Czytaj książkę: «El beso de la finitud», strona 7

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De hecho, cada vez más, los lugares del mundo son lugares lógicos más que lugares temporales. A nadie le importa cuándo se construyó Las Vegas (homenajeo aquí al también arquitecto Robert Venturi), lo que importa es cómo funciona Las Vegas. Si voy a ser jugador de backgammon, además de padre, trabajador, ciudadano y, quién sabe, ecologista o adicto al hachís, tendré que asumir las reglas de ese nuevo espacio horteraza y posmoderno que es un casino de Las Vegas. De nuevo toda mi vida se reubica y entonces el nuevo espacio se entrecruza, separa o prolifera con los demás anteriores, de manera que tendré que ver si un padre debería tener licencia para apostar tanto en un casino como para jugarse los ahorros de la universidad de sus hijos, si un ecologista está a favor del derroche capitalista o si mi adicción al hachís va a hacer que arriesgue más de lo debido. No todos los proyectos son compatibles con todos, no hay una elongación fáustica que permita vivirlo todo (la vida de una sola persona o de una sola cultura es finita no únicamente en el tiempo), pero las personas y las culturas humanas contamos con una amplitud satisfactoria siempre que se den dos condiciones: primera, que la carestía material no nos ahogue; segunda, que no crea que me define una identidad inalterable. Es decir, una identidad con la que supuestamente nací, y si acabo con la cual ya no soy yo, me convierto en el desgarro aquel en que te envuelven las metamorfosis entre pavorosas y esperanzadas de la Lógica del Tiempo. Descreer de algo así me parece una manera más sana y posmoderna de ver las cosas. La madre trabajadora y ciudadana también puede ser oyente de Metallica, que es enteramente compatible con sus restantes proyectos, y debe existir una legalidad jurídica y un sistema de costumbres que ampare esta pluralidad vital, más exterior que interior, una vez esté garantizada la subsistencia material. A cada cosa, su espacio, pero ello no significa que exista un espacio previo, prefijado, para cada cosa. No, al menos, en la Naturaleza, o en la Historia, de haberlo tendrá que encontrarse en las convenciones pactadas entre los hombres, y pactadas precisamente para facilitar la coexistencia, que es, también, un término de raigambre espacial –el que varias cosas existan juntas, sin por ello aniquilarse mutuamente, y, sólo en este sentido, a la vez… Hace años había un anuncio de televisión muy elegante de una marca que no recuerdo que decía que “el mayor lujo es el espacio”. Podría hacerse una lectura arquitectónica, urbanística, misantrópica, astrofísica o lo que se quiera de ello. Yo creo que, posmodernamente, tendríamos que hacer de ese lema una lectura estrictamente civilizatoria…

La Post-modernidad, en fin, como se ve, no tiene nada que ver con el foucaultismo, que está muy presente, por ejemplo, en la Teoría de Género. Supongo que esto es lo que quieren ciertos teóricos decir con “constructivismo”. La Post-modernidad, en cambio, es una reflexión acerca de en qué sentido el capitalismo globalizado (o “capitalismo tardío”, como dice Jameson obteniéndolo de Mandel) ha transformado el carácter de nuestra cultura, introduciendo elementos que nos estaban previstos en la Modernidad, tergiversando de un modo peculiar, pues, esta concreta fase última de la modernidad. Pueden ser constructivistas en el sentido de que precisamente la globalización ha mostrado un mundo plural que no puede ser reducido a la unidad moderna, y ese gran cruce de caminos de lo plural contemporáneo puede ser manejado, puede ser intervenido, porque en él desaparece el fundamento que se apoyaba en lo Natural-Único o en una Filosofía de la Historia. De modo que no es que no haya normalidad, que decir “normalidad” sea mencionar la Bicha, la represión de los diferentes –que siempre lo son sexualmente, como si no fuésemos más que genitales–, es que existen muchas maneras de normalidad (la yanomama, la hamer, etc.), pero todas ellas bien diferenciadas de las maneras también variadas de la anormalidad o de la patología. Los psiquiatras, desde Sacks, cuando quieren vendernos sus libros de curiosidades se ponen todos ellos muy posmodernos, pero ni el mismo Foucault, con toda su capacidad de exhumar archivos, podría convencernos de que un psicótico no es un psicótico sino un individuo distinto que se viste como su madre… (lo de la canción de Fito y fitipaldis: raro, no digo diferente digo raro…).

El espacio, la topología, como lógica, tiene la ventaja frente al tiempo, como lógica, de que el sentido, o el significado variable de las cosas, se da a la vez. Volviendo a mis ejemplos maluchos de antes, yo puedo ser padre, profesor, drag-queen y aficionado a las carreras de coches ilegales. Si alguien me obliga a determinar mi identidad “verdadera”, en términos de tiempo no puedo defenderme: mi afición a las carreras ilegales, por ejemplo, parece contradictoria con mi oficio de profesor modélico. O soy una cosa o soy la otra, ahora mismo, en este preciso instante, señor juez. Pero en términos de espacio, mi identidad comprende todas esas dimensiones yuxtapuestas, como una pared en la que pongo todas las fotos en las que salgo conduciendo o salgo aleccionando. Señor juez, es que en un lado de la pared hago una cosa, en el contrario, la otra, mi mundo, mi lógica, es así. ¿Puede mi abogado alegar esquizofrenia? No, porque no las hago al mismo tiempo, aunque estén en mí a la vez, sencillamente son como habitaciones de mi personalidad, puertas que abro cuando quiero, sin tener que dar cuenta de su unidad profunda, la cual hasta yo mismo desconozco... A la lógica de la identidad, que fuerza a que cada ente coincida con su concepto intemporal es a lo que llamamos hoy Metafísica. Quien utilice Metafísica en otro sentido es muy libre de hacerlo, pero seguramente esté recayendo en lo mismo que denuncia. Post-modernidad es post-metafísica, y puesto que la metafísica de la Modernidad ha sido la Política (el Estado es, en efecto, quien sustituye a Dios en la legitimación y distribución del significado de cada suceso en su esfera de influencia), la Posmodernidad también es post-política, como el nombre de la columna de El Confidencial de Esteban Hernández.

Pondré un último ejemplo, esta vez bueno, me parece, y tomado de una estética rabiosamente actual. La Post-modernidad se centra tanto en la estética no porque adore la belleza, sea una pose elitista y venda basuras muy caras en las galerías de arte, que también. Lo es porque asume la crítica de Nietzsche a la confusión entre moralidad y cientificidad, y entiende que efectivamente las comunidades humanas se guían por valores, y deben poseer valores –las tablas viejas y nuevas que decía Nietzsche–, pero esos valores no son un dato empírico, ni intuitivo, ni adaptativo ni mucho menos religioso, son lo que parece que son: las convicciones de base sobre las que se construye tal comunidad. Por tanto, no una deducción de quién sabe qué leyes de la Naturaleza (la Selección Natural, por ejemplo) o del Hombre (el Imperativo Categórico), sino una voluntad de habitar cierto estilo de vida que quizá haya olvidado que lo es. A un romano de la Roma imperial no había que preguntarle por el fundamento racional del derecho al poder universal de Roma: Roma es la Luz, los demás son unos bárbaros y no hay más que hablar. Por fortuna, hoy somos menos brutos y hemos hecho consciente ese mismo proceso mental. Tenemos las normas que tenemos porque nos gusta tenerlas, y ese “gusta” es más estético que moral, o moral en tanto estético. Pero mi ejemplo va a ser estético en su forma más coloquial, y en este caso no va a tratar de Arquitectura.

Lo que llamamos hoy el “fenómeno Rosalía”, y que busca a toda costa la internacionalidad, es un fenómeno enteramente posmoderno. Una mujer que estudió una carrera de flamenco, que hizo una tesis doctoral cantada, que luego tuvo profesores altamente exclusivos, que habla perfectamente inglés –pídale usted a Robe Iniesta que hable inglés…–, que habla de su propio trabajo como de una investigación (sobre los celos, en el caso del segundo álbum, El mal querer) y como un proyecto en curso, que posee una gran pericia técnica compositiva y audiovisual… Rosalía no es que sea un producto concebido por una mente empresarial oculta, es que es posmodernidad químicamente pura. A quien toda esa amalgama de hecho le parezca demasiado deliberada, demasiado artificial, frente al, pongamos por caso, genio natural de Charlie Parker (o Bach, no recuerdo dónde leí que Johann Sebastián Bach no fue lo suficientemente culto como para apreciar lo genial que era, pero me suena a fake-history), es que todavía ve las cosas a la manera moderna. La propia Rosalía habla de las tradiciones que retoca, mezcla y reexpone como “codificaciones”, y afirma que “todo está inventado”, y que por tanto lo más que se puede hacer es si acaso “jugar con el contexto”. Tiene 27 años y ya es enteramente consciente de la performatividad del arte, de la ironía posmoderna y de que el pasado es el reservorio del presente, como ya practicaban los neoclásicos como Stravinsky. Sólo hay que pensar en Janis Joplin, y poner al lado a Rosalía, para darse cuenta en este punto de la diferencia entre Modernidad y Post-modernidad. Rosalía lidera su trayectoria, como ella dice, empodera a la mujer, aprovecha el exotismo que tiene el flamenco para el público extranjero, se muestra agradecida, humilde y feliz frente a sus adoradores, actuando en esto como una vulgar “triunfita”… ¿Qué tiene que ver nada de esto con Charlie Parker o con Janis Joplin? Janis se levantaría tarde, iría a ensayar con una cerveza en la mano, flirtearía con los miembros de su banda, se iría de fiesta ácida después, etc., etc. El rock era esa mala/buena vida, frente a la cual, como digo, Rosalía es la empresaria de sí misma, Madonna multiplicada por dos con nail-art en las manos y agudo cerebro posmoderno. Está claro que, pese a lo que ella misma canta en Con altura, no irá pronto pa´ la sepultura, mientras que Janis sí lo hizo (hasta ese tópico de la tradición, el Club de los 27, puede ser transformado, reutilizado, parasitado, cambiado posmodernamente de contexto…).


Todo esto es lo que se me ocurre a mí acerca de algo que ya digo que sólo parece estar ahí para que sus adversarios puedan dar un puñetazo en la mesa y espetar simplezas, simplezas por cierto expresadas muy posmodernamente y en formatos que en la Modernidad no existían. David Harvey o Fredric Jameson presentan, de esta forma, la Post-modernidad como el estilo de vida y del gusto propio de ese capitalismo que nunca termina de morir, y sin duda tienen razón, pero ambos son viejos marxistas y valoran este hecho negativamente, lo cual ya no es tan indiscutible (el marxismo es, en esto, enteramente como el complejo de Pruit-Igoe, pero en el mundo de la lucha política). La Post-modernidad es, más bien, una inflexión, un pliegue en el interior de la Modernidad, no su negación o su decadencia. Nadie en su sano juicio rechazaría el conjunto de los Derechos Humanos, por decir algo de grandísima envergadura y muy valioso. Esta polémica ya no es tan enconada como en los años noventa del pasado siglo, pero sin duda sigue viva, y no silenciada o ya clausurada del todo por la actual situación de parón cultural mundial neoliberal y digitalizado. Pero advierto que interesarse de neuvo por ello puede emborrachar, como le ocurrió al módulo izquierdo de nuestra querida Casa Danzante de Praga...

25 No sólo en el sentido filológico de monólogo, sino en el filosófico de discurso que no se sabe discurso y que se cree el único válido, acepción desde la cual se opone no a relativismo –ningún discurso es válido– si no a pluralismo –todos lo son–, como hemos visto más arriba.

(Auto)Apocalypse Now

El hombre es el pastor del ser, no el señor del ser.

Martín Heidegger

La noticia de que sobre un octavo de las especies vivas (animales y también vegetales) de la Tierra pende una espada de Damocles ecológica por obra de la sobre-explotación humana estaba entre las primeras páginas de los periódicos hace unos meses, y hoy ya se ha hundido hasta las páginas irrelevantes de las alarmas perroflauticas a las que nadie atiende. Sin embargo, se trata de un hecho descomunal, proclamado por un informe de 1500 páginas avalado por la ONU que recoge una investigación de tres años en la que han participado 145 expertos de 50 países con la colaboración de 310 especialistas más y en la que se examinan las transformaciones de la biodiversidad del último medio siglo. Es decir, que no hablamos de un eslogan electoral del PACMA, ni de otra pequeña sombra sobre nuestra mala conciencia apadrinada por Greenpeace o por el hijo o la nieta de Félix Rodríguez de la Fuente. En un mundo menos ensimismado en su estrafalario espectáculo humano (el ensayista italiano Roberto Calasso se pasó la vida señalando con toda razón que la religión predominante de la sociedad actual es la auto-adoración humana), una conmoción como esta sería portada durante un año, se leería en aviones-anuncio sobrevolando las playas durante las vacaciones, daría que hablar a los parroquianos en los bares y en el dentista y movilizaría un millar de iniciativas cursis en Internet y en las escuelas. En vez de eso, da la sensación de que nos hemos convertido en una raza tan insensible y ciega que para que nos estremeciese lo más mínimo el destino animal y vegetal que nos rodea haría falta plantear más bien el negocio diametralmente opuesto: ofrecer la oportunidad a los ricos más cansados de todo, por ejemplo, de darse el gusto de eliminar cruelmente y con sus propias manos al último ejemplar de una especie a cambio de una fuerte suma (esto puede parecer una exageración misantrópica mía, pero estoy convencido de que en realidad bastaría con proponer dentro de unos años el intercambio bajo cuerda y lejos de las cámaras para conseguir un buen montón de clientes de renombre…) Porque, no puede caber ninguna duda al respecto, frente a un holocausto brutal y anunciado como este cualquier noticia acerca de la rebelión de Guaidó, los pactos del PSOE o el final de Juego de tronos es sencillamente ridícula e insignificante, como comparar la Peste Negra que asoló Europa con el resfriado primaveral de un caniche.

Se diría que al ser humano no le basta con extinguirse él mismo, como proponen los antinatalistas (no sin antes hacerse un selfi apocalíptico poniendo morritos y sacando mentón al abismo), antes tiene que llevarse por delante al resto de sus compadres de planeta. Los científicos de este informe han insistido mucho estos días –y llevan insistiendo décadas– en que la reducción de la biodiversidad y el deterioro natural irreversible implica una grave amenaza sobre el nivel de vida de que gozamos los hombres y las mujeres del Primer Mundo, pero a mí me parece que este es un argumento secundario, pueril. Por proponer una analogía, no se le puede decir a un niño que es malo contaminar un río porque así no podrá bañarse ni beber de él después. No: a un niño hay que enseñarle que es malo contaminar un río porque sí, porque el río es un dios, como en El viaje de Chihiro, aunque esta sea una visión mitológica, entre hindú y como de Mark Twain, de un río. La idea de que toda presencia natural en la Tierra, sea animada o inanimada, tenga que ser vista como un recurso económico posible o como una utilidad disponible para una empresa humana rentable o para recreo y diversión del hombre es ya el germen mismo de la destrucción masiva que hoy estamos afrontando. Conozco a mucha gente, sin ir más lejos, que odia a las palomas de ciudad (una especie, por cierto, que jamás se extinguirá por sí sola si no la aniquilamos nosotros), a las que califica despreciativamente de “ratas con alas”, por su supuesta capacidad de transmitir enfermedades infecciosas o por producir heces corrosivas para la anatomía de los edificios. A mí me parece, sin embargo, que es una gloria ver bandadas de palomas dispersándose en cualquier plaza, y que no me imagino las plazas frente a las basílicas de San Marcos o de San Pedro, en las que estuve de niño, sin ellas. Desde luego que habría que controlar su loca fertilidad, pero no sustituirlas por drones con forma de paloma a las que los viejos alimenten con la batería de su móvil, pongamos por caso –pero si esta idea le parece a ud. una bobada sólo espere que a una start-up se le ocurra implementar la aplicación correspondiente… Estamos locos, estamos peor que una bandada de palomas infecciosas y zombis, y lo malo es que lo sabemos, que nos lo advierten todos los días y nos hacemos los suecos –con perdón de los suecos, mucho más civilizados sin duda que muchos otros países del mundo. Vamos camino de preferir un mundo en el que nuestros hijos se regalen con una variedad infinita pero absolutamente indiscernible de videojuegos cuyo argumento es siempre el de derramar sangre a que sigan coexistiendo en el futuro con un millón de especies vivas que se van a perder irremisiblemente en el tiempo, como lágrimas en la lluvia… Ya no habrá zoólogos, ya no habrá botánicos, por no haber no habrá ni las gárgolas parlantes de la catedral de Notre Dame, sólo habrá escapistas adictos a la conexión virtual, como en el Ready Player One de Spielberg o el Metaverso de Zuckerberg26. Y fuera de la conexión, el Desierto de lo Real…

Ayer, una de las mentes pensantes involucradas en el informe de la ONU, un tal Robert Watson, ex presidente nada menos que del Intergovernmental Science-Policy Platform on Biodiversity and Ecosystem Services (IPBES), declaraba algo tan revolucionario pero a la vez tan elemental como esto: “necesitamos un paradigma económico modificado para un futuro más sostenible”. Cuando hasta un señor que no está metido en política se adentra en terrenos anticapitalistas o post-capitalistas seguramente sin pretenderlo expresamente es que la historia humana está dando un giro crucial, o que debería darlo pronto. Sería estupendo, sería ejemplar, que lo hiciéramos, pero, ya puestos, no de cualquier manera. Que lo hiciéramos, sí, que acertáramos a ser tajantes y severos con quien hubiera que serlo y detener este autoapocalipsis absurdo, promovido por nosotros mismos en contra de todo, pero en nombre de la subsistencia misma, casi sagrada, del dios-rio, de todos los dioses-río de la Tierra, no por evitar o no evitar quedarnos ulteriormente sin agua potable o sin poder bañarnos en ellos. Llamadme carca, llamadme meapilas, llamadme conservacionista o llamadme beato supino de Gaia, pero incluso a la hora trivial de bañarse o beber, creo que a nuestros hijos y nietos nostálgicos de la Madre Tierra ni una piscina rellena de champán francés les parecerá en el futuro lo mismo…

26 El “Metaverso” es, por cierto, la inversa absoluta de la Zona de Tarkovsky en Stalker. Mientras que el Metaverso tendría un dueño absoluto, un Dios plagado de defectos y ambiciones (Zuckerberg aspira a ser el James Halliday de Ready Player One) que diseñaría hasta el último milímetro de nuestros avatares y cursos posibles de acción, la Zona consiste en la incertidumbre completa acerca del próximo instante o del próximo lugar, no teniendo más dueño que el misterio. Allí donde el Metaverso es artificial y superior –de ahí el “meta”– al mundo analógico, la Zona es pre-humana, sobrenatural, pero inmanente. El reino que Zuckerberg pretende no es, como el del cristianismo, de este mundo, pero sus “milagros” nos van a costar muy caros, en tanto que los de la Zona podían ser mortíferos, sí, pero al menos no beneficiaban a nadie... Lo peor, en cualquier caso, me parece que es lo primero que he apuntado: la realidad, lo óntico como tal, a partir de ahora va a ser privatizado, y eso es algo que jamás había ocurrido en su totalidad en el mundo analógico o natural. Las grandes empresas tecnológicas como el agente ontológico del futuro inmediato es un panorama como para echarse a temblar...

Querido mundo tonto…

Añorar el pasado es correr tras el viento.

Proverbio ruso

Ya ha entrado en funcionamiento a modo de prueba y en versión soft –pero, al menos, gratuita– el cacareado 5G, el anchísimo de banda de procedencia china que, según nos dicen (porque de estas cosas no se hacen referéndums, se imponen sin más como una glaciación al planeta o la calvicie a un cuarentón), supondrá la revolución definitiva en nuestro trato con las demás personas y con todos los objetos que nos rodean, personas y objetos que prácticamente serán indistinguibles bajo la forma de procesos complejos de reconfiguración de la realidad, una especie de telequinesis ontológica a nivel mundial y de estructura supuestamente reticular que conecte las entidades sin necesidad de cables, una suerte “todo participa de todo” presocrático –recuérdese al viejo Anaxágoras– para activar el cual bastará con mover nuestros familiares y flexibles deditos. Pulsar un botón (Santiago Alba ya lo hecho notar muy gráficamente en algunos lugares de su obra) como el gesto metafórico clave de nuestro tiempo, ese que muestra como con el mínimo esfuerzo y de la manera vitalmente más económica se puede transmitir una decisión que transforma sectores del mundo y los pone bajo nuestro entero control. Pulso un botón y abro mi coche, pulso un botón y despido a un empleado, pulso un botón y apuesto al póker on line, pulso un botón y borro del mapa la ciudad milenaria de Pekín, pongamos por caso…

Es como una avalancha, tenemos que asumir que en menos de veinte años hemos pasado de un mundo analógico a otro digital, y que más pronto o más tarde regirá muchos aspectos de nuestra vida una Inteligencia Artificial. “El algoritmo os hará libres” será el lema que figurará en el frontispicio de cualquier vivero de empresas, pese a que los expertos nos advierten de que nadie sabe bien qué puede salir de determinados algoritmos. Pero tendremos que asumir también los algoritmos, se nos dice, porque representan lo mejor de nosotros mismos: son como nuestro cerebro en su dimensión iterativa pero sin el lastre del cuerpo y los sesgos cognitivos que trampean la brújula que nos orienta hacia el futuro. Digitalizar el mundo, añaden, es “intelegentizar” más el mundo, como si el mundo antes fuera rematadamente tonto, de modo que poder saber desde el trabajo qué alimentos van a caducar en tu nevera y te conviene cenar esa misma noche es un progreso mayor para la humanidad que, no sé, haber creado espacios con acceso para inválidos y plazas de aparcamiento reservadas para ellos. Yo ya soy mayor, qué le voy a hacer, pero tampoco tanto como para que de mi modesta vida no pueda decir que he pasado de ver como se instalaban los primeros porteros automáticos a contemplar ahora como pretenden que los coches se conduzcan solos, y sin embargo es así, yo he visto abrirse la primeras salas de videojuegos cutres en una esquina del barrio y en unos pocos años mis hijos querrán –espero que no, aunque suene tentador– que me coloque un visor de realidad inmersiva (virtual, aumentada… apócrifa en cualquier caso) para fingir que paso mi jubilación en las Bahamas rodeado de mulatas complacientes.

El problema no es que yo eche de menos las entrañables imperfecciones e imprevistas sorpresas del mundo analógico, o que tenga ya una edad en que todo cambio me parezca ineluctablemente un cambio a peor, que también, el problema es que todo esto me parece una pérdida absoluta de autonomía para la humanidad en general y para el hombre de la calle en concreto. No es que, en realidad, seamos los seres humanos unos animales nada independientes, y el sueño adánico de ser un lobo solitario solo nos convertiría en cuerpos sucios, roñosos y patéticos al cargo de un alma gutural y embrutecida. Somos, antes al contrario, una extensión de las construcciones que nos protegen, las instituciones que nos clasifican y las redes de servicios que nos cuidan. Hasta el pensamiento, el gusto estético y la opinión libre, de la que nos sentimos tan envanecidos en las sociedades democráticas, se nos da ya enteramente procesada, y en dosis constantemente renovadas que pagamos muy a gusto, cuanto lo cierto es que podríamos vivir varias vidas tan sólo redescubriendo la cultura del pasado. Pero al menos hasta hace poco podíamos alentar en la ficción de un cierto control de nuestras vidas, sobre todo en lo más elemental, puesto que yo me hacía la comida, yo escogía a mis amigos, yo defraudaba o no a Hacienda y yo me compraba un CD, o eso me parecía. El 5G, las miles de aplicaciones, el Internet of Things, Alexa, etc., nos ofrecen la tentación de darnos todo eso automatizado, como si una serie de esclavos sin personalidad (aunque con voz, como querían los amos romanos...) se ocuparan hasta del mínimo capricho de hombre anónimo. ¿Habéis visto Her, la película de Joaquín Phoenix y Scarlett Johansson? No era una historia acerca del amor en el inmediato futuro, era una parodia del amor romántico cuyo desenlace daba la razón al escéptico. El protagonista se dedicaba a escribir cartas de amor para otros: bien podría haberse escrito a sí mismo una amante imaginaria, en vez de intimar con una inteligencia electrónica. Como en el Be Right Back de Black Mirror (02/01), incluso materializada en un cuerpo una situación así no puede durar mucho, y terminará mal. Somos de tal manera que, digan lo que digan algunos filósofos que van de transgresores, la mayoría –o antes al menos era la mayoría…– necesitamos rodearnos de gente, cosas y actividades que llamemos nuestras, y que creamos que son de verdad, que hay algo de autenticidad en ellas, no la adquisición de un producto en serie o la repetición de un gesto amañado (los “mochufos” de la última novela de Santiago Lorenzo, Los asquerosos, serían ese tipo de gente que tiene a gala disfrutar de lo que les han vendido como disfrutable, pero hasta ellos tienen que justificarse ante sí mismos pensando que son de alguna manera únicos en su modo de reproducir los patrones de la masa).

¿Tan malo era el mundo tonto, tan fácil de olvidar, tan desechable...? No me refiero, claro, a aquella caricatura del pasado –seguramente sería incluso peor…– en la que el suelo de las calles era de barro, las señoras tiraban los restos fecales por la ventana, los curas daban de hostias en sus templos y existía el derecho de pernada. Me refiero a no hace tanto, cuando gente sin Smartphone inventó la electricidad, la anestesia, el laicismo, el pacifismo, el sufragismo, la prensa y el prêt-á-porter, por poner unos cuantos ejemplos. Se podía pasear por la calle, y si bien te podían atracar, no había cámaras vigilando. Había pocos coches atufando el aire, convivían todavía con los caballos y, además de que los adolescentes bebidos no se mataban tanto en ellos (excepción hecha del animal de Bayard Sartoris...), eran incomparablemente más bonitos que los actuales. Los músicos tocaban instrumentos reconocibles, y algunos incluso seguían rascando tripas mientras que el barco se hundía. Muchos de los médicos eran médicos de pueblo, que había que sacar de la cama por la noche y que conocían personalmente tus antecedentes familiares (el 5G, en cambio, promete cirujanos sin rostro que te hagan una intervención por control remoto, eso si entre tanto unos piratas chantajistas no te han hackeado la salud…). La gente volcaba sus experiencias y anhelos en palabras escogidas, las mejores para las que habían sido educados desgranar, mientras que hoy se nos amenaza con verter las grandes obras de la Literatura en forma de emoticonos –va en serio. Si uno quería ir a la compra, tenía que desplazarse personalmente hasta el mercado y hablar con los tenderos, que trataban de embaucarte con técnicas mucho menos sibilinas y más francas que una foto retocada en un catálogo virtual. La pornografía estaba al alcance de los adultos, pero había que llamar a una puerta, entrar en un local sórdido, mirar unas fotos “artísticas”, tomarse una absenta excitante y culpable, disimular la erección correspondiente… Los niños jugaban al balón, las niñas a la comba, el tonto del pueblo andaba suelto por el barrio, el vecino de la mala uva nunca llamaba a la policía, los bares no tenían wifi y los cigarrillos mataban lenta y poéticamente. Los ricos y famosos iban al hipódromo o a la ópera, a dejarse ver, pero no se inyectaban botox, ni esnifaban coca, ni gritaban en los programas de televisión: solo las virtudes del vino o de la ginebra o de la hipocresía galante ya les hacían sentir en alguna medida que eran más guapos y jóvenes de lo que realmente eran, y desde luego mucho más que nosotros... Los pobres practicaban la picaresca, los criados tenían tu color de piel, los artistas se morían de hambre, no había polución, Marte tenía canales de riego, y un largo etc....

Yo comprendo que muchas personas en todo el mundo van a recibir el 5G como maná del cielo, pero hay que recordar la frase del clásico, aunque sólo sea porque ya nadie va a recordar a los clásicos: timeo danaos et dona ferentes, es decir, “temo a los griegos incluso cuando traen regalos” (o, ante todo, cuando traen regalos, habría que decir…) Porque la gran pregunta no es ya cuánto nos van a espiar, qué datos no nos van a robar, sino, a mi juicio, la que interroga por lo que viene después. Supongamos que unos cuantos privilegiados en la Tierra tenemos ya hipercuerpos, que nos administra e incluso gobierna una IA (lo siento, pero a mí este acrónimo siempre me suena a rebuzno), que existe la teletransportación, que tenemos el dispositivo móvil injertado directamente en el hipotálamo… ¿Y entonces qué? ¿Cuál sería el siguiente paso? Da la impresión de que nuestras actuales utopías ya no hablan del perfeccionamiento moral de la especie, tan sólo de placer, dominio y confort. Personalmente, echo de menos también eso del mundo tonto de nuestros padres y abuelos: no conseguían ser realmente cínicos (Maquiavelo, Nietzsche, Mencken, Friedman) ni intentándolo con todas sus fuerzas, siempre les salía todo envuelto en las brumas de un ideal. Pronto, las vidas de nuestros padres y abuelos nos parecerán vidas de titanes, de gigantes capaces de lidiar por sí solos con problemas enormes y desagradables, como arar la tierra, redactar constituciones, pedir la mano de una mujer, cambiar una rueda, parir a pelo o afeitarse a navaja. Serán también ridículos, sin duda, con su machismo residual, sus cortas vidas, sus estúpidas ilusiones, su pasión cazurra y su conformismo con los básicos cinco sentidos. Todavía hoy, vivimos en una mezcla entre el mundo tonto de hace unos siglos y el mundo que se va paulatinamente “inteligentizando”, como en el De Civitas Dei de San Agustín, pero llegará un día en que las ortopedias tecnológicas y el Rey-Algoritmo (ni Platón llegó a imaginar esto…) lleguen hasta el último rincón de nuestras vanas y fútiles existencias y entonces no hará ni siquiera falta un Juicio Final. Ese día, el último y proverbial loco desaseado y viejo, cubierto de harapos y con flores en sus mugrientas greñas, se subirá a un cajón de madera destartalado –en Speaker´s Corner, seguramente, que estará siendo grabado 24 horas al día como Times Square– y recitará de un tirón las siguientes enigmáticas palabras con voz ronca y cascada, agitando con su mano de un lado a otro una botella semivacía, mientras se aleja su público absorto en un visor de las Bahamas…

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