓN
5. CREER, DE UNA VEZ POR TODAS
6. NUESTROS PRIMEROS DE CORDADA
7. NUESTROS COMBATES
8. EL MARTIRIO QUE VIENE
9. MARÍA, ESTRELLA DE NUESTRAS VIDAS
10. LA ALEGRÍA VERDADERA
AUTOR
COLECCIÓN PATMOS
INTRODUCCIÓN
AL ESCUCHAR LA PREDICACIÓN de vuestros sacerdotes, os bastan ciertamente algunas semanas o algunos meses para saber los temas que regularmente se repetirán en sus homilías. Así podéis aprender a conocerles mejor. Es verdad que a la mayoría no les gusta hablar de sí mismos. Saben que son enviados para anunciar a Otro, para servir a alguien mayor que ellos. Pero por poco que un sacerdote hable con su corazón, sus homilías dicen también algo de él, de su espiritualidad, de sus convicciones, de su forma de creer, de esperar y de amar. Revelan su corazón de hombre y de sacerdote. Eso es en el fondo lo que él puede transmitiros de sí mismo: cómo el Evangelio y los sacramentos han podido modelar su alma, lo que él ha comprendido de Jesús caminando en su seguimiento, lo que le queda como convicciones de estos años de acompañamiento, de apostolado, de misión.
He querido escribir este libro planteándome esta cuestión, que se puede presentar en toda edad, y no solamente al atardecer de la vida: ¿cuáles serían las diez orientaciones que me gustaría transmitir hoy, después de haber recibido tantas otras? Los que me conocen bien reconocerán intuiciones que vuelven con frecuencia en mis homilías o en nuestras conversaciones. Pero es un ejercicio interesante para que lo hagamos todos nosotros. ¿Cuáles son las convicciones que fundamentan nuestros compromisos y nuestra forma de creer? ¿Qué es lo esencial que desearíamos transmitir a los que nos están confiados? ¿Qué es lo que nos importa de verdad, eso a lo que estamos dispuestos a comprometernos y proclamarlo, lo que mantendríamos hasta el final…? No es siempre evidente poner en palabras lo de arriba. Por eso es preciso tomarnos el tiempo necesario para hacerlo, para ofrecer a los que queremos o servimos estas orientaciones que nos han hecho crecer y les harán avanzar. Esta labor de transmisión es una misión, también para la cultura, la historia, los valores que nos han forjado, así como para la fe y la vida espiritual.
Estas líneas por tanto se han escrito con el corazón. Sin ser un gran teólogo, ni un especialista en la vida mística, ni un sabio —¡no hay aquí 36 000 citas!—, sin tener un espíritu especulativo… he escrito tal como predico, es decir, tratando de no olvidar nunca que somos la religión de la encarnación. Un libro espiritual puede también ser concreto, sencillo y encarnado. He querido encontrar a cada uno en lo que vive, y ofrecer a todos con qué iluminar el camino concreto de la fe.
Este libro no se lee necesariamente de un tirón, cada meditación es independiente. Se puede leer poco a poco, en el orden que se desee. Quiere ser accesible a todas las generaciones, incluidos los más jóvenes que estén construyendo su relación personal con Dios, con la generosidad y las preguntas de su edad. El tono es franco y quiere dar ánimos.
Este ejercicio me ha permitido profundizar en lo que debo a tantas personas que me han ayudado, a veces incluso sin saberlo. Esos a los que admiro sin saber a veces cómo decírselo. Los que me animan con su confianza y su ejemplo, sin advertirlo, mayores o jóvenes. Un sacerdote se siente impulsado a menudo a dar lo mejor de sí mismo por quienes le son confiados. Discernir y escoger lo más valioso, para transmitirlo mejor, es un modo de manifestarles mi gratitud.
Aquí van, pues, diez orientaciones para animaros, las diez convicciones que os propongo.
Esto es lo que me interesa predicar, de lo que me gustaría convenceros y que tanto me alegra compartir con vosotros.
¡Buena lectura! Y rezad por mí, por favor…
1. ESTAR PREPARADO
«Tened ceñidas vuestras cinturas
y encendidas las lámparas […].
Dichosos aquellos siervos a los que al volver
su amo los encuentre vigilando […].
Vosotros estad también preparados…».
Lc 12, 35-37-40
Para Romain, muerto por Francia
el 25 de noviembre de 2019
a la edad de 34 años.
MARTES POR LA MAÑANA, 26 de noviembre de 2019. Me levanto. Oración corta. Miro mi móvil para verificar posibles mensajes. Después, maquinalmente, echo un vistazo a las noticias. La noticia llega. Trece militares franceses mueren en Malí. Sus nombres no se han publicado aún. Se habla de un accidente de helicóptero, en el curso de una misión de combate.
Instintivamente, trato de recordar si conozco a jóvenes que estén destinados allí. Se sabe luego que hay seis oficiales. Es raro. El ejército espera que las familias sean avisadas para hacer públicas las identidades. Pienso en esos padres, esposas, cónyuges a los que se llama. La vida que se detiene. Las lágrimas. La incomprensión. El dolor. Envío un mensaje a un amigo que acaba de dejar el ejército, pero que tiene aún buenos contactos gracias a sus antiguas funciones. Por si él sabe… o cuando tenga los nombres… Tengo como un presentimiento, que no hace más que aumentar. Pienso en un joven oficial que conozco, Romain. Cazador de la brigada alpina. Partió para allá a finales de septiembre. Desde hace algunos años, cuando pasaba por París, venía regularmente a verme. Las precisiones comienzan a llegar. Un primer telefonazo… me dicen que hay comandos de montaña entre las víctimas. No tengo aún los nombres… pero siento que se trata de él. Lo sé. Segunda llamada de teléfono. Una señora me llama: «Padre, sé que Romain le veía. Me había hablado de usted. Soy su tía. Mi hermano acaba de llamarme. Romain ha muerto, formaba parte de los trece. Quería que usted lo supiera. Le quería mucho». Me he parado en mi coche. Resisto, el tiempo de darle las gracias… de balbucear algunas palabras: «Era un buen muchacho, dígales a sus padres… Le había visto antes de su partida… Estaba preparado». Cuelgo. Y lloro. Estoy trastornado.
El corazón de un sacerdote es un corazón de padre. Como un padre ama a los suyos, se ama a los que nos son confiados, tanto a los feligreses como a los que podemos acompañar. Vuelvo a pensar en nuestra última entrevista. Le había bendecido en el momento de separarnos. Recuerdo su rostro sonriente al pasar por la puerta. Mi contacto me vuelve a llamar, con la lista. No conozco más que a Romain. Le explico. Él debe darse cuenta de que estoy llorando. No puedo más que decirle lo mucho que apreciaba a este muchacho… «Es duro», me dice él sobriamente. Sabe lo que es perder a uno de sus hombres. Él ha vivido eso, en esas mismas tierras de misión. Comprende y sabe lo que viven las familias, los amigos, en este momento… Todo va a encadenarse luego. La llegada de las familias, la ceremonia de homenaje en los Inválidos —magnífica liturgia militar, sobria y dolorosa— la velada de oración. La familia puede al fin, al día siguiente, recibir el cuerpo de Romain en su casa, en el sur. Yo les encuentro por la tarde, para velar cerca del féretro. Los amigos, los parientes se turnan. Me cuesta creerlo. Tengo que escribir la homilía para las exequias del día siguiente. La iglesia está atestada. En primera fila, su familia de un lado, tan digna. Del otro, su jefe de unidad y sus compañeros. Algunos estaban con él allí. Han querido estar aquí, en este uniforme de los comandos de montaña que Romain había llevado con orgullo. Era su jefe. Estoy a la vez verdaderamente triste y orgulloso de él, de su vida entregada, de su compromiso. Todos parecen compartir estos dos sentimientos mezclados. Es en esta homilía cuando vuelvo a esta intuición: Romain nos enseña lo que quiere decir «estar preparado». Después, medito a menudo este tema a la luz de su vida, de su partida. Pienso en otros jóvenes a los que he podido acompañar, que partieron tan rápido, tan pronto hacia el Buen Dios. Hayan tenido o no el tiempo para prepararse, me vuelve ese sentimiento: estaban preparados. ¿Por qué? ¿Qué quiere decir eso?
Contrariamente a lo que se podría pensar, no se trata de cultivar un miedo a la muerte, ni incluso estar fijado en nuestra futura muerte. No es cuestión de la muerte. Es cuestión de la vida. El mismo Romain lo había presentido.
«Estar preparado», eso no quiere decir «querer morir». Estamos hechos para vivir, y Romain, como sus camaradas caídos con él, tenía aún tanto que dar, que construir, que conseguir. No se elige morir. Pero se consiente en la idea de que puede llegar, y eso da un sentido a toda nuestra vida. «Eso por lo que tú aceptas morir, solo eso puede hacerte vivir», escribía Saint-Exupéry. Esa es toda la grandeza de la vocación militar, toda la nobleza del ideal que anima a nuestros bomberos, socorristas, gendarmes o policías: consienten en dar su vida si hace falta. Saben que eso forma parte de su vocación. Más allá del apego bien legítimo a su vida y al amor de los suyos, están aún más apegados al cumplimiento de su misión: servir, proteger y salvar, hasta la entrega total de su vida. Estar preparado es haber comprendido su misión.
En una carta que Romain había dejado para sus padres, si le pasaba algo, había escrito estas palabras tan claras: «Me voy feliz, a mi sitio, consciente de que eso puede ocurrir…». Había querido y aceptado este destino con plena libertad, con plena conciencia de lo que podría tener que dar. Aquel día, al subir al helicóptero, Romain estaba por doble título «en uniforme de servicio». Llevaba el uniforme de combate y, en su corazón, ya estaba entregado. Estaba preparado.
Estar preparado no es querer morir, sino tener conciencia de que «eso puede ocurrir». Esto no está reservado a los militares. En el Evangelio, Jesús se dirige a todos cuando pide tener las lámparas encendidas para esta hora en que el Amo vendrá a buscarnos. Estamos hechos para vivir todo el tiempo que tenemos que vivir en esta tierra, habiendo ya consentido en nuestro corazón en ese momento en que tendremos que partir. «Nuestra ciudad se encuentra en los cielos…» quizá hemos cantado… El cristiano guarda esas palabras en su cabeza. Está plenamente comprometido con la vida de este mundo, pero sabe que está en peregrinación. Este mundo no es su último horizonte. Estamos hechos para ver a Dios. ¿Hemos asumido profundamente esta verdad? Es ella la que ilumina el sentido de nuestra vida, con sus alegrías y sus pruebas. Estamos en camino… ¿Hemos comprendido que la muerte —que puede llegar en todo momento— no será un fracaso para nosotros, sino «la entrada en la Vida», como escribía Teresa de Lisieux, la llegada al final de nuestra peregrinación, la cima de nuestra ascensión? Pensar en la cumbre no aparta del camino. Pensar en la alegría de la cumbre da por el contrario la fuerza que se necesita para continuar este camino, para proseguirlo y superar todos los obstáculos que encontremos, para entregarnos plenamente.
Por supuesto, podemos tener miedo de esa hora, de lo que no conocemos, de lo que no dominamos. Sobre todo, podemos tener miedo de sufrir. Podemos tener miedo por nuestros parientes. Pero al final, ¿es que no espero este encuentro? Por mi parte, sí… y profundamente. Sin embargo, no me siento valiente de verdad. Tengo miedo de tener miedo. Tengo mucho miedo de sufrir. Pero también tengo el sentimiento, cada vez más enraizado en mí, de que somos peregrinos aquí abajo. Quizá a fuerza de ver partir a algunos, a veces tan pronto. Me parece que todas nuestras alegrías, todas nuestras pruebas, nos preparan para otra cosa. Aspiramos a algo grande. Estas líneas de Guy de Larigaudie[1] —un jefe scout y explorador que vivió una vida llena de aventuras magníficas, antes de morir también por Francia en 1940— resuenan en mi corazón:
Cuando, ante la mar, el desierto o una noche cargada de estrellas se siente el corazón lleno de amor inacabado, es dulce pensar que encontraremos en el más allá algo más bello aún, más vasto, algo a escala de nuestra alma y que colmará este inmenso deseo de felicidad, que es nuestro sufrimiento y nuestra grandeza como hombre.
Añadía, quizá presintiendo que le llamarían a dar su vida antes de lo previsto:
Aventura breve: treinta, cincuenta, ochenta años quizá que es preciso atravesar duramente, aparejado como un velero navegando en alta mar hacia esta estrella que es nuestra única guía y nuestra única esperanza. Qué importan los tornados, tempestades o calma chicha, si está ahí esta estrella.
Y concluía así:
Sin ella no habría más que escupir el alma y destruirse de desesperanza. Pero su luz está ahí y su búsqueda y su seguimiento hacen de una vida humana una aventura más maravillosa que la conquista de un mundo o la carrera de una nebulosa. Esta aventura no supera nuestras fuerzas. Nos basta caminar hacia nuestro Dios para estar a la altura del Infinito, y eso legitima todos nuestros sueños.
Todo está dicho, y qué bien dicho. Haber uno comprendido el fin de su vida permite descubrirla, y por tanto vivirla como una magnífica aventura. Esta aventura la vivimos con lo que somos, incluso nuestras fragilidades y nuestras rémoras. Avanzamos a trancas y barrancas por esta tierra, arrastrando nuestras limitaciones, nuestras debilidades, nuestro pecado… Con todo eso, tratamos de amar y de dejarnos amar. Es la bondad y la grandeza de Dios lo que nos hace capaces. Tratamos de «servir lo mejor que podemos», según la promesa que muchos han podido hacer una tarde de verano. Pasamos nuestro tiempo luchando contra los mismos demonios, en los mismos combates. Levantándonos una y otra vez, aprendemos a amarnos a nosotros mismos, tal como somos. Aprendemos sobre todo a dejarnos amar, por quien se revela como un Padre, un Hermano, un Amigo. Esto es por otra parte sin duda el corazón de la aventura: aprender a dejarse amar. Estamos llamados a hacer cosas hermosas en esta tierra, comenzando por servir a nuestros hermanos. Brillante o escondida, realizada o no, nuestra vida tiende hacia esa «estrella», esa hora última que ninguno conoce: la del encuentro. Sí, la vida en este mundo es bella, aunque no sea fácil. Pero creo con todo mi corazón que nos prepara para una belleza aún mayor. Y todas las alegrías de este mundo no serán nada ante la de oír un día, cuando llegue la hora: «Muy bien, siervo bueno y fiel […]; entra en el gozo de tu señor» (Mt 25, 21).
«Estar preparado», eso no quiere decir tampoco «ser perfecto». Como si un día, habiendo alcanzado una cierta perfección humana, pudiéramos decir: «¡Basta!». Como si un día pudiésemos mirar al Señor de igual a igual y decirle: «Ya tengo el derecho de ir al Cielo». La salvación ofrecida será siempre un don, nunca algo debido. Un don mucho más allá de nuestros méritos. Nos encontrará pobres quien vendrá a buscarnos. Siempre necesitaremos su misericordia. Hasta el fin de su vida, incluso los más grandes santos se han confesado. No se inventaban pecados… tenían aún necesidad de convertirse y de permitir que les levantaran. Sin embargo, ¡estaban preparados!
Romain no era perfecto tampoco. Solo Dios conocía el secreto de su corazón. Como cada uno de nosotros, tenía sus luchas y sus debilidades. Pero creo que puedo decir que Romain estaba preparado porque era sincero con Dios, porque estaba en amistad con él. Estar preparado, me parece, es también eso. No ser perfecto, pero ser verdadero. No haber ganado todas las luchas, pero estar llevándolas generosamente. No haber alcanzado la cumbre, pero estar en camino con el deseo de esa cima. Romain tenía un verdadero deseo de Dios, buscaba la voluntad de Dios, quería comprenderla, captarla para mejorar y adherirse a ella. Sufría por no conseguirlo siempre. Conoció así verdaderos combates interiores. Pero luchó bien para aprender a dejarse amar y para amar, a confiar, a ser libre, a elegir las verdaderas alegrías. Romain tenía la humildad de dejarse ayudar. Sacaba del sacramento de la eucaristía y de la confesión la fuerza para levantarse y avanzar. Hacía oración también. Uno de sus últimos mensajes fue para decirme que rezaba el rosario, y que aprendía así a abandonarse. Romain estaba disponible para la gracia de Dios, quería que ella hiciese su obra, ponía los medios para cooperar con esta acción de Dios en su vida. Antes de partir para Malí, quiso detenerse en el santuario de Notre-Dame du Laus y confesarse. Quería vivir esta «Opex» [Operación en el extranjero] como un gran retiro. Mirando atrás, cuando se relee un poco su recorrido, se está impresionado al ver cómo el Señor lo ha preparado misteriosamente —pero realmente— a través de los encuentros, los retiros y las reconciliaciones, las lecturas y los sacramentos recibidos. Ese 25 de noviembre, Romain estaba «en su sitio» y eso era el fruto de los meses y años que habían precedido.
Se está preparado porque nos hemos dejado trabajar por el Señor. Hemos estado disponibles, se le ha permitido hacer su obra en nosotros, se ha aceptado creer que, a través de los encuentros y los acontecimientos, podía llegar a nosotros. Se está preparado porque nos hemos dejado preparar, sencillamente. Sin duda que ser consciente de eso nos ayuda a discernir mejor el sentido de tal o cual periodo de nuestra vida. Tiempos de espera, tiempos de desierto, tiempos áridos o que nos parecen muy ordinarios no son por eso tiempos perdidos. Dios nos prepara a menudo a los grandes dones y a los grandes compromisos, en el silencio y a largo plazo. Jesús mismo conoció la vida oculta en Nazaret durante treinta años: una vida de niño, de adolescente y luego de joven artesano. Vida humilde y pobre, bastante impresionante luego cuando se descubre que era el Mesías esperado. Había que salvar el mundo y Jesús se dedicaba a la carpintería… Pero Dios sabe lo que hace y permite. La hora no había llegado aún. Los tiempos de Dios no son los de los hombres. Pero nada de nuestra vida es inútil cuando vivimos unidos a Dios. «Sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios, de los que son llamados según su designio» (Rm 8, 28). Nuestra fidelidad en su seguimiento, en estos periodos a veces penosos u ordinarios, nos prepara para seguir siendo fieles en los momentos más fuertes o más grandes. Los pequeños «síes» preparan los grandes.
Se está preparado cuando se vive plenamente cada instante de la vida, sin esperar indefinidamente «el gran momento» o «más tarde». No se prepara uno para el matrimonio la víspera del gran día, sino en los diez años que lo preceden. El hombre o la mujer, capaz de decir «sí» ese día, es el fruto de esos diez años (y a veces más) en el curso de los cuales él o ella ha aprendido a guardarse, a prepararse, a construirse, a servir y amar. Todos esos años han permitido formar poco a poco el corazón de esposo, el corazón de padre o de madre capaz de darse cuando llegue el día. Es lo mismo para un sacerdote o una religiosa. Los pequeños «síes» preparan los grandes. Jesús nos lo promete en el Evangelio: «Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho…» (Mt 25, 23). Es muy alentador saber que incluso lo que yo considero un tiempo «ordinario» de mi vida, incluso lo cotidiano a veces tan banal o repetitivo, tiene siempre valor para Dios. Él ama servirse de eso para prepararnos a los grandes dones, a los grandes compromisos y a las grandes etapas de nuestra peregrinación.
Así, estar preparado es vivir en este «estado de gracia» del que habla la Iglesia. Se podría decir también «en amistad» con Cristo. Eso no significa únicamente no tener «pecados mortales» en la conciencia. Por supuesto que estar «en amistad» con Cristo implica haberse reconciliado con él, si los pecados hubiesen podido herir o romper esta relación entre él y nosotros. Estar en amistad con Cristo implica también que tratemos día tras día de amarle y seguirle, más allá de los altibajos. Es una amistad perseverante por la que se lucha sin desanimarse. Ese deseo habitual marca profundamente nuestras elecciones, nuestras decisiones, nuestro recorrido. Como toda amistad, este estado implica estar de verdad con el Señor y haberle escogido realmente: «Señor, tú lo sabes todo… tú sabes que te quiero», responde san Pedro a Jesús. Esta respuesta le basta a Cristo: «Apacienta mis ovejas» (Jn 21, 17). Se considera de nuevo a Pedro preparado por el Señor, tres días después de haberle negado. Pedro ha llorado esta amistad perdida, este lazo roto por su falta. Pero ha creído en la misericordia de Dios. Es en esta misericordia incansable donde podemos rencontrar este «estado de gracia», esta amistad con Cristo.
Estamos preparados, porque estamos perdonados. Estamos preparados, porque Jesús nos ha revestido él mismo de su santidad, de este «traje de boda» (Mt 22, 11), cargando sobre él nuestra miseria. Nuestras debilidades y nuestros pecados, nuestras luchas y nuestra pobreza no serán nunca un obstáculo definitivo. Estaremos preparados, pues habremos adquirido el hábito de acudir regularmente a renovar nuestra amistad con Cristo en los sacramentos. Habremos aprendido a gustar de su perdón, dejándole realizar ese intercambio asombroso y conmovedor: nuestros pecados contra su santidad. Estaremos preparados, porque no nos quedaremos nunca lejos de él largo tiempo. Estaremos preparados, porque nos habremos propuesto no dejarnos nunca desanimar. No podremos conseguir no caer nunca. Pero nunca nos quedaremos en el suelo… Dios conoce nuestros corazones: sabe lo que realmente queremos vivir. No tenemos por qué vivir con miedo permanente de que nos atrape. ¿Qué imagen tenemos de Dios si le creemos capaz de atraparnos? Dios sabe, Dios nos conoce. «Haz lo que debes y está en lo que haces», escribía san Josemaría. Hacer lo mejor que podemos para ser fiel a lo que Dios espera de nosotros y entregarse plenamente en lo que hacemos, ese es el medio de estar habitualmente preparado, o más bien de permitir a Dios que lo estemos. Podemos entonces hacer nuestra esta respuesta de santa Juana de Arco a sus jueces, que le preguntaban si estaba en gracia: «Si no lo estoy que Dios me la dé, si lo estoy que Dios me guarde en ella».
Me parece que este es el sentido de esta famosa «lámpara encendida» que menciona el Evangelio. Esta lámpara de las «vírgenes prudentes» que permite al que vela mantenerse despierto en la noche para ver llegar al Amo. Esta lámpara es nuestra fidelidad en la oración y en la acción. Fidelidad a nuestro deber de estado. Fidelidad humilde de lo cotidiano. Fidelidad, a veces, en medio de las lágrimas o de la alegría. Fidelidad para volver a levantarse. Fidelidad para darse ahí donde Dios nos ha puesto. Fidelidad para vivir plenamente eso cotidiano. «En nuestro sitio». Es en ese sitio donde el Señor vendrá a encontrarnos un día para plantearnos la misma pregunta, la única pregunta: «Y tú, ¿me amas de verdad?». Estar preparado es poder responderle sí, sencillamente.
[1] Étoile au Grand Large, Seuil, 2011.