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GLORIA EN EL INFIERNO

© Pepa L. Casanova

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Iª edición

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ISBN: 978-84-18730-39-9

PEPA L. CASANOVA

GLORIA EN EL INFIERNO

PRIMERA PARTE

Prólogo

Siempre me ha llamado la atención el gran abismo existente entre la teoría y la práctica; lo que se debe o se quiere hacer, lo que hacemos y lo que la gente espera de nosotros.

Cruenta batalla la que se libra con una misma. Es tan fácil caer presa de nuestra propia imaginación, esa misma que nos da rienda suelta para inventar argumentos que justifican a personas que nos intoxican. Cuánta fuerza e inteligencia se ha de tener para sacudirnos de quienes, como un lastre atado a nuestros pies, nos llevan a lo más escabroso de nuestra propia existencia.

Este libro da buena cuenta de ello. La autora pelea en un proceso largo, a veces efímero, otras veces eterno y casi siempre lleno de obstáculos y contradicciones. En ese camino, que sigue estando gris incluso los días soleados, se quedan muchas lágrimas, muchos sinsabores y algún que otro momento feliz. Admiro la capacidad de la que hizo gala para afrontarlo.

Somos amigas desde hace casi veinte años y he sido testigo directo de cómo dejó parte de su vida en ese intento. Vida que retomó dirigiéndola a una senda de proyectos e ilusiones nuevas, entre otras, la de escribir este relato, ofreciendo así un espejo donde reflejarse y reconocerse y una bocanada de esperanza, especialmente a otras mujeres que pudieran necesitarlo.

Permitidme aportar, como mujer, mi propia experiencia y decir que mientras veamos verdugos en nuestras vidas siempre nos sentiremos víctimas, alimentando con esa actitud rencores que nos alejan de una vida en armonía.

Dejo aquí una frase, aparentemente sencilla y de autor desconocido, con la que la autora y yo reflexionamos, viajeras en un tren con dirección a nuestras propias vidas:

«¿Qué haces cuando te tratan mal? Me trato bien y me voy…».

Os invito a adentrarnos en este laberinto de emociones, pasiones y sentimientos para acompañar a la autora en su travesía.

Carmen R. Chiappe

Gloria

Me llamo Gloria del Carmen. Nací un jueves de mayo a las cinco de la tarde (la hora de la verdad, según los cánones taurinos y como buena tauro, que dicen los aficionados a los horóscopos) hace casi cincuenta años en la preciosa capital de la Costa de la Luz.

Mis padres vivían con mis abuelos maternos en una casa pequeña de un barrio humilde. Mi abuelo y mis tíos, todos hombres y todos mayores que mi madre, que fue la única niña, tuvieron una gran afición a eso de empinar el codo. Es de imaginar lo complejo que debió de ser para ella crecer en ese ambiente en plena posguerra, con mi abuela anulada, pasando hambre y sometida a la tiranía de tanto hombre. No les conocí, o al menos no les recuerdo, pero mi padre me hablaba a menudo de lo difícil que fue tratar con su familia política.

Mi vida consciente comienza aproximadamente recién cumplidos los seis años. De ahí para atrás no recuerdo absolutamente nada. Cuando contaba apenas quince meses mis padres se trasladaron a Benaocaz, un pueblecito de la serranía de Cádiz. Allí tenían su casa y allí nacieron dos de mis hermanos. Por cuestiones laborales y económicas se vieron obligados a dejar la casa del pueblo. El entonces presidente de la Cruz Roja les ofreció trabajo en Mijas. A mi padre de guarda y jardinero de un chalet (residencia de verano de este señor) y a mi madre de asistenta. Como los niños obstaculizábamos el trabajo de mis padres, aprovechando sus influencias nos internó en un colegio a los tres hermanos, el niño en Torremolinos y las niñas en Torre del Mar.

El primer recuerdo que tengo es del día en que mi padre me dejó en el recibidor del colegio. Una monja vestida de negro riguroso me cogía de una mano y me adentraba por un largo pasillo de losetas blancas y negras. Mientras nos alejábamos miraba para atrás, viendo cómo mi padre se iba y me decía que no me preocupara, que al día siguiente vendría a verme. El gran portón de madera y hierro se cerró y al día siguiente mi padre ya no volvió. Las galerías y pasillos eran asépticos, interminables y muy fríos, pero en medio había un gran jardín, el jardín del centro le llamábamos, cargado de rosas de preciosos colores e intenso olor, que le daba calidez y vida al entorno.

Mi padre venía a visitarnos una vez al mes (¡menuda la excursión que tenía que organizar, teniendo en cuenta los medios de transporte y las carreteras de entonces!) y todo esto para pasar un rato del domingo con sus hijos. Primero recogía a mi hermano y, ya en Torre del Mar, comíamos juntos los cuatro. Mi madre, creo recordar, tan solo vino en una ocasión y fue el día de mi primera comunión. Se quedaba en el chalet, sobre todo porque en los cuatro años siguientes nacieron mis otros dos hermanos, los más pequeños. En algunas ocasiones pudimos disfrutar de un par de semanas de vacaciones todos juntos. Esos recuerdos son muy entrañables y me vienen a la memoria como los mejores de mi infancia. Era a la salida del verano cuando los dueños se marchaban a Madrid y, antes de empezar las clases, pasábamos un par de semanas con mis padres. Nos íbamos al chalet, que se encontraba en un enclave envidiable. Corríamos y jugábamos por aquellos jardines, que mi padre cuidaba tan bien, y disfrutábamos de la piscina como privilegiados que nos sentíamos entonces. Para los juegos siempre tuvimos el apoyo de mi padre y la negativa de mi madre. Era y es muy miedosa. No nos dejaba hacer prácticamente nada; nos quería tener cerca de ella, sentados, sin movernos y bajo su control.

Pasados cinco años mis padres volvieron a Benaocaz. Estos señores ya no querían más niños, mi madre ya no podía atender las tareas y mi padre no podía hacerse cargo de todo. No obstante, el delegado de turno que regentaba el colegio permitió que siguiéramos en el internado a pesar de que ya no nos correspondía por vivir en otra provincia. Esto propició que las visitas de mi padre se espaciaran un poco más en el tiempo. Recuerdo que cuando venía a vernos debía hacer noche en el camino. ¡Cómo han cambiado las comunicaciones! Actualmente, en algo más de dos horas se puede uno desplazar de un extremo a otro.

De alguna manera, nos fuimos acostumbrando. A mi madre y a mis hermanos pequeños les veíamos en verano durante un par de semanas y poco más. En ese tiempo que pasábamos con ella lo habitual es que estuviera pegando voces, chillándonos y amenazándonos con la chancla en alto. Buenos momentos que recuerdo de esos meses de vacaciones en el pueblo son los juegos de noche en la calle con los hijos de las vecinas. Hacía mucho calor y era cuando únicamente mi madre salía a la calle y podíamos salir nosotros también. El resto del día nos dejaba encerrados; es por esto que pasaba mucho tiempo asomada a la ventana, viendo a la gente pasar y mirando cómo las niñas de mi edad jugaban y se divertían. No entendía por qué yo no podía estar con ellas. Mi contacto con el exterior y mi vía de escape fueron las cartas. Me aficioné pronto a cartearme con las compañeras del colegio. Esperaba ansiosa al cartero cada día y no había nada que me alegrara más que el cartero vociferando mi nombre para que bajara a recoger una carta. En aquella época, al menos en mi pueblo, no existían los buzones.

En líneas generales, desde la perspectiva del tiempo y dadas mis circunstancias familiares, seguir en el colegio fue lo mejor que me pudo pasar. Los primeros años me sentía mal y vomitaba cuando volvíamos de casa al colegio. Al final las vomiteras y diarreas se sucedieron cuando me debía marchar del colegio a mi casa. Mi vida en el internado transcurrió sin muchos traumas. Me adapté bien, seguí las normas y pasaba desapercibida. Fui una niña obediente, más o menos aplicada. Las monjas nos inculcaron el espíritu de sacrificio a fuego. Creo que básicamente me movía por ese estímulo. Por el contrario, había algo que me encantaba hacer. Me gustaba hacerme notar, pero con público: actuar, cantar, bailar, organizar actividades y hasta leer la epístola en misa. Me sentía importante porque tenía a la gente pendiente de mí. Y como solía hacerlo bien hasta me felicitaban.

Recuerdo con especial cariño las Navidades y la Semana Santa. La mayoría de las niñas se iban a su casa de vacaciones, aunque yo no podía. A mí me gustaba quedarme en el colegio. Éramos pocas y nos «mimaban» un poco más. Hacían menús especiales, nos daban regalos y hacíamos representaciones relativas a la Navidad. En Semana Santa me incluyeron en la coral del pueblo. No es que tuviera mucha voz, pero tenía buen oído. Los cantos de los oficios religiosos de entonces, cantados a cinco o seis voces, me transportaban al cielo directamente. De aquello me quedó una gran afición a la música sacra y coral. Precisamente, ahora que escribo estoy escuchando unas cantatas de Bach.

Otro de los buenos recuerdos que tengo de la época del colegio es mi pandilla. Éramos seis chicas y a lo largo de siete años allí dentro nos hicimos inseparables. Nos hacíamos llamar las Melódicas. Teníamos nuestras propias normas. Había una líder, que nunca fui yo. Nos apoyábamos, jugábamos, nos lo contábamos todo. Esa era la familia que no teníamos. De aquella pandilla conservo la amistad con Eugenia, mi mejor amiga. Cuarenta y cinco años de amistad. A una de ellas la vemos de tarde en tarde, pero no perdemos el contacto. De las otras no volvimos a saber nada más. Recuerdo como entrañables y divertidos los actos de rebeldía cuando adolescentes, las escapadas al campo para fumar, no sin antes jugarnos la expulsión comprando tabaco en los kioscos vestidas con el uniforme. Ahí estaba yo para esos casos. Tenía que demostrar que estaba a la altura. En otras ocasiones organizábamos verdaderas batidas para ir a la cocina y saquear la despensa. Pasábamos un hambre canina. Tuvimos algún que otro castigo ejemplar por ello.

A los doce años me enamoré perdidamente de un niño alemán; se llamaba Klaus y tenía mi edad. No podíamos hablar, no nos entendíamos. A través de la reja del colegio nos veíamos y cuando nos dejaban salir al parque nos sentábamos en un banco y no hacíamos otra cosa más que mirarnos. Como anécdota, resaltar que hasta hace unos años, cuando desmantelaron el parque y cambiaron los bancos, en uno de ellos, donde nos sentábamos Klaus y yo, podía verse todavía un corazón con las letras K y G en el respaldo de madera. Esa experiencia me descolocó; no comía, no dormía, no estudiaba. No importaba nada más, solo mirar aquellos ojos azules y aquel pelo tan rubio que me tenían abducida.

Llegó la menstruación y llegaron los miedos. Este tema era tabú y algo impuro. Me desarrollé rápidamente y con catorce años ya tenía un cuerpo casi de dieciocho. Las chicas en general podíamos llegar a ser bastante crueles. Creo que nadie era consciente del daño que podíamos hacernos unas a otras. Uno de los juegos favoritos era hacer concursos de cualquier cosa. Había uno en el que ganaba (y eso que no me presentaba, pero daba igual: a mí me «nominaban» siempre). Como yo, había dos chicas más que tenían una talla considerable de sujetador. Bueno, pues el premio a la más tetona me lo adjudicaban en cada certamen. Ahí empezó mi «reinado» y comenzaron mis complejos. Usaba un par de tallas menos, me llegué a poner hasta vendas para apretar los pechos y parecer más plana, dejé de ir a la playa por no enfundarme el traje de baño. Iba a todos lados de brazos cruzados y encorvada. Los complejos me acompañaron desde entonces.

Otro dato importante para mí en aquel momento fue la decisión de las monjas a la hora de enviarnos a estudiar BUP o FP. Más tarde entendí que lo hicieron de forma que las niñas que no teníamos posibilidades de seguir estudiando una vez nos marcháramos del colegio hiciéramos FP y las que tenían más recursos en su casa y pudieran enganchar una carrera hicieran BUP y COU. Me sentí discriminada. Yo hice FP y Eugenia, BUP. Nos separaron. Hoy lo agradecemos; mi amiga consiguió terminar su carrera y la ejerce y yo trabajo de administrativa en un organismo de la Junta.

Cuando cumplí quince años mi pandilla se había deshecho. Eugenia hizo otras amigas y las otras chicas ya no estaban. Recuerdo que me quedé un poco desubicada. Posiblemente como consecuencia de eso, me entró una vocación religiosa difícil de explicar. La madre superiora, con la que hablé de ello, se quedó encantada con la idea. Hacían falta vocaciones, decía ella. Pero me advirtió de que antes debía conocer lo que había en el exterior y si al año siguiente seguía queriendo ser monja ella sería la primera en prepararme el camino.

Me introdujo, de la mano de la hermana Teresa, en la parroquia de Torre del Mar. Esta mujer era alegre, entregada, generosa y muy servicial con la gente de este pueblo. Les ayudaba a estudiar, a buscar trabajo, a resolver problemas sociales y de otra índole. Los domingos después de comer tenía permiso para irme con ella a la parroquia, donde después de misa se cerraba el altar con una mampara y se organizaban bailes. Eso era lo mejor. Me enamoré de uno de los monaguillos. Se llamaba Valentín y tenía diecinueve años, cuatro más que yo. Hasta tres misas llegué a oír algunos domingos (por supuesto, leyendo mi epístola) simplemente porque él era el monaguillo. No importaba; luego llegaba mi recompensa. Mis primeros bailes fueron con él. El cosquilleo, los temblores, el rubor, ese acercarse peligrosamente, rozando la cara y los labios, la sensación de vivir algo tan placentero… ¡Uf! Mientras sucedía todo eso, una voz interior me recordaba que aquello era un acto impuro. Me preguntaba qué había de pecaminoso en aquel acto, máxime cuando Dios estaba tan cerca y nos estaba viendo.

El caso es que no dejé de bailar, mentalmente hablando, prácticamente hasta que me fui del colegio. Esa sensación me acompañaba a todos lados. Me quedaba en Babia recordando. Ni que decir tiene que la vocación religiosa desapareció de manera fulminante. Esto duró más o menos un par de años, prácticamente lo que quedaba para dejar el internado. Esta etapa fue importante para mí, se acercaba el final.

Mientras que mis compañeras celebraban el final del curso y la salida definitiva del colegio, yo recuerdo aquellos momentos como angustiosos. No estaba contenta, yo no quería irme de allí. Aquella era mi casa y sentía que me iba a un sitio extraño y ajeno a mí. Encima, me sentía culpable porque no estaba alegre como el resto de las chicas y porque tampoco deseaba vivir con mi madre, a la que se suponía que debía querer y respetar por encima de todo. Además de fingir esa alegría, me sentía culpable también por no tener esos sentimientos hacia mi madre.

Llegó el momento. Dieciséis años recién cumplidos tenía cuando me fui del colegio con un manual de instrucciones debajo del brazo, del que muy pronto advertí que era totalmente incompatible con la realidad de la calle. Angustiada, un poco asustada, desorientada, con muchos tabúes y complejos, ajena totalmente a lo que me esperaba fuera e ignorante en todos los sentidos; así me di de bruces con la vida adulta. No sabía nada de sexo ni de relaciones. Hasta entonces siempre había hecho lo que me habían dicho. ¿Quién me iba a decir a partir de entonces lo que tenía que hacer? No me veía en mi casa. Ya no estaban mis amigas ni la madre superiora. Recuerdo que aquello me provocaba una sensación angustiosa muy desagradable, como náuseas psicológicas.

Las monjas sabían del problema económico que había en mi casa; por eso, para empezar y arrancar, me buscaron un trabajo como empleada interna en una casa, donde vivía un familiar de una de ellas. Durante los meses de julio y agosto estuve en Cádiz cuidando de cinco niños, limpiando más zapatos que un limpiabotas, levantándome a las siete de la mañana y acostándome a la una de la noche. Allí superé mi primera prueba de fuego. A media mañana debía bajar a la playa con los niños. No sé cómo me las arreglé, pero siempre tenía una excusa para no ponerme el bañador, sobre todo porque el hijo mayor tenía un año menos que yo y ya me miraba con otros ojos.

Pasado el verano, pasé de puntillas por mi casa y al poco tiempo volví a trabajar en otra casa, también recomendada por las monjas. Esta vez fue en Mérida. Aquí había dos niños. Uno de ellos era un verdadero potro. Me tenía las piernas llenas de cardenales de las patadas que me daba. ¡Qué manera de trabajar! Por seis mil pesetas de entonces tenía que estar disponible todo el día, para todo. Incluso me enseñaron a cocinar para que lo hiciera también. Me obligaban a salir a la calle con el uniforme de chacha, como nos llamaban entonces. Aquello no me gustaba. Igualmente, se empeñaron en que debía matar un pavo que le regalaron a la familia por Navidad y que durmió cerca de mí la noche antes. ¡Por ahí no pasaba! Soy incapaz de matar una mosca. Lo mató una vecina y… ¡vaya muerte cruel que tienen los pavos! No me quedó otra que ser testigo, ya que tuve que limpiar los restos de la matanza.

En ese tiempo, los jueves por la tarde, que los tenía libres, me iba a bailar a las discotecas de moda. Me volvía loca bailando toda la tarde. Después de seis meses en esa casa empecé a darme cuenta de que no era aquello lo que deseaba. No tenía ni idea de lo que quería, pero continuar en otro internado seguro que no.

Poco antes de cumplir los diecisiete años volví al pueblo, a casa de mis padres. Allí estábamos todos. De esa etapa, principio del verano, aparte de los eternos enfrentamientos con mi madre, recuerdo a mi hermana lavando a mano la ropa en una pila. No teníamos lavadora todavía y mis hermanos eran aún muy pequeños. Mojaban la cama casi a diario y no existían cubrecolchones entonces. Si alguien podía echar una mano a mi madre en las tareas de casa, era mi hermana. A mí no me dejaba; como mucho, solo a cargar las bolsas de la compra y a estar pendiente de los niños.

A mi padre solo le veíamos algunos fines de semana. De lunes a vier-nes trabajaba en la construcción por las urbanizaciones de la Costa del Sol. La convivencia con mi madre y mis hermanos se hizo insostenible. Todo lo que me habían enseñado en el colegio (disciplina, horario, orden) no era compatible con la forma de vida impuesta por mi madre. Los gritos y las palizas eran habituales y casi todos los palos me los llevaba yo. No soy consciente de haber sido una chica imposible, aunque sí bastante rebelde y contestona. Los buenos modales que me enseñaron los perdía cuando me enfrentaba a mi madre. No podía soportar que me chillara ni que me pegara, y encima sin explicaciones. Alguna que otra vez no pude evitar devolverle el golpe. Nunca entendí por qué se ensañaba conmigo.

Empecé a salir con las chicas de mi barrio a la discoteca y a los bares de moda. Una de estas chicas tenía muy mala reputación, aunque creo que no se salvaba ninguna mujer joven en el pueblo de tenerla, y me presentó a Román, un chico casado y diez años mayor que yo. Me enamoré. De un par de morreos prolongados no pasó la cosa. El caso es que este chico, que iba detrás de mi amiga, me presentó a su amigo José Antonio, casado y también diez años mayor que yo. Su familia estaba en un pueblo de Jaén y él se encontraba en Benaocaz por motivos de trabajo. Me volví a enamorar. ¡Jo! Y es que me enamoraba de cualquiera que pasaba por mi lado, ahora que lo pienso. Este fue algo más serio y salimos más veces. Justo quedamos un sábado que mi madre me castigó, ¡vete tú a saber por qué! Como no quiso dejarme salir por las buenas, inventé alguna excusa y me fui. Ya no volví a casa. Me escapé a Mérida con José Antonio. Narrando esto con detalle y reviviéndolo, independientemente de cómo fueron mis relaciones con mi madre, aquello tuvo que ser duro para ella. Su hija desaparece y no da señales de vida hasta el otro día. No lo pensé. Como en los cuentos… ¿Quién se resistía a la tentación romántica de escaparse con su enamorado? Ahí descubrí el significado de «y comieron perdices», en el crudo despertar del otro día. ¡Uf! Esa noche me estrené. No fue ni agradable ni romántico y al día siguiente este hombre se fue a Almería y me dejó en la estación con doscientas pesetas en el bolso y sin poderme sentar apenas.

Tenía muy claro que no volvería a mi casa. Primero, por mi madre; tenía miedo de su reacción. Segundo, porque pensé que si conseguía un trabajo me perdonarían. Llamé por teléfono a una señora que tenía una tienda cerca de casa de mis padres para que avisaran a mi hermana. Solo hablaría con ella. Y eso fue lo que le dije, que me había ido de casa para buscar trabajo y que volvería cuando lo encontrara.

Era domingo por la mañana. Después de hablar con mi hermana me fui a buscar a una amiga que trabajaba en el mismo edificio donde yo estuve meses atrás. No estaba. Paré en una cafetería del barrio para tomar algo y se me acercó un vecino que decía conocerme de haberme visto por allí. Se llamaba Javier, tenía unos cuarenta años y estaba de rodríguez. Me invitó a comer algo y a descansar en su casa. Subí. La verdad es que no tenía otra alternativa a mano.

No me desagradaba ese hombre, tenía una voz muy interesante. Ya en su casa, intentó propasarse, como se decía entonces. No sé por qué, aunque no quería ir a más, me sentí halagada. Todavía estaba dolorida por lo de la noche anterior, así que le pedí un rato para descansar y que me invitara después a bailar en la discoteca. Así lo hizo. ¡Qué obsesión tenía con las discotecas! ¡Daba igual cómo estuviera, solo quería bailar! Era la discoteca más en boga de Mérida. Me divertí y bailé hasta agotarme. Bien entrada la madrugada llegó la hora de irse y Javier se marchó solo. No recuerdo si me presentó a un conocido antes de marcharse o si se fue sin más. El caso es que conocí a alguien de quien no recuerdo su nombre, solo que era un chico gitano y que de alguna manera hizo de mi ángel de la guarda. Preocupado por dónde iba a pasar la noche, porque yo era menor de edad, no tenía dónde ir y estaba sin dinero, no se lo pensó dos veces y me llevó a casa de su hermano, que estaba casado y tenía dos hijos pequeños. Vivían en un piso de un barrio humilde y bastante descuidado, con apenas unos pocos muebles. Me dejaron dormir en un colchón que tenían en el suelo y del que desde dentro se oían ruidos de bichitos que anidaban en su interior. Agradecida por el acogimiento, correspondí a su hospitalidad limpiando y colaborando en lo que podía. Durante ese tiempo, unas tres semanas más o menos, no me faltaron un techo y un plato para comer. Como pasaban los días y necesitaba un trabajo que me diera para vivir, pagar un alquiler y enviar dinero a mi casa, pensaron en presentarme a una señora que me podía ayudar.

Este hombre era muy buena persona, pero se relacionaba con personas que vivían rozando las lindes de lo establecido. Ahora entiendo que por esa particularidad difícilmente podía buscarme otro tipo de trabajo. Maruja se llamaba la señora que me presentó y me ofreció un empleo, pero al ser menor (entonces la mayoría de edad era a los veintiuno y yo tenía diecisiete años) debía contar con la autorización de mi padre por si la policía me pillaba trabajando. El local se llamaba La Maison y era un bar de alterne. No tenía ni idea de lo que era eso ni de lo que allí se cocinaba, pero Maruja decía que no tendría que esforzarme mucho. Seguro que podría ganar suficiente dinero para todo lo que necesitara. Mi trabajo consistiría en atender a los clientes, en ser amable con ellos y en darles conversación. La verdad es que no recuerdo de qué puñetas podría hablar con esos hombres entonces. No tenía que ir «más allá», me decía Maruja. No me enteraba de nada, estaba en la inopia más absoluta, hasta el punto de que para trabajar utilizaba mi propia ropa, la que me ponía recién salí del colegio: faldas escocesas de cuadros, jersey de pico, pantalones vaqueros… Al principio, mis compañeras se metían conmigo por mi atuendo, pero cuando la jefa empezó a comprobar el éxito que tenía adopté este estilo como propio y lo exploté como pude.

Conseguí la firma de mi padre y pronto pude empezar a mandar dinero a mi casa. Mis padres nunca me preguntaron por mi trabajo ni por el sueldo. Creo que se fiaban de mí, aunque tampoco podían plantearse si me convenía o no este trabajo. No tenían medios para desplazarse y mi madre demandaba constantemente la presencia de mi padre en casa. Ella no salía para nada a la calle.

Mi padre se quedó parado y ya no volvió a tener trabajo. A partir de ese momento, yo hacía y deshacía y les contaba lo que me parecía. Reconozco que mi imagen siempre ha sido de chica formal, por lo que, unido al aspecto que tenía, es posible que mis padres no pudieran ni imaginárselo. Lo cierto es que las chicas de alterne tenían otra imagen muy diferente.

Poco a poco me fui introduciendo en ese mundo. Dos años intensos llevaba ya y llegó un momento en que me importaba todo un bledo, menos la droga, porque el primer porro que me fumé me sentó fatal. Si no, no sé hasta dónde hubiera llegado. Probé casi de todo y lo que hacía lo sentía como lo más natural del mundo. No recuerdo haberlo vivido como traumático. Al principio quizá me costó romper el hielo, pero luego todo entraba como la seda, sobre todo desde que me acostumbré a acompañar estos encuentros con un par de whiskys.

Allí conocí a Julián. Yo tenía ya dieciocho años y él, posiblemente, treinta y tantos más. Los viernes se los dedicaba a él. No iba a trabajar; él me compensaba con el equivalente a lo que pudiera sacar en una noche, pero así me tendría en exclusiva. Me enamoré de él. Fue una relación morbosa, con tintes sadomasoquistas, y duró un año. Me gustaba el juego de dominación, morbo y sumisión al que me tenía sometida. Pasados los años, llegué a la conclusión de que posiblemente necesitara un castigo por lo que estaba haciendo, algo que a todas luces no estaba bien. Así me redimía. Julián estaba casado, tenía una amante con la que tenía una hija y además me tenía a mí. Llegó un momento en que aquello se fue apagando y apareció Manuel, más joven y más guapo, ajeno al mundo del club, que estaba casado también. Dejé a Julián y durante unos seis meses tuve una relación con Manuel despreocupada, alegre y muy divertida.

Cuando entré de lleno en este mundo me enfrenté a algo a lo que le tenía mucho miedo: desnudarme y enseñar mis senos. Solamente con dos copas me desinhibía del todo, pero no puedo olvidar el comentario de un cliente insatisfecho que no quiso pagar porque yo no había conseguido excitarle, pues no le gustaban mis «tetas caídas». Esa maldita frase me ha perseguido toda la vida y ha contribuido a alimentar mis complejos.

Dos años más tarde conocí a Mateo, casado, con cuatro hijas a las que quería con locura. Este hombre se encaprichó conmigo. Afortunadamente, yo tenía un margen de libertad para decidir con quiénes me acostaba y con quiénes no, aunque fuera por dinero. Y Mateo entraba en ese lote. Un año estuvo detrás de mí; casi todos los días venía al club a verme, se tomaba un par de copas y se marchaba, pero me dejó muy claro que hasta que no se acostara conmigo no me iba a dejar en paz. Se me hacía vomitivo tanto acoso, tanto que me fui de Mérida huyendo de él.

Durante los dos años que estuve trabajando en el club nunca tuve conciencia de estar haciendo nada malo, pero lo más curioso me sucedió fuera del club. Llegó un momento en que no supe distinguir trabajo de placer personal. Me entregaba de igual manera, fingiendo y procurando hacer las cosas bien y agradando al de turno. Si yo quería procurarme placer tenía que hacerlo a solas. De hecho, nunca conseguí antes un orgasmo con nadie.

Me tiraba a todo hombre que se me ponía a tiro, dentro y fuera del club. Me gustaba comprobar que les gustaba, que me deseaban, y por agradarles estaba dispuesta a hacer lo que me pidieran.

Huyendo de Mateo me fui a Cáceres. Me ofrecieron trabajo en otro club, con un contrato y seguridad social. Era algo más selecto. Aquí solo se admitía el alterne; si alguien quería algo más, había que negociarlo fuera. La contrapartida era que había que alternar con mucha imaginación para que el cliente consumiera y gastara más. Estuve seis meses trabajando en esas condiciones. Después de tener a Mateo detrás de mí tanto tiempo empecé a echarle de menos. No podía imaginarme cuánto. No sé cómo se las ingenió, pero me buscó y me localizó. Cuando me vio me secuestró, me sacó del club, me subió al coche y nos fuimos a Oporto. Fue uno de los fines de semana más apasionados que viví en aquellos años.

Desde ese momento Mateo se propuso que tendría que abandonar el club y ser solo para él, así que volví a Mérida y me alquiló un apartamento. Mateo seguía casado. Nunca dejaría a su mujer, ni por mí ni por nadie. Allí viví un año de locura, por y para él. Fui lo que, según el argot de la época, era una mantenida o querida. Él era el dueño de mi corazón, de mi cuerpo y de la llave del apartamento, que a veces se llevaba para dejarme encerrada y que no tuviera la tentación de salir a tontear con otros. Era bastante celoso y esto me enloquecía. Sentir que había un hombre que me quería solo para él era una emoción indescriptible. Con él aprendí a amar y a sentirme amada. Con él conseguí por primera vez disfrutar del sexo sin la sensación de estar trabajando. Sinceramente, si pudiera volvería a firmar donde fuera por vivir otro año como aquel. Resumiendo, era como una esclava sexual, encerrada en una jaulita de oro, pero era feliz. No me cuestionaba nada más. En ese contexto transcurrió mi mundo en la época del golpe de Tejero.

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