Czytaj książkę: «Kamikaze girls»

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Novela de culto de la cultura lolita japonesa. Libro escrito por Novala Takemoto.

Momoko vive en Shimotsuma, un pueblo rural de Japón, y está obsesionada con la estética «lolita», un movimiento que adora el rococó francés del siglo XVIII y su forma de vestir.

Su manera de ver la vida no encaja con la del lugar, que considera demasiado pueblerina para ella, por lo que decide vivir al margen de todo y pasar su tiempo dedicada a bordar, leer, escuchar música clásica y viajar a Tokio a comprar ropa lolita.

Su vida cambia el día que conoce a Ichigo, una motera integrante de una banda juvenil de chicas y aspirante a sukeban que la embarca en la búsqueda de un mítico bordador de chaquetas de yakuza, al que nadie ha visto jamás, y del que necesita un trabajo muy especial.

Durante esta empresa las dos vivirán lo que es la amistad, la lealtad, la bondad o el desamor. Un torbellino de emociones que anuncia un paso a la madurez al que intentan resistirse con pesar.


Kamikaze girls

Una historia de Shimotsuma

Novala Takemoto

Traducido del japonés por: Raúl Sanz Merino



I

Una verdadera lolita debe albergar un espíritu rococó y llevar una vida rococó. El rococó es el periodo más elegante y opulento que dominó la France de segunda mitad del siglo xviii. Si hablamos del rococó en la historia del arte, este se desarrolla desde aproximadamente el año 1715 hasta la década de 1770, a finales del periodo barroco, cuyo ideal de belleza se basaba en la solemnidad y magnificencia de la fe católica. El rococó adoptó la belleza de la línea curva con argumentos tan poco elaborados como «lo redondo es más mono que lo cuadrado, ¿a que sí?» y, frente al dinamismo masculino del majestuoso barroco, que era un tanto opresivo, además de aburrido y horriblemente serio, planteaba un estilo femenino, colorido y decorativo, lo que suena muy bien, pero, en realidad, apunta hacia un estilo ornamental más bien frívolo.

El nombre rococó deriva de la antigua palabra francesa rocaille, que significaba «piedra pequeña deformada» (perdón por ponerme pedante; pido a los que son algo cortos que aguanten un poquito más, por favor), y este periodo fue tratado tras su momento de gloria como una mancha en la historia del arte porque carecía de pensamiento. «¿Y si hacemos como si ese periodo no hubiera existido? Parece bastante estúpido». «Sí, hagamos eso». Y quedó sepultado en la oscuridad. Por eso a los pintores del periodo rococó, como Watteau y Boucher, se los minusvalora en la actualidad más de lo que merecen.

Parece que los conocedores de la historia del arte no solo desearían que no hubiera existido el rococó como periodo artístico, sino que también eliminarían la época entera, desde su moda hasta sus costumbres y modos de vida. Incluso en los estudios de historia universal, las explicaciones sobre el periodo rococó son supercompactas y generales y están aderezadas con comentarios nada positivos.

Bueno, cuando pensamos en personajes representativos del rococó, el primero que se nos viene a la cabeza es María Antonieta, que disfrutaba de una vida de lujos en el Palacio de Versalles y que, cuando su pueblo no tenía dinero ni para comprar pan, soltaba frases como: «¡Oh! ¡Pues si no tienen pan, que coman pasteles!», que denunció e hizo pública Hiroshi Kume en el programa News Station, y que provocó que la tomaran por una malvada integral y se ganara el odio del pueblo, que la pasó por la guillotina tras montar una revolución (lo cierto es que si habláramos de alguien representativo del rococó, esa sería Madame de Pompadour, quien, gracias a su belleza e inteligencia, escaló desde lo más bajo hasta la cumbre de la sociedad como gobernante en la sombra de la corte de Luis XV. De hecho, no exageraríamos si dijéramos que sus gustos y aficiones reflejaban perfectamente la cultura rococó). Por esto tal vez sea inevitable que el rococó sea entendido como la antítesis de la libertad y la igualdad. A pesar de todo, y digan lo que digan los demás, yo vivo en el rococó.

Respecto a Boucher, uno de los pintores representativos del periodo que reflejaba los elementos rococós de las composiciones de Watteau de manera aún más exagerada, su contemporáneo Diderot (no sé muy bien qué hizo este hombre. Solo sé algo de que compiló una enciclopedia. ¿Algo así como un Kyōsuke Kindaichi francés? Kindaichi compiló un diccionario de japonés… Quizás. O no) declaró lo siguiente: «Está moralmente corrompido, no entiende la elegancia, desconoce la verdad, es alguien que nunca ha visto la Naturaleza y que carece de gusto». También dijo que los cuadros de Boucher no tenían más que «elegancia, empalago, galantería fantasiosa, coquetería, simpleza, cambio, brillo, pieles de aspecto maquillado y obscenidad». Este tipo, Diderot, se contradice horriblemente en sus declaraciones, diciendo, por un lado, que no entiende la elegancia y, por otro, que sus cuadros eran elegantes, pero bueno, seguramente odiaba todo lo que era rococó.

Pese a todo, los amantes del rococó interpretan como elogios estas críticas que utilizan la pintura de Boucher para dar una imagen negativa de esa cultura. Respetar las emociones dulces, la elegancia y la fantasía por encima de la verdad y la moral; sumergirse en el amor del momento en lugar de intentar darle un significado a la vida ante un futuro que desconocemos; dejar de lado la lógica y las costumbres para conceder valor al disfrute de lo que experimentamos en el momento. Eso es el alma del rococó (es un intento de juego de palabras1. Podéis reíros). Si por mucho que pensemos las cosas obtenemos resultados angustiosos, y si aun consiguiendo el resultado esperado, este es aburrido o carece de belleza, lo rechazaremos. Si algo te agrada, aunque se haya hecho medio en broma, debes darle valor. El rococó se apoya en el individualismo extremo como fundamento, en tomar las decisiones en función de lo que uno mismo siente, «esto me gusta» o «esto no me gusta», sin tener en cuenta las opiniones y el esfuerzo de los demás. El rococó partiría de una ideología anárquica punk. Solo a través de este principio denominado rococó, en el que lo elegante es vulgar y lo precioso es extravagante y desafiante a la ley, puedo encontrar el significado de la vida.

Los bebés lloran cuando se les arranca del vientre materno, enfadados porque no entienden para qué se les echa a vivir en este mundo absurdo. Poco después, se les revela su destino de vivir con una enorme desesperanza, y piensan: «Así que me obligas a vivir en este mundo irracional, ¿eh? Pues esto es lo que pienso yo: no me quejaré desagradecida y amargamente por tener que vivir una vida estéril; viviré desobedeciendo las normas que me obligan a llevar una vida pacífica y tranquila; viviré haciendo lo que me dé la gana». Cuando el bebé se dé cuenta de esto, reirá por primera vez. Así que no os enternezcáis cuando oigáis reír por primera vez a un bebé. Fijaos bien, pues, mientras ríen, su mirada se mantiene fija y penetrante. Sin embargo, la mayoría de la gente va perdiendo esa determinación a medida que crece. A medida que vamos entrando en razón, comenzamos a seguir las reglas sociales que una vez nos propusimos ignorar. Pero aún existen unos pocos que no han olvidado esa predisposición del día de su primera risa. Estas personas, aunque hagan llorar a sus padres, aunque se vean condenadas a una vida de pobreza o aunque sean sermoneadas por su comportamiento en algún programa de televisión, como el de Monta Mino, no tendrán otra opción que seguir el estilo de vida rococó.

El estilo «lolita» se define como un estilo de moda urbana propio de Japón. Aunque para mí no se limita exclusivamente a la moda, sino que existe como un conjunto de valores personales absolutos e inamovibles. Mi manera de expresar mi consagración al rococó es vestir una blusa de volantes abiertos, llevar la cintura ceñida con un corsé, una falda sobre un miriñaque y un tocado de ensueño en la cabeza. Me suelen aconsejar no llevar un aspecto tan raro y llamativo para hacer amigos de manera natural y tener éxito con los chicos… Pero cuanto más lo hacen, más se aviva mi alma de lolita y más se fortalece mi determinación de ser una.

El periodo rococó, por lo que he visto y leído a través de diversas obras, era una locura. Las damas del periodo rococó podían llegar a lugares a los que las lolitas de hoy, discriminadas por los demás, no podemos llegar ni con el mayor de los esfuerzos. Apretaban sus corsés hasta los límites para conseguir unas cinturas de una delgadez imposible, aunque luego no podían permanecer de pie mucho rato. El estímulo más leve les causaba problemas para respirar y se desmayaban, así que otros tenían que cargar con ellas. Esto les confería encanto como damas. Y ese era el tipo de valores que imperaba durante el periodo rococó. El pelo se recogía arriba y más arriba, y encima de todo se colocaba un gran sombrero. Se necesitaban incontables horas y ayudantes para terminar los peinados, y gracias a ellos la estatura podía llegar hasta casi doblarse. En el periodo rococó había muchas damas que, con esa indumentaria, no podían pasar del vestíbulo de sus mansiones ni poniéndose de rodillas, y terminaban por no asistir a las fiestas a las que se habían comprometido. Esos comportamientos estúpidos, que gente como Diderot consideraba modas tontas que se alejaban del sentido común, no pueden ser más que admirados por las personas que albergamos el espíritu rococó. ¿Podemos ser felices dando prioridad al sentido común? ¿No se nos dice que la felicidad se consigue con sufrimiento? Si tengo que sufrir, prefiero la infelicidad. Porque nosotros los rococós sabemos que no hay nada más infeliz que el día de nuestro nacimiento.

También se dice del rococó que es un periodo obsceno donde bajo el concepto de elegancia se encontraba la veneración de los placeres mundanos. Jo… no me gusta eso de «obsceno», es muy vulgar… Es verdad que, a ojos del estudioso contemporáneo, la vida de las damas del rococó puede parecer algo escandaloso. El día de una dama normal seguía la siguiente agenda:

A las once de la mañana aproximadamente te despiertas. Como ladra el perrito que tienes en tu habitación, te recuestas a un lado de la cama y lo subes contigo mientras te frotas los ojos, remoloneando. Cuando te aburres de remolonear, sales de la cama y descorres un poco las cortinas, compruebas qué tiempo hace y vuelves a dejar la habitación a oscuras. Tocas una campanita y llamas a la doncella. Mientras te tomas a sorbitos el té que te ha traído, aparece otra doncella. Ahora que ya hay dos, es hora de vestirse. Te quitan el camisón y te ponen una ropa interior sencilla (no haces nada por ti misma), y cuando han terminado, incluso si no estás enferma, cada una coge uno de tus hombros y te arrastran lentamente entre las dos hasta el tocador. Aquí se toman su tiempo en maquillarte, y cuando han terminado te llevan al vestidor, donde eliges la ropa. Después, la comida. Y luego, hasta que anochece, pasas el rato dando paseos, jugando a las cartas (que escrito así parece bonito, pero se trata de apostar, ¿eh?, de apostar), montando en barco o a caballo. Por la noche, vas a recitales de música, a ver obras de teatro, a divertirte en el baile… Por supuesto, comes cuando es necesario. Te tomas tu tiempo con muchos platos deliciosos, grandes raciones y rebañando con avidez la vajilla. A medida que va entrando la noche, se disfruta de actividades más indecorosas. Para la gente del rococó no se trataba de cosas indecentes, sino de una especie de juegos, algo así como un deporte. Y poco después, a acostarse. Aunque pueda decirse que es un estilo de vida perezoso y obsceno, ¿no es acaso un estilo de vida puramente estético?

Entre las gentes del rococó se pusieron de moda divertimentos de muchas clases. De entre todos, el más extendido era el bordado. Pasatiempos como el bordado, la lectura y otros eran apreciados para el disfrute individual entre las mujeres de la nobleza desde antes del rococó pero, por algún motivo, al comenzar el periodo también los caballeros se vieron atraídos por ellos.

Del rococó también se dice que es un periodo de feminización del hombre en cuanto a vestimenta y otros aspectos, pero no deja de ser cómico imaginar a honorables caballeros barbudos y de buena posición afanándose en asuntos militares y políticos al tiempo que disfrutan apañando sus bordados. «¡Eh, lord Simon, he conseguido dominar el punto de festón doble!», «¡Cómo mola, lord Saxon! Yo es que soy un poco torpe y hasta el pespunte se me da regular…», «Después de la próxima cacería del zorro, tráete el lápiz tiza, el bastidor y las agujas para bordar, que yo te enseño», «Ay, muchas gracias. ¡Oye! ¿Qué te parece si montamos un club de bordado con algunos de los chicos y contigo como líder?», «Eso podría estar bien», «Pero lo mantendremos en secreto frente a las mujeres. Prohibido contárselo o hacerlas socias, que las mujeres no se toman las prácticas en serio. ¡Organicemos también un intensivo en verano!». ¡Ah, qué tontería el rococó! Pero la belleza suprema solo puede existir en los límites de la tontería.

1. N. del T.: En el original «Rococo no Kokoro», fonéticamente similares. Kokoro significa alma o corazón.

II

Por todos estos motivos yo, como rococó que soy, imito esas actitudes, y desde secundaria estudio sin cesar el bordado como afición. En secundaria entré en el club de labores, que me sirvió como toma de contacto con el bordado, aunque lo que más me gustó fue el proceso individual y silencioso de completar poco a poco una obra. Al llegar al instituto desperté al mundo lolita y comenzó mi interés por el rococó; cuando supe que durante ese periodo tuvo lugar el boom del bordado, me subió de golpe la fiebre costurera. No está bien que yo lo diga, pero creo que mi destreza con este arte es considerable.

En lo que respecta a otras cosas que estaban de moda durante el rococó, dejando de lado la búsqueda de la belleza artificial en la vestimenta y la vida cotidiana, tenemos la admiración por la naturaleza, los campos y bosques, que llevaba a la nobleza a abandonar la capital los días festivos para pasar el tiempo al aire libre. Aunque normalmente vivían en Versalles o en los alrededores de París, lo más estiloso para la nobleza rococó era marcharse de vacaciones al campo y pasar unos meses en una villa de provincias para olvidarse de los líos de la capital. Que se retiraran a la campiña no significa que llevaran una vida sencilla. Dentro de sus villas tenían exactamente la misma cantidad de muebles, utensilios, ropa y criados que cuando vivían en la capital. Vestían sus infladas faldas sobre sus inflados miriñaques, el pelo recogido hacia arriba y decorado con plumas y flores, un abanico en la mano izquierda y un parasol en la derecha, y paseaban acompañadas de su servicio haciéndose notar por sus tierras. Aunque eran un incordio para los campesinos de la zona, no es que estos pudieran quejarse, ya que las villas estaban construidas en terrenos que eran propiedad de los visitantes, que también abarcaban las zonas de alrededor y que convertían a los demás en arrendatarios. Este regreso a la naturaleza (¿?) y la afición por el campo fueron tomados como algo muy intelectual en esa época, y a todas las personas cultas les dio por salir a la campiña.

La nobleza intelectual del periodo rococó amaba el campo. Se morían por abandonar sus ciudades y quedarse en el mundo rural. No puedo ocultar mi fascinación cuando imagino la figura increíblemente decorativa de esas nobles, paseando por praderas que se extienden como tapetes verdes con frondosos bosques en la lejanía; unas figuras completamente fuera de lugar, de una belleza sin duda opuesta a la voluntad de Dios, una belleza artificial y perversa hasta el extremo. Aunque yo viva en una época distinta, mi espíritu es rococó. Debería poder bajar al pueblo vestida de lolita como acto de elegancia. Y sin embargo…, sin embargo… ¿por qué la realidad es tan dura? Llevo un vestido isabelino de una pieza que queda especialmente lindo y fabuloso, ya que combina volantes blancos sobre un cuerpo rojo, un encaje estampado de rosas cosido en el centro del pecho, mangas acampanadas que se abren enormes en los puños (adornados con encajes) y una falda con cuatro capas de volantes. Se le podría añadir una capa de encaje, aunque no le hace falta porque así ya es lo suficientemente mono. Mi corte de pelo es de estilo princesa con tirabuzones, y sobre la cabeza llevo un sombrerito bretón de fieltro rojo donde destacan unas rosas de encaje Schiffli. Visto unas calzas blancas rematadas con volantes. Todo lo que llevo puesto, a excepción de unas bailarinas negras Rocking Horse de Vivienne Westwood, que son el deseo de toda lolita y no pude evitar comprar porque pegan con cualquier estilo de lolita, es de mi amada tienda Baby, the Stars Shine Bright. Con mi atuendo y el corazón a tope de rococó, cruzo los campos que se extienden entre mi casa y la estación, pero por mucho que camine no consigo sumergirme en el estado de ánimo del movimiento.

Y es que esto es Shimotsuma, un pueblucho perdido en los confines de la prefectura de Ibaraki. Por mucho que me esfuerce, es completamente imposible encontrar nada en común entre este territorio fronterizo y tranquilo hasta la extenuación y los pueblos de la campiña francesa. La vía principal es una solitaria carretera provincial que discurre en línea recta entre plantaciones de arroz hacia la estación, con nada más que campo a sus lados y coches y camiones que la cruzan de vez en cuando a toda velocidad. No tiene ni encanto ni nada parecido. Intentar hablar de esta zona campestre como algo bucólico sería demasiado atrevido, pues solo hay arrozales. Se extienden hasta el infinito dejando claro que son la industria principal de la región, y por mucho que fuerce la vista no se parecen lo más mínimo a un tapete verde. Camine hacia donde camine: arrozal y arrozal. Mire donde mire: arrozal y arrozal. En todas direcciones: arrozal, arrozal, arrozal y arrozal. De esquina a esquina: arrozal y arrozal. ¡Jo! Es como para volverse neurótica: arrozal, arrozal, arrozal y arrozal. Arrozal, arrozal, arrozal… De arriba abajo, arrozal y arrozal. Ahora y siempre, arrozal y arrozal. Toda la creación, arrozal y arrozal. También hay alguna huerta, pero básicamente arrozales. Dejadme que recupere un poco el aliento, que aunque pueda parecer repetitivo, aún no lo he dejado claro del todo: arrozal, arrozal, arrozal, arrozal, arrozal, arrozal, arrozal, arrozal… Tengo la tenue esperanza de que, repitiéndolo mucho, en algún momento «arrozal» se convierta en «musical»2, pero las probabilidades de que suceda son las mismas que las de oír a un sapo croando melodías de bandoneón. Vamos, que esto está indiscriminada, ilimitada, inútil, inconsciente e infinitamente plagado de arrozales.

Cuando voy por ese camino rodeado de arrozales con mi ropa de Baby, the Stars Shine Bright, alguna viejecita que trabaja encorvada en las plantaciones con una toalla enrollada en la cabeza se queda mirándome fijamente, y me pregunta sin falta: «¿Qué festival se celebraba hoy?». En esas ocasiones me veo obligada a explicarle que ese día no hay ningún festival. Aunque las lolitas combinen bien con la campiña europea, no son nada apropiadas en los arrozales de Japón.

Shimotsuma, que es el lugar donde vivo, es un sitio rural hasta decir basta. Hasta el acceso es un horror. Al principio, cuando se decidió que nos mudábamos a Ibaraki, me lo tomé como una victoria. Esto se debió a que, hasta entonces, había vivido en Amagasaki, en la prefectura de Hyōgo.

¿Conocéis Amagasaki? Es una ciudad extremadamente discreta. Está situada justo entre Osaka y Hyōgo y, pese a no ser una gran ciudad, es en cierto modo abierta. Aunque en esa «apertura» hay problemas. Casi todos sus habitantes son yankis o antiguos yankis. La mayoría de los residentes de Amagasaki han nacido en Amagasaki y han sido criados por antiguos yankis que también fueron criados ahí, así que, como es natural, también se han convertido en yankis. El distrito comercial es muy variado, con montones de tiendas de ropa falsificada, prestamistas sospechosos o salones de pachinko. Los bares son muy baratos, y hay locales donde fácilmente puedes comerte un bol de ramen por cien yenes. Todos los negocios de restauración, incluyendo un montón de lugares de yakiniku (un número demasiado elevado, no sé por qué), compiten entre ellos tirando los precios por los suelos. Aunque con este panorama podría parecer que la ciudad rebosa de actividad, no es así. Para triunfar en los negocios, la gente de Amagasaki no piensa en los demás, sino en vender lo más barato posible. Además, los consumidores también muestran únicamente interés por lo barato. Los habitantes de Amagasaki no conceden importancia a la calidad del producto o al valor añadido. Cuando el escándalo de las vacas locas estaba en plena ebullición, oí en las noticias que los restaurantes de todas las ciudades se estaban yendo a la quiebra. Pero los yakiniku baratos de Amagasaki estaban a reventar de gente. La gente de Amagasaki no se paraba a pensar: «Tal vez, como me están dando una carne tan barata…». Bueno, si vieran las noticias lo pensarían. Lo que tal vez significa que la gente de Amagasaki no ve las noticias en la televisión. Y de periódicos solo leen la prensa deportiva.

La mayoría de los que pasean por el distrito comercial van en chándal de la cabeza a los pies. Es lo natural en Amagasaki. Los que viven en Amagasaki se crían, se casan, tienen hijos y mueren vistiendo un chándal en Amagasaki. Amagasaki pertenece a la prefectura de Hyōgo, pero, por algún motivo, el prefijo telefónico no es el 078 de Hyōgo, sino el 06 de Osaka. A muchos de los habitantes de Amagasaki parece alegrarlos esto porque les resulta conveniente poder llamar con el prefijo de Osaka sin ser de ahí, aunque yo tengo sentimientos encontrados al respecto. Hyōgo tiene su centro en Kobe, e incluye la zona de Ashiya, donde viven todos los ricachones, y desde hace mucho intenta proyectar una imagen de barrio de alta sociedad. Supongo que por eso para Hyōgo no es aceptable que se reconozca El Paraíso del Chándal de Amagasaki como parte de ella. ¿No será que lo que Hyōgo pretende realmente es reforzar su imagen de marca, aprovechando cualquier oportunidad posible para meter a Amagasaki en la ordinaria y tosca prefectura de Osaka? Tal vez Hyōgo plantea: «Ojalá Amagasaki no existiera. Desde ahora intentaremos en la medida de lo posible que sea un territorio muerto». Sospecho que, precisamente por eso, se sigue aceptando sin discusión que el prefijo sea el 06. Me da que, si la prefectura de Osaka dijera: «¡Eh! En lo que respecta a Amagasaki…, ¿nos la dais?», la prefectura de Hyōgo se la transferiría en un momento sin oponer resistencia.

Como nací y me crié en Amagasaki, es normal que estuviera muy acomplejada. Por ejemplo, cuando iba de compras —como no había nada que comprar tenía que irme a Osaka, por supuesto, principalmente hasta la estación de Umeda— me moría de vergüenza si tenía que dar mi dirección para hacer algún encargo en las tiendas. El simple hecho de escribir «Amagasaki» me hacía pensar que todo el mundo me miraba con ojos tristes y prejuiciosos. Daba la sensación de que, detrás de su sonrisita falsa, pensaban: «Aunque vayas muy mona, en el fondo eres una chiquilla del País de los Chándales, ¿verdad?».

Para comprar la ropa de Baby, the Stars Shine Bright iba a Maria Teresa, una tienda ubicada en el edifico EST1 de Umeda que ofrecía moda lolita de tiendas como Jane Marple o Milk, y cuando no podía ir, la compraba por internet a través de la propia web de Baby, the Stars Shine Bright. Esta solo tiene una tienda física de venta al público en Daikanyama, en Tokio. Cuando me dijeron que nos mudábamos a Ibaraki, la idea de que, aunque no se tratara de Tokio, estaba al lado y podría hacer el viaje de ida y vuelta en un mismo día hizo que mis sueños comenzaran a inflarse como la boca de una rana nigromaculata. Pero, después de habernos mudado, Shimotsuma resultó no ser más que una «maravillosa» zona agrícola en la que solo había arrozales, arrozales y arrozales. Es cierto que se puede ir y volver en un día a la tienda de Baby de Daikanyama en Tokio, pero para ello tienes que dedicar literalmente un día entero al viaje.

Cuando me enteré de que Daikanyama estaba tan cerca pero tan lejos, me dio un ligero vahído. Para eso habría sido mucho mejor haber seguido viviendo en Amagasaki con los yankis. ¡Jolines, jolines, jolines! Desde el barrio de Yokone, que es donde está mi casa, hasta la estación de Shimotsuma se tardan como mínimo treinta minutos a pie. Corriendo, veinte minutos. También hay autobús pero, por increíble que parezca, solo pasa dos veces en todo el día: una por la mañana y una por la noche. Y cuando por fin termina la odisea de llegar a la estación, todavía necesitas un montón de tiempo y esfuerzo para llegar a Tokio.

Por eso la gente de Shimotsuma, en general, tiene carné de conducir coche. Los estudiantes de instituto tienen carné de moto. Sin carné, es imposible vivir en Shimotsuma. Los que no tienen carné de coche ni de moto tienen bicicleta. Por lo general, es una bici de paseo con cesta, conocida como mamachari. Se trata de un elemento indispensable para todo estudiante de Shimotsuma. Pero yo no voy en ninguna mamachari. Nunca, nunca montaré en algo como eso, por dignidad. Por eso, cuando tengo que ir a la estación de Shimotsuma, sé que me espera un mínimo de treinta minutos a pie por el campo, es decir, caminando entre vulgares arrozales.

Puede que Shimotsuma no sea una isla, pero yo sentía como si me hubieran desterrado en una. Aunque Amagasaki fuera una porquería de ciudad, por lo menos tenía buenas conexiones ferroviarias y podías viajar a Kobe o a Osaka con relativa facilidad. Si tienes pensado ir desde la estación de Shimotsuma a Tokio, lo primero que debes hacer es subir en el tren local de la línea Jōsō y no bajar hasta Toride. Solo pasan dos trenes cada hora, y para colmo son de un solo vagón y, además, cuentan únicamente con un conductor, ni revisor ni nada.

Con el tiempo, he descubierto que la estación de Shimotsuma es extremadamente lujosa en comparación con el resto de estaciones de la línea Jōsō. Los trenes de la línea Jōsō traquetean mientras avanzan a velocidad de tortuga entre los arrozales. Sus paradas tienen aspecto de paradas de autobús, con un simple alero para resguardarse de la lluvia. Si no eres de la zona, puede parecerte imposible que tal cantidad de lugares desolados sean en realidad estaciones de tren. Algunas parecen tiendas de verduras desiertas que alguien montó y abandonó a un lado del camino de los arrozales. En ese aspecto, Shimotsuma es una estación de lujo. Hay tornos para entrar en la estación, una ventanilla de venta de billetes y una sala de espera a tu disposición, así como bancos para sentarse ¡y hasta un quiosco! —Pero ¿de qué narices me enorgullezco? ¿No es lo normal que haya quioscos en las estaciones de tren? ¿No me habré empezado a impregnar de Shimotsuma? ¡Aaah, qué mal! ¡Que alguien me ayude, por favor!— Junto al quiosco hay un restaurante de fideos soba donde pueden comer de pie tres personas como mucho. Es un restaurante de soba para comer de pie muy bueno y siempre está a reventar, y por eso el quiosco de al lado no vende nada. Como usted es inteligente ya se habrá dado cuenta, ¿verdad? Exacto. La viejecita del quiosco también es la propietaria del restaurante de soba de al lado. Si la línea Jōsō no saliera hacia la estación de Toride, no habría manera de llegar a Tokio. Desde Shimotsuma hasta Toride se tarda una hora en tren. Después de llegar a la estación de Toride, hay que hacer transbordo y tomar un tren de la línea Jōban hacia la estación de Ueno. De Toride a Ueno se tardan cuarenta minutos tomando el tren rápido. Teniendo en cuenta el tiempo del transbordo y tal, para ir en tren de Shimotsuma a Ueno necesitas contar aproximadamente con unas dos horas y media.

El inútil de mi padre me decía que Ibaraki y Tokio estaban al lado y que podría ir como si nada a Tokio de excursión siempre que me apeteciera. Y yo bien contenta que estaba, emocionadísima con la idea de mudarme: «¡Goodbye, Kansai! ¡Goodbye, Amagasaki! ¡Nada me ata ya a este tugurio!». Y me imaginaba a mí misma pavoneándome por las calles de Omotesandō. Pero la historia era bien distinta, ¿verdad? Viejo de mierda.

Aunque las prefecturas de Tokio e Ibaraki estén al lado en el mapa, desde Shimotsuma, que es donde me ha tocado vivir, necesito como mínimo dos horas y media para llegar a Tokio. ¿Acaso no se tardaría lo mismo yendo de Osaka a Tokio en el tren bala, eh? Para los gastos de transporte entre Shimotsuma y Tokio se necesita diez veces menos dinero que para viajar en el tren bala de Osaka a Tokio, pero ese no es el problema. El verdadero problema es que mientras la vieja del quiosco y el restaurante está cociendo el soba no puedo comprarme unos chicles Cool Mint (vaya, o tal vez no lo sea).

2. N. del T.: En el original, se establece un juego de palabras entre «tanbo» (arrozal) y «tango». He optado por «arrozal» y «musical» como equivalencia temática y fonética.

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