Czytaj książkę: «El Carisma de Schoenstatt»
EL CARISMA DE SCHOENSTATT
P. Rafael Fernández de A.
N° Inscripción: 307.200
ISBN edición impresa: 978-956-246-913-5
ISBN edición digital: 978-956-246-922-7
© Editorial Nueva Patris S.A.
Vicente Valdés 644
La Florida - Santiago
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Diagramación digital:
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Septiembre, 2019
Chile
Indice
PRESENTACIÓN
I. UN CARISMA PARA LA IGLESIA
1. “Schoenstatt en salida”
2. La riqueza del carisma
3. Actualizar el carisma
II. DOS COORDENADAS TRASCENDENTALES
1. La acentuación agustiniana
2. Un extraordinario cambio cultural
III. UN CARISMA MARCADAMENTE MARIANO
1. Horizonte de la espiritualidad mariana
2. Una profunda vivencia del amor a María
3. Una espiritualidad avalada por la palabra de Dios
4. Una nueva imagen, espiritualidad y pastoral marianas
IV. UN CARISMA MARCADAMENTE PATROCÉNTRICO
1. El patrocentrismo de Schoenstatt
2. Importancia de las vivencias de paternidad y filialidad
V. LA AUTORIDAD
1. Un tema central
2. El P. Kentenich y su experiencia de autoridad
3. Ser y misión de la autoridad
VI. DIOS PROVIDENTE Y LA FE EN LA PROVIDENCIA DIVINA
1. Dios requiere nuestra cooperación
2. Una fe “práctica”
3. Medios que hacen práctica la fe en la Providencia Divina
VII. EL PENSAR, AMAR Y VIVIR ORGÁNICOS
1. Preámbulo
2. Un modo de pensar orgánico
3. Un modo de amar orgánico
4. Un modo de vivir orgánico
VIII. LA CONFEDERACIÓN APOSTÓLICA UNIVERSAL
1. El origen de la idea de la Confederación Apostólica Universal
2. La idea del “Apostolado Católico” en Pallotti
3. Del “Apostolado Católico” a la “Confederación Apostólica Universal” (CAU)
4. Camino hacia la Confederación Apostólica Universal
5. El lugar que ocupa san Vicente Pallotti en la Obra de Schoenstatt
6. La persona de Pallotti recuerda y concretiza el llamado a ser “corazón de la Iglesia”
7. Exigencias que se siguen para Schoenstatt a partir de la CAU
Presentación
Durante muchos años he tenido la intención de escribir este texto que ahora tienen en sus manos. Estoy profundamente convencido de que Schoenstatt, en verdad, tiene una tarea de gran trascendencia para la renovación de la Iglesia y de la sociedad. La tarea no era fácil porque la riqueza del carisma del P. José Kentenich es muy grande y requería mucha dedicación poder escribir algo al respecto.
En este texto uso el término “carisma” en el sentido que le dan san Juan Pablo II y el papa Francisco cuando hablan del carisma de los fundadores.
Pongo ahora en sus manos estas reflexiones, que no tienen un carácter académico. Por otra parte, no se trata de una introducción a Schoenstatt, ya que suponen un conocimiento general de lo que es nuestro Movimiento. Además, debe tenerse en cuenta que una cosa es exponer el carisma, como lo hacemos aquí, y otra es la forma pedagógica en que este se entrega. En este sentido deberá hacerse de acuerdo con la pedagogía dinámica, es decir, según la perspectiva de intereses de quienes somos responsables.
Tampoco es este un trabajo exhaustivo, de allí que varios temas podrían ser profundizados, lo cual dejamos a la iniciativa de cada uno de ustedes.
Lo que más me importaba era entregar una visión coherente del carisma del P. Kentenich, ya que son muchos y diversos los elementos que lo conforman.
Nuestros trabajos y compromisos apostólicos serán más fecundos cuando, verdaderamente, todo lo que hagamos en el sentido de Schoenstatt o para Schoenstatt, posea el sello kentenijiano.
De suyo, podemos hacer muchas cosas buenas que son un aporte en la Iglesia y la sociedad, sin embargo, poseemos, por encargo del Señor, un aporte específico. Si lo conocemos en profundidad y lo aplicamos en nuestros apostolados, entonces todo lo que hagamos va a ser una contribución a que se realice el gran “sueño” del P. Kentenich.
I. UN CARISMA
PARA LA IGLESIA
1. “Schoenstatt en salida”
El presente texto corresponde a una necesidad central del Movimiento de Schoenstatt, ya que todo lo que este pueda hacer por la renovación de la Iglesia y la instauración de un nuevo orden cristiano de la sociedad, depende de la gracia que Cristo Jesús regaló a su fundador en vista de esta trascendente tarea.
Nuestro padre expresó que cada 50 años era necesario refundar nuestras comunidades, es decir, volver a adentrarse en sus raíces y en su originalidad. Hoy, más que nunca, se hace evidente la necesidad de renovación profunda de la Iglesia y de que cada comunidad eclesial aporte a ella de acuerdo con su propio carisma, lo que es imposible sin una revisión y renovación de su propia gracia fundacional.
Antes de abordar esta tarea, queremos citar las palabras sobre el carisma de nuestro fundador, pronunciadas por el papa Juan Pablo II, el 20 de Septiembre de 1985, con ocasión de la celebración de los 100 años del P. José Kentenich:
Ustedes están llamados a participar de la gracia que su fundador recibió y ofrecerla a toda la Iglesia. Pues el carisma de los fundadores es una experiencia suscitada por el Espíritu y es transmitida a sus discípulos para que estos la vivan y la desarrollen constantemente en la comunión de la Iglesia y para bien de la Iglesia.
Las palabras del santo padre son muy claras y comprometedoras para nosotros. Queremos comprender, vivir y transmitir fielmente el carisma que nos legó nuestro padre fundador.
Recordamos, también, las palabras que dirigiera el papa Francisco a los Padres de Schoenstatt, el 4 de noviembre de 2015, que valen igualmente para todos los hijos de nuestro padre y fundador:
Les preocupa mantener vivo el carisma fundacional y la capacidad de saber transmitirlo a los más jóvenes. A mí también me preocupa, ¡que mantengan el carisma y lo transmitan!, de tal manera que siga inspirando y sosteniendo sus vidas y su misión.
Ustedes saben que un carisma no es una pieza de museo, que permanece intacta en una vitrina, para ser contemplada y nada más.
La fidelidad, el mantener puro el carisma, no significa de ningún modo encerrarlo en una botella sellada, como si fuera agua destilada, para que no se contamine con el exterior.
No, el carisma no se conserva teniéndolo guardado; hay que abrirlo y dejar que salga, para que entre en contacto con la realidad, con las personas, con sus inquietudes y sus problemas.
Y así, en ese este encuentro fecundo con la realidad, el carisma crece, se renueva y también la realidad se transforma, se transfigura por la fuerza espiritual que ese carisma lleva consigo.
El P. Kentenich lo expresaba muy bien cuando decía que había que estar «con el oído en el corazón de Dios y la mano en el pulso del tiempo». Aquí están los dos pilares de una auténtica vida espiritual.
En este mismo sentido, nuestro Movimiento ha asumido vitalmente la consigna del papa Francisco que él expresó en su llamado a ser “una Iglesia en salida”. Schoenstatt, como comunidad eclesial, desde siempre ha estado orientado por el fundador en esta línea. Basta leer lo que él reza en el libro Hacia el Padre:
Danos, Padre, arder como un fuego vigoroso,
marchar con alegría hacia los pueblos
y, combatiendo como testigos de la redención,
guiarlos jubilosamente a la Santísima Trinidad. (HP, 12)
De modo semejante, en otra de las oraciones del Hacia el Padre, Mantén en alto el Cetro, dirigiéndose a María, reza así:
Schoenstatt porte valerosamente
hasta muy lejos tu bandera
y someta victorioso a todos los enemigos;
continúe siendo tu lugar predilecto,
baluarte del espíritu apostólico,
jefe que conduce a la lucha santa,
manantial de santidad en la vida diaria;
fuego del fuego de Cristo,
que llameante esparce centellas luminosas,
hasta que el mundo, como un mar de llamas,
se encienda para gloria de la Santísima Trinidad.
(HP 498-500)
En 1929, ante un grupo de la juventud masculina, en la Casa de la Alianza, construida junto al Santuario original, el P. Kentenich hizo una afirmación que, a primera vista, es difícil comprender. Dijo:
A la sombra del santuario se van a codecidir por siglos los destinos de la Iglesia y del mundo.
Habían transcurrido apenas 15 años desde la fundación de Schoenstatt. Hacer una afirmación de ese tipo, humanamente era aventurado, ya que el desarrollo del Movimiento no avalaba la proyección que visualizaba el padre fundador. ¿Qué le permitía hacer una afirmación tan trascendente? ¿Se trataba de un entusiasmo del momento o algo por el estilo?
Lo que el padre fundador expresara en ese momento lo repitió muchas veces en su vida, hasta el final. Sin duda, no se trataba de una fantasía o simplemente de un deseo; era más bien la afirmación de una convicción.
Para comprender cabalmente esta afirmación del P. Kentenich, es preciso tener presente lo que había sido durante siglos, la espiritualidad que había reinado en la Iglesia, especialmente a partir de San Agustín, siglo V, hasta inicios del siglo XX.
Es importante, además, considerarla a la luz del extraordinario cambio cultural que se inicia con el Renacimiento: el paso de una era teocéntrica a una era antropocéntrica. Es uno de los cambios más trascendentales de la historia que ciertamente repercuten de modo profundo en la vida y en la transmisión de la fe.
Teniendo en cuenta este horizonte será posible comprender mejor la afirmación del P. Kentenich.
2. La riqueza del carisma
Lo que el Señor ha regalado a los hijos de Schoenstatt, a través de su fundador, es una tarea que abarca muchas dimensiones. Esto, que de suyo constituye una gran riqueza, puede, sin embargo, llevar a una cierta simplificación o parcialización del carisma, menguando su fecundidad.
Nuestra intención es compartir el esfuerzo por descubrir en toda su riqueza el legado del fundador, a fin de que su “sueño” se haga cada vez más realidad.
Lo que se propone es un texto introductorio, orientado a personas que ya conocen Schoenstatt y que tratan de vivirlo y hacerlo fecundo en su apostolado.
La necesidad de abordar este tema adquiere especial importancia en el actual período post mortem fundatoris.
Es normal que, después de la muerte del fundador, se produzca en las comunidades una especie de desconcierto, apareciendo diversas interpretaciones del carisma legado por él; o que se dejen de lado algunos aspectos de su propuesta; o bien, que se introduzcan diversas modificaciones que suelen dar origen a lo que se denomina “nuevas observancias”.
Nosotros conocemos la existencia de fundaciones que, por incomprensión o desconocimiento profundo de su carisma, han errado su camino. Ciertamente, como Familia de Schoenstatt, no estamos exentos de ese peligro.
Por otra parte, como mencionamos anteriormente, nuestro padre afirma que, cada 50 años, las comunidades debieran refundarse.
Recordemos sus palabras en la Jornada de Octubre de 1951:
¿Qué quiere un año jubilar? Una nueva fundación.
¿Qué quiere un año jubilar? Quiere poner al descubierto los cimientos de la Familia, para construir de nuevo sobre ellos.
¿Qué quiere un año jubilar? Verificar todo lo que surgió y creció; si es sano, recto o si algo se torció y debe ser enderezado.
Se trata de volver siempre a las raíces de la fundación, a la idea original del fundador, para hacerla consciente y actual en las nuevas condiciones y coyunturas culturales. Es preciso verificar; hacer una evaluación de lo hecho, corregir lo que puede haberse desviado y mirar al futuro.
El carisma del P. Kentenich no se concreta en uno u otro apostolado que haya que realizar o en una actitud importante a cultivar o en un determinado aspecto de la vida cristiana. Se trata, más bien, de algo muy amplio y contundente. Lo que él propone para la renovación de la Iglesia es una nueva forma de concebir, de vivir y de transmitir la fe, que abarca la totalidad de la persona y de la vida cristiana.
Nuestra intención es comprender mas profundamente la propuesta del fundador tratando, al mismo tiempo, de “aterrizarla” al contexto cultural actual.
Quisiéramos profundizar el carisma del P. Kentenich en su globalidad, mostrando cada uno de sus aspectos en su interrelación y mutuo condicionamiento. Dado que el carisma kentenijiano posee un sello marcadamente pedagógico-pastoral, trataremos de descubrir, en nuestra trayectoria, aquellas formas en que podemos hacerlo nuestro y entregar a otros su espíritu.
3. Actualizar el carisma
“Schoenstatt en salida”, esta es la consigna. Así como la Iglesia, encerrada en sí misma, pierde su naturaleza, de modo semejante, si nosotros vivimos en nuestros círculos o centros, encerrados en nosotros mismos, perdemos nuestra naturaleza, alejando con ello la realización de lo que nuestro fundador propuso con tanta fuerza.
Cuando nos referimos a un Schoenstatt en salida, es preciso cuidar de que ello no se traduzca en un Schoenstatt “en la dispersión”. Siempre tendremos nuestros centros y santuarios en los cuales deberemos estar profundamente arraigados. Pero nuestra Familia no nació para vivir “enclaustrada” ni menos todavía, usando la expresión del papa Francisco, “balconeando”, contemplando lo que sucede en la Iglesia y en el mundo, diciendo lo que “habría que hacer”, o bien criticando lo que se hace.
El espíritu de conquista apostólico pertenece a nuestra esencia. Somos un Movimiento marcadamente apostólico. Así nos pensó nuestro fundador.
Ahora bien, si queremos de verdad ser un Schoenstatt en salida, es necesario que sepamos hacia dónde salimos y, sobre todo, qué es lo que ofrecemos y tratamos de realizar con quienes, sin pertenecer a Schoenstatt, buscan, también, la renovación de la Iglesia.
En otras palabras, nuestro espíritu apostólico y todo nuestro quehacer deben estar marcados por un sello propio, el sello kentenijiano.
Podemos emprender múltiples tareas, de suyo muy positivas, pero podría ser que su realización no esté marcada por la impronta propia de Schoenstatt.
Esto no quiere decir que siempre tengamos que estar hablando o haciendo referencia a Schoenstatt. Recordemos lo que decía nuestro padre fundador sobre el trabajo apostólico: debe ser “en el sentido” de Schoenstatt y “para” Schoenstatt. Ambas cosas no se contraponen, sino que se complementan.
Queremos asumir el carisma kentenijiano, vivirlo y actualizarlo.
A veces se piensa que los tiempos han cambiado tanto que aquello que dijo el P. Kentenich hace más de noventa años, ya está anticuado y, por lo tanto, es preciso actualizarlo. Las circunstancias y cultura actual no son las mismas de hace 100 años.
Por eso, estilos y formas de apostolado no pueden repetirse tal como se hacía años atrás. Esto, desde la perspectiva de lo que es una pedagogía de movimiento o dinámica, es algo evidente.
Pero una cosa es el carisma en sí mismo y otra la respuesta que da este carisma a realidades nuevas.
Es algo análogo a lo que sucede con el Evangelio: tenemos que “actualizarlo y vivirlo”, aplicando la Buena Nueva en medio de las nuevas realidades que nos desafían. Esto requiere que conozcamos cabalmente la verdad revelada, ya que, de otra forma, se perdería y diluiría en decenas o cientos de interpretaciones, como ha sucedido históricamente.
Siempre es necesario re-actualizar el carisma. Ahora bien, para realizar esto, necesitamos poseer claridad de lo que es el carisma en sí mismo.
Si no tenemos claridad en qué consiste, cuál es la esencia de este, difícilmente podremos actualizarlo. Quizás podamos realizar muchas cosas, pero no entregamos la esencia de lo que nos legó el fundador, es decir, lo que realmente Dios quiso hacer llegar a la Iglesia a través nuestro. De ahí la importancia de conocerlo con claridad.
II. DOS COORDENADAS
TRASCENDENTALES
Para comprender cabalmente el contenido del carisma kentenijiano, es preciso visualizarlo desde una perspectiva histórica.
Lo haremos, primero, en el contexto de la espiritualidad en la vida de la Iglesia. En segundo lugar, en una perspectiva cultural. El carisma del fundador responde a un cambio cultural extraordinario.
En tercer lugar, lo mostraremos en el contexto del desarrollo histórico del Movimiento de Schoenstatt.
1. La acentuación agustiniana
Para explicar la novedad que trae Schoenstatt, el P. Kentenich destaca, en primer lugar, el aporte que trajo san Agustín a la vida de la Iglesia. En segundo lugar, menciona la doctrina que elaboró santo Tomás de Aquino en relación con la armonía de la naturaleza y la gracia. En tercer lugar, menciona a Schoenstatt, el cual está llamado a aportar una manera de vivir y de transmitir la fe que haga posible un cristianismo donde reine vitalmente la armonía visualizada por Santo Tomás.
En los primeros siglos del cristianismo, después del inicio de la evangelización, que fue regado por la sangre de los mártires, muchos quisieron vivir más radicalmente su fe y desarrollaron una corriente de vida que los llevó a seguir a Cristo en la soledad del desierto, desligándose de todo lo humano en pobreza, penitencia y vida de oración. Estos se denominan “anacoretas”.
Posteriormente, surgieron pequeñas comunidades donde los eremitas se reunían y apoyaban mutuamente en su entrega radical al Señor. Se denominaron “cenobitas”.
San Agustín (354-430), uno de los santos y doctores más destacados de la Iglesia, después de su conversión y consagración como obispo, se sintió movido a fundar, en su propia casa episcopal, una comunidad inspirada por el cenobitismo, redactando lo que se llamó posteriormente “la regla de san Agustín”, en la cual el santo imprimió una clara acentuación de la vida religiosa.
Para comprender esta acentuación plasmada en esa regla, es preciso tener en cuenta el trasfondo doctrinal que traía consigo san Agustín. Este, después de haber incursionado en el maniqueísmo, asumió el neoplatonismo. Sabemos que la filosofía platónica daba importancia a las ideas, a lo espiritual y consideraba lo material, el cuerpo, como una cárcel para el espíritu.
Este trasfondo ideológico influyó notablemente en san Agustín cuando asumió la fe cristiana. Le llevó a acentuar decididamente lo espiritual, la vida eterna, en definitiva, al Dios uno y trino. Esto es lo definitivo; lo demás es pasajero.
San Agustín evidencia, en la misma dirección, las consecuencias del pecado original y personal, que están presentes en cada persona, en su cuerpo, en su espíritu y en sus actividades. Por eso, declara que lo humano está herido; el mundo es peligroso, puede ser una trampa.
Por cierto, se trata de una acentuación, dentro de un contexto en el cual san Agustín también destaca el amor y la misericordia de Dios que va más allá de cualquier peso del pecado.
En el siglo VI, aparece otro gran santo: san Benito (480-547), quien es considerado como el padre del monacato occidental e iniciador de la vida monástica en Occidente.
San Benito asume la orientación agustiniana y le da forma en la vida monacal que dominó en Europa durante toda la Edad Media. Él también escribió una regla para sus monjes, que sirvió de base y de inspiración para los monasterios y comunidades religiosas.
La espiritualidad monacal se consolida en la Iglesia, en los monasterios y comunidades religiosas. Se denominó espiritualidad de la “fuga mundi”, de la huida del mundo.
Quienes querían poner en el centro de su vida a Dios, estaban llamados a apartarse del mundo, para entregarse por entero a Dios, según el lema “ora et labora”, (ora y trabaja), viviendo en pobreza, obediencia y castidad. Quienes vivían así, pertenecían al “estado de perfección” en la Iglesia.
A fines de la Edad Media surge una corriente espiritual denominada “devotio moderna”, cuyos portadores iniciales fueron las Hermanas y los Hermanos de la Vida Común. La devoción moderna adquiere gran popularidad mediante un libro de espiritualidad denominado La Imitación de Cristo, escrito por Tomás de Kempis (1380-1471), que llegó a ser, en los siglos siguientes, el libro más divulgado después de la Biblia. Esta corriente influyó grandemente en la vida de la Iglesia: buscaba ofrecer medios concretos de crecimiento espiritual y fomentar la imitación de Cristo.
La Imitación de Cristo fue considerado un manual de espiritualidad no solo para quienes habían elegido la vida religiosa consagrada, sino también para los laicos, prácticamente hasta la primera mitad del siglo XX.
Sus principios y consejos se divulgaron en el Pueblo de Dios como también las prácticas religiosas afines con la espiritualidad de la “huida del mundo”.
La acentuación del Dios vivo y de la vida eterna, es decir, la importancia y centralidad de la “Causa Primera”-usando el lenguaje que el P. Kentenich asumió de santo Tomás-, destacando también las heridas de la naturaleza causadas por el pecado original y los pecados personales, inspiró, durante siglos, la vida de la Iglesia e hizo surgir innumerables santos.
En el ámbito de esta acentuación, se da una gran gama de concreciones, todas ellas dentro de un marco ortodoxo.
Es interesante mencionar, en este contexto, a Lutero, monje agustino que encabezó la Reforma que terminó dividiendo a la Iglesia hasta nuestros días.
Lutero lleva la acentuación agustiniana a un extremo heterodoxo, alejándose así de la doctrina católica. Su visión ejerce una gran influencia en el ámbito cultural de Occidente, lo cual también se hace sentir en el ámbito católico.
Lutero afirmaba que la naturaleza humana está corrompida; que es como un montón de mugre encima del cual cae la nieve -la gracia-, cubriéndolo todo: Dios, gratuitamente, perdona al hombre su pecado, pero la gracia no lo transforma interiormente.
El pesimismo respecto a la naturaleza herida por el pecado lleva a Lutero a no poder concebir que el hombre pueda merecer y cooperar activamente en la redención. Él sigue siendo un pecador, solo que Dios no le imputa su pecado. La Palabra de Dios y la fe pasan a ser su única fuente de vida.
Esta posición lleva a Lutero a negar toda interacción entre Dios y los hombres. Niega así el sacerdocio, los sacramentos, entre ellos especialmente la eucaristía; la función de María en la redención, el Papado, la Iglesia institucional, etc. Dios es, como se llegó a afirmar posteriormente, “el enteramente diverso” al hombre. Por eso, a este último no se le ve como imagen ni camino para conocer y amar a Dios.
De esta forma, Lutero y la Reforma impulsada por él, llevan a un extremo heterodoxo lo que san Agustín había acentuado, pero nunca absolutizado.
Se debe mencionar también la influencia que ejerció entre los católicos, especialmente en los siglos XVIII y XIX, el jansenismo, corriente cercana al calvinismo por su doctrina de la gracia y de la predestinación. El jansenismo, como un movimiento puritano, enfatiza el pecado original, marcando un acentuado moralismo rigorista.
Más allá de estas tendencias, que se sitúan claramente fuera de la doctrina cristiana, la acentuación agustiniana desequilibraba la relación entre naturaleza y gracia, sin considerar que la naturaleza, si bien está herida, no por ello está corrompida.
El P. Kentenich, apoyándose en la doctrina de la armonía de la naturaleza y la gracia, enseñada por santo Tomás de Aquino, -doctrina que explicaremos más adelante- aporta una espiritualidad en que es posible la santidad en medio del mundo. Y afirma que el Dios que nos creó, es el mismo que nos redime y regala la sanación a nuestra naturaleza herida por el pecado.
Tener esto presente nos permite comprender mejor y cabalmente el aporte kentenijiano, que significa un gran cambio de acentuación en la vida espiritual y en la pedagogía pastoral
2.Un extraordinario cambio cultural
2.1. Una época marcadamente antropocéntrica
Tratamos de comprender a cabalidad la afirmación que el P. Kentenich hiciera en 1929: “a la sombra del santuario se codecidirán esencialmente los destinos de la Iglesia y del mundo”.
Afirmamos que podemos comprender esta sentencia en su profundidad y amplitud en la medida en que tengamos presente la acentuación kentenijiana, que trae un nuevo tipo de espiritualidad, diverso al que reinaba durante siglos al interior de la Iglesia.
Por otra parte, comprendemos esa afirmación del fundador de Schoenstatt teniendo en cuenta el extraordinario cambio cultural que se inició el siglo XIV y marcó el Renacimiento (siglo XV-XVI), período en que se producen: el fin de la época feudal y el fortalecimiento de la autoridad real en Europa, el fuerte avance del islam, el desarrollo sistemático de nuevas técnicas de navegación, los descubrimientos geográficos, la conquista de América y las colonizaciones en África, India y Asia.
Esa época de cambios anuncia el proceso del paso de una era teocéntrica, (centrada en Dios), a una era antropocéntrica, (centrada en el hombre). El Renacimiento abre la puerta al humanismo, a la importancia y al valor de todo lo humano, para desembocar en la Ilustración del siglo XVII y el Racionalismo del siglo XVIII.
En el ámbito del pensamiento, el filósofo René Descartes (1596 -1650) marca un hito en este proceso, fomentando el pensar racionalista, liberal, positivista y laicista, desligado de la fe. Es el reinado de la “diosa razón”, que no necesita ser normado ni avalado por la religión.
Estas corrientes de pensamiento empiezan a desarrollar una nueva mentalidad: el laicismo y el racionalismo, los cuales van tomando diversas formas, tales como la masonería y otras ideologías.
La Revolución Francesa, (siglo XVIII), proclama la consigna: “libertad, igualdad y fraternidad”, decapitando al rey, real y simbólicamente, e instaurando la democracia, fundamento de las repúblicas en Europa y América.
Por otra parte, al alero de este pensar, se genera, cada vez con mayor fuerza, el progreso científico y muy especialmente el extraordinario progreso técnico, marcado, hacia fines del siglo XVIII, por el invento de la máquina a vapor, primer gran paso que dará impulso a la Revolución Industrial, que florecerá en el siglo XIX.
De este modo, con el paso del tiempo, la espiritualidad centrada en el más allá se ve enfrentada a un mundo que empodera cada vez más al hombre, afirmando su autonomía y la toma de conciencia de su poder. Así va desapareciendo la cristiandad e instaurándose una cultura que desplaza al Dios vivo y a la Iglesia.
El mundo del progreso científico y luego el extraordinario desarrollo generado por la Revolución Industrial, sucederán, en gran parte, sin que los católicos, especialmente los laicos, estén presentes.
Se produce así un cambio de eje: el hombre, lo humano, la tierra, lo que pasa aquí, comienzan a ser más y más importantes, generando lo que el P. Kentenich denomina el “progresivo abandono de la Casa del Padre”.
Por otra parte, el desarrollo tecnológico e industrial ya descrito va acompañado del surgimiento del proletariado, que genera una realidad laboral y socio-cultural marcada por un desequilibrio entre los trabajadores de las industrias y los empresarios, dueños del dinero y el poder.
Estos hechos trajeron consigo enormes injusticias sociales, las cuales, en un primer momento, no suscitan una clara respuesta por parte de la Iglesia.
En el siglo XIX las masas proletarias expresan la necesidad de un cambio social profundo. En este contexto, comienza a tomar cuerpo la visión y propuesta de Carlos Marx, quien, para acabar con la injusticia social, propone la lucha de clases para derrocar al capitalismo y salir al encuentro de las masas trabajadoras.
Marx ve a la Iglesia como aliada de los capitalistas; de allí su afirmación “la religión es el opio del pueblo”.
A comienzos del siglo XX, Lenin y luego Stalin serán quienes llevarán a cabo la revolución del pueblo instaurando en Rusia el poder bolchevique.
El marxismo adopta con fuerza un “ateísmo militante”, que busca acabar con toda influencia que provenga de la Iglesia, porque se la ve como aliada de los capitalistas y de aquellos que, por el poder y el dinero, abusan del proletariado.
Esta etapa histórica y la expansión del marxismo en su acepción política y económica, después de una exitosa propagación, llegan a su fin en las postrimerías del siglo XX.
Tras la caída del imperio marxista, esta mentalidad se expresa no ya en un ateísmo militante, sino en una ausencia de Dios quien ya no es importante. Si alguien quiere creer, puede hacerlo, pero su fe no cambia el mundo. Este es modificado por la ciencia y tecnología, la política, las comunicaciones, el dinero, la fuerza de las armas, las dictaduras de derecha o de izquierda.
El proceso de la “huida de la Casa del Padre” continúa con fuerza. Se llega así a una ausencia práctica del Dios vivo en la sociedad; a una indiferencia frente a Dios: si alguien quiere creer, puede hacerlo, pero para la sociedad, “los negocios son los negocios”.
En este mundo que ha relegado al Dios revelado por Cristo a un rincón, reina ampliamente el relativismo, los poderes fácticos, la anarquía o las dictaduras. Todo, de una u otra forma, va guiado por la consigna de “libertad, igualdad y fraternidad” donde la Iglesia, como institución, es cada vez menos importante.