Por qué nos creemos los cuentos

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Por qué nos creemos los cuentos
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Por qué nos creemos los cuentos los cuentos

Pablo Maurette

Por qué nos creemos los cuentos

Cómo se construye evidencia en la ficción

Clave Intelectual

Primera edición: febrero de 2021

Ilustración de cubierta: Julio César Pérez

© Pablo Maurette, 2021

© Clave Intelectual, S.L., 2021

Calle Recaredo 3 - 28002 Madrid

Tel (34) 91 6501841

editorial@claveintelectual.com

www.claveintelectual.com

ISBN: 9788412280074

Depósito legal: M-31398-2020

Primera edición en formato digital: febrero de 2021

Versión: 1.0

Digitalización: Proyecto451

Edición y coordinación: Santiago Gerchunoff

Diseño de cubierta: Hernández & Bravo

Diagramación: Daniela Coduto

Corrección: Lola Delgado Müller

Diseño de colección: Eugenia Lardiés

Índice

Portada

Portadilla

Legales

Prefacio

1. Compenetrarse

2. De la evidencia

3. Un espacio de sentido

Continuidad de los parques

1. Leer

2. Compenetración

3. Espacio

4. Continuidad

5. Parques

6. Casi

4. Lo perspicuo

Epílogo

a Julieta Maurette

¿Quién no vagabundea por los campos de la imaginación?

¿Quién no construye castillos en el aire?

LA FONTAINE(*)

Prefacio

En una de las entrevistas recogidas en Borges el palabrista, Esteban Peicovich le pregunta a un Borges ya anciano: «¿Quién es más real para usted, Macbeth o Perón?». Borges responde: «Bueno, Macbeth, desde luego».(1) El conocido desprecio del escritor argentino por el expresidente anima sin duda esta curiosa ontología, pero la idea de que un personaje de ficción pueda ser más real que uno que existió en carne y hueso se relaciona, según Borges, con el hecho de que el destino de todo lo que existe, de lo histórico y de lo ficticio, es transformarse en recuerdo. Una vez igualados dos personajes por dicho destino, uno puede decidir quién le parece más real atendiendo a cuál proyecta una imagen más vivaz y ocupa, en consecuencia, un lugar más privilegiado en su memoria. Amén del elemento de provocación en la respuesta de Borges, de ella se desprende una serie de preguntas cuyas implicancias y ramificaciones irán delineando el argumento de este ensayo. Es evidente en qué sentido Juan Domingo Perón es, o fue, real, pero ¿de qué modo es real Macbeth? ¿Es posible que también su existencia se nos revele de modo evidente?

La discusión sobre el tipo de existencia que tiene la obra de arte, ya sea visual o verbal, se remonta a los orígenes mismos de la cultura occidental. Durante más de dos mil años, los filósofos pusieron el énfasis preponderante en el grado de realidad de la obra, entendida fundamentalmente como imitación de la realidad, y sobre todo en relación con aquello que la obra imita, ya sea un cuerpo conmensurable o un paradigma inteligible, es decir, una idea que funciona como modelo. A partir de la Modernidad, y especialmente después de las revoluciones de la física en el siglo xx, la noción de diferencia ontológica (la idea de que hay entidades que existen más, o que son más reales que otras) ha sido relegada a la baulera de las antiguallas. Pero relegar no es eliminar y las ideas no se matan, como escribió Domingo Faustino Sarmiento en el epígrafe de Facundo (1845) citando equivocadamente a Fortoul. En más de un sentido, seguimos convencidos de que hay una gradación en la escala del ser. Seguimos siendo platónicos.

Platón creía que la idea de una mesa, es decir, la entidad inteligible e inmutable que sirve de modelo al carpintero, es más real y más verdadera que la mesa de madera que, a su vez, es más real que una representación pictórica de dicha mesa. Muchas personas aún creen que hay una dimensión de sí mismas (llámesela alma, espíritu, vibración, energía) que es más real que el cuerpo pues resiste los embates del tiempo y perdura después de la muerte. Y pocos negarían que su propio cuerpo es más real que el reflejo de él que se proyecta en un espejo, o que su propia imagen capturada en una fotografía o en un video. En consecuencia, pocos discutirían la noción de que la vida no es una película ni un cuento de hadas, como tantas veces se nos recuerda con reprobación a los «Pigmaliones» que nos perdemos con gusto en los mundos que crea el arte.

Si, a pesar de que somos perfectamente capaces de distinguir entre lo que llamamos realidad y lo que consideramos ficción, seguimos buscando y frecuentando con afán esos mundos artificiales es porque hay algo en ellos que ejerce una atracción impostergable y que en ocasiones nos absorbe con tal intensidad que se convierte en receptáculo de nuestras emociones y en imán para nuestra fantasía. Este fenómeno que lejos de ser anómalo bien puede, felizmente, ser algo del orden de lo cotidiano, lleva a pensar que la idea de que existe una jerarquía de la existencia es del todo inconducente. En todo caso, a la vez que ese mundo artificial en el que volcamos temporalmente nuestra sensibilidad y nuestra afectividad se nos revela como una instancia legítima de la realidad digna del adjetivo «existente», entendemos de manera inmediata y sin necesidad de ninguna explicación que un personaje de ficción, una trama, una imagen no son reales del mismo modo ni en el mismo sentido en que son reales el sillón en el que nos sentamos a ver la película o el papel en el que está impresa la novela; son reales de otra manera. Comprendemos, entonces, aunque sea de manera intuitiva, que hay distintos modos del ser así como hay diferentes modos verbales —esferas de la realidad que se despliegan no en forma de una escala vertical y jerárquica, sino unas al lado de las otras, de manera desordenada, entrelazadas y amontonadas en un misterioso pulular—.

Ahora bien, si un cuerpo (un perro, una locomotora, Perón, etcétera) es real en tanto materia conmensurable y densa que ocupa espacio, ¿en qué sentido es real Macbeth, o la Madonna de Ognissanti, o Richard Sherman, el personaje que interpreta Tom Ewell en La tentación vive arriba (dir. Billy Wilder, 1955)? ¿Es acaso su mera materialidad (el papel, la madera, el celuloide) lo que le confiere existencia? ¿O hay algo que trasciende la materia y se nos presenta como existente en y por sí mismo?

En la obra de arte conviven (o, mejor dicho, pueden convivir), al menos dos modos de existencia: el material y otro que, a falta de un término más original, podemos llamar estético. Cualquiera que alguna vez haya experimentado este otro modo de existencia que tiene la obra de arte sabe también que no es algo que suceda invariablemente. Hay obras con las que nos pasa y hay obras que tan solo pasan. Incluso de aquellas con las que sí establecemos un vínculo, algunas nos absorben de principio a fin mientras que hay otras en las que entramos y salimos como a través de una puerta giratoria. A este acople que se produce entre nuestra sensibilidad y la dimensión estética de una obra lo voy a llamar compenetración.

La compenetración es un fenómeno revelador en el que se nos manifiesta esa otra realidad de la obra de arte, aquella que trasciende la materia. Pero ¿qué sucede exactamente cuando nos compenetramos con una ficción? ¿Cuál es el mecanismo por el que nos acoplamos al mundo que propone la obra y volcamos en él nuestra afectividad? ¿Qué elementos son necesarios para que se produzca la compenetración? ¿En qué consiste exactamente ese estado? ¿Es un escape del mundo «real», o se trata de una manera distinta de relacionarnos con él? En síntesis, ¿por qué nos creemos los cuentos?

A pesar de que (o, quizá, precisamente porque) es algo que experimentamos a menudo, a diario incluso, los pormenores de la compenetración pueden resultar huidizos. De ellos me ocuparé en el primer capítulo. Los capítulos segundo, tercero y cuarto darán cuenta de la construcción de evidencia, uno de los elementos que hacen que una obra facilite la compenetración; y lo harán a partir de tres ejemplos concretos: un concepto de Marco Tulio Cicerón, un cuento de Julio Cortázar y una película de Quentin Tarantino.

La estética como disciplina filosófica se ocupó tradicionalmente del concepto de imitación y participación, de lo bello y de lo sublime, de lo sagrado y de lo profano. Voy a intentar mantenerme al margen de estas cuestiones y centrarme en un aspecto mucho más elemental, la capacidad que tiene el arte de producir efectos en el espectador. Es posible trazar una línea divisoria entre el arte que produce efectos en nosotros (intensos o moderados) y el arte ante el cual permanecemos inmutables. Pero ¿cuándo es efectiva una obra de arte? Indudablemente, la efectividad de una obra se funda primero en la experiencia individual. No puede ser de otra manera. La estética (del griego aísthesis, «percepción sensorial») es, a fin de cuentas, el estudio de las sensaciones, y las sensaciones están indisolublemente ligadas al cuerpo, que es una entidad individual, privada, idiosincrática, determinada por una cierta historia y confinada en una anatomía específica. Tomando esto como premisa, ¿qué es lo que hace que una obra de arte produzca un efecto, ya sea fascinación, repulsión, interés, tristeza, asco, excitación sexual? Lo mismo que hace que el mundo exterior, el de las cosas y las personas, tenga efecto: su condición de evidente, su total vivacidad, su avasallante cualidad de existente. Esta evidencia de sí misma y de su incuestionable realidad es lo que se manifiesta en la obra cuando nos compenetramos con ella.

 

El uso del concepto de evidencia como categoría estética es un intento de desarticular, o al menos de poner entre paréntesis, una de las mayores obsesiones de la tradición occidental: el realismo. La idea de que una obra artística es bella, o efectiva, cuando imita fielmente algo que la trasciende es endémica en Occidente. El acto de imitación puede tener como modelo el mundo exterior (en esos casos, se llamaría, más bien, naturalismo), un paradigma inteligible, la imaginación o el repositorio del inconsciente del artista, obras de arte precedentes, plataformas ideológicas, políticas o religiosas, etcétera. El denominador común es que, consciente o inconscientemente, se establece una jerarquía, al atribuírsele más realidad al modelo que a la copia. La copia existe gracias al mundo, a causa de él y para reflejarlo y reproducirlo. Su existencia es, por ende, secundaria; parasitaria, incluso.

Hablar de «verosimilitud» ayuda a dirigir la atención hacia el universo interno que la obra inaugura. En el mundo de Rompiendo las olas (dir. Lars von Trier, 1996), por ejemplo, es verosímil que suenen campanas que cuelgan en el cielo, así como es inverosímil que el dandi relamido Waldo Lydecker intente asesinar a Laura en la novela homónima de Vera Caspary (1943). Sin embargo, la etimología misma del término tiene un lastre realista demasiado pesado. Algo verosímil «parece verdadero». Cuando produce su efecto, la obra de arte es verdadera. Volviendo a Pigmalión, a través de su historia la mitología griega nos recuerda que el artista empieza copiando la realidad hasta que llega un momento en que la obra se impone en y por sí misma en el mundo, reclama su lugar y un nuevo parámetro de verdad. Esto se debe a que el arte no figura, sino que transfigura. Toma elementos del mundo y los transforma en algo que es al mismo tiempo radicalmente diferente y perfectamente similar, pues comparte con ese mundo del que surge una característica fundamental: la evidencia. Esta se manifiesta en la relación entre la obra y el espectador como el efecto primordial a partir del que se producen todos los efectos sucesivos (sensoriales, emocionales, intelectuales).(2)

Al reconocerle a la obra la capacidad de producir el efecto de verdad y realidad, la noción de evidencia permite entender el efecto estético en sus propios términos; y lo hace sin necesidad de aislar la dimensión estética del mundo cotidiano. De hecho, la conexión de la obra con el mundo, que se gestiona a través del espectador, juega un papel crucial en la producción del efecto de evidencia. La evidencia de la obra es también evidencia de que ella no está supeditada ontológicamente a una realidad más verdadera de la cual es un mero símil. Evidencia no es verosimilitud, sino algo más primario, una certitud anterior que es condición necesaria de todo análisis, de toda interpretación y de toda explicación. Es una aceptación sin cuestionamientos, inmediata y completa del mundo propuesto por la obra que se nos manifiesta cuando nos compenetramos. Eric Auerbach, cuando elogia la vivacidad de la poesía homérica, dice que el «mundo real, que existe por sí mismo, dentro del cual somos mágicamente introducidos, no contiene nada que no sea él».(3) Y E. H. Gombrich, hablando de las calaveras de Jericó, afirma que «el test [de la efectividad] de una imagen no es su realismo (lifelikeness), sino su eficacia dentro de un contexto específico de acción».(4) Para los humanistas del Renacimiento, el término griego enárgeia, que desde la Antigüedad se traducía con la voz latina evidentia, significaba también eficacia.

La idea de que la obra de arte surte efecto cuando se manifiesta como evidente puede sonar enrevesada, pero es todo lo contrario. Es clara y distinta. Nos ha sucedido incontables veces. Si tenemos suerte, y tiempo, nos sucede a diario. Estamos en las primeras páginas de una novela, en los primeros minutos de una película, en el capítulo tercero de la primera temporada de una serie, todavía algo desorientados quizá, refregándonos los ojos como quien recién se despierta, o mirando alrededor con extrañeza como quien acaba de aterrizar en otro país y, de pronto, sin aviso, sin mediaciones, sin estrépito, sin darnos siquiera cuenta aceptamos el mundo que se nos presenta, nos compenetramos con él, proyectamos en él nuestras emociones, sufrimos, gozamos. No estamos locos, tampoco estamos soñando. En cierto modo, estamos jugando. Sabemos que ese mundo ficticio del cuento, del film, del cuadro, está construido con ladrillos muy distintos de los que componen aquel que habitamos en carne y hueso, y sin embargo lo aceptamos como quien, al sentarse, acepta sin más la realidad de la silla. He aquí el prodigio común y corriente que ha inspirado este ensayo.

1. Compenetrarse

Cuenta Andréi Tarkovsky en Esculpir en el tiempo que, poco después del estreno de El espejo (1975), recibió una carta en la que una mujer le decía: «En una semana he ido cuatro veces a ver su película. Y fui al cine no solo para verla. En realidad, lo que quería era vivir una vida real por lo menos unas horas, pasar el tiempo con artistas verdaderos, con personas […]. Por primera vez una película se me antojó como algo real. Y este es precisamente el motivo por el que la veo una y otra vez; para vivir por ella y en ella».(5) Esa «realidad», esa sensación de estar vivo «realmente» que esta persona describe con tanta vivacidad no es otra cosa que la compenetración.

La compenetración no es suspensión voluntaria de la incredulidad, una noción pergeñada por alguien que sin duda profesaba una fe desmedida en el poder de la voluntad. Si bien implica creer en algo, o creerse algo, no se trata de suspender ninguna facultad. Y mucho menos es una cuestión de albedrío. Tampoco depende de la asignación de un juicio de valor. No nos compenetramos con una obra de arte porque nos parezca buena. Si bien una discusión sobre la posibilidad de establecer una jerarquía de valores estéticos no es algo para desestimar en tiempos de relativismo eufórico, no es el tema de este ensayo. Además, podemos compenetrarnos con una obra artística que sea mala desde diversos puntos de vista convencionales, incluidos nuestros propios parámetros. La compenetración tampoco es un efecto que la obra produce en nosotros; no es algo que la obra nos hace, o algo que nosotros le hacemos a ella. Entonces, ¿qué es?

A pesar de tratarse de un acontecimiento perfectamente común y corriente, algo que bien nos puede suceder a diario, el mecanismo de la compenetración y el estado que esta induce son fenómenos difíciles de describir. En primer lugar, la compenetración es un proceso horizontal y se da en el espacio que nos separa de la obra de arte. Cuando sucede, de pronto y como por arte de magia (ese «como» es un mero prurito racionalista) se abre una nueva dimensión en la realidad. Una dimensión efectivamente existente, una dimensión que funciona. Ese «funcionar» y ese «tener efecto» de las artes componen el mayor misterio de la experiencia estética, un misterio que se remonta a los orígenes de la existencia humana, a la primera persona que pintó la forma de un animal sobre la pared de una cueva, a las primeras manos que moldearon una figura antropomórfica de arcilla, a la primera voz articulada que contó un cuento a la vera de una fogata. Y a los espectadores y oyentes que habitaron originalmente esos mundos artificiales.

En la química orgánica se habla de compenetración en referencia a ciertos procesos sustanciales de entremezcla. Como consecuencia de una aleación, las partículas de dos o más sustancias se mezclan entre sí, se penetran las unas a las otras hasta formar una nueva sustancia. Puede suceder con dos tipos de plástico, por ejemplo, que se funden por completo generando un nuevo tipo de plástico en la zona intermedia. También se da en la naturaleza cuando dos minerales migran el uno dentro del otro. La compenetración que puede producirse durante la apreciación estética se asemeja a este fenómeno orgánico.

Nos compenetramos con una obra de arte cuando, de un momento a otro, se nos impone el hecho de que ese otro, la obra, es una entidad autosuficiente, un integrante más del mundo y no una mera fantasía impalpable, un artificio contingente, o el simple apéndice de una voluntad creadora. Así como Pablito acepta sin más que el martillo es un integrante del mundo y se relaciona con él al clavar un clavito, también la obra artística se nos puede revelar en su calidad de entidad independiente. Mientras que aceptar sin más el martillo es utilizarlo, con la obra de arte nos compenetramos cuando damos por cierto y evidente el mundo que nos presenta. Al compenetrarnos, nos entrelazamos con el tejido mismo de ese mundo intangible y participamos del proceso de producción de sentido.

La creación de sentido en conjunto es una consecuencia inevitable de la compenetración. Al percibir el mundo propuesto por la obra como algo real y evidente, entramos a formar parte de él, nos sometemos a sus reglas, lo interpretamos y, al hacerlo, lo transformamos. Al mismo tiempo, en esa interacción, la obra adquiere la capacidad de modificarnos a nosotros también a través del proceso de producción de sentido. Esto sucede gracias a una combinación vertiginosa de estímulos intelectuales y emocionales. Percibimos, entendemos y sentimos; percibimos, sentimos y entendemos.

Es claro que la compenetración está íntimamente ligada con características propias de cada espectador. Afinidades y gustos, asociaciones conscientes e inconscientes, recuerdos, fantasías y demás idiosincrasias conforman un vasto campo connotativo que determina la posibilidad de que tenga lugar la compenetración. No me interesa tanto por qué alguien se compenetra con una novela de Patricia Highsmith y no con una de José Donoso, o cómo es que uno se compenetra con una película de Peter Weir y no con una de Michelangelo Antonioni. Sí, por el contrario, en qué consiste compenetrarse.

La compenetración, como la evidencia, es un proceso tripartito. Como veremos en el próximo capítulo, para que haya evidencia debe haber un objeto A presentado a un sujeto B como prueba de un evento C. En un primer momento, el sujeto (espectador, oyente, lector) se enfrenta con un objeto (la obra artística). Hasta aquí tenemos un mero encuentro. Para que tenga lugar la compenetración, sin embargo, es necesaria la aparición de un tercer objeto, el sentido. De pronto, la obra adquiere sentido para el sujeto. No hablo aquí de un sentido específico, no hablo siquiera de contenido, sino de un sentido primordial que es condición de posibilidad de todo sentido ulterior y de todo contenido. «Sentido» aquí es la manifestación súbita de una realidad autosuficiente, la condición necesaria de todo contenido. Esta realidad se manifiesta como un espacio; un campo de sentido, o, mejor dicho, un espacio para el sentido. Es este espacio de sentido primordial lo primero que confiere evidencia a la obra.

No hay que olvidar que la compenetración no es un acto de fe. No se trata de creerse la obra al punto de adjudicarle el mismo valor de realidad que le adjudicamos al mundo, sino de creer en ella de otra manera, concediéndole el derecho a la existencia y aceptando en sus propios términos el mundo de imágenes y de palabras que inaugura. Los verbos «conceder» y «aceptar» deben ser tomados con pinzas. La única decisión que toma el espectador es la de exponerse a la obra en el espacio físico y en el tiempo de los relojes. La compenetración en sí no es producto de una decisión: es un evento que se impone a nuestra sensibilidad y que irrumpe en la esfera de nuestra afectividad.

 

Al compenetrarse uno se conecta con el mundo propuesto (impuesto, más bien) por la obra, pero no pierde la distancia, no abandona el suyo propio, no lo pone entre paréntesis ni lo cancela. Gombrich apunta a algo similar con su ejemplo del caballito de juguete.(6) El palo de madera con la cuerda y la cabeza de peluche (la cabeza es opcional) es la representación de un caballo solo en el sentido de que lo sustituye parcial y provisoriamente. El artefacto se parece poco y nada a un caballo. El material no puede ser más diferente, las dimensiones y la figura, tampoco. Y, sin embargo, hace las veces de caballo porque comparte una característica básica con el animal: se lo puede montar. El niño, de pie y a horcajadas, pronuncia la fórmula de rigor («arre, caballito») y sale al galope. Es, al mismo tiempo, un juego y un truco de magia. Su sentido más primario se encuentra en el mecanismo de sustitución que está en la base de la ceremonia religiosa. Se trata del mismo mecanismo de la imaginación que, según Gombrich, inspiró el arte prehistórico. Así como el ídolo de arcilla sustituye al dios en el ritual animista, el palo de madera sustituye al caballo en el recreo infantil.

También en la compenetración con la obra de arte se produce una sustitución. Al compenetrarnos con un cuento, con un cuadro, con una película, sustituimos momentáneamente nuestro mundo cotidiano por otro, hacia el que proyectamos nuestras emociones. Pero, así como el niño jamás confunde el caballito de madera con un equino de carne y hueso,(7) tampoco pensamos nosotros, por más compenetrados que estemos con una obra (pace Alonso Quijano), que ese otro mundo tiene el mismo grado de realidad, la misma textura y densidad que el mundo cotidiano. Nunca deja de haber distancia. Se trata de una relación fundamentalmente visual y emocional, pero no por ello menos efectiva. Somos espectadores involucrados con lo que vemos porque lo que vemos nos afecta, pero también porque nuestra mirada afecta la obra al construir su sentido. En la compenetración se comprueba más allá de toda duda que el sentido de la vista es una facultad activa y no pasiva. Al compenetrarnos, no somos espectadores sino testigos.

Esta distancia entre nosotros y la obra permite que se mantenga un grado de extrañamiento necesario para la apreciación y para la construcción de sentidos. Aquí radica la paradoja central de este fenómeno. Mientras que en la compenetración química las dos sustancias pierden sus propiedades originales total o parcialmente, en el contexto de la experiencia estética las sustancias se encuentran y se compenetran sin jamás confundirse la una con la otra. Por un lado, el espectador (podemos empezar a llamarlo «testigo») acepta el mundo que propone la obra en su realidad paralela, lo sustituye momentáneamente por el suyo, lo convierte provisoriamente en repositorio de sus emociones y construye sentidos en y con él, pero no pierde su apoyo en el mundo cotidiano. Por el otro, al igual que en el caso del proceso químico, la compenetración estética produce una nueva sustancia. Esta nueva sustancia, que se construye durante y después del encuentro estético, es el cúmulo de sentidos conformado por las interpretaciones de la obra, las asociaciones que esta inspira, los recuerdos que dispara y las emociones que provoca.

La importancia del distanciamiento no pasó desapercibida al análisis hermenéutico del discurso. Según Paul Ricœur, el fenómeno que llamamos «literatura» es producto del desfase de dos ámbitos referenciales. El texto de ficción inaugura una esfera de referencialidad que no es la de la realidad concreta. Al mismo tiempo, «no hay discurso tan ficticio que no se conecte con la realidad», aclara Ricœur, pues ambas esferas comparten el lenguaje ordinario. Esta conciencia de la separación de los niveles de discurso y referencialidad es el distanciamiento. Dice el fenomenólogo francés: «El mundo del texto del que hablamos no es pues el del lenguaje cotidiano. En este sentido, constituye un nuevo tipo de distanciamiento que se podría decir que es de lo real consigo mismo. Esta es la distanciación que la ficción introduce en nuestra captación de lo real».(8) Gracias a esta distancia, la obra trasciende su contexto inmediato y se abre a una cantidad ilimitada de lecturas ulteriores. El texto se descontextualiza para recontextualizarse, concluye Ricœur. Esto es agua fresca en el desierto del contextualismo recalcitrante con su lectura moralizante, historicista, politiquera, en que se ha convertido gran parte del feudo de la crítica contemporánea. Pero también es un recordatorio de que la diferencia ontológica, que está en las raíces mismas del pensamiento premoderno, subsiste hasta el día de hoy de manera inconsciente y acrítica. La experiencia de la apreciación artística, la sustitución de emociones, la compenetración, son procesos que se sostienen gracias a una aceptación tácita de que hay distintas esferas de realidad que coexisten y pululan de manera no jerárquica. Entre ellas, construimos puentes. Y, ¿qué es un puente sino una estructura que acerca al tiempo que marca una distancia?

La distancia también explica una de las características más notables de la compenetración: su carácter intermitente. La compenetración puede funcionar como el tercero en discordia que quebrante la dicotomía «concentración (o recogimiento) — distracción» que discute Walter Benjamin en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.(9) Si bien es técnicamente posible compenetrarse con una obra desde el primer instante en que se produce el encuentro hasta el último, lo más común es entrar y salir del estado de absorción, pasar de la concentración a la distracción y de la distracción a la concentración. En esta oscilación se revela con mayor intensidad la disonancia temporal y, con ella, la distancia referencial entre el mundo de la obra y el nuestro. El mundo circundante y nuestra actividad mental gusta de interrumpir acá y allá la experiencia de la compenetración. Hay ruidos y hay distracciones que vienen de fuera, hay digresiones y ensoñaciones diurnas que vienen de dentro. Pero este entrar y salir del estado de compenetración, lejos de templar los efectos de la experiencia estética, puede exaltarlos pues la intermitencia nos abre a la distancia y es en ella donde adoptamos nuestro papel de testigos de ese otro mundo inaugurado por la obra para construir sentido. Participamos de ese otro mundo propuesto por la obra sin abandonar nunca nuestro mundo cotidiano. Oscilamos como quien pasa del sueño a la vigilia y de la vigilia al sueño. O, más bien, como alguien que entra y sale de un estado de trance lúcido.

La comparación con juegos infantiles, ritos primitivos y el estado de trance invita a una conexión entre el compenetrarse y la dimensión de lo ceremonial. Da lo mismo si el arte nació como elemento de una liturgia animista, o si tuvo un origen independiente de la esfera religiosa y simplemente la acompaña desde tiempos inmemoriales. Lo cierto es que hasta el día de hoy la apreciación artística y el consumo de obras de arte se suele practicar a la manera de un rito. Las reglas de estas modestas ceremonias seculares varían. Pueden ser el reflejo de idiosincrasias individuales, familiares, sociales, pero suelen ser relativamente regulares y bastante rígidas. Para leer, nos sentamos o nos recostamos en nuestro sillón preferido, en la cama con dos o más almohadas como respaldo, en una silla, en la biblioteca, en el metro, en un café. Hay quienes leen de pie, hay quienes leen en voz alta. Preferimos ciertos momentos del día a otros, ciertos tipos de luz a otros (natural o artificial, blanca o amarilla) y ciertas posiciones de la luz a otras (lateral, cenital). Sabemos de antemano aproximadamente de cuánto tiempo disponemos para leer y la lectura puede medirse en minutos, en páginas, en capítulos, en cuentos, en poemas. Leemos libros en papel, libros digitales y ambos indistintamente; o escuchamos audiolibros, en cuyo caso no hace falta estar quieto y el ceremonial cambia por completo. Subrayamos con lápiz, con bolígrafo, resaltamos, tomamos notas u obedecemos la prohibición terminante de dejar marca alguna en el libro. Y cuando damos por concluida la sesión, usamos un señalador o un lápiz, o doblamos la esquina de la hoja, o retenemos el número de página en la memoria.

El hábito ceremonial es similar si nos disponemos a ver una película en casa. Apagamos las luces (o no, o tal vez dejamos una sola luz prendida), nos arrellanamos en nuestro sillón favorito, o nos acostamos en la cama y la vemos de corrido, o hacemos interrupciones. Una ida al cine, o al museo, también se celebra como una pequeña ceremonia. Durante la película se come o no se come, se bebe o no se bebe, se apaga el teléfono celular, se evita el cuchicheo, se le chista al cuchicheador. Asimismo, la apreciación de un cuadro o una estatua suele tener sus reglas. ¿A qué distancia nos ubicamos? ¿Cuánto tiempo le dedicamos a cada pieza? ¿Nos movemos para apreciar la obra desde distintas perspectivas o contemplamos estáticos desde un punto en particular? ¿Leemos la información de la placa o nos concentramos en las emociones que suscita en nosotros la imagen sin contaminarnos con datos y evitando toda intromisión interpretativa? A lo largo de los años, todas estas pequeñas decisiones fluctúan y modelan en su variación segmentos de ritos y costumbres que se van solidificando hasta formar un auténtico ceremonial privado de la apreciación artística. El propósito último de todo esto es facilitar la compenetración.

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