Vías cruzadas

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© Norbert Fusté Sánchez

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-270-0

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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A Violeta y Berta

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Por los momentos de alegría que experimentábamos sin saber lo que es la felicidad. Y por los días en que vivíamos intensamente sin saber lo que es la vida.

[…]

De todos modos, este siglo parecía un trapo de carnicero: No dejaba de correr en él la espesa sangre negra.

Jaroslav Seifert.

Toda la belleza del mundo

Libro primero: Brundibár

Mariposas en el estómago

Praga, a principios de 1991

Hay verbos a los que uno se enfrenta con tan poca frecuencia que oírlos produce un miedo irracional y, más aún, si van dirigidos a uno mismo. Si uno cree que debe pronunciar uno de ellos, entonces el miedo se convierte en pánico, y es frecuente que la sola intención de enunciarlo se convierta en un balbuceo ininteligible; sobre todo si alguno de esos verbos se conjuga por primera vez en la vida, o si se cree que va a ser de las últimas veces que uno lo utilice.

Silvia era la primera vez que oía el verbo amar dirigido a su persona y se quedó quieta mirando, penetrando hasta el fondo de los ojos de Karel, de quien había salido la conjugación de forma milagrosa, en un instante que es como una eternidad donde todo se detiene y hay un fuego en las pupilas que quema cualquier soledad, cualquier tristeza.

Silvia acababa de cumplir quince años y la vida le parecía tan alegre como las mariposas modernistas y los caprichosos peinados de las cabezas del hotel París o como los mosaicos en el interior del edificio del Ayuntamiento con su fastuoso colorido, que había visto más de una vez cuando iba a los conciertos de la Filarmónica en la sala Smetana. Marchaba pisando la nieve nueva y deleitándose con el leve crujido que producían sus botas al caminar, balanceando el estuche negro de su violín.

Apenas sabía nada acerca de aquel joven un año mayor que ella, salvo que vivía en el barrio de Chodov y que estudiaba en el Conservatorio, como ella. Aunque, a diferencia de ella, el instrumento al que dedicaba sus esfuerzos era la flauta travesera.

El Conservatorio de música de Praga, donde estudiaban Silvia y Karel, se encontraba entre el viejo cementerio judío y el malecón del río Moldava, frente al Rudolfinum, en cuya parte trasera se encontraba la sala de conciertos de la filarmónica checa. Era el más antiguo de Europa Central, en funcionamiento desde 1811, aunque en aquel entonces las clases se daban en el convento de los dominicos. Era tan importante que, en realidad, tenía otras dos sedes además de la principal: el imponente palacio Palffy en el barrio barroco de Mala Strana, y una sala para conciertos y teatro no lejos del edificio principal. El conservatorio tenía su propia orquesta filarmónica, orquesta de música de cámara, varios ensemble de música de cámara, así como un grupo de teatro y de danza. Muchos de los estudiantes soñaban con atravesar la estrecha calle na redjisti, salir por la puerta del Conservatorio para entrar por la del Rudolfinum y tocar en la Filarmónica Nacional.

La madre de Silvia la había estimulado para que estudiara música desde una edad temprana y esa voluntad había dado sus frutos pese a que la mayoría de las veces uno aborrece aquello que le quieren imponer. Pero Silvia no sentía como impuesto algo que se había manifestado muy tempranamente en ella, casi de forma natural. Su profesora en la escuela primaria ya había advertido el buen oído y el talento musical de la niña. Sus manos parecían hechas para tocar el piano, sin embargo, fue el sonido del violín lo que la fascinaba desde pequeña. Su aspecto delgado, su cara romántica, pálida, hacía pensar también en una bailarina. La danza, sin embargo, por alguna extraña razón le estaba vedada. No porque no lo intentara, sino porque su aparente aptitud física para ello se topaba en la realidad con unas piernas que se negaban a ser flexibles y a fortalecerse. Solo sus manos parecían deslizarse con una pasmosa facilidad sobre el cuerpo del violín, sobre sus cuerdas. La agilidad que sus piernas le negaban, se la daban sus manos de porcelana que, alegres, arrancaban notas a un instrumento tan hermoso como melancólico. Silvia era una de las grandes promesas del conservatorio. Ella era, gracias a la música que la absorbía casi por completo y a los ambientes que le servían de aprendizaje, como alguien del siglo pasado. Parecía como si los paisajes de este siglo y sus horrores no la tocaran en absoluto, manteniendo su candidez, su hermosura en medio de la sordidez, del ruido.

Cerca de su casa había un santuario de la música. Era una casa donde había vivido Mozart en varias ocasiones: la villa Bertramka. Sus jardines eran el consuelo de numerosos paseantes víctimas de los grises edificios que la circundaban. A Silvia le gustaba ir a menudo, era como su homenaje callado al genial músico de cuyo espíritu se impregnaban todas las calles de la ciudad y, por ende, todos los estudiantes de música. La ciudad donde más se le quería, donde todavía se le quiere, es Praga. Cuando Mozart murió en la indigencia, en Viena, nadie le lloró. Solo en Praga, pocos días después de su muerte, se organizó una misa en su memoria en la iglesia de San Nicolás de Malá Strana a la que, se dice, asistieron más de cuatro mil personas y donde la cantante, Josephine Dussek, amiga del músico, cantó un réquiem en memoria de su gran amigo. A Josephine Dussek o Dusková y a su marido Frantisek Dusek, fundador de la escuela checa de piano, era a quienes pertenecía la villa Bertramka, y fue en ella donde recibieron en varias ocasiones la visita de Mozart. La más célebre de las visitas se debe al hecho de que en vísperas del estreno de la ópera Don Giovanni, que se llevaría a cabo en el Teatro de las Naciones el 29 de octubre de 1787, compuso la obertura de dicha ópera, un aria que le había prometido a su amiga, la famosa K528 Bella mia fiamma, addio. Al parecer, Josefina encerró a su amigo en el pabellón del parque hasta que cumpliera su promesa. También La Clemencia de Tito, ópera encargada para la coronación de Leopoldo II como rey de Bohemia, fue compuesta en esta casa barroca, en medio de viñedos en aquel tiempo, en solo dieciocho días. No tuvo mucho éxito. Mozart estaba ya enfermo. Pocos meses después fallecería y solo los checos honrarán su memoria.

Silvia llegó a la parada del tranvía y se dispuso a esperar. Tenía que subir al número 9. Miró la lista horaria y calculó que tardaría aún cinco minutos en llegar. Solían ser muy puntuales, incluso en invierno. Siempre le habían gustado los tranvías, eran como largos gusanos que mecían a los viajeros y horadaban edificios a su paso, como si Praga fuera una gran manzana y los tranvías se alimentaran de ella haciendo agujeros por todas partes, dejando una baba metálica y simétrica. Ahora los vagones estaban siendo pintados con colores chillones, algunos con muy buen gusto, pero otros le hacían preferir los antiguos, de los cuales quedaban ya cada vez menos, los que estaban pintados en un apagado tono ocre con franjas rojas. Recordaba que hacía poco había visto una gran concentración de esos viejos tranvías en una doble fila en la que había podido contar más de veinte, vacíos y abandonados, como si ya nadie fuera a subir a ellos. Le dio pena entonces porque ella era una muchacha que consideraba siempre el pasado como algo valioso, a pesar de que su juventud le empujaba hacia el futuro; o tal vez fuera la sensación de abandono la que no soportaba, porque ella no conocía a su padre y, sin embargo, eso no le había impedido crecer feliz. Llegaba el número 9 con el bisbiseo cortante y frío pero familiar. Los vagones anunciaban una marca de refrescos. En los cinco minutos que había tardado en llegar el tranvía, Silvia anduvo con la mirada bastante ausente, fruto de ese primer encuentro con un verbo inusual del que adivinaba unos matices diferentes a la conjugación de su madre o de su abuela, pero del que se le escapaba el significado completo, los matices que Karel había querido darle. Volvió a la realidad cuando ya se abrían las puertas del 9 y alguien la empujó de malos modos para rebasarla y agarrarse a la barandilla de la puerta plegable con una desesperación que olvidaba cualquier cortesía. Silvia subió tranquilamente, al final, porque para ella, en ese momento, el tiempo debería haberse detenido, debería haberle permitido saborear los instantes previos. El resto del día y de la noche, todo ese vasto tiempo entre el encuentro con Karel en la Plaza de la República tras el paseo al salir de clase y su llegada al Conservatorio al día siguiente por la mañana, sobraba. Debería haber un medio de acortar el tiempo o alargarlo a voluntad, pensó. El gusano se puso en marcha, cruzando la Vaclavské Námesti (plaza de Wenceslao), doblando después a la derecha y, tras un corto trecho, a la izquierda y siguiendo la avenida Narodní (Nacional) se encaminaba hacia el río dejando a la izquierda el Teatro Nacional.

 

El Teatro Nacional es un edificio sagrado para la lengua y la música checa. Se construyó en el tiempo en el que la cultura de este pueblo salía de un período oscuro, ninguneada y subordinada a la cultura alemana del imperio austrohúngaro. A finales del siglo xix, en un nuevo Renacimiento, el edificio se levantó con fondos de una suscripción popular a la que contribuyeron todos los estamentos de la sociedad. Su simbolismo es tal, que para la colocación de la primera piedra se trajeron piedras de todos los lugares de la nación checa. Su cúpula, coronada por una diadema rectangular dorada, preside un edificio colosal a orillas del río. Es el alma mater, tanto del teatro en lengua checa, como de la música sinfónica y la ópera. El lugar donde estrenaron Smetana y Janacek, donde a todos los músicos de la ciudad les gustaría llegar a tocar un día.

Inmediatamente después, se abría el hermoso panorama del Castillo en la otra orilla y de las torres de la Ciudad Vieja en el lado que se iba dejando atrás. Silvia nunca se había cansado de esta vista y por eso siempre procuraba sentarse en la parte derecha del vagón, junto a una de las ventanillas. Ahora estaba cruzando el puente Legií (Legión) y veía perfectamente el puente Carlos con sus estatuas de piedra, el viejo puente que mandó construir Carlos IV en la segunda mitad del siglo xiv. No recordaba, sin embargo, el nombre del constructor, acaso porque le habían insistido tanto en que lo aprendiera que, por aborrecimiento de aquello que nos hacen aprender tantas veces de memoria, ahora su nombre no llegaba a la punta de su lengua. Pero el puente no era menos hermoso por eso. El tranvía cruzaba entonces la isla de Strelecký (del disparo), llamada así porque fue el lugar de prácticas de tiro para los arqueros y ballesteros en el pasado. La isla estaba cubierta de árboles y, en ella, se realizaban conciertos al aire libre y festivales. También por un momento, a la izquierda, se veía el precioso palacio Zofin en la isla ajardinada de Eslava. Antes de llegar al final del puente, todavía se podía ver una tercera isla, de nuevo a la izquierda, la Detský ostrov (isla de los niños). Justo en el extremo de esta isla delgada y alargada se encontraba, elevada, una pequeña estatua que era una alegoría del río Moldava y sus afluentes. Luego, las vías torcían a la izquierda, yendo paralelas a los jardines de la colina de Petrín, hacia el sur, pasando la plaza de Arbesovo y, al girar de nuevo, esta vez a la derecha, enfilaban la Plzenská, una larguísima calle que iba casi desde la orilla del río hasta la salida de la ciudad en dirección a Plzen, la famosa ciudad, cuna de la cerveza a la que da nombre. Silvia bajaba en la plaza de kosirké, pasaba por delante de una pequeña iglesia dedicada a San Juan Nepomuceno y se adentraba en un dédalo de calles al sur de la Plzenská, el barrio de Kosiré, con edificios de tres o cuatro plantas y casas residenciales. Silvia vivía en un pequeño apartamento de una casa de tres plantas de fachadas color ocre, rematada por un tejado a cuatro vertientes.

La manera de mirar de Silvia era hacia afuera. Era una viajera de ventanilla, alguien que no reparaba en las personas del interior del vagón, sino que permanecía todo el trayecto fascinada por la belleza de una ciudad que empezaba a conocer ya bien, pero en la que descubría matices diferentes en cada viaje por cualquiera de sus barrios. El conocimiento físico de nuestro entorno se amplía en círculos concéntricos a partir de la casa donde vivimos (previamente habrá habido el reconocimiento del interior de dicha casa o piso), siendo las salidas de la infancia una aventura comparable a la de cualquier adulto que se vaya de expedición al polo o a la selva amazónica. Todo es nuevo, no importando lo que nos aguarda al doblar la desconocida esquina, excitado por lo que ha de acontecer. La infancia está condenada al futuro, la adolescencia está en el último círculo de la ciudad y en el primero del mundo entero. Silvia todavía no se había aburrido de contemplar su ciudad, todavía no la había dado por supuesta, por demasiado conocida. Pero aquel día, sus ojos abiertos ante la ventanilla no veían más que la cara de su príncipe Karel, que había roto el hechizo del verbo nunca dicho, del beso nunca dado. Por primera vez se sentía confusa. Empezaba a despertar, llegaba el momento en que la mirada iba a volverse al interior, un interior hasta ahora dormido, pero que ahora reclamaba su atención, le gritaba que ahí también pasan cosas muy importantes y más interesantes, cosas, sentimientos que había de poner bajo observación. Eso le iba a distraer de su ventanilla de tranvía durante algún tiempo.

—Háblame de papá. ¿Cómo era?

—Ya te he hablado muchas veces, cariño.

—No me acuerdo. Bueno, quiero decir que antes no podía entender ciertas cosas.

Su madre la miraba con cierta curiosidad, como si de repente hubiera crecido de golpe. Hacía dos años y medio, más o menos, que su hija era mujer, en el sentido biológico del término. Pero aquel susto inicial que se llevó la niña, y que a ella le fue tan difícil de explicar, no implicó entonces una verdadera conciencia de lo que significaba esa nueva etapa. Pensaba que era ahora, cuando le venía de nuevo con esa pregunta, cuando algo estaba realmente empezando a cambiar. Le daba a entender que ahora podía «comprender ciertas cosas». La madre, arriesgó en su turno:

—¿Qué te ha pasado hoy?

Silvia calló y bajó la mirada con un cierto embarazo.

—Hay algún chico, ¿verdad? —siguió su madre.

—Bueno, sí. Pero yo he preguntado primero —dijo Silvia alzando de nuevo la cabeza y sonriendo tímidamente, sabiéndose descubierta sin acertar cómo su madre había podido adivinarlo—. ¿Cómo os conocisteis papá y tú?

Es cuando uno descubre por primera vez el amor cuando empieza a ver a sus padres de forma diferente, cuando se da cuenta de que hasta ese momento eran unos desconocidos de los que apenas sabía nada porque nunca se había preocupado más que por el presente, porque, lo mismo que hay quien toma la ciudad por supuesta, carente ya de interés por cotidiana, el niño toma por garantizada la presencia de sus padres. Silvia había crecido con su madre. Eso nunca había sido un problema ni había menoscabado su felicidad. Nunca había conocido a su padre y, por tanto, no lo echaba de menos. Nunca, hasta ese momento, la referencia a él había pasado de ser algo meramente informativo. Un «no tengo padre» frente a las niñas curiosas. Ahora se sentía concernida. Creía que ella empezaba a sentir cosas que su madre debía de haber sentido (o no) cuando conoció a su padre y, en todo caso, ¿por qué acabó ese cosquilleo interior que ella sentía ahora, ese no querer lavarse la cara, ese ver su cara por todas partes?

Silvia no lo sabía, pero la madre adivinaba que su hija estaba llegando al final de la inocencia. Porque si le contaba todo lo que quería saber, todos los porqués, para la mayoría de los cuales no tenía respuestas, entonces rompería la fragilidad del huevo en el que había intentado criarla. Tal vez era el momento. Había llegado el momento de la revelación.

A vueltas con Brecht

Praga, 1938

—¡Hans, mira, mira! —dijo a la vez que entraba en tromba dentro de la habitación blandiendo unos papeles—. Han convocado un concurso desde el Ministerio de Educación para hacer una ópera infantil.

—Buenos días Adolf —le replicó tranquilamente el aludido desde el taburete frente a su piano.

—Pero Hans, esto se te dará de maravilla, y yo te haré la letra.

—Está bien, déjame ver qué traes.

La luz se colaba por la ventana del semisótano, bañando las partituras escampadas por el suelo. En el gramófono giraba un disco, pero no salía ningún sonido. Los surcos se habían acabado y la gruesa aguja bailaba sin propósito en el ancho círculo central.

—Justamente, yo también tengo algo que quiero enseñarte, recién traído desde Viena.

Se levantó y volvió a poner el cabezal de la aguja en el exterior del disco. Empezaron a sonar unos acordes suaves de arpa y de instrumentos de viento; luego se incorporaban los de percusión y se iba animando con los violines, con muchos contrastes y cambios de ritmo. Toda una orquesta siguiendo los acordes de algo muy delicado y, a ratos, súbitamente dramático. Adolf intentaba adivinar quién podría haberlo compuesto. Hans le sacó de dudas.

—Es la Novena Sinfonía de Gustav Mahler.

Adolf debería de haberlo adivinado. ¡Cómo no!, Mahler. Sabía que lo había influenciado mucho, que algunas de sus piezas habían sido consideradas por los críticos, por lo grotesco y la naturaleza aforística, deudoras del gran compositor austriaco nacido en Bohemia. Lo que a Adolf le gustaba de Hans era su visión humanística del arte, nada chovinista, y su actitud positiva, pese a su fuerte educación germana, hacia la nación checoslovaca. Los dos amigos se quedaron un rato escuchando los nuevos acordes. Hans Krasa no podía ser más distinto, físicamente, de su amigo Adolf Hoffmeister. Hans era delgado, de cara alargada, nariz prominente, ojos hundidos con bolsas acusadas bajo ellos y amplias cejas; labios finos, el inferior le colgaba ligeramente, y ceño fruncido. Adolf era más corpulento que orondo, con una cara más redonda y carnosa, nariz más pequeña, labios carnosos y una incipiente papada; una frente ancha. Sus caracteres también divergían: mientras Hans era más bien reservado, aunque amigable, Adolf era extrovertido y polifacético en extremo, un artista total. Él no solo era escritor, sino también poeta, pintor, caricaturista (no había político del país que no lo temiera), ilustrador de imaginación desbordante, escenógrafo, dramaturgo, profesor de arte, locutor de radio y periodista, político, diplomático y, finalmente, viajero impenitente, amante de la buena mesa y el buen vino.

Hans era solo músico y compositor, pero uno de los buenos. Pertenecía a una familia acomodada. Su madre era una judía alemana que, aunque viviera en Praga, había impuesto la lengua alemana en casa. A los seis años empezó sus estudios de piano y su padre, un prestigioso abogado checo, se dio cuenta de que estaba dotado para la música. A los diez años le compró un violín para ampliar sus horizontes. Unos años atrás había ganado el Premio Estatal Checoslovaco con su primera ópera.

La obra que debía presentarse no podía exceder de una hora ni tener más de tres actos. Debía ser hecha para niños y pensada para que pudiera estar representada también por niños. El libreto tenía que estar, claro está, en checo. A Hans le pareció un reto interesante. Estuvieron hablando un buen rato, pero Adolf veía a su amigo preocupado.

—¿Has oído las últimas noticias? Parece que lo de Austria ya está casi hecho.

—Bueno, no te creas todo lo que oyes. Al fin y al cabo, los austríacos siempre serán diferentes de los alemanes. No creo que se dejen intimidar por el pequeño cabo.

—No dejo de pensar que, si Austria cae, los siguientes seremos nosotros; y ya oyes lo que dice Hitler de los judíos.

—¡Bah! No te preocupes, no llegará la sangre al río, hombre.

Los dos habían nacido (con tres años de diferencia, Hans era el mayor) en una Praga que pertenecía al Imperio austrohúngaro, ese mosaico de pueblos, culturas y lenguas que no soportó la Primera Guerra Mundial y cuya implosión dio lugar a muchos nuevos países; entre ellos Checoslovaquia.

Los peores presagios de Hans se cumplirían poco después. El Anschluss, la anexión de Austria por parte del Tercer Reich, fue un hecho. Mientras, los dos amigos seguían reuniéndose. Hans había empezado a escribir la partitura y Adolf iba imaginando la historia. Desde el principio los dos habían estado de acuerdo que debía ser una ópera «educativa», una alegoría del momento que estaban viviendo y con un mensaje implícito. Una ópera para niños, pero no infantil.

Una semana después del Anschluss los dos amigos volvieron a quedar.

—¿Te gusta Brecht? —le preguntó Adolf a Hans.

—Pero cómo me preguntas eso, ¡pues claro que me gusta Brecht!

—Entonces ¿te acuerdas de la historia de Jasager1?

—Sí, claro, la ópera con música de Kurt Weill, la he visto dos veces. Me encanta cómo la música refuerza el gesto de los actores, lo subraya muy bien.

 

—No sé cuál de las variantes has visto tú. Yo vi la de la expedición que va en busca de una medicina.

—Sí, esa misma. El profesor entra en la casa del chico para despedirse antes del viaje y le pregunta por qué no ha ido a la escuela últimamente…

—Y el chico le dice que porque su madre está enferma —completó Adolf.

—Pero entonces la madre le pide al profesor que lleve al chico con él (el chico también quiere ir) —continuó Hans—. El profesor le dice que el viaje es muy largo y penoso y que tiene que quedarse en casa.

—Pero entonces el chico le recuerda que el viaje es para ir a ver un eminente médico que podría ayudar a su madre. Al final el profesor accede.

—En el segundo acto están de regreso cuando el chico confiesa al profesor que está enfermo. —Hans se paró en seco y miró a Adolf—. ¿No entiendo adónde quieres llegar?

—Seguimos, ya verás. Ahora viene la parte interesante, la lección que nos quiere enseñar Brecht. Los otros chicos han oído la confesión y le recuerdan al profesor que la estricta costumbre de la montaña exige que quienquiera que caiga enfermo sea arrojado al abismo. El profesor replica que también podría ser que la persona enferma pida el regreso de la expedición entera, con el enfermo o herido. Entonces le expone las dos opciones al chico, y este decide que sabía los riesgos y acepta su sacrificio porque no quiere que la expedición fracase por su culpa. Solo les pide una cosa: que los otros tres estudiantes llenen sus cantimploras con la medicina y la lleven a su madre; a lo cual acceden. Luego lo despeñan.

—Bárbara costumbre, ¿no te parece?

—Adolf, esa es la excusa de Brecht para decirnos que el verdadero mensaje de esta historia es que el individuo se sacrifica por el bien del grupo.

—¿Y bien?

—Bueno, pues creo que le tenemos que dar la vuelta.

—¿Cómo?

—Tiene que ser algo positivo. Partamos también de algo trágico, por ejemplo, una madre enferma. Creo que para que haya empatía de todos los niños han de ser dos los protagonistas, un niño y una niña. Pero apelemos a un valor como la solidaridad. Esta vez no es el individuo el que se sacrifica por el grupo, sino que es el grupo el que salva a los protagonistas porque se solidariza con ellos y los ayuda.

—Me gusta mucho tu idea. Pero conociéndote seguro que ya tienes pensado hasta la primera escena y todos los personajes que salen.

—Touché. Me conoces bien, querido amigo. Son dos hermanos, Anita y Pepito2. La réplica la dará un organillero que he pensado en llamarlo Brundibár (el abejorro).

PRIMER ACTO3

ESCENA I

Temprano por la mañana. Un niño y una niña andan por la calle. Otros niños los miran desde las ventanas.

CORO—. Queridos niños, estos son Pepito y su hermana Anita.

Hace tiempo perdieron a su papá

y ahora su mamá enferma en cama está.

PEPITO—. Todos me llaman Pepito, a mi padre hace tiempo perdí.

Vengo con mi hermana, Anita la podéis llamar.

Nuestra madre enferma en casa está,

en la cama debe descansar.

En un día frío vino el doctor

ANITA—. Era viejo y llevaba unas grandes gafas.

Junto a la cama de mamá se sentó,

con su fría mano su frente tocó.

PEPITO Y ANITA—. Y tras un momento, nos susurró:

no hagáis ruido. Leche y dormir

es lo que ella necesita.

A por leche hay que ir

enseguida debéis partir

CORO—. Leche y dormir

es lo que ella necesita.

A por leche hay que ir

enseguida debéis partir.

La primavera siguió trayendo noticias preocupantes. Los austríacos, por supuesto, refrendaron el Anschluss con el noventa y nueve por ciento de los votos. En Carlsbad, el partido nazi de los Sudetes celebraba su baño de masas clamando también por la anexión de un territorio donde vivían más de tres millones de alemanes. A finales de mayo, en las elecciones, obtuvieron la mayoría. Hitler concentró a sus tropas en la frontera. El ejército checo se movilizó. Había una calma tensa. Empezó el verano.

Hans y Adolf seguían trabajando. En la segunda escena la calle se llena de gente. Aparecen un heladero, un panadero y un lechero. Todos entran con sus carritos vendiendo sus mercancías. En las escenas siguientes toda la actividad gira en torno a ellos. Al final todos corren hacia el lechero para explicarle lo que los niños necesitan. El lechero se niega a dar la leche gratis. Anita y Pepito le suplican, su madre está enferma y necesita la leche. La quinta escena introduce al policía, el agente del orden, que deja claro cómo son las cosas: sin dinero no hay mercancía. Los niños se quedan meditando cómo podrían obtener dinero.

Adolf tenía muchos contactos en Alemania. Pertenecía a una familia acomodada que había hecho fortuna de forma honrada con el negocio hostelero. El hotel de Praga que llevaba el nombre de su familia era de los mejores de la ciudad. Unos amigos, judíos alemanes, le mantenían al corriente de todo lo que acontecía en el país vecino (que ahora ocupa una parte del que había sido el suyo). A finales de julio se crearon tarjetas de identidad especiales para identificar a los judíos alemanes. En agosto, todos los hombres judíos debían añadir «Israel» a su nombre; las mujeres «Sara». Empezó la segregación entre Arios y No Arios. No podían vivir juntos y, lo más grave y lo que estaba creando una gran incertidumbre entre sus amigos y allegados: podían ser desalojados de sus casas, de sus pisos, sin previo aviso y sin derecho a compensación alguna.

Mentira piadosa

Silvia quería saber, y su madre no quería que supiera porque no quería que sufriera. La había educado en la burbuja de la ignorancia de ciertas cosas que —sabía— descubriría tarde o temprano, pero —pensaba— mejor que fuera tarde; que la vida, a su debido momento, se encargaría de enseñarle aquello que ella prefería ocultar. Marta quería dejar a la candorosa princesa en su pedestal tanto tiempo como fuera posible, hasta que un príncipe viniera a quitársela de sus manos y emprendieran el vuelo en una nube que le impidiera ver la otra parte de la realidad, la que ella había conocido y no quería contar. La verdad siempre duele. Marta veía a Silvia tan frágil que quería ahorrarle la tristeza, quería mantener en ella la sonrisa que tanto le recordaba a su padre y la visión esperanzada e ilusionada del futuro. Pero la «vida» se estaba abriendo paso con la fuerza que la primavera imprime a los capullos y, tal vez, ese «debido momento» había llegado. Al fin y al cabo, no podían elegirse los momentos, ni ese ni los otros que a ella le hubiese gustado olvidar. La adolescencia le coge a uno desprevenido. A la madre, acostumbrada a leer cuentos a su hija todas las noches, las preguntas de Silvia la arrollaron de repente como un coche de caballos desbocados. Y Silvia, con su cosquilleo todavía en los labios, con ese mirar limpio y directo, con su timidez de colegiala, con ese cuerpo de mujer recién estrenado, queriendo saber. De la misma manera que había siempre un momento para la primera vez, para la pronunciación de esos verbos sencillos de forma, pero impronunciables de hecho y que Silvia había experimentado; de la misma forma que hay siempre un primer beso, hay también un instante en el que decidimos empezar a mentir. Silvia quería saber y Marta no quería contarle la verdad, porque hay verdades que cuestan mucho más ser enunciadas que los tiempos verbales de la lengua más compleja del mundo, mucho más que conjugar el verbo amar por primera vez.