Czytaj książkę: «Los colores del diablo»

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Prólogo

Los colores del diablo, o el alegre ejercicio de volverse menos tonto

Como si fuera tan fácil sustraerse de una programación mental que instaura el odio y la miseria…

Pedro Mena

En las páginas de Los colores del diablo, Pedro Mena pasa del virreynato a la chorrada y viceversa como un trapecista. Su conocimiento de la lengua de Nebrija es cabal (y que esto no se olvide: el español que aquí convoca, primera lengua netamente moderna, global, de porvenires y riesgos, como la proa de Elcano ciñendo la cintura del mundo, es todavía un desafío para nosotros). Es cabal su conocimiento, digo, pero no por arte de arqueólogo, ni por erudición de gramático, sino, justamente, por pensar con ella, por hablarla, vivazmente, como las gentes de a pie, con desparpajo, brotando de allí. En esta lengua indiana, mestiza, sin miedo al vulgo, incluso grosera: en mexicano piensa Pedro Mena. Y es modernísimo. Solo por dar fehaciente prueba de lo que digo, anoto algunas poquísimas y sabrosas expresiones de las tantas que pueblan estos ensayos, tales como, “mamagüevos”, “lelo”, “caguengues”, “tatema”, “pepena”, “burronerías”, “moquetes”, “jején”…

Es que esta es una de las cuestiones que me inflama de su escritura. Para mí, una “ingenuidad”, como él mismo vindica: virtud de hidalguía, rara buena fe, liberalidad de caballeros, que exige la literatura. Sin más vueltas: los ensayos de Pedro, sus pensamientos, se dejan llevar por la misma prosodia de la raza cósmica, desde México, de extremo a extremo, hasta el Chile en donde escribo estas líneas. Ya sabrá qué piensa él mismo de esto; pueda ser, como las suyas, una chorrada. En cualquier caso, estoy hablando en tono universal como a él le gusta–para los despistados, lo más lejano a cantonalismo–. Mena sabe dónde tiene la jeta; conoce su lengua porque está viva y trata con ella: es una historia, y una gente, sin idealismos. Desde allí convoca y enfrenta escrituras de otras latitudes. No teme al cosmopolitismo –de Zizek a los manga de Kago, de Borges a Playboy, de Kobayashi al Smartphone y un largo etcétera–, ni a su contrario, las engañifas multiculturales y globalismos de escaparate. Está bien espabilado, guarda un escepticismo hecho a fuerza de groserías y fracasos, a la medida de la realidad. Oportunidad de ser, tal vez, ultramodernos.

A tal punto me hallo con él pensando, que no sabría cómo llamar a su aventura, y sólo por deber me atrevo a nominarle pesimismo alegre: un cinismo práctico que permite vivir y un realismo que deja comprender, pero con una altivez que vuelve a sus ruindades instancia mayor, un don, por el que vale la pena vivir y conducirse. Y es que en estas páginas nadie viene a hacerlas de Quico. Se guarda de ello, la escritura de Pedro es verrionda a su modo, procaz: celebra, le gusta la rabelaisiana, la picaresca; puede ser grotesca amén de exquisita. Pues gracias, porque un mundo miserable, puramente miserable, no merece ser vivido. El desengaño aquí no es odiosidad. Mantenerse atento frente a los “salvamundos caguengues” de siempre no es renunciar al gesto fresco, al asentimiento de la vida y la moral. En la escritura de Pedro se saluda, se da las gracias, hay virtud. Aquí literatura es lucidez, distancia, pero también convite, amistad y conversación.

Quien entra a lo de escritor se granjea infinidad de enemigos. Hay que aprender a ser cojudo cuando se escribe, es cierto. Pero antes, y más importante aún, se debe aprender a tratar a los amigos, a esos con quienes se vuelven leves y hasta graciosas las pellejerías. No se entienda con esto sentimentalismos de gallipavo, porque hay aquí una molestia vital, signo de salud, que le mueve incluso contra sí mismo. Mena se halla incómodo, aunque no hace gala de “quejica”. Duda de sí, y la sospecha es, ante todo, la de ser “víctima”. Contra ello, para conjurarle, el humor: se está siempre riendo, burlándose de las desgracias propias, sin hacer parte las ajenas. Y es hidalgo por eso, conserva la prosapia. Puede permitirse la pachotada, pero prefiere el lustre, el pedigrí con los demás. Sin pintarlas versallescas, hay entre sus líneas lugar para el decoro y la bonhomía.

Mi amigo, Pedro Mena, al final del día, no es de los que anden ocupados en dejar mal a nadie.

Juan Carlos Vergara

Santiago de Chile Mayo, 2021

Para Pola Corentina y Luis Leonardo

Y tengo siempre la sensación de estafar al prójimo con palabras que tomo prestadas o que robo aquí y allá.

Natalia Ginzburg


Personajes

Un ingenuo leyendo a Borges

Mil novecientos noventa y ocho. Tenía diez y seis años y ya me sentía arruinado. Incapacitado para hablar, para saludar, para mostrar una sonrisa a cualquier persona que se me acercara. Ya había pasado mi renuencia a estudiar la preparatoria. Ya había estropeado mi destino como carpintero. No sabía qué iba a ser de mi vida (esa zozobra jamás se ha ido de mis pensamientos), no tenía idea o ilusión de a dónde me dirigía. Mientras no estuviera en la escuela, o cumpliendo con las tareas respectivas que van con esta actividad, me hundía en la lectura de revistas de divulgación científica, de hechos sobrenaturales, de juegos mentales. Ya había dejado atrás la manía de leer comics. Jamás, después de los quince años, volví a leerlos con fervor. Menos ahora, que es moda consumirlos y dotan, a sus lectores, de un aura de rareza (mercantil, por supuesto).

*

En aquellos años, nunca, pese a que lo intenté, pude ver y leer una Playboy. La señora, a quien le compraba todas las referidas publicaciones, jamás se hizo de la vista gorda para pasar por alto mi edad, así que se negó, en mis únicos tres intentos, a venderme dicho material. Recuerdo que no volví a insistir después de lo que me dijo: “Mira, joven, casi estoy segura que no has visto a una mujer desnuda… y musitando agregó, y lo que vas a encontrar en esa revista sólo son tetas y culos que muy probablemente jamás veas en vivo y a todo color… por qué mejor no le echas un ojo a los libros de aquella estantería”. Rojo, como una cursi esfera navideña, me concentré en los lomos de los libros, casi cubiertos de un polvo negro y adiposo. Intenté ese día, de hace ya veinte años, borrar la escena de mi memoria, fracasé por completo.

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El profesor Calderas, que impartía las cátedras de lógica aristotélica y metodología de la ciencia, por más que se empeñaba en no dormitar en el aula, mientras repasábamos algún silogismo en silencio, no lo conseguía. Él era alto, grueso de piernas y brazos, panzón y calvo, con una envidiable voz de tenor. A veces roncaba, no fuerte, pero perfectamente audible en todo el salón de clases. Un día, en que parecía menos abatido por la morriña, nos exhortaba (mientras comía un chile relleno, como hacen los perritos con las croquetas humedecidas), a leer libros de literatura. “La tarea dijo sin que terminara de limpiarse la boca con un pañuelo de tela avejentada consistirá en que compren un libro y lo lean en una semana, luego ese mismo libro irá a pasar a las manos de otro compañero para que también lo lea. Así, antes de terminar el semestre, habrán leído al menos veinte obras. Por supuesto, a cada libro leído corresponderá su respectivo reporte. No quiero faltas de ortografía, ni ninguna macula gramatical”. Acto seguido, volvió a acomodarse en su silla para dormitar.

Teniendo presente que la señora de las revistas vendía libros viejos y baratos fui a su local al día siguiente de la encomendada tarea, a comprar una de las polvorientas obras ahí descuidadas. Cuando intenté pagarle el ejemplar de Macario (de Bruno Traven), que había seleccionado, me miró fijamente y espetó: “has pasado de la morbosa tentación de ver mujeres encueradas…, a uno de los recovecos más apasionantes del tema de la muerte, buena elección, puedes llevarlo gratis”. El rojo que invadió mi cara era el de la sangre que mana de la herida de un animal alcanzado por una bala.

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Leí el Macario relativamente rápido. Cuando entregué mi reporte de lectura al profesor Calderas le pregunté qué libro seguía. Él cuestionó a los compañeros de la clase que quién ya había leído por completo su libro. “Nadie”, fue la respuesta. Sin embargo, una compañera, quizá más tímida que yo, comentó que ella no entendía nada del libro que había comprado. Así que estaba dispuesta a intercambiarlo por mi Macario. Ese día, yo, Pedro Mena, tocayo de Pierre Menard, leí por primera vez a Jorge Luis Borges. El hermoso libro, con tapas grises y duras, de Ficciones cayó como una granada de fragmentación en mi imaginación. Alejandro Rossi, no recuerdo dónde lo leí, decía que Borges “fascina, entre otras cosas, porque hace creer a sus lectores que son tan inteligentes como él”. No fui yo, por fortuna, la excepción de esa sentencia. Pasé de ser el típico idiota que cree saberlo todo a la condición del joven curioso que admite, sin rezongar, su tremenda ignorancia; gesto, según algunos, de inteligencia.

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Las horas que pasé leyendo Ficciones dejaron de ser avinagradas; desapareció el sonsonete mental de que todo valía un carajo. Ciertas palabras, muchos nombres propios, cada enunciado, cada párrafo me hacían sentir una gustosa perplejidad de la que no tenía antecedentes. Calibré una excusa para no devolver el libro, para que ya no circulara de mano en mano y fuera sólo mío. El hocico de la avaricia mascaba con sevicia el deber de compartirlo. “Hay que robarlo”, me decía a mí mismo, e inventaba una y mil justificaciones para hacerlo, para soterrar la culpa que ya asomaba su impertinente y mocosa nariz. Pasé de la fruición de leer a Borges al infiernillo de mi conciencia. Un libro que provoca esa cantidad de anomalías en la fútil vida y quehacer de un bachiller inevitablemente será considerado un hito. Devolví el libro de mala gana, con el ceño fruncido y la delicadeza de un orangután que repele el fuego. Sólo un compañero más, el ordinario nerd y matado de la clase, leyó aquella obra. Y él, al igual que yo, fue consumido por esa dilación a la hora de entregar el libro a otro compañero. Cuando ambos comentamos las impresiones que había dejado esa lectura intuimos, con cierto torpor, que nuestra experiencia nada tenía de original y novedosa. Nos sentimos como personajes borgeanos. Declaramos al unísono: ser una variación de ese único y múltiple lector de Borges que da con su imagen en el laberinto de los espejos.

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Lo más relevante, de todo ese vendaval, es que yo leí Ficciones con esa ingenuidad que para Borges era algo así como el Paraíso, aquella que es invaluable patrimonio de poetas y que hoy, por mero engreimiento ostentado como humor para listillos, es desterrada de la poesía. La frontera entre realidades y fantasías quedó abolida para mí con ese libro y los otros que siguieron del mismo Borges.

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Intentar, como ya lo han hecho millares, un estudio sesudo de la obra de Borges es inconcebible para mí. Qué pueda yo, un iluso, aportar a la bibliografía en torno a sus escritos. El mismo Alejandro Rossi, en su ensayo “La página perfecta”, lo formula así: “Escribir sobre la obra de Jorge Luis Borges es resignarse a ser el eco de algún comentarista escandinavo o el de un profesor norteamericano, tesonero, erudito, entusiasta; es resignarse, quizá, a redactar nuevamente la página 124 de una tesis doctoral cuyo autor a lo mejor la está defendiendo en este preciso momento”.

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Una coincidencia más, antes de colocar punto el final. Mientras escribía estas notas, recordé una carta que escribió Cioran a Savater el 10 de diciembre de 1976, donde el asunto a tratar era Borges. El rumano, lector del argentino, comienza dicha carta así: “¿Para qué celebrarlo cuando hasta las universidades lo hacen? La desgracia de ser conocido se ha abatido sobre él. Merecía algo mejor. Merecía haber permanecido en la sombra, en lo imperceptible, haber continuado siendo tan inasequible e impopular como lo es el matiz. Ese era su terreno. La consagración es el peor de los castigos –para el escritor en general y muy especialmente para un escritor de su género. A partir del momento en que todo mundo le cita, ya no podemos citarle o, si lo hacemos, tenemos la impresión de aumentar la masa de sus «admiradores», de sus enemigos. Quienes desean hacerle justicia a toda costa no hacen en realidad más que precipitar su caída.” Me pregunto, al terminar de trascribir este fragmento, cuándo y en qué universo borgeano, mi compañero de preparatoria y yo, hemos sido respectivamente Rossi y Cioran.


Don Alfonso Reyes, un gastróforo

He dicho cosas crueles acerca de Reyes, y espero seguir haciéndolo.

Gerardo Deniz

–¿Qué palabra del español te gusta mucho?

–Gordo.

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De una u otra manera me las he arreglado para fugarme de la caseta los sábados, de las 4 a las 7 de la tarde. El propósito, según mis ínfulas de trabajador, es desconectarme un rato, vagar, hacerme pendejo o, dicen los idealistas y salvamundos caguengues: gozar de libertad. Ni lelo me trago ese cuento, pero lo menciono para no olvidar lo fácil que es engañarse a sí mismo. En fin, de la caseta me vengo al café. Llego, como de costumbre, con una cara de liendre fumigada. Tomo asiento y pido lo mismo de siempre: un americano y un cenicero. Hurgo en mi mochila, saco un libro y me olvido de casi todo lo que está a mi derredor.

*

Según yo me siento en el café para no ser interrumpido en la lectura, como me sucede en la caseta, donde llegan uno y otro cliente a solicitar algo que necesitan, o que les dicta su capricho; ya berrea un niño chiqueado porque quiere una paleta de chile (que no será lamida más de dos veces), ya llega tal anciana a quejarse de la alza de precios en las verduras, ya llega don No-sé-cómo-se-llama para bufar y maldecir a no sé qué presidente que gobierna no sé qué país de mierda o, esa es obligatoria, llega alguien a jorobar sobre de la cantidad de muertos que contabiliza el diario de nota roja. Más temprano que tarde en el café se repiten las interrupciones, por unos no-clientes que sólo saben estirar la mano para pedir ayuda y poner, como dicta la moda, una cara de víctimas aporreadas por alguna deidad iracunda o marginadas por una sociedad psicótica, qué sé yo. Hago de piedra mi corazón y sigo leyendo, a veces incluso zangoloteo la pluma en el cuaderno. No cabe duda que mi madre tiene razón cuando sutilmente me hace saber que me falta algo en la tatema (“allá tú, pero ¿no te parece algo curioso salir de un lugar para ir a otro a encerrarte, quizá más incómodo y ruidoso que la caseta?, insisto, allá tú”).

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Este último sábado, después de años, pude hacerme de un par de ejemplares: los tomos X [Constancia poética] y XXV [Culto a Mallarmé, El Polifemo sin lágrimas, Memorias de cocina y bodega, Resumen de la literatura mexicana (siglos xvi-xix), Los nuevos caminos de la Lingüística, Nuestra lengua y Dante y la ciencia de su época], de las obras completas de don Alfonso Reyes. De ambos tomos me interesaba leer los apartados que le dedicó a la gastronomía. Así, del tomo X, sólo quería leer los poemas que llevan por título: Minuta: (19171931), conjunto de 39 poemas, más epígrafes al inicio y al final y una nota sobre San Pascual Bailón, que figuran a la cabeza del bloque IV (Tres poemas). Y del tomo XXV me urgía leer, por mera compulsión y no por alguna necesidad particular, el apartado III, que lleva por título: Memorias de cocina y bodega, compuesto por diecisiete “Descansos”, el respectivo “Proemio” y unas “Notas sueltas”. Con todo y las interrupciones ya referidas, más las distracciones de las que soy fácil presa, pude ajumarme las 120 páginas de uno y otro tomo en la coja e incómoda mesa del café.

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Quien me conoce sabe que yo disfruto bastante los ensayos de Alfonso Reyes, los cuales, al parecer, hoy no están de moda y tampoco son moneda que corra por el pestífero mundillo de las letras. Las razones y motivos de ese distanciamiento, descuido o, quizá, ignorancia, las desconozco de cabo a rabo. Rara vez yo le he encontrado un “pero mayor”, es decir, una excusa que me impida leer fragmentos de la obra de este ilustre personaje, el gordo más erudito de la literatura mexicana del siglo xx. Estoy seguro que alguna vez leí algo relativo a la gordura física y literaria de ciertos autores (Tomás de Aquino, Chesterton, Lezama Lima, etc.), pero no puedo acordarme de ningún detalle, salvo el de que no figuraba Alfonso Reyes, grave falta, porque el autor regiomontano no era un gordo bofo, mucho menos su obra, de una obesidad tan mórbida que asusta. ¿Será que a eso se deba la aversión, hoy sufrida, de los escritos de don Alfonso?

Pero, para ya no desviarme más de lo que quiero comentar, diré que no fue lo que yo esperaba de esos escritos gastronómicos. Quizá me ganó la excitación, mis fantasías farragosas, el descuido en los detalles, la burronería. No quiere decir esto que juzgue de flojas estas obras de don Alfonso. Pero, suerte la mía, he leído a otros autores que no sólo invitan y tientan, como sólo sabe hacerlo Satán, a ser un erudito libresco y goloso en materia gastronómica, y conste, Reyes lo logra. Pero, el gran pero que le pongo ahora, es que no azuzaron a la perra hambre y gula que suelo cargarme. De hecho, a varías de las autoridades glotonas que menciona Reyes las he leído; algunas, debido a su amenidad, las releo cada vez que puedo o que me viene la gana. Y siempre termino con un hambre más feroz que quienes se dedican a defender equipos de futbol, credos religiosos, ateísmos mañosos o a jefes políticos. Encontré más sabroso, de José Fuentes Mares, su Nueva guía de descarriados, que desató en mí, durante casi un año, una gula de romano que no se ha vuelto a repetir… (es obvio que miento, pero no quiero referir otras obras, es el cuento de nunca acabar cuando se habla de literatura y cocina).

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Conste entonces que no compongo ni redacto una decepción, un exabrupto quejoso a don Alfonso. Las escasas personas con las que he platicado de Reyes y su obra han sido los ordinarios académicos de rostro brilloso, dentadura asimétrica y manos gelatinosas. Y todos ellos no conciben que se le cuestione ni una sola coma o acento al ídolo del mismísimo Borges, al que, no hace mucho tiempo, George Steiner le reconoció lo vasto de sus intereses: “Reyes lo deja a uno con un sentimiento de enorme humildad”. Mucho menos aceptarían, los académicos avinagrados, un chacoteo o una sospecha de las obras de Reyes. Yo, para qué hacerme el desconocido, a veces he caído en esas actitudes, no así un Juan Almela, alias Gerardo Deniz, autor que también lo deja a uno sintiéndose muy-muy-muy humilde.

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Cabe la duda de que no me haya deslumbrado, para esta ocasión, don Alfonso por un pequeño detalle. Lo leí a las prisas por andar con los ojos clavados en otro autor: Gerardo Deniz, al cual lo he tenido que repasar para programar un seminario atómico sobre algunos detalles de sus poemas. La idea es que ese cursillo se imparta y comparta en Santiago (Chile), después de mayo. Aún no hay nada definitivo, sólo el hecho de que estoy disfrutando releer a Deniz. Por método y por gusguería, le pedí a mi amiga Jazz que me prestará el grueso volumen: De marras. Prosa reunida del atípico Deniz. Por cierto, qué marros y tacaños se portaron los fce al imprimir en un papel tan corriente esta compilación, libro bingo respecto a no dejar mono letrado sin cabeza. Sea suerte o destino, abrí el De marras para ojearlo y tantear, también tontear, por dónde empezar este libro (jamás leo este tipo de obras en el orden que sugiere el índice, salvo el de mi mano derecha), y, ¡grata sorpresa!, chocan mis ojos con un par de escritos, en la página 667, que se titulan: “El griego de Reyes” y “En torno a la correspondencia Reyes-Torri”. Ambos y los que le siguen (menos “La analogía y su eficacia”) hasta la página 681 (“Septante Doomsdays de don Alfonso”, “Del peligro de soltar frases”, “El tomo XXIV y los acentos” y “Dos botánicas y un bicho”) son, para no andarnos con eufemismos, unos cocotazos bien puestos a don Alfonso Reyes y a algunos de sus especialistas.

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Leí con agrado, es decir con pocas carcajadas sordas y muchas atronadoras, la prosa de Deniz donde taja y destaza a Reyes, el intocable. No voy a entrar en los detalles donde Deniz repara contra Reyes. Hay que leer, además de los escritos ya mencionados, “De vliegende Hollander” (p. 229), “Modestias falsamente universales” (p. 587), “En busca de dimensiones perdidas” (p. 647), “Antesala: un poco de gimnasia” (p. 657) y otros que, por ahora, se me escapan del De marras, para caer en cuenta que no exagero en lo de los cocotazos.

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Lo que llamó mi atención, de lo ya arriba aludido, es algo muy sencillo, don Reyes no es esa figura infalible que pintan cada que pueden sus epígonos y admiradores (yo me cuento entre ellos), en los cansados y soporíferos homenajes que se le rinden (merecidos, por cierto, los homenajes, no los discursos, aclaro), ni tampoco es ese don Perfecto que soban en cursilientas tesis doctorales y monografías de su venturosa vida como intelectual. Y eso, a mi juicio, lo vuelve aún más atractivo porque lo desmitifica. No me pasa lo mismo con otros autores que el mismo Deniz despacha en épicas madrizas, José Emilio Pacheco, por decir sólo un nombre. Al cual, francamente, he leído poco y evito. ¿Le tenía envidia Deniz a Reyes? No lo sé. ¿Pleito casado? No podría afirmarlo del todo. El mismo Deniz, en la “Coda” escrita para la “Antología poética de Alfonso Reyes” (De marras, p. 735) escribe: “Mi trato con la obra de Alfonso Reyes es conflictivo, lo he descrito repetidamente y espero seguir haciéndolo”. Pero también, en ese mismo escrito, no se le niega el valor indiscutible a la poesía de Reyes.

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Quizá, de no haber leído esas prosas de Deniz en torno a Reyes jamás me habría animado, debido a mi naturaleza acomplejada, a mencionar la gordura de don Alfonso, mucho menos un “pero” a sus escritos. Con eso de que figuras como la de él son “intocables” por la intelectualidad de este país, que tacha de bufonada hasta la evidencia más cerril. Ya será tarea de los infaltables ponentes masacrar opiniones como estas que suscribo. Más de alguna institución ya amenaza con re-homenajear a Reyes, invitando a gente menos “rustica” para tales misas.

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Basta de vaguedades, que me disculpe por estos comentarios el gastróforo de don Alfonso, que a diferencia de Jean Anthelme Brillat Savarin, no terminó por convencerse de los beneficios de la esbeltez: “La dietética es manía general: todos dan avisos y recetas, recomiendan fórmulas, ejercicios respiratorios y, sobre todo, abstinencia y ascetismo”.

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