Czytaj książkę: «El corazón a contraluz»
PATRICIO MANNS
EL CORAZÓN A CONTRALUZ
MANNS, PATRICIO
El corazón a contraluz / Patricio Manns
Santiago de Chile: Catalonia, 2012
ISBN: 978-956-324-141-9
ISBN Digital: 978-956-324-870-8
NARRATIVA CHILENA
CH 863
Diseño de portada: Guarulo & Aloms
Fotografía de portada: Olivier Joly, del libro “Quatre saisons en Patagonie”.
Composición: Salgó Ltda.
Diseño y diagramación eBook: Sebastián Valdebenito M. Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco Representante del autor: Marcel Dupin Voisin, agente literario. marceldupinv@gmail.com
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información, en ninguna forma o medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo, por escrito, de la editorial.
Primera edición: octubre 2012
Segunda edición: junio 2021
ISBN: 978-956-324-141-9
ISBN Digital:
Registro de Propiedad Intelectual N° 222.487
© Patricio Manns, 2012
© Catalonia Ltda., 2021
Santa Isabel 1235, Providencia
Santiago de Chile
www.catalonia.cl – @catalonialibros
Índice de contenido
I Nada se puede esconder
II Caballero solo
III La sombra de los hombres contra el ocaso
IV Periódica expulsión de los demonios
V Mil ochocientos noventa
VI Descripción de los soñadores de ciudades
VII El capataz tautológico
VIII El banquete de los perros de presa
IX El pórtico de la potencia y de la magia
X Abrió el libro al azar. Entregándoselo, le pidió que leyera. La voz de Drimys Winteri se alzó llenando el cuarto
XI El mediodía con Marién Andwanter Haverbeck
XII Cosmogonía de los olvidados y agonía de los redescubiertos
XIII Sin enemigos no se llega lejos
XIV La irreparable pérdida de sí
XV Mil ochocientos noventa y uno
XVI Proclamación de la fugacidad de la vida
XVII Canción de las piedras flotantes
XVIII Con el signo de fuego del infierno
XIX El hombre es un hábito de la muerte
XX Alegoría del galope
XXI Balada rusa
XXII Homo Textual I
XXIII Tragaleguas
XXIV Primera lección de tinieblas
XXV Como una visión
XXVI Chamana
XXVII Crítica de la razón chamánica
XXVIII Homo Textual II
XXIX El mismo es un pozo al que tiene miedo de asomarse
XXX Hombre que no consuma su deseo
XXXI Segunda Lección de tinieblas
XXXII Tercera lección de tinieblas
XXXIII Breve historia de la muerte
Uno de los caminos seguros que conducen
al futuro verdadero –porque también
existe un futuro falso– es
ir en la dirección donde
crece tu miedo
Milorad Pavic
DICCIONARIO JÁZARO
Este libro, más que ninguno otro
de mis libros, lleva tu sello,
Alejandra Lastra, y lleva el
sello de mi amor, a la vez
extenso como la estepa
de Siberia, y vasto
como la tundra de
Tierra del
Fuego
I
Nada se puede esconder
Mucho tiempo después se supo que había partido del número 27 de la calle Vacaresti, en Bucarest, Rumania. Ya en aquel entonces, la calle Vacaresti era una arteria de cierta amplitud, donde buhoneros y escupefuegos trabajaban frente a las puertas de las librerías, las droguerías, las tabernas, el pórtico de las iglesias o los jardines de una que otra sinagoga. En la calle Vacaresti, por la primavera, había conciertos de pájaros. Algunos cantaban en rumano, otros en ídish, y una docena de entre ellos lo hacía en latín litúrgico. El viejo Neftalí C. Popper, por razones que nunca reveló, llegó a la arteria Vacaresti desde Varsovia. Si bien durante el viaje, accidentado y casi secreto, fue confundido más de una vez con el jefe de una tribu zíngara que vagabundeaba entre el sur del Báltico y la costa norte del Mar Negro, lo cierto es que alcanzó su destino –si es que su destino se llamaba Bucarest–, y puso de inmediato manos a la obra. Lo primero que materializó fue un hijo, al que llamó Iuliu, y que vino a dar con sus cartílagos al mundo el 15 de diciembre de l857. Desde pequeño Iuliu fue sometido a la más estricta educación según la tradición hebrea askenazí. Al tomar partido por el reconocimiento público de su pertenencia a la raza hebrea, el viejo Neftalí decidió en gran parte el destino global de sus hijos, en particular Iuliu y Max: los principados de Moldavia y Valaquia, gobernados a la sazón por Alejandro Juan I, llamado también Alejandro Cuza, habían decretado medidas restrictivas contra los ciudadanos rumanos de origen judío, entre ellas, la imposibilidad de ingresar en institutos y escuelas militares, la administración pública y la diplomacia.
La segunda tarea a la que se abocó Neftalí C. Popper, fue redactar varios manuales en rumano y en hebreo. Nadie conoció nunca el contenido de tales escritos, o al menos, nadie reconoció jamás haber tenido acceso a ellos públicamente. Puede pensarse que se trató de un diario personal, o de evocaciones estrictamente privadas, que no destinó a la curiosidad de sus amigos ni a la más que probable malquerencia de sus enemistades. A causa de tales enemistades, es factible estimar que la gente que conoció esos manuales, no lo admitiera, simplemente para preservar su seguridad o proteger su carrera o sus asuntos de negocios, o su tranquilidad. O tal vez el futuro de sus hijos, cosa que, al parecer, al viejo Popper lo tuvo sin cuidado.
En 1859 dio un paso mayor y fundó Timpul (El tiempo), periódico redactado en rumano-hebreo, según el testimonio de especialistas en problemas atinentes a las cuestiones judías y al desarrollo de sus órganos de prensa. Desde el canto de los pájaros al susurro de la nieve, el vehemente Neftalí C. Popper trabajaba, sea componiendo los artículos para Timpul, sea traduciendo al rumano obras alemanas y hebreas. Esto puede explicar perfectamente el extraordinario conocimiento de las lenguas que mostraron todos los Popper de esta rama de la familia: un exégeta de Iuliu Popper sostuvo que este “poseía todas los idiomas vivos, y no pocos muertos”.
Pero aquello era nada más que el comienzo. Un día, el padre abrió las puertas del primer colegio hebreo de Bucarest, que logró funcionar hasta l867, esto es, año anterior al nacimiento de Max y el comienzo de la semicatatonia de Hannah Popper, –apodada familiarmente Peppi, diminutivo que se traduce como Perla– quien después de parir su cuarto vástago –entre Iuliu y Max nacieron dos mujeres– vivió sentada a una de las tres ventanas que daban sobre la calle Vacaresti, alimentando pájaros con migajas de pan, y susurrando viejas canciones aprendidas en el curso de su lejana infancia polaca. Hannah tenía una voz muy dulce, muy apaciguante, y un modo de mirar que iba siempre más allá del objeto fijado. Recordaba de cuando en cuando el nombre de su hijo Iuliu y de las dos hermanas que lo seguían, pero ignoraba completamente el de Max. Cuando con los años este se acercaba para hablarle o pedirle algo, ella comenzaba invariablemente por preguntar: “—¿Y quién eres tú?—” Es fácil imaginar el profundo impacto que tal pregunta –reiterada– puede tener sobre un niño de pocos años.
Al poner término a sus labores de periodista y profesor, Neftalí dio paso a sus tareas de librero. Su casa era vasta, de un piso, con tres puertas y tres ventanas a la calle. La tercera puerta en el extremo sur de la fachada, daba acceso a la antesala de la librería, la cual se prolongaba en un subsuelo bastante amplio, al que se llegaba por una escalerilla de hierro en espiral. Era una librería que los adictos a la lectura religiosa frecuentaban más bien al caer la noche. Notoriamente, muchos de ellos, antes de entrar, cruzaban dos o tres veces frente al dintel, provisto de escaso alumbrado. Era el clima característico de ciertas ciudades europeas en la segunda mitad del siglo XIX la gente parecía estar siempre temiendo o conspirando. En el subsuelo había café y pastelillos que el propio Neftalí servía obsequiosamente, con una sonrisa que borraba en parte su luenga barba roja. Algunos visitantes asiduos rehusaban quitarse los sombreros, y el patrón de los lugares hacía lo propio. Desde su estatura imponente saludaba a la clientela con una voz bronca de cantor de salmos o de rabino talmúdico. Entre barbados lectores que pasaban al peine fino los escaparates, y vocingleros bebedores de café –se hallaban en el subsuelo–, transcurrió la infancia de Iuliu Popper, a quien su padre permitía corrientemente quedarse hasta más allá de las ocho de la noche. En aquella cueva de Alí Babá comenzaron sus lecturas, allí se originaron sus sueños, allí fue forjándose su personalidad, pues abandonó la librería y la casa paterna solo en 1872, cuando contaba quince años y aparentaba veinte, en razón de su estatura elevada, su ancha frente y su ceño fruncido.
En aquel momento –la partida–, Iuliu Popper era capaz de hablar y de escribir en al menos media docena de lenguas. Quizás soñaba también en esas lenguas, y en los países que había tras ellas, en sus historias, en sus filosofías, sus culturas, sus razas, sus guerras.
Se narra todo esto porque, tras los múltiples misterios que oculta el caleidoscopio Popper, más de uno ha establecido en forma irrefutable que jamás, a lo largo de toda su vida, reconoció públicamente su origen hebreo. Aún más: se empecinó en ocultarlo con una secreta y complicada obstinación, contrariamente a su hermano Max, que se hizo miembro de la Congregación Israelita de Buenos Aires no bien pisó las calles porteñas, el año que conoció a Marién Andwanter Haverbeck. En apariencia, Iuliu consideró la actitud de su hermano como una forma de traición, o al menos, una actitud irreflexiva que podía contrariar enormemente sus proyectos. Esto produjo entre ambos una trifulca de tales proporciones, que por un instante, Iuliu Popper estuvo a punto de apretar el gatillo apuntando a la sien del otro de su sangre.
II
Caballero solo
La flecha voló desde el otoño hacia el otoño y se clavó vibrando entre los dos ojos del caballo. Este fue negro. Tuvo en la frente una estrella blanca y peluda, que además, era una estrella fácil: podía vérsela de lejos, incluso cuando la penumbra ocupaba el espacio que separaba al observador de aquel luminoso punto de referencia. Detrás se hallaba a todas horas el caballo, amarrado a ese vago tatuaje de cinco puntas improbables. El animal sintió primero que venía el zumbido. La flecha se incrustó ahí con exactitud y con violencia y un lento golpe de sangre borró la estrella metódicamente. Los cascos habían saltado hacia arriba y chapotearon en el aire. El jinete aulló apenas un instante después, reteniendo las bridas. El flechazo había perforado también la sombra movediza de sus cavilaciones.
Maniobrando con cuidado en el interior de un crepúsculo redondo, untado por el tenue rocío del sol agónico, que entraba ya al océano chirriando detrás de las montañas, alargó el brazo hasta que su mano se posó en el cuello trémulo, un cuello que palpitaba empapado de sudor y de miedo. Los dedos trajinaron primero dulces, compasivos, apaciguadores. Pero al cabo de un momento tropezaron con la cruel dureza de la flecha hundida en la piel, a medias incrustada en el hueso de la frente, entre las dos pupilas negras que relucían embargadas por un expresivo terror. Era ya una mano con vida propia, porque los ojos del jinete buscaban al mismo tiempo, muy alertas, el punto desde el cual la ráfaga de madera y su pequeño espolón de piedra rústica –en verdad de sílex– habían saltado en pos de su pecho. El brazo se encogió y arrancó sin impulso el cuerpo extraño, que por un momento había convertido al azabache en unicornio. Este brincó retrocediendo y arañó de nuevo el viento con los cascos delanteros. Ahogado de dolor, dilataba las fosas nasales relinchando su pregunta, su esfuerzo por comprender la razón de una tortura repetida, auspiciada esta vez por su propio jinete.
El caballero espoleó volviendo riendas y galopó para alejarse de un montículo recién descubierto, que se erguía a su derecha. Una sombra ancha avanzaba desde los pies de la cordillera Carmen Sylva y reptaba fúnebre y amenazante sobre la extensa tundra. Cien metros más lejos descendió de su cabalgadura arrojando las bridas al suelo por encima de la cabeza herida. El caballo tiritaba inquieto. Los belfos palpitantes se habían cubierto de espumarajos. Atrayéndolo hacia sí lo besó con ternura. Miró y palpó el punto del impacto: en el justo centro de la estrella que alumbraba la frente del caballo se había esparcido una diadema viscosa. Sin embargo la herida no era profunda.
—Tienes una cabeza de hierro, Moloch —dijo en alta voz. Limpió, escrutó, volvió a limpiar agregando—: Se te agradece. Si no pones la sesera ahí levantándote de patas, esa flecha me hubiera roto el complicado corazón.
Dijo “complicado corazón” con tanta naturalidad que el caballo pareció apartar de la trastienda de su herida toda presunción de sospecha retórica. No obstante, contrajo las corvas expulsando una trémula riada de excrementos humeantes y dilatando aún más las desconfiadas narices. Al delgado manto de la sombra azulosa se sumaban ahora ciertos cúmulos negros, pero hacia el oeste aún flotaba a media altura un fulgor rosado. Casi todo era silencio. Apenas el grito de los distantes pájaros marinos, el ulular del viento rodando por la tundra y el chasquido de los cascos arañando el suelo, impedían que aquel fuera absoluto. Las botas rodearon con paso airado su montura y las manos enguantadas desprendieron un rémington desde la funda.
—Vamos a defendernos —previno el atacado— no te muevas ni digas nada.
Por dos veces consecutivas hizo fuego. Las detonaciones agitaron todo el paisaje. Desde la hierba al aire un ganso salvaje emprendió la fuga gritando su terror y hendiendo con la eficacia de otra flecha el cielo algodonoso. A continuación una calma cargada de presagios se interpuso entre toda acción y todo sonido.
Caballero y caballo habían marchado a través de la tundra apartándose por principio de las altas lenguas de fuego que aquí y allá surgían de la tierra. Avanzaban atrapados en el centro de una vasta esfera en movimiento. Tales esferas son, por cierto, ilusiones ópticas en la llana superficie fueguina, o como a él le gustaba precisar, una representación menor de la fata morgana. El movimiento de la cabalgadura desplazó consigo la esfera a lo ancho de toda la tarde. La había incorporado a su ritmo isócrono, progresivo, oscilante, y el pastizal ahogó cada vez en su hirsuta blandura el sonido de los cascos. Oscilaba la sombra del caballo y oscilaba la sombra del jinete, difuso caballero a contraluz de las llamas. A ratos, la ausencia de otras huellas impulsó el desarrollo de la marcha a lo largo de un azimut invariable que buscaba el horizonte levantino, un punto preciso en esa línea semicircular y comba que es el horizonte en alta mar o en las tierras allanuradas. Porque, en tanto el andar se propaga, el círculo se propaga con él, alargándose un poco sobre los flancos del caballo o del barco, a babor y a estribor del caballo o del barco, para cerrarse por fin, lejos, atrás, al fondo de las ancas, a popa del viajero. La línea emergía, estuvo, pasó disolviéndose apenas quebrada por colinillas y altozanos esporádicos. Es que tal tipo de contorno no tendrá sino excepcionalmente otra consistencia que la de ese cerco desalentador, puro y sin embargo firme, que nada opone a los ojos de quien gira la cabeza buscando apoyos físicos para retener con exactitud su itinerario, y al cabo se resignará a la totalidad de la tundra desplegada, crepuscular o diurna, despojada de árboles y arbustos y remecida animalmente por la costumbre de los vientos perpetuos. Viniendo del cincho de horizonte que acababa de abandonar hacia el cincho de horizonte que le salía al encuentro, el caballo había obedecido a su jinete. Los ojos del caballero no habían cesado de hurgar en la infinita sabana, cubierta por la espesa y corta maraña del coirón, y en ciertos espacios, por extraños matorrales de color negro –aunque el negro se defina como ausencia de color– o pequeñas lagunas incrustadas en la tierra, como ojos sin párpados mirando enigmáticos el acontecer de las cosas en el azogue del cielo turbio.
Le fue necesario detenerse a menudo y explorar hasta donde alcanzaba su mirada en busca de movimiento, pero solo se agitaba la hierba. En los breves relieves circundantes, en el borde desamparado de las lagunas, tras los matojos secos, en las depresiones hinchadas hacia abajo, que rompen de un tajo la monotonía de las tierras planas ocultas por el pasto, los ojos no encontraron nada. Fue entonces que contuvo con impaciencia las bridas, sofrenando al caballo por los belfos para observar con mayor detención. No se trató de una rutina de la vigilia, pues había notado el temblor desconfiado de su montura, su respirar anhelante y nervioso. Sus duros ojos azules engancharon en rápido giro cuanto en ellos cabía del andurrial, apenas teñido a media altura por el reflejo compacto de los nimbos anaranjados. Azules percutaron bajo la visera de la gorra de piel, y, a pesar de la intensidad penetrante de sus rayos, nada vieron que pareciera anormal. (Cuando en la tundra solitaria el viajero solitario busca, es lo anormal que busca). El viento que soplaba desde el otro mar –avanzaba hacia un mar y a la espalda dejaba uno anterior– golpeó su rostro quemado por la resolana, el remolino atollador, el rayo sin circunspección, la grisalla terrestre, la levadura marítima de la espuma envuelta en las olas de la costa. Sacudió la estatura, los anchos hombros, las manos enguantadas. Vapuleó en sucesión los cabellos casi púrpura que asomaban por debajo de la gorra, las grandes orejas blancas estriadas de venillas azules, la frente amplia, la expresión vigilante, impasible y a la vez cruel, y vidrió la mirada de tal modo, que muchas veces a lo largo del camino, apenas el delgado olor de las sales marinas, impregnadas de yodo, fue tal vez perceptible al olfato, de toda evidencia casi abandonado por los otros sentidos.
Había lanzado una exclamación satisfecha, atravesando la pierna sobre el arción. Todavía el aire conservaba restos de luz, pero la noche juntaba ya sus bártulos espesos en todo el hueco espacio, y el tiempo, obligándola a madurar aprisa, cuajaba y apuraba su caída en tierra. Así, desde lejos, él debió en apariencia tomar conciencia de ello. En semejantes latitudes, cuando zambulle el sol, la cresta de la cordillera precipita sombras sobre el litoral del este –pues hay también un litoral al oeste–y la luz se queda un rato reverberando en la agitada superficie de este último océano. Las llamaradas de Tierra del Fuego, esparcidas por toda la tundra, hasta avecinar el contrafuerte de las montañas, se dibujaban mucho más visibles. Fue entonces que sucedió. No bien las espuelas clavaron los ijares para reanudar la marcha, los ojos del caballo percibieron la flecha que volaba, y la cabeza y el pecho del caballo se alzaron acicateados por el terror. El jinete –podemos solamente conjeturar– escuchó con claridad el susurro que vino del hueso. Pese a los disparos, ninguna muestra de vida parpadeó en el montículo. Tampoco el menor signo de muerte. Durante varios minutos, rodilla en tierra, el caballero observó sin pestañear, a todas luces calculando. Seguramente veía a media distancia el cúmulo de hierbas y los pedazos de matas negras, cortadas y dispuestas de tal manera que podían permitir a un hombre ocultarse y acechar a su antojo. Es así como los fueguinos aguardan su presa desde antes del nacimiento oficial de la memoria en Tierra del Fuego. Los guanacos, los ñandúes, las avutardas son cazados de ese modo. La flecha, además procedía de allí. El escondrijo, construido de prisa, trabando pequeñas ramas y cubierto por puñados de hojarasca, era muy endeble (Puede apreciarse bien en varias de las fotografías que él se hizo tomar por aquel entonces). El empleo de algo más sólido, como lo son la piedra y la madera, habrían conjurado esa extrema vulnerabilidad, y el jinete, que estaba contemplándolo, pudo evidenciarlo perfectamente. Apuntó de nuevo y oprimió el gatillo por tercera vez. Concentraba su acechanza y, sin embargo, la ausencia de señales vivientes era una realidad que sin ninguna duda lo dejaba perplejo.
—Moloch, ¿qué piensas tú? —Había alzado los ojos hasta clavarlos en los del caballo. Lanzó un puñado de pasto seco sobre su gorra para estudiar la dirección del viento y añadió—: El bastardo aquel ha atrapado al menos una esquirla de plomo. Ven, vamos a comprobarlo.
Irguió toda su estatura, afianzó la visera sobre la frente, trepó a la silla y taconeó los flancos del retinto. Ensayaba una aproximación al túmulo, pero su montura dilataba las narices y resoplaba acongojada por un terror sin nombre. El centauro sostenía las bridas con la rodilla derecha para conservar las manos libres sobre el rémington. Jinete y cabalgadura avanzaron una veintena de metros y luego frenaron mirando y escuchando. En el corazón estepario del paisaje toda vocación de ruido parecía muerta de nuevo.
—Ya ves —susurró— que le hemos dado. Nunca más atacará a mansalva a los viajeros.
Tuvo el tiempo justo para arrojarse sobre las crines del cuello de Moloch: la segunda flecha saltó hacia él sin que un movimiento, la sombra de una mano, el mínimo temblor de un brazo emboscado y en tensión le pusieran en guardia contra el ataque. Los cascos volvieron a chapotear en el aire imposibilitando la instantánea respuesta de plomo del jinete.
—¡Quieto, cabrón! —le gritó golpeando la cabeza en desbandada con la culata del arma.
Los belfos se habían cubierto de cenicienta baba y el soterrado relincho golpeaba como un sollozo. Se hallaban otra vez fuera del mortífero alcance del arquero. El rostro del atacado, bañado por una pátina glacial de altanería y dureza, secreto rictus que podía provenir del mismísimo fondo de su ser, o de una vindicativa conciencia de su vulnerabilidad, que optaba por salir al encuentro de los otros rostros con un villano espasmo en bandolera, comenzaba ahora a parecer estriado y ensombrecido.
—Óyeme bien —dijo, hablando como de costumbre al caballo— en este juego estoy apostando mucho, tengo que apresurarme y obligar a aquel felón a tirar sus propias cartas sobre el pasto.
El pequeño otero del agresor ocupaba el centro de un relieve en cuya superficie mezclaban sus áridas formas las rocas porosas, lavadas por la lluvia y gastadas por la constancia ululante de los cuatro vientos: el blanco, que trepaba desde el sur, el verde, que soplaba del Atlántico, el azul, que arreciaba desde el Pacífico, y el negro, que venía del norte. Las pardas agujas del coirón, el pasto-planta de la tundra patagónica y fueguina, duro y corto como un junco enano, crecía en los intersticios, de ahí que la rala gente del lugar lo conociera con el nombre de hierba intersticial. En estado tierno y húmedo, calafateaba también en forma rápida y durable los intersticios del hambre bovina, equina y ovina. Quienquiera que buscara resguardarse en el montículo, dispondría de una buena visión del contorno y estaría en situación de prevenir todo ataque por sorpresa. Al mismo tiempo, y en contrapartida, le sería imposible escapar sin ser visto, y más que nada, alcanzado por un disparo. Su acto había sido un acto presumido como final.
El cerebro del jinete trabajaba probablemente con fría rapidez. Para un eventual asedio, la ausencia de rocas y de considerables depresiones del terreno vedaban todo avance encubierto. Por la misma razón debió comprender que el arquero invisible se hallaba completamente bloqueado: agotadas sus flechas, no disponía de otro recurso que salir en tromba engranando el combate cuerpo a cuerpo. Y este era irrealizable: el caballo y el rémington bastaban para neutralizarlo como opción. El hombre del caballo supo entonces que el problema consistía en hallar el medio de provocar un rápido agotamiento del carcaj, aunque corriera el riesgo de recibir en todo momento impactos de incalculables consecuencias. Los dos proyectiles arrojados en su contra pudieron ocasionarle la muerte o una grave herida que la preludiaría.
—Pero tengo una idea. —El curso de sus reflexiones proseguía en voz alta, orientado hacia el caballo—. ¿Sabes tú por qué sus envíos tienen semejante fuerza y dirección? Porque el granuja se está apoyando en el viento, porque está tratando al viento como un río que arrastra rápidamente sus proyectiles contra nosotros. Esto significa que atacaremos desde el lado opuesto. Así, sus flechas se debilitarán apenas salidas del arco, se elevarán desviadas, y perderán toda su cabrona magia.
El azabache galopó describiendo un círculo mucho más vasto, y por ello manteniéndose fuera del alcance del arco, aunque por cierto, desde este nuevo punto de acecho tampoco era visible el enemigo. Lo que lo hizo escupir con gélida rabia y refregar sus labios utilizando el dorso del guante.
—Abre bien los ojos, Moloch —dijo, a lo mejor golpeado por esta constatación, en tanto palmeaba suavemente el cuello de su peludo interlocutor— que esta escoria humana está aprendiendo. Es evidente. Si aquel traicionero zascandil —señaló con el acusante dedo— contara con herramientas apropiadas, cavaría una trinchera, un foso, un escondrijo infinitamente más seguro. —Su mirada vagaba y se clavaba lejos. Murmuró—: Su covacha de hierbas es un lejano remedo, y así como lo ves, casi nos mata. Si la hubiera descubierto apenas cincuenta años antes su raza estaría todavía viva. Toda su raza exterminada ahora. Por eso me veo obligado a matarlo doblemente: ha nacido con ojos y con memoria y ello es siempre un peligro en un hombre como él, tan próximo de la bestia. ¿Me escuchas? —preguntaba con interés. Cambiando de tono, de intención y de humor, clavó los ojos en el túmulo y profirió un alarido que estalló dinamitando a la vez los labios duros y el callado paisaje—: ¡Ahora muéstrame tu horrible cara animal para hacerla saltar en pedazos!
Encumbró el arma y disparó. Pequeñas volutas de pasto levantaron el vuelo. Descendió de su encabritada montura y, caballero civilizado y cauteloso, acomodó la rodilla derecha sobre una mancha de grava húmeda para recargar la cámara de su fusil. Dijo un día que había detectado con esa rodilla la humedad del suelo, aún impregnado por la última lluvia. Porque en año normal allá hay días de lluvia, días de nieve, días de cenicienta mortaja que empuja un viento poderoso llamado Walaway por la raza primigenia, y días de sol, el sol austral tapado y destapado por pelotones de nubes montaraces. Entre las briznas de pación, apelmazadas y amarillas, diría, fulguraron los medallones de reducido barro oscuro, amasados con agua reciente. Apuntó y tiró. Cuerpo a tierra, activo y ostentoso, reptó. Lo hizo una decena de metros, maliciosamente transfigurado. Levantó el torso para reapuntar, el estampido se perdió sin eco, arrojó el pecho a tierra, todo en armónico despliegue físico y sin el menor escrúpulo, porque no podía aceptar que la mejor manera de acabar la lucha era montar su caballo y alejarse al galope. Y pese a todo, la tercera flecha no quería venir.
—¿Estás muerto? —gritó.
Como se sabe, en la tundra no hay eco. El eco es un invento de los montes y de las quebradas. Por tal motivo la soledad en la tundra es tan elocuente, aunque el excitado tirador no tenía tiempo de apreciarla. Sus ojos brillaban a causa del riesgo y de los fragores de su ríspido combate. Recogiendo el brazo izquierdo, abrió la cremallera de la bragueta y orinó una orina palpitante, una orina de cúbito dorsal, caliente, conmocionada, que cayó al suelo como un surtidor de rocío amarillo, a deshora y humeante. Cerró la bragueta, corrigió la posición de sus brazos, torció la cabeza por encima del hombro, para que el caballo lo escuchara, y vociferó:
—¡Última carga!
Oprimió numerosas veces el gatillo y se arrastraba cambiando a menudo de angulaje. Estuvo en eso bastante rato. Y se disponía a continuar gatillando cuando vio la mano inmóvil, abierta, con la palma vuelta hacia las sombrías nubes, difícilmente perceptible, caída sobre la maleza indiferente, el maléfico, el vulnerable escondrijo. El creyó de repente que dormía un esbelto sueño rudimentario, acantonada entre dos pedruscos, y a lo largo de un minuto la escrutó sin parpadear, suspendiendo el aliento. El nervioso Moloch también había visto. Fascinado, desconfiado y tenso sobre sus cuatro patas epilépticas, no supo resistir a la tentación: pasó junto al cuerpo de su desbravador y acercándose con mucho miedo, procuró oler el significado misterioso de esa presencia casi translúcida, secreta, apagada sobre la tierra, una quebrantada condición humana yaciendo allí, impenetrable y casta. El ceremonioso pero duro seductor de la muerte, abandonó el rémington a su lado y extrajo un pañuelo de seda con las iniciales “I.P.” bordadas en una punta. Con él limpió sus manos desenguantadas, satisfechas y temibles, y también caminó hasta detenerse junto al muerto. En la semipenumbra bañada de fantásticos efluvios, un vibrante brochazo rojo iluminaba esta vez el cielo, acentuándose de un modo brusco hacia el noroeste
—¿Por qué me atacaste? —preguntó con finura—. Mi caballo y yo pasábamos con el corazón mudo y el tranco cansado después de un largo día de trabajo y tú nos has tirado encima, sin decir agua va, tu minúscula lluvia de dos flechas.
Elevó el pañuelo como una copa de lino hasta los labios para limpiar allí. Limpió asimismo la bota derecha raspándola contra la izquierda. Desabotonó su rústico chaquetón de piel de chiporro.