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CATALOGACIÓN EN LA PUBLICACIÓN UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA

Filosofía y teoría del derecho (versión ilustrada)

Serie Investigaciones Jurídico-Políticas de la Universidad Nacional de Colombia

© Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá

© Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales

© Vicerrectoría de Investigación

© Óscar Mejía Quintana

© Grupo de Investigación REPENSARelDERECHO

Primera edición, 2020

ISBN (papel):

ISBN (IBD):

ISBN (digital):

Serie de Investigaciones Jurídico-Políticas

Dolly Montoya Castaño

Rectora Universidad Nacional de Colombia

Hernando Torres Corredor

Decano Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales

Alejo Vargas Velásquez

Vicedecano de Investigación y Extensión

Preparación editorial

Instituto Unidad de Investigaciones Jurídico-Sociales Gerardo Molina, Unijus

Viviana Zuluaga

Coordinadora editorial

Fabio Toro

Coordinador académico

Nathaly Rodríguez

Carlos Andrés Almeyda

Correctores de estilo

Carlos Andrés Almeyda

Diagramación

Conversión a ePub

Mákina Editorial

https://makinaeditorial.com/

Imagen de carátula

La Escuela de Atenas (1510-1511). Pintura al fresco de Rafael Sanzió, Palacio Apostólico, Ciudad del Vaticano. Dominio público.

Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.

CONTENIDO

El presente libro, Filosofía y teoría del derecho (versión ilustrada), es fruto del curso denominado Teoría Jurídica y Filosofía del Derecho del Programa de Derecho de la Universidad Nacional de Colombia que hemos impartido conjuntamente con la profesora Diana Hincapié Cetina desde sus inicios, y cuya contribución conceptual y metodológica ha hecho del mismo un ejercicio y una producción compartida. Sin su perspectiva humana, profesional y académica no hubiera llegado a ser esto que hoy presentamos. Por su apoyo y disposición mi sentida y profunda gratitud y reconocimiento.

PRIMERA PARTE

De la justicia como virtud a la
justicia política y constitucional

Según Axel Honneth, representante de la tercera Escuela de Fráncfort, la filosofía práctica debe dar cuenta de las instituciones nucleares modernas como realización de la razón moral. Sin embargo, en el último medio siglo la filosofía práctica se encuentra desacoplada del análisis social, tal como en su momento –dos siglos atrás– Hegel intentó hacerlo ver con la filosofía del derecho pretendiendo fallidamente conciliar pensamiento y realidad. En esa dirección y ante el retroceso tanto de la filosofía política como de la filosofía del derecho, desde la publicación de la obra cumbre de John Rawls, la teoría de la justicia se ha impuesto paulatinamente como marco normativo de análisis de la sociedad. La filosofía práctica se ha desplazado de la filosofía moral, política y del derecho como marco de interpretación societal a la teoría de la justicia, para dar cuenta integral de los procesos sociales en curso de las sociedades de la modernidad tardía (Honneth, 2011).

En este libro intentaremos dar cuenta de un estado del arte de las teorías de la justicia desde la antigüedad hasta nuestros días. Para ello se sostiene como hipótesis de trabajo que la teoría de la justicia sufre un desplazamiento desde la antigüedad y la modernidad temprana: en el primer momento la concepción se centraba en la ecuación justicia como virtud –que obviamente priorizaba los modelos de vida buena ejemplarizante de una comunidad relativamente cerrada–, mientras que en el segundo existe una consideración más integral, centrada en la justicia política como expresión de un consenso societal más inclusivo para la coordinación de la sociedad. Esta última finalmente dará paso al reconocimiento de la razón pública y la justicia constitucional como la forma más decantada de justicia en las sociedades contemporáneas.

El itinerario que seguiremos para este efecto inicia con el abordaje de las teorías de la justicia en el derecho natural, antiguo y temprano-moderno. Posteriormente, nos acercaremos a los desarrollos que encontramos al respecto en el iuspositivismo, tanto de Hans Kelsen como de Herbert Hart, para pasar enseguida a las ideas de John Rawls y su teoría de la justicia, construcción que nos abre las puertas hacia la problematización y planteamiento de la justicia política y la razón pública. Tal contexto de ideas finalmente nos permitirá ambientar, junto con la propuesta de Jürgen Habermas, el planteamiento que denota a la justicia constitucional como la expresión más decantada de la justicia en las sociedades moderno-tardías.

La justicia en el derecho natural

La justicia como virtud

La matriz común a todo tipo de iusnaturalismo de corte premoderno, como el hispano-tradicionalista en Colombia y la región andina, lo constituye la filosofía aristotélica. Este fondo se presenta ya sea a través de su versión lógico-metafísica (Aristóteles, 1971; 1975) o de su filosofía moral, en especial se verifica esta última en cuyo marco se desarrolla la teoría aristotélica de la justicia y su alusión directa al derecho natural. De allí la importancia de determinar este primer elemento del paradigma iusnaturalista premoderno que, queremos anotar, atraviesa las reflexiones jurídicas ibéricas e iberoamericanas desde antes y después del proceso colonizador.

Para empezar, debemos decir que la Ética a Nicómaco (1987) gira en torno a tres teorías: la del bien y la felicidad, la de la virtud y la de la justicia. Una cuarta, que podríamos calificar de engranaje giratorio entre las tres anteriores, es la de la amistad, con la cual se completa el esquema ético fundamental aristotélico (Abbagnano, 1973, pp. 148-150).

La primera, teoría del bien y la felicidad (Aristóteles, 1975, pp. 57-85), plantea que el bien es el fin de las acciones humanas: bien y finalidad coinciden y la ciencia política nos da a conocer estas finalidades. El fin supremo es la felicidad y solo por referencia a este fin se determina lo que deben aprender a hacer los hombres en su vida social. La felicidad se precisa determinando cuál es la misión propia del hombre. Esta no puede ser la vida vegetativa, ni la vida de los sentidos, sino la vida de la razón. El hombre es feliz si vive según la razón y esta vida es la virtud. El estudio sobre la felicidad se transforma en el estudio sobre la virtud. Virtud y exceso dependen por entero de los hombres: el hombre es el principio y el padre de sus actos.

La segunda teoría es la de la virtud (Aristóteles, 1975, pp. 86-167 y 199-220). Aristóteles establece dos ramificaciones: la virtud intelectiva o racional y la virtud moral. La primera, denominada dianoética, es el ejercicio de la razón y establece cinco categorías: la ciencia, desarrollo de la capacidad demostrativa; el arte, desarrollo de la capacidad de creación; la prudencia, desarrollo de la capacidad de obrar; la inteligencia, desarrollo de la capacidad de comprender principios; y la sabiduría, desarrollo de la capacidad de juzgar la verdad. La segunda ramificación es la virtud moral, cuyo objetivo es el dominio de la razón sobre los impulsos sensibles. En términos generales, las virtudes morales constituyen la capacidad de escoger el justo medio excluyendo los extremos viciosos que pecan por exceso o defecto. El valor lo es entre la cobardía y la temeridad; la templanza, entre la intemperancia y la insensibilidad; la liberalidad, entre la avaricia y la prodigalidad; la magnanimidad, entre la vanidad y la humildad; y la mansedumbre, entre la irascibilidad y la indolencia.

Aristóteles plantea, después, su teoría de la justicia (Aristóteles, 1975, pp. 168-198). La justicia es la virtud ética principal: es íntegra y perfecta y define no solo la vida individual sino social y política. El estagirita establece dos clases de justicia: la justicia distributiva, que determina la distribución de honores, dinero o bienes según el mérito de cada cual, y la justicia conmutativa, que se ocupa de los contratos –voluntarios e involuntarios–entre los hombres. De esta última se desprende una tercera noción, la de la justicia correctiva, cuyo objetivo es equilibrar las ventajas y desventajas entre los contrayentes (Lledó, 1988, pp. 136-207).

Enseguida se aborda el concepto de derecho que Aristóteles divide en derecho privado y derecho público, subdividiendo a su vez este último –cuyo objetivo es la vida social de los hombres–, en derecho positivo (de carácter local) y derecho natural (de carácter universal). La equidad en este contexto se manifiesta como la capacidad de corrección de la ley positiva local mediante el derecho natural universal (Brun, 1963, pp. 118-130).

Por último, Aristóteles desarrolla su teoría de la amistad, que nos dice aparece muy unida a la virtud pues es lo más necesario de la vida. En ella distingue entre las amistades fundadas en el placer o utilidad, en cuyo caso son accidentales, y las fundadas en el bien, que constituyen la relación perfecta. La importancia decisiva de esta teoría es que sobre ella descansa toda la ética aristotélica: el cuadro general de las virtudes tiene sentido en la medida en que todas ellas nos sirven, en últimas, para ser y hacer amigos.

La ética aristotélica no es sino el espectro de virtudes que le sirven al hombre para identificarse en el seno de una comunidad determinada, con tradiciones y estándares de racionalidad específicos y concepciones y pautas de acción particulares: el justo medio no adquiere sentido sino en el marco de un conglomerado definido (en el caso de Aristóteles, el de la polis ateniense), en cuya práctica cotidiana el hombre aprende a comportarse según esos patrones establecidos que le permiten vivir virtuosamente y lograr el reconocimiento, es decir, la amistad de sus conciudadanos.

La justicia en el contractualismo clásico

Justicia como pacto social: Thomas Hobbes

Hobbes plantea un iusnaturalismo moderno en el que el derecho positivo depende del natural, no en cuanto a su contenido sino en cuanto a su validez. La obligación de obedecer al soberano es una obligación derivada de la ley natural, con carácter moral. En el sistema jurídico de Hobbes, el derecho natural constituye la fuente de las normas primarias y el derecho positivo las derivadas. Las leyes del derecho natural no se convierten en leyes hasta que existe el Estado y el poder soberano obliga a obedecerlas. Por esta vía, el iusnaturalismo de Hobbes es una forma de transición entre el iusnaturalismo premoderno y el positivismo jurídico. La ley natural es superior a la positiva porque fundamenta su legitimidad y establece su obligatoriedad. Pero, al mismo tiempo, fundamenta la legitimidad y establece la obligatoriedad del ordenamiento jurídico positivo en su conjunto.

Sin duda, el capítulo fundamental de todo el Leviathan (2008) es el XIV, pues allí confluye toda la teoría antropológica conceptualizada anteriormente y se deriva todo el ordenamiento jurídico posterior del bienestar común, es decir, del Estado. En ese sentido, el capítulo sirve de plataforma giratoria para justificar las extensas disquisiciones anteriores sobre la naturaleza del hombre y el planteamiento político consecuencia del pacto de unión que allí se fundamenta.

Hobbes inicia su argumentación definiendo y diferenciando, como lo especifica C. B. Macpherson (1985), tres conceptos claves: el de estado de naturaleza (Cap. XIII), el de derecho de naturaleza y el de ley natural, todos los cuales servirán para fundamentar, posteriormente, el del contrato social y el pacto de unión. El concepto de estado de naturaleza le sirve para reflejar un estado de guerra permanente, local e internacional, donde los hombres viven en constante temor a una muerte violenta. En esta condición hipotética todo hombre es susceptible a la invasión de su vida y propiedad, esto por la libertad que todos tienen de hacer lo que quieran. El objetivo primordial del concepto es demostrar que los hombres deben hacer lo necesario para evitar ese estado de cosas.

El derecho de naturaleza, por su parte, será establecido en los términos de “la libertad que cada hombre tiene de usar su propio poder como quiera para la conservación de su propia… vida… para hacer todo aquello que su… razón considere como los medios más aptos para lograr ese fin” (Hobbes, 2008). La razón acude en auxilio del hombre, señalándole los medios para superar la situación de anarquía y peligro en que se encuentra; la actuación que de allí se deriva se justifica en el derecho natural que todos tienen de protegerse a sí mismos de una muerte violenta. Por último, la ley de naturaleza constituye la concreción de lo anterior en forma de reglas prescriptivas con las que todo hombre razonable debe estar de acuerdo, dentro o fuera del estado de naturaleza. Esta ley fundamental reza así: “(…) cada hombre debe esforzarse por la paz, mientras tiene la esperanza de lograrla; y cuando no puede obtenerla, debe buscar y utilizar todas las ayudas y ventajas de la guerra” (Hobbes, 2008). De ello se derivan las dos ramificaciones básicas del bienestar común (Common Wealth): “buscar la paz y seguirla” y “defendernos a nosotros mismos, por todos los medios posibles” (Hobbes, 2008, p. 107). Es interesante observar el giro sutil pero radical de Hobbes en este punto. El raciocinio mecanicista hubiese colocado, por pura consecuencia natural y lógica del estado de naturaleza, la defensa de sí mismos como imperativo primordial y, en segundo lugar, la búsqueda de la paz.

Hobbes invierte los términos para fundamentar desde ello la necesidad posterior de un estado civil. Pero con ello está desbordando metodológicamente el modelo causal que había seguido hasta aquí e introduce un constructo ideal de sociedad, proyectado desde un sujeto racional, que colectivamente tiene que perseguirse para garantizar el bienestar común. Con esto inaugura un tipo de ciencia social no positivista, donde el papel del sujeto no es meramente mecánico ni reflectivo, y cuya proyección racional de un estado ideal constituye el principio heurístico y teleológico de su teorización y eventual actividad.

La Segunda Ley Natural, derivada de la anterior, permitirá fundamentar el contrato. La ley comporta, pues, dos partes: la prohibición de lo que la naturaleza le compele a hacer contra los otros para preservar la paz y, por ende, su propia vida; y la limitación de su libertad de luchar contra los otros con tal de que los demás hagan lo mismo. Hobbes está estableciendo dos condiciones y momentos diferentes en la constitución del pacto. El primero es un acto concertado, un compromiso común, un contrato social a través del cual todos renuncian a sus derechos de naturaleza al mismo tiempo. El segundo es la transferencia de esos derechos a una persona o institución, acto que debe ser necesariamente concertado y consensual, constituyéndose en un pacto de unión frente a un objetivo definido, a saber: el de que un poder común garantice a todos el cumplimiento del contrato y el pacto, evitando así recaer en el estado de anarquía y zozobra anterior.

Como Habermas (1990) precisa, el pactum societatis (contrato social) es englobado por el pactum subjectionis (pacto de dominio) y ambos desembocan en un pactum potentia (pacto de poder) sobre el que se levantará, como expresión del beneficio común, el estado civil y el nuevo ordenamiento jurídico positivo, cuyas primeras leyes son anticipadas por Hobbes en el capítulo XV. Poder que comprende el supremo poder económico (dominium) y el supremo poder coactivo (imperium) a un mismo tiempo. De esto se genera el bienestar común, el Estado, (Common Wealth), el cual surge “en forma tal como si cada uno dijera a todos: autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres mi derecho a gobernarme a mí mismo, con la condición de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho, y autorizareis todos sus actos de la misma manera”. Se constituye así el Estado, el cual será definido como:

una persona de cuyos actos una gran multitud, por pactos mutuos, realizados entre sí, ha sido instituida por cada uno como autor, al objeto de que pueda utilizar la fortaleza y medios de todos, como lo juzgue oportuno, para asegurar la paz y defensa común. El titular de esta persona se denomina soberano y se dice que tiene poder soberano (Hobbes, 2008, p. 107).

De nuevo, aquí es interesante observar, contra el prejuicio generalizado, que para Hobbes no todos los derechos pueden alienarse en el soberano. El derecho de resistencia (Hobbes, 2008, p. 109) queda clara y expresamente contemplado para los casos en que se atente contra la propia vida, o pretenda lesionarse, esclavizarse o encarcelarse sin justificaciones motivadas.

John Locke: justicia como acuerdo mayoritario

El Segundo tratado sobre el Gobierno Civil, escrito en 1690, cuarenta años después del Leviathan de Hobbes, retoma el modelo contractual pero introduciendo cambios sustanciales al esquema hobbesiano. En primer lugar, es evidente el interés primordial de Locke de horadar el argumento justificatorio de la monarquía. El poder, demarca, no puede legitimarse aduciendo ser la descendencia de Adán, sencillamente porque esta se perdió (Locke, 1990, pp. 33-34). Más adelante el autor ataca igualmente la tesis del poder paternal como justificación del poder político: el poder paternal se fundamenta en el hábito y el respeto filial, pero requiere también la libre aceptación de los hijos (Locke, 1990, p. 125). La sociedad, pues, ha tenido que constituirse de otra manera. Locke introduce aquí un nuevo concepto del estado de naturaleza, que modifica por completo al hobbesiano y anticipa casi en su totalidad el posterior de Jean Jacques Rousseau. Para Locke, aquel se caracteriza por ser “un estado de paz, buena voluntad, asistencia mutua y conservación” (p. 33), absolutamente contrario a esa condición anárquica planteada por Hobbes. En tal contexto el hombre se encuentra en una condición de libertad absoluta, la cual se garantiza con el derecho de cada uno de castigar al ofensor, y está determinada por dos poderes o capacidades: la de preservarse a sí mismo y a otros en los límites de la Ley Natural y la de castigar los crímenes cometidos contra esa ley (Locke, 1990, pp. 36-45). Este estado de naturaleza desaparece por el surgimiento de un estado de guerra, originado en el derecho de cada cual a repeler los ataques contra sí mismo, generándose una condición de enemistad, malicia, violencia y destrucción que se generaliza por la ausencia de un juez con autoridad capaz de garantizar la convivencia social (Locke, 1990, p. 49).

Ahora bien, en la obra de Locke la propiedad constituye un elemento esencial tanto del estado de naturaleza como del estado de guerra. Lato sensu aquella es considerada conjuntamente como la vida, la libertad y la posesión de bienes. Locke comprende la propiedad como limitada por la Ley Natural y, particularmente, por el trabajo. La propiedad es definida por el trabajo personal sobre ella: solo es mío lo que yo he trabajado y en el momento en que la sociedad pasa de un estado natural a una sociedad civil el criterio para mantener las propias posesiones es, precisamente, el trabajo personal que se ha puesto sobre ellas. Allí también resulta clara la crítica adelantada por el autor a la propiedad improductiva de la monarquía y a su concepción de la posesión de grandes extensiones, de lo cual Locke se burla abiertamente poniendo como ejemplo las grandes extensiones baldías (Locke, 1990, pp. 55-75).

Continuando con la explicación, la sociedad política o civil nace de acuerdo con Locke por un acuerdo social creado para formar la comunidad política e implica la renuncia de cada uno a su poder natural (Locke, 1990, pp. 103-104). Tal proyección culmina, de nuevo, con un ataque directo a la monarquía (Locke, 1990, p. 104) no obstante ello, el autor propone un límite para la libertad individual: aunque el consentimiento individual es básico para salir del estado de naturaleza, una vez es establecida la sociedad civil, la mayoría tiene el derecho para actuar y decidir por todos, el consenso mayoritario legitima pues el consentimiento y el acuerdo social (Locke, 1990, p. 111).

Como queda claro, y lo será más enseguida, Locke –a diferencia de Hobbes– no está tan interesado en fundamentar el procedimiento del contrato social con tanta minuciosidad como la del autor del Leviathan sin duda porque aquel ya era prácticamente un hecho en su momento. Se centra mejor en deslegitimar toda pretensión de gobierno de la monarquía y sentar las bases firmes de un estado representativo y mayoritario. Para Hobbes sí se trataba, por el contrario, de fijar con toda claridad los pasos de un acuerdo social que permitiera consolidar el Common Wealth, la riqueza común, el Estado, y de allí el porqué de la pormenorizada descripción de su proceso de constitución y legitimación. Locke está más interesado, como se ha visto, en deslegitimar los argumentos de la monarquía, pero, sobre todo, en definir los fines del gobierno civil. El estado de naturaleza carece de tres elementos: una ley establecida, fija y conocida; un juez público e imparcial con autoridad; un poder que respalde y dé fuerza a la sentencia. El paso del estado de naturaleza a la sociedad civil supone la renuncia de los dos poderes que todo hombre posee en él: primero, abandonar su capacidad de hacer cualquier cosa para preservarse a sí mismo y someterse a las leyes hechas por la sociedad; y, segundo, renunciar a su poder de castigar y, por el contrario, colaborar con el poder ejecutivo para la aplicación de la ley (Locke, 1990, pp. 136-137).

Pese a las diferencias con Hobbes, se mantiene, empero, la característica fundamental de la teoría contractual: la política como ciencia del ordenamiento jurídico. Pero aquí se produce un nuevo giro que será mantenido por Rousseau: el Estado está obligado a gobernar de acuerdo con el orden jurídico positivo y ese orden, legitimado por la decisión mayoritaria, y que debe garantizar la vida, la propiedad y la libertad, no puede ser cuestionado una vez es constituido por el pacto social.

En Hobbes, el Estado debe garantizar la paz y la vida pues, de no hacerlo, el pueblo tiene derecho a resistirse a su ordenamiento. La validez del orden jurídico está condicionada por el cumplimiento de estos preceptos de la Ley de Naturaleza. Con Locke, estos preceptos han sido incorporados al orden jurídico pero la validez de los actos del Estado no reside en ningún factor externo a su propio ordenamiento. La ley positiva supone a la ley natural, pero una vez constituida la sociedad civil, la decisión mayoritaria es la que legitima los actos de gobierno, en ningún caso elementos ajenos al mismo (Locke, 1990, p. 137). De tal suerte, no hay posibilidad de revertir el contrato que da origen a la sociedad civil, lo que sí contemplaba el esquema hobbesiano, en caso de que el Estado no garantizará las leyes fundamentales de naturaleza. El absolutismo de Hobbes resulta pues más liberal que el orden jurídico cerrado de Locke, que la decisión de la mayoría legitima por encima de los intereses del individuo y las minorías.

Obviamente, en ese momento tal era la necesidad histórica de Locke, como lo será un siglo después también para Rousseau. Pero de esta manera se prefiguraba uno de los conflictos que habrían de desgarrar a la democracia y que sembraba en su interior la semilla misma de un nuevo absolutismo: la dictadura de las mayorías.

Justicia como cuerpo colectivo moral: Jean Jacques Rousseau

El contrato rousseauniano se establecerá, metodológicamente, en tres momentos. El primero es el estado de naturaleza que, como señala Émile Durkheim (1990), no es sino una hipótesis de trabajo, una categoría teórica que permite distinguir en el hombre lo que es esencial de lo que es artificial y derivado. Este estado de naturaleza, al contrario que en Hobbes, no es un estado de guerra y anarquía sino de mutua comprensión y solidaridad: un estado neutro de inocencia. Rousseau lo concibe abstrayendo al hombre de todo lo que le debe la vida social, en un perfecto equilibrio entre sus necesidades y los recursos para satisfacerlas. El hombre originariamente natural será concebido íntegro, sano, moralmente recto: no es malvado ni opresor, sino naturalmente justo (Rousseau, 1992, pp. 11-14).

El segundo momento es el del estado social. Rousseau plantea la génesis de la sociedad la en el surgimiento de fuerzas antagónicas en el estado de naturaleza. Las dificultades naturales (sequías, inviernos largos, etc.) estimulan, nos dice, el surgimiento de nuevas necesidades, obligando a la asociación forzosa de los hombres. De ello surgen grupos sociales y con estos la propiedad y las justificaciones morales sobre las acciones, lo cual genera desigualdades cuya progresiva profundización sumen a la sociedad en un estado de guerra. Roto así el equilibrio, el desorden engendra desorden y se genera el caos (Rousseau, 1992, p. 21).

El tercer momento es el de contrato social. Para Rousseau no se trata de someterse a una fuerza superior pues al desaparecer esta desaparecería la unidad social. La unión no puede fundarse en la voluntad del gobernante: debe ser interna y tiene que ser una decisión del pueblo. Por lo mismo, no se trata de construir una agregación, que para Rousseau es lo que se deriva del planteamiento de Hobbes, sino una asociación, que resulta de un contrato en virtud del cual cada asociado enajena sus derechos a la comunidad (Rousseau, 1992, p. 22). Bajo este método, todas las voluntades individuales desaparecen en el seno de la voluntad común y general que es la base de la sociedad, constituyéndose una fuerza superior a la de todos, pero con unidad interna. Este acto de asociación por su naturaleza inherente produce un cuerpo moral y colectivo, uno que recibe en dicho acto su unidad, su identidad común, su ser y su voluntad.

Como consecuencia del contrato cada voluntad individual es absorbida por la voluntad colectiva que no les quita la libertad, sino que la garantiza. No es pues, como en Hobbes, un pacto de sumisión sino un pactum unionis (pacto de unión). La voluntad general no es la suma de todas las voluntades sino la renuncia de cada uno a sus propios intereses en favor de la colectividad. Los intereses privados quedan, pues, supeditados al interés común y se elimina la oposición entre los unos y los otros, al integrarse los primeros a los segundos (Rousseau, 1992, p. 23). De esta manera, la voluntad general queda encarnada por el Estado, y este lo es todo: la política, en cuanto es expresión de la colectividad, fundamenta la moral. La soberanía que de ello se deriva será además de inalienable, indivisible y absoluta, como en Hobbes, también infalible. La voz de la mayoría no se equivoca y de allí se derivan los imperativos éticos de la sociedad.

La descripción del estado de naturaleza tiene más fuerza heurística en Hobbes para convencer sobre la necesidad del pacto que el estado naturalromántico en Rousseau. El segundo punto tiene que ver directamente con el contrato. La crítica de Rousseau proviene, aparentemente, de un presupuesto falso sobre el pacto de Hobbes, a saber: el de que este es solo un pacto de dominio pero que no conlleva un momento de consenso común que le confiera unidad interna.

Como vimos, y en el mismo sentido lo afirman Habermas y Macpherson, el pacto de dominio presupone necesariamente la decisión contractual, dialógica diríamos hoy en día, consensual de la sociedad. No es pues una simple agregación: es una asociación desde el comienzo. Pero Hobbes se guarda del absolutismo, incluso del de las mayorías. Su expresa aclaración del derecho de resistencia del individuo si el soberano –príncipe o asamblea– no respeta con sus leyes los derechos naturales inalienables de todos y cada uno es una posibilidad que no permite el contrato rousseauniano. Para Hobbes el pacto termina cuando los términos se cumplen o el soberano decide restituir los derechos enajenados a su soberanía. Es decir, existe la posibilidad tácita de que, de alguna manera, el pacto pueda ser revocado o esté sujeto a ser refrendado por la sociedad civil. En Rousseau tal posibilidad no es clara. La voluntad de la mayoría no solo absorbe al individuo, sino que es infalible y moralmente recta. Las minorías no tienen posibilidad efectiva de existir ni expresamente queda contemplado el derecho de resistencia a las decisiones arbitrarias de las mayorías. La posibilidad de una dictadura de la mayoría queda con ello abierta, llámese como se quiera el régimen político al que esto da nacimiento (Rousseau, 1992, p. 27).

Immanuel Kant: justicia como contrato consensual

Kant es el último eslabón de la tradición clásica del contractualismo y sus reflexiones estarán orientadas a la “búsqueda del principio de legitimidad democrática” (Fernández, 1991, p. 165). Para este filósofo el contrato social debe ser una idea regulativa racional que fundamente el orden jurídico del Estado, convirtiéndose en la pauta o idea política que oriente a la sociedad civil frente a aquel (Kant, 1964, pp. 167-168). Kant no se enfrasca en la estéril discusión, que ya para entonces se planteaba, de que la teoría del contrato social suponía una situación inexistente o, al menos, inverificable y que ello invalidaba su pretensión regulativa. Para él, la fuerza de la idea del contrato social reside, precisamente, en eso: en que es una idea de la razón y que, como tal, se basa en principios racionales a priori, constituyéndose, por tanto, en una norma ordenadora de la sociedad con plena autoridad de derecho (Fernández, 1961, p. 166).

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