Mujeres del evangelio

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Mujeres del evangelio
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INTRODUCCIÓN

TESTIMONIO, ORACIÓN, PROFECÍA:
LAS MUJERES QUE SIGUEN A JESÚS

NURIA CALDUCH-BENAGES


Tras la publicación en 2018 de Mujeres de la Biblia, llega ahora Mujeres de los evangelios. La fórmula es la misma que la adoptada en aquel primer volumen: la recopilación de los textos aparecidos en el suplemento mensual «Donne Chiesa Mondo», de L’Osservatore Romano, en la edición original, y su traducción al español en la revista Vida Nueva. Los textos están firmados por biblistas de diversas confesiones religiosas y procedentes de Europa, África, América del Norte y del Sur. Cada uno de ellos está dedicado a una figura femenina narrada en los evangelios. Es este un tema que en los últimos años ha suscitado el interés de muchos estudiosos –sobre todo estudiosas–, así como de personas que tienen el deseo de profundizar en la relación de Jesús con las mujeres. Este interés queda confirmado por numerosas publicaciones que hoy están a nuestra disposición 1. Nuestro volumen, escrito a varias manos, quiere ser una pequeña contribución al tema.

En cuanto a las mujeres –y lo mismo vale para los pobres, los pecadores y los pequeños–, Jesús llevó a cabo una auténtica revolución. Él no desarrolló ninguna doctrina sobre las mujeres ni dictó reglas de comportamiento, pero su actitud fue tan nueva, tan inclusiva, tan rompedora, que provocó escándalo e incomprensión entre sus coetáneos, empezando por sus discípulos (cf. Jn 4,27). Jesús reaccionó contra las injusticias cuyas víctimas eran las mujeres, y sin ceder ante los prejuicios sexistas y ante las costumbres de la época se puso a su favor, invitando a concebir de forma completamente distinta el papel de las mujeres en la sociedad de su tiempo y también el modo de considerarlas. En aquella época, las mujeres judías eran, por una parte, muy respetadas y tenidas en gran consideración en cuanto madres de familia, pero, por otra, no tenían acceso al ámbito público, desde siempre reservado exclusivamente a los varones. Su espacio vital estaba reducido al hogar. Jesús, sin embargo, acepta a las mujeres en su grupo de discípulos, las incorpora a su misión, sin imponerles condiciones o prohibiciones. Gracias a él, ellas pudieron salir del ámbito privado para seguirle en su camino itinerante y escuchar sus enseñanzas. Jesús no excluyó a las mujeres de su seguimiento.

Son muchas las mujeres con las que Jesús se encontró durante su ministerio. Jesús habla con la samaritana en un lugar público (Jn 4), defiende a la mujer acusada de adulterio (Jn 8,3-11) y a la pecadora que, infiltrándose en casa de Simón el fariseo, unge sus pies con perfume (Lc 7,26-50). Las mujeres son también protagonistas de sus milagros. Jesús cura a la mujer encorvada (Lc 13,10-16), a la suegra de Pedro (Mc 1,29-31) y a la hemorroísa, una mujer que desde hacía doce años sufría de continuas hemorragias (Mc 5,25-34). Dejándose tocar, Jesús no solo trasciende los códigos religiosos y sociales de la época, sino que, sobre todo, reevalúa el cuerpo de la mujer: ya no es una realidad impura que necesita de constantes purificaciones, sino que se convierte en un lugar de salvación. Jesús cura también a la hija de la sirofenicia (Mc 7,24-30) y a María Magdalena (Lc 8,2), ambas poseídas por espíritus inmundos. Las figuras femeninas están presentes también en los milagros de resurrección: Jesús resucita a la hija de Jairo (Mc 5,21-24; 35-43), al hijo de la viuda de Naín (Lc 7,14) y a Lázaro, el hermano de Marta y María (Jn 11). Mientras la Ley prohibía a las mujeres el estudio, Jesús las instruye en su doctrina (Lc 10,38-42). En su evangelio, Lucas presenta a las mujeres como discípulas de Jesús:


Después de esto iba él caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, proclamando y anunciando la Buena Noticia del reino de Dios, acompañado por los Doce, y por algunas mujeres, que habían sido curadas de espíritus malos y de enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes; Susana, y otras muchas que lo servían con sus bienes (Lc 8,1-3).


Y lo mismo vemos en Mateo:


Había allí muchas mujeres que miraban desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirlo; entre ellas, María la Magdalena y María, la madre de Santiago y José, y la madre de los hijos de Zebedeo (Mt 27,55-56).


Las mujeres que seguían a Jesús no solo lo servían con sus bienes materiales, sino que participaban activamente en su misión, dando testimonio, orando, profetizando... ¿Cómo no recordar la profesión de fe de Marta (Jn 11,27) o el gesto profético de María de Betania (Jn 12,3)?

En el momento más trágico de la vida de Jesús, las mujeres se mantienen fieles, no se hunden. Los discípulos, sin embargo, huyen. Tienen miedo de sufrir la misma suerte que el Maestro. Las discípulas que han seguido a Jesús desde Galilea están en el Gólgota, de pie y en silencio, como testigos de su muerte (Mt 27,55; Mc 15,40). Ellas son también testigos de su sepultura. Las mujeres observan mientras José de Arimatea toma el cuerpo de Jesús, lo unge con perfume, lo envuelve en un lienzo blanco y lo deposita en un sepulcro nuevo, haciendo rodar una piedra sobre la puerta. Según Juan, María Magdalena fue la primera en darse cuenta de que la piedra había sido corrida; fue la primera en descubrir que el sepulcro estaba vacío (Jn 20,1.11). En su corazón late la pregunta de la esposa del Cantar: «¿Habéis visto al amado de mi corazón?». A ella, Jesús le encomienda el encargo de comunicar a los discípulos la resurrección: «Ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”» (Jn 20,17). Y María Magdalena corre a anunciar: «He visto al Señor». Los textos no dejan sombra de duda alguna: las mujeres han sido testigos privilegiados del misterio pascual. En palabras de Drewermann:


La realidad de la mañana de Pascua […] se puede percibir solamente con los ojos del corazón, puesto que todo lo que da vida tiene origen en el espacio invisible de la eternidad; y las mujeres parecen ser desde tiempos remotos las sacerdotisas designadas para estos misterios de lo invisible 2.


Una mención especial merece María de Nazaret. Los evangelistas hablan poco de ella. La encontramos en los evangelios de la infancia, sobre todo en el de Lucas, junto a su prima Isabel y a la profetisa Ana (Lc 1-2), y en el evangelio de Juan, en la boda de Caná (Jn 2,1-12) y al pie de la cruz (Jn 19,25-27). María aparece, por tanto, en los momentos cruciales de la vida de Jesús: el nacimiento, el inicio de su ministerio público y la muerte en cruz. La «madre de Jesús», como la llama el autor del cuarto evangelio, está íntimamente unida a la tradición de Israel. María está en línea con las matriarcas y otras figuras femeninas del Antiguo Testamento, como Débora, Judit o Ester. En María se cumplen los oráculos proféticos sobre la santa Sion, y detrás del apelativo «sierva» del Señor resuenan los cánticos deuteroisaianos del «Siervo» del Señor. Ya a partir del siglo II, María es reconocida por la Iglesia como la nueva Eva, figura de la humanidad nueva: «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer», dice Pablo en Gál 4,4. El mismo significado tiene la escena al pie de la cruz, cuando Jesús dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo», y después dice a Juan: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27).

A modo de conclusión de esta breve nota introductoria me permito citar un fragmento escrito por mí hace ya una decena de años, que sintetiza el mensaje central de nuestro volumen:


Todos los encuentros de Jesús nacen de su amor gratuito. Y la gratuidad se manifiesta en la preferencia que Jesús siente por los pobres, los pequeños y los marginados por tantos motivos (extranjeros, enfermos, discapacitados, pecadores, publicanos, prostitutas...). Todas nuestras protagonistas pertenecen, en cierto modo, a esta categoría de víctimas de la sociedad, ya sea por su sexo, su enfermedad, su oficio, religión o nacionalidad. Jesús se encuentra con una israelita impura a causa de su enfermedad, con una cananea de cultura griega, con una pecadora pública, y con sus muchas discípulas, que, por seguir al Maestro en misión, no han tenido miedo de infringir el sistema androcéntrico que dominaba la sociedad israelita del siglo I. Jesús se sitúa abiertamente a favor de todas estas mujeres y, haciéndose solidario de su dolor, físico o espiritual, genera en su interior una nueva corriente de humanidad. Al hacer esto, Jesús invierte la jerarquía de valores propuesta por la sociedad y supera las discriminaciones vigentes con su actitud gratuita y su relación solidaria e igualitaria con las personas 3.

MARÍA DE NAZARET
EN EL CORAZÓN ARDIENTE
DE LA ALIANZA

ANNE-MARIE PELLETIER


Todo el mundo sabe que la Virgen María está asociada, en el corazón de la Iglesia, a una inmensa tradición espiritual que medita su figura, canta la gracia de su persona, celebra su participación en la obra de la salvación y encuentra apoyo en su acompañamiento materno. Las figuras más insignes de la historia cristiana van a la par de los creyentes más humildes en una igual confianza y piedad filiales hacia aquella a la que el Concilio de Éfeso declaró solemnemente theotókos. No obstante, sin disminuir esta realidad que forma parte del patrimonio cristiano, no es impropio regresar a la fuente de la fe y de la piedad, o sea, al testimonio de la Escritura. Se sabe que, por su sobriedad, tal testimonio contrasta increíblemente con la superabundancia o, mejor, con la exuberancia de la teología y de la piedad marianas.

 

El hecho es que la presencia de María en el relato evangélico es parsimoniosa y discreta. Se trata de una paradoja evidente que sería lamentable pasar por alto y que no nos interrogara. Tal vez se podría llegar a un conocimiento mayor de María. Y se podría también llegar a superar el malestar que sienten hoy algunos cristianos con relación a una cierta espiritualidad mariana. En realidad, la exaltación de la Virgen María está muy lejos de proteger de la misoginia. Prueba de ello son los muchos discursos que contraponen a Eva –débil y tentadora, que representa a la mujer de siempre– con la Virgen pura y santa, constituida en modelo de una feminidad hecha de obediencia, servicio y anonadamiento, modelo del que los hombres han abusado ampliamente.

Recordemos brevemente algunos elementos de los documentos escriturísticos. Es un dato que los evangelios de Lucas y de Juan mencionan a María en dos momentos decisivos del relato evangélico. Se la presenta desde el comienzo en Lucas, en la anunciación y en la visitación, y, en Juan, al inicio del ministerio público, con la boda de Caná. Y después se la menciona de nuevo en el momento final de la pasión, cuando en Jn 19,25-27 se refieren las palabras de Jesús que entregan al apóstol Juan en manos de María y confían a María a Juan. El inesperado apelativo que se utiliza en el cuarto evangelio refiriéndose a la madre de Jesús como «mujer» (gyné) subraya la puesta en juego teológica que se atribuye aquí a su presencia. Después de la resurrección, el libro de los Hechos de los Apóstoles indica su presencia en la sala superior, donde se produce la efusión del Espíritu Santo. Pero, más allá de estas referencias, el corpus mariano no está hecho sino de breves menciones puestas en labios de adversarios, que tienen la intención de desacreditar a Jesús haciendo notar que no es más que «el hijo de María» (Mt 13,55 y par.).

A ello hay que añadir el episodio en el que Jesús reacciona a la pregunta de su madre y de sus «hermanos», que han venido a hablar con él: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» (Mt 12,46-50 y par.). Su respuesta, que suele considerarse brutal, es en realidad muy instructiva por el desplazamiento que introduce: «El que haga la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre». La afirmación es confirmada en Lc 11,27-28, cuando Jesús rechaza las palabras de una mujer que celebra el vientre materno que lo llevó, desplazando nuevamente la bienaventuranza hacia «los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen»: lejos, por tanto, de consideraciones sobre la maternidad física de María. Estos últimos hechos, seguramente desconcertantes, encierran, sin embargo, una lección importante: la identificación de María, la explicitación de su papel y de su preeminencia en el misterio de la salvación pueden crear malentendidos. Invitan, pues, a utilizar la prudencia y a prestar atención.

«¡Bendita tú entre las mujeres!»: este apelativo dado a María por Isabel, que conoce el secreto de su prima mientras ella misma recibe la gracia de un nacimiento imposible, tiene que llamarnos nuevamente la atención. La expresión es magnífica, pero debe entenderse correctamente, es decir, absteniéndonos de la interpretación según la cual ella, «única entre las mujeres, supo agradar a Dios», como consideraba un autor del siglo V y como ha sobreentendido una larga tradición. El texto evangélico, tanto en su versión griega como en la latina, la designa bien como aquella que se encuentra «entre», «entre las mujeres», que halla su lugar en el nutrido cortejo de las generaciones femeninas que se suceden desde que el mundo es mundo. Y, como es natural, en ese contexto, María se encuentra cerca de sus contemporáneas, parientes, vecinas, amigas, que viven al ritmo de una aldea de la Galilea del siglo I. A nuestra memoria histórica le cuesta hacer revivir estas vidas de mujeres, tan destinadas como están, culturalmente, a la anulación. Exegetas e historiadores se esfuerzan hoy por restituir algo de ellas, algo que, sin embargo, no va más allá de lo que dice alusivamente el Salmo 128: «Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa».

Y, sin embargo, en el caso de María, esta humilde condición es arrebatada a la banalidad. En primer lugar, porque esa vida escondida, en la que nada parece digno de particular atención, lleva a tocar el misterio de la encarnación del propio Jesús, descrito en Gál 4,4 como «nacido de mujer», que se hace cercano a la condición humana en su mayor modestia. En segundo lugar, porque en el relato evangélico resuenan importantes referencias bíblicas que vinculan a María con las mujeres de Israel cuya memoria conserva y celebra la Escritura. La presencia de Isabel, la estéril que da a luz en su vejez, inscribe desde el comienzo en el evangelio esa historia femenina que sirve de apoyo al cumplimiento del designio de Dios. Del mismo modo lo hace el Magnificat, que retoma las palabras de Ana, madre de Samuel. Así, María aparece al término de una larga descendencia de mujeres que, partiendo de las matriarcas y pasando por Rut, Judit, Ester y muchas otras, concibieron con el poder de Dios las generaciones de Israel, o que, con ese mismo poder, fueron las garantes del futuro del pueblo en los momentos de peligro.

Por último, María es evocada en las palabras que la asocian a la Hija de Sion, cuyos rasgos son exaltados anticipadamente por la tradición profética a partir del exilio, asociándola a la obra de salvación que Dios va a realizar. Y es eso lo que expresa el saludo del ángel en la anunciación, donde el término griego jaire debe entenderse como un «alégrate» que retoma Sof 3,14; Zac 9,9 y también Jl 2,21-33, invitando a la Jerusalén mesiánica a la alegría de saberse revestida por Dios con las vestiduras de la salvación. Esta vez es evidente: la figura de María trasciende las generaciones femeninas de Israel para igualarse al pueblo entero engendrado por Dios en la santidad a partir del pequeño resto que se ha mantenido humildemente en la esperanza.

Por tanto, se puede celebrar a María como el verus Israel, en el sentido de que todo aquello que la define es, de hecho, cumplimiento de la vocación del pueblo elegido. Así, María es colocada como ningún otro ser humano en el corazón ardiente de la alianza, allí donde Dios conduce al punto extremo su voluntad de salvación para la humanidad y allí donde esta humanidad accede a una justicia que da cumplimiento a su verdad divina. Lo mismo sucede cuando María da su consentimiento al inaudito anuncio del ángel definiéndose a sí misma como sierva, como la «esclava del Señor». Lejos de una interpretación negativamente servil, sabemos que este es el mismo título que Moisés recibe de Dios y que conserva hasta Ap 15,3, y es también el título dado al rey David, y, naturalmente, al pueblo, que, según la palabra de los profetas, tiene tanta dificultad para honrarlo en la historia del Antiguo Testamento. La humildad asociada a la palabra «esclava» halla a su vez su verdadero significado a la luz de la revelación: antídoto del orgullo que conduce a la muerte, es aquello a lo que el Dios de Israel ha exhortado continuamente a su pueblo, enseñándole que esa es la vía principal, el arma de verdadero poder, que confunde y derrota a los soberbios. Bien lo expresan las palabras del Magnificat, que celebran al Dios que «derriba del trono a los poderosos».

María es más que nunca verus Israel como «aquella que escucha». También en esto realiza, o sea, lleva a plenitud, la tarea confiada al pueblo de la alianza en el Shemá, Israel (cf. Dt 6,4); ella, que sabe percibir la voz de «sutil silencio» del ángel de la anunciación. Y es justamente sobre esta «escucha» sobre la que Jesús pone el acento para rectificar la bienaventuranza que exalta el vientre que lo llevó. Ahora, escuchar es también conservar la palabra recibida, como hace María en Lc 2,19 y 51, dando cumplimiento al mandato que define de igual modo la vocación de Israel en la tradición deuteronómica. Y, por último, escuchar y conservar es creer, actitud que Isabel reconoce como mérito a María: «Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1,45).

Justamente, sobre este acto de creer pone el acento el evangelio de Lucas en dos ocasiones. Un creer que debemos interrogar y contemplar, preguntándonos cómo María creyó debidamente. En efecto, no habría que eludir la pregunta con el pretexto de que, en cuanto Madre de Dios, concebida sin pecado, María debe de haber vivido con una amplitud de mirada que le ahorró la oscuridad de la fe y que, finalmente, la dispensó de creer.

No es así como los evangelios la evocan. Por el contrario, desde la anunciación, que suscita su pregunta: «¿Cómo es posible?», su vida está sembrada de estupor. El relato de la natividad en Lucas la describe mientras conserva en su corazón el recuerdo de realidades un tanto desconcertantes. ¿Cómo se puede pensar que las palabras de Simeón durante la presentación del niño en el Templo no hayan suscitado su perplejidad? Perplejidad que se expresa claramente en el episodio en que Jesús adolescente permanece en el Templo mientras sus padres han partido de nuevo. La frase: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así?», no queda para nada aclarada con la enigmática respuesta de Jesús, que dice tener que ocuparse de las cosas de su Padre. El texto comenta sobriamente que María «conservaba todo esto en su corazón».

Y también, ¿cómo imaginar la prueba vivida por María durante los treinta años de vida oculta de Jesús, que parecen anular todo lo que ella había oído profetizar sobre su hijo? Y durante ese largo período, ¿no experimenta María tal vez el misterio de la kénosis de Jesús tal como lo explicita el himno de la carta a los Filipenses? Y más aún cuando esta kénosis culmina en el Gólgota. ¿Hemos de creer que a la madre se le ahorró el desconsuelo del hijo: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»? Lo cierto es que María permanece allí, presente hasta el final. Stabat mater. Permanece allí toda la noche, en la prueba de la contradicción, «poniendo juntas» –según el propio significado de la palabra griega symbállousa, de Lc 2,19– la evidencia del fracaso absoluto y la confianza sin palabras de que Dios salva, también en esa pérdida.

Esta es la fe del «corazón sensato» de María, según la expresión de Prov 14,33, que es también el corazón que Salomón pedía a Dios en su oración (1Re 3,9). Y es por este corazón –que escucha y conserva, que se adhiere al designio escondido de Dios, aunque en medio de las tinieblas, que parecen desmentirlo– por el que Jesús es engendrado. Y es esta fe por la que María engendra a la Iglesia: una fe valiente, resistente, que afronta el desplome de todas las imágenes idolátricas de Dios que la cruz contradice y denuncia. Así, viviendo y engendrando desde esta fe, María de Nazaret trasciende completamente el modelo de feminidad que demasiado a menudo se le ha querido asignar. En esta mujer, asociada a la obra divina de la nueva creación de la humanidad, como la cantaba san Anselmo, la Iglesia entera está invitada a reconocerse maternalmente engendrada para llevar al presente oscuro en que vivimos el testimonio de la victoria del Resucitado, a pesar de todas las pruebas en contra.

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