Leche materna

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Z serii: Umbrales #42
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Leche materna
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Primera edición: Junio, 2021

Título original: Mātes Piens

© Nora Ikstena, 2015. Todos los derechos reservados

por la autora y «Dienas Grāmata», Ltd.

© de la traducción: Rafael Martín Calvo, 2021

© Vaso Roto Ediciones, 2021

ESPAÑA

C/ Alcalá 85, 7° izda.

28009 Madrid

vasoroto@vasoroto.com

www.vasoroto.com

Imagen de cubierta: Maite Rabanal

Este libro se ha publicado con el apoyo de la

plataforma Latvian Literature y del Ministerio

de Cultura de la República de Letonia.

Queda rigurosamente prohibida, sin la

autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

Printed in Spain - Impreso en España

Imprenta: Kadmos

ISBN: 978-84-123598-1-7

eISBN: 978-84-123598-6-2

BIC: FA

Depósito Legal: M-17858-2021

Nora Ikstena

Leche materna

Traducción de Rafael Martín Calvo


No recuerdo el 15 de octubre de 1969. Hay quien jura que recuerda su nacimiento, pero no es mi caso. Es probable que estuviera bien orientada en el vientre de mi madre porque el parto fue natural, ni muy largo ni muy corto, con las últimas contracciones llegando cada cinco minutos. Mi madre tenía veinticinco años cuando me dio a luz. Estaba joven y tenía buena salud, aunque, como quedó claro bien pronto, esto no sería del todo cierto. Recuerdo, o al menos alcanzo a imaginarme, la serena y radiante calma de octubre entreverada con malos presentimientos de un largo período de oscuridad. Octubre es un mes límite, al menos en lo tocante al clima de estas latitudes, donde las estaciones se encuentran bien diferenciadas y el otoño da paso lentamente al invierno.

Lo más probable es que los árboles lucieran hojas doradas y que nuestra portera estuviera barriéndolas del patio, murmurando maldiciones. La portera había llegado con su familia desde el soleado Kirguistán y, dada la alta cualificación de su trabajo, pronto consiguió un piso en el número veinte de la calle Mičurina. Su hija pequeña, de ojos rasgados, se sentaba en el alféizar de la ventana, sorbía su sopa de remolacha e invitaba alegremente a todo el mundo a su casa. La grandiosidad de preguerra del apartamento –ocupado anteriormente por una familia judía que se vio obligada a abandonarlo en 1941, cuando la deportación a Siberia les ahorró el tener que llevar estrellas amarillas en la espalda apenas unos meses más tarde, durante la ocupación nazi de Riga– había sido trasformada para reflejar el ideal estético de la mujer kirguiza. Pesadas alfombras cubrían ahora el parqué, había platos de porcelana repletos de pipas de girasol y las escupideras se alineaban sobre la tapa del piano. Épocas y religiones se encontraban completamente revueltas en aquel espacio. E igual ocurría en el resto del edificio al que me llevaron, al piso número trece, bien envuelta como una crisálida, según la costumbre de aquella época.

En ocasiones tengo un sueño del que despierto con una sensación de náusea. Tengo el rostro contra el pecho de mi madre e intento mamar. Es un pecho grande, repleto de leche, pero no consigo sacar nada. No veo a mi madre ni tampoco ella me ayuda. Estoy allí, luchando a solas con su pecho. Entonces, de repente, consigo cogerme al pezón y la boca se me empieza a llenar de un líquido amargo y repulsivo que casi me ahoga, hasta que por fin despierto, sintiendo arcadas.

Es extraño sentirse así de distante, de lejana, de algo tan natural y noble, tan hermoso y celebrado a través de los siglos. Una madre que alimenta a su bebé. Su rostro esplende repleto de luz, sus ojos contemplan el milagro celestial acurrucado entre sus brazos. Y los ojos de la criatura, desvalidos, totalmente confiados, contemplan a su vez los de la madre. Se entretejen las voces de la naturaleza: la leche que mana del pecho materno es el agua de la vida que alimenta al recién nacido y así los lazos entre madre e hijo devienen perdurables, eternos.

Mi madre, una joven médico entonces, quizá temiera que su leche pudiese hacerle más mal que bien a su hija recién nacida. ¿Cómo explicar si no su desaparición justo después de dar a luz? Estuvo huida durante cinco días y cuando regresó tenía los pechos doloridos. La leche se le había secado.

Desesperada, mi abuela materna me dio manzanilla durante dos días, pero después tuvo que acudir a la clínica infantil. Allí, una médico desconfiada le echó una bronca en ruso y trató a mi madre de fulana, aunque terminó por firmar una autorización para que mi abuela recibiera fórmula infantil para alimentarme.

Durante los veinte años que viví con mi madre nunca pude preguntarle por qué me había negado a mí, a un bebé pequeño y desamparado, el alimento de su pecho. No pude preguntárselo porque no sabía que lo había hecho. En todo caso, quizá hubiera sido una pregunta inapropiada porque, tal como transcurrieron nuestras vidas, fui yo quien terminó por hacer de madre de ella.


No recuerdo el 22 de octubre de 1944. Pero puedo imaginarme Riga recién liberada de los nazis. La metralla de las bombas ha hecho añicos las ventanas de la sala de maternidad. Hay humedad y frío, y las mujeres recién paridas se arrebujan indefensas con sus propias sábanas ensangrentadas. Enfermeras y médicos exhaustos beben aguardiente y envuelven con trapos a los bebés muertos. La epidemia que todos llaman fiebre tifoidea está en su apogeo. Ecos de llantos y lamentos, bombas silbando por el aire. Entra por las ventanas el olor a quemado. Mi madre me saca a escondidas de la sala de neonatos, bien envuelta contra su pecho. Me echa unas gotas de leche por la naricilla, de donde enseguida brota una mezcla de pus, leche y sangre. Me atraganto y respiro, me atraganto y respiro.

De repente, todo es silencio y calma. Un caballo tira de un carro por el soleado camino otoñal que conduce a Babīte, en las afueras de Riga. Mi padre hace varios altos para que mi madre pueda alimentarme. Ya no me atraganto. Respiro con normalidad y bebo su leche con avidez. Tenemos una casa encantadora en los bosques de Babīte. Apenas hay muebles, ni siquiera una cuna, pero mi madre me prepara una camita en una maleta grande.

Mi padre contempla cada mañana cómo prospera su plantío de abetos. Todo va bien hasta la Navidad, cuando llega al bosque un camión lleno de soldados gritando en un idioma que mis padres desconocen. Los soldados bajan del camión y comienzan a talar los pequeños abetos.

Mi padre sale corriendo de la casa, hacia el bosque, pero antes encierra a mi madre en una habitación trasera. Ella, a su vez, me esconde en la maleta, en la que hace unos agujeritos para que yo pueda respirar. Mi padre sale gritando, «¡Sinvergüenzas, cabrones!», e intenta proteger sus abetos. Los soldados lo golpean hasta hacerle sangrar y después lo arrojan al camión, junto a los abetos talados. Acto seguido, registran toda la casa, maldiciendo y pateando las puertas. En la habitación cerrada con llave, mi madre se acurruca dentro de un armario, aguantando la respiración. Se aferra a la maleta en su regazo, conmigo en su interior. Los soldados continúan saqueando la casa; el estruendo es aterrador. Hasta que finalmente todo vuelve a quedar en silencio y sólo se oye el rugido del motor del camión al alejarse.

Mi madre sale del armario al amanecer del día siguiente. Me da de mamar y me envuelve contra su pecho. Se viste con varias capas de ropa de abrigo y comienza a andar de regreso a Riga. Atardece ya cuando llegamos al piso número trece de la calle Tomsona, que pronto pasará a llamarse calle Mičurina1. Aunque está exhausta, mi madre debe tapar aún los destrozos que las bombas de los ataques aéreos han causado en las ventanas. Si no, nos congelaremos las dos.


No sé cómo mi abuela y mi madre trataron entre ellas la desaparición de esta última porque es algo que nunca oí mencionar. A lo largo de toda mi infancia, el aroma a leche materna fue sustituido por el olor a medicina y a desinfectante que flotaba como una nube alrededor de mi madre: estaba allí cuando regresaba de sus agotadoras guardias nocturnas en la sala de maternidad y aún seguía allí cuando, después de muchísimas horas despierta, volvía a casa para recuperar el sueño perdido. Su bolso solía estar lleno de píldoras, viales y varios utensilios metálicos que sólo más tarde, al compararlos con las ilustraciones de una enciclopedia médica, identifiqué como horrible instrumental ginecológico. Parecían formar parte de un mundo siniestro al que toda mujer –antes o después, siguiendo su instinto maternal– se vería abocada sin remedio. Las noches en que mi madre se quedaba en casa, solía quedarse despierta, fumando y bebiendo café, sentada junto a la lámpara, inmersa en libros y enciclopedias de medicina. Tenía sobre su escritorio láminas en las que, junto al texto, había ilustraciones de úteros, ovarios, pelvis y vaginas desde diversos ángulos, combinaciones y perspectivas.

 

Mi madre no sabía nada de ningún otro mundo que no fuera aquél y cerraba la puerta de su habitación de forma ostensiva cuando en la habitación de al lado poníamos el televisor para ver el telediario ruso Vremya y las charlas del camarada Leonid Ilich Brézhnev con su particular ceceo. Tampoco leía nunca el periódico Rīgas Balss, La voz de Riga. Para comprarlo, todas las tardes, a partir de las cinco, se formaba una larga cola en la esquina de la calle Gorky. Era una cola semejante a la que aparecía a mediodía frente la tienda de carne y lácteos, donde de cuando en cuando se le echaba algo al populacho2, como salchichas, mortadelas o mantequilla ya empaquetada, de la que sólo se podía comprar medio kilo. Mi madre tampoco sabía nada de todo esto. Pero junto a los montones de libros de medicina también tenía, a medio leer, Moby Dick de Herman Melville, revelando el deseo obstinado de atrapar a la escurridiza ballena de su propia vida.

No recuerdo los abrazos de mi madre, pero sí recuerdo los pinchazos de la aguja hipodérmica en su muslo cuando practicaba la puesta de inyecciones en sus propias carnes. También la recuerdo metida en la cama, con los labios azules, la primera vez que se tomó una sobredosis de pastillas, posiblemente como parte de algún experimento médico. Recuerdo el olor acre de su camisón por la tintura que le administraron antes de llevársela al hospital. Recuerdo el pasillo del área de maternidad donde podía esperarla las noches en que tenía guardia. A su salida, nos íbamos a una cafetería de la calle Aloja, donde comíamos sopa soljanka y salchichas kupati3, y ella añadía una ampolla de cafeína a su café. También recuerdo lo estático de nuestra calleja, que parecía congelada en el tiempo, como una estampa de otra época, recortada y pegada sobre el presente. Pero de aquella estampa había desaparecido la elegante multitud que acudía a las carreras de caballos de un hipódromo cercano. En su lugar, se veía a otro tipo de gente, cabizbaja de camino a casa o al trabajo, apresurándose hacia el comunismo, con sus bolsas de redecilla por donde se entreveían barras de pan y botellas de kéfir con tapones verdes, paquetes de lavandería envueltos en papel gris y atados con cordeles marrones.


Habían pasado al menos nueve años desde la destrucción del plantío de abetos. Yo era una estudiante de sobresalientes y formaba parte de una función escolar. Me encontraba sobre el escenario, sosteniendo una enorme letra «M» que unida a las letras sostenidas por mis compañeros formaban en ruso el eslogan «Mi za mir! – ¡Estamos por la paz!». Cada mañana tenía listo mi delantalito, limpio y recién planchado, y mi madre me arreglaba el pelo con una trenza por detrás o con dos trencitas tras las orejas. Mi madre me quería y me mimaba. Un día apareció un hombre alto y de aspecto amable en nuestro piso y mi madre me dijo que iba a ser mi padrastro. Aquella noche, al irse el hombre, vi a mi madre llorar por primera vez. Estaba sentada en la pequeña cocina, alargada y estrecha, donde había una ventana que daba al patio y una olla hirviendo a fuego lento de la que salía un olor a calabaza en adobo. Entonces me contó lo que había sucedido:

—Ay, pequeñita, mi hijita querida, a tu papaíto se lo llevaron porque intentó salvar sus queridos abetos. ¿Por qué lo hizo? Si no hubiera salido corriendo, si no hubiera intentado detener a aquellos sinvergüenzas, aún estaría con nosotros. Pero él amaba el bosque y sus arbolitos, y por eso intentó protegerlos. Lo golpearon, se lo llevaron y lo estuve buscando durante tres días hasta que por fin le encontré en la estación de Šķirotava, entre rejas. Estaba maltrecho y muy débil. Sostuvo mi mano con fuerza a través de los barrotes hasta que un guardia nos descubrió, vino hasta nosotros y le golpeó en la mano con la culata del rifle, dándole a la mía de refilón. Después de eso, no volví a saber nada más de tu padre. Ni una palabra, ni una señal. Hasta que alguien me trajo de lejos la noticia de que había muerto. Y de eso hace ya cinco años. Tu papá está muerto, mi pequeñita, muerto.

No recuerdo la emoción de aquel momento. Recuerdo la voz llorosa de mi madre y sus diminutivos en cada palabra: arbolitos, pequeñita, papaíto. Pero a mí me gustaba mi padrastro, que era muy apuesto. Ni recordaba ni podía recordar a mi padre.

Hasta que una tarde, estando junto al quiosco cercano a la escuela, el quiosco donde se encontraba la máquina de agua carbonatada –que tenía terminantemente prohibido beber, aunque fuera lo que más deseaba–, apareció un hombre bastante alto y corpulento, y me dijo que era mi padre. Salí huyendo a toda prisa y volví a casa llorando y gritando. Encontré allí a mi madre, blanca como una sábana. Mi padre no había muerto. Había regresado.


No recuerdo ninguna ocasión en que mi madre me llevara al colegio o me recogiera a la salida. Esto lo hacía siempre mi abuelo, el padrastro de mi madre, a la que había adoptado hacía tiempo. Solíamos ir por la calle Gorki, hasta donde llegaba un airecillo –proveniente de la calle Barbusse– en el que flotaban mezclados los aromas a lúpulo y chocolate. Aquella fragancia anunciaba la calma, el hogar. El nuestro era sólo un breve paseo, una finísima hebra de tiempo en la inmensidad de la historia. En algún lugar lejano, en algún punto inalcanzable de la geografía, alguien desertaba de la guerra de Vietnam y repudiaba a una cultura que detestaba a los hippies, las drogas y el rock. En algún lugar lejano, alguien yacía bajo tierra en la estepa siberiana y alguien cumplía su pena como «enemigo del pueblo». Pero todavía algún otro conseguía regresar, para estarse callado y amoldarse a la vida que se le había asignado. En algún lugar más cercano había también quienes vivían una vida diferente: leían la literatura clandestina del samizdat4, bebían y soñaban con la libertad del Oeste, que ondeaba como una quimera tras el telón de acero. Pero quienes vivían a mi alrededor llevaban una vida normal. Se levantaban, trabajaban y se acostaban. Se enamoraban, tenían hijos, vivían, morían.

En aquella época yo no les tenía miedo a los americanos, a la guerra nuclear ni al Tío Sam; le tenía miedo a mi madre. A veces parecía sorber de su taza de té una fuerza demoníaca que la poseía, obligándola a destruir todo cuanto la rodeaba, especialmente el cariño de quienes estábamos más cerca. En esos momentos odiaba a su madre, odiaba a su padre y odiaba hasta el mismísimo hecho de su propio nacimiento. Se encerraba en el baño a gritar y sus gritos llegaban hasta mí por el largo pasillo, calando hasta el tuétano de mis temblorosos huesecillos de niña. Eran gritos contra la injusticia del destino, contra un sufrimiento aún incomprensible para mí, que me alcanzaban a través de un interminable túnel oscuro donde la luz de la existencia se transformaba en un torbellino de destrucción que aniquilaba todo deseo de vivir.

Esos momentos de oscuridad terrible se veían aliviados a veces por fugaces destellos luminosos. En una de aquellas ocasiones me encontraba con mi madre, sentadas la dos en la sala de estar, con las ventanas abiertas, por donde entraban deliciosos olores a comida y voces de niños en pleno juego. Mi madre cogió los lápices de colores y en una hoja grande de papel hizo un dibujo del nacimiento de un bebé. Yo estaba sobre su regazo y no sentía miedo. Primero dibujó un bebé sonriente en el vientre de su madre. Luego dibujó la cabeza del bebé asomando entre las piernas. La mueca en aquella carita reflejaba el sufrimiento y el horror que le esperaban allí afuera. Después dibujó a la madre y al bebé unidos tan sólo por el cordón umbilical, pero con las manos entrelazadas, como unidos en una alegre danza. Dibujó también las tijeras que habrían de cortar el cordón y finalmente dibujó a la madre con su hijo en brazos, al que contemplaba con una mezcla de ternura y desasosiego. Yo seguía el movimiento de su mano, los trazos del lápiz. Era una mano pequeña y blanca. Tenía las uñas astilladas y las palmas secas y agrietadas por los polvos de talco que echaba constantemente en los guantes de látex. Estaba sentada en el regazo de mi madre y no sentía miedo. Me acurruqué contra ella y apoyé mi mejilla en su mano.


Mi madre decidió no echar nunca la vista atrás. Se casó con mi padrastro, que me adoptó inmediatamente y me quiso como si fuera su propia hija. Nunca hablamos de mi verdadero padre y mi madre nunca supo nada de las muchas visitas secretas que le hice a lo largo de los años. Había regresado gravemente enfermo de su deportación a Siberia y vivía en unas condiciones infrahumanas, en un cuartucho que anteriormente había sido una despensa. Era un espacio que exudaba humedad, con el suelo cubierto de periódicos. Mi padre estaba casi siempre achispado, cuando no completamente borracho. En momentos de sobriedad, recordaba sus años como estudiante en la Universidad de Letonia, sus estudios sobre reforestación y su aversión a las asociaciones estudiantiles. Rememoraba cómo en su infancia su madre solía vestirle a la manera de un joven noble y llamarle Žano. Me decía: «Tú, hija mía, eres de sangre azul», porque, según él, su padre no había sido el zapatero de Dobele con quien su madre se había casado, sino un barón alemán. Mi padre fue uno de tantos de aquella muda masa humana que nunca supo adaptarse a la realidad soviética y no alcanzó a vivir para ser testigo de las muertes de Brézhnev y Andrópov, de la llegada de Gorbachov, de la Cadena Báltica por la independencia, ni de nada…

Habiendo sido testigo del sufrimiento físico de mi padre, decidí convertirme en médico. No estoy segura de que le quisiera. A veces sentía lástima por él y a veces lo odiaba, sospechando que su germen autodestructivo había arraigado en mi interior y que con el tiempo surgiría, se haría fuerte en mí y terminaría por vencerme. Que aunque yo me empeñara en luchar contra él, me vencería.

Recuerdo bien el día en que murió mi padre. Fue una vecina del apartamento comunal quien me abrió la puerta esa vez. Era una mujer judía de buen corazón que en varias ocasiones me había obsequiado con trozos de un roscón hebreo recubierto de un glaseado marrón un poco pegajoso. Gimoteando, me abrazó con delicadeza contra el suave chal de ganchillo sobre su pecho. Después me llevó de la mano hasta el cuartucho de mi padre. Estaba demacrado y con la boca entreabierta porque los vecinos sólo habían echado abajo la puerta de aquel cuchitril dos días después de que exhalara su último aliento.

Bajo el sucio camastro, y tirados por todo el suelo, había periódicos donde se veían los rostros sonrientes de los trabajadores y el gesto severo de los miembros del Politburó. Su cuerpo estaba tendido entre palabras que prometían el cumplimiento de planes quinquenales en un solo año y ensalzaban la superioridad moral de las gentes que con su esfuerzo edificaban el comunismo. Palabras que llamaban a la construcción de nuevas ciudades en espacios remotos, lugares donde miles de inocentes habían sido enviados a morir sin llegar a conocer la naturaleza de sus crímenes. Palabras con las que se animaba a reconducir el curso de los ríos, a convertir las iglesias en almacenes de fertilizante mineral y a destruir toda herencia cultural contenida en libros, cuadros o esculturas.

Estaba allí tendido, uno de tantos que se habían rendido en silencio, que habían muerto en un rincón oscuro, incapaces de enfrentarse a la sórdida evidencia de aquella era, incapaces de olvidar, adaptarse y tragarse las humillaciones físicas y espirituales, la vergüenza, la deshonra, la desilusión. Un culpable sin culpa. Un desecho humano de aquella época. Lo más probable es que lo enterraran en el cementerio a las afueras de la ciudad, en la fosa común para indigentes. Mi madre nunca mostró ningún interés por él y nunca se enteró de su muerte. Puso todo su empeño en proteger su nueva vida e intentar así protegerme a mí también.


Siempre consideré que mi abuela y mi abuelo fueron mis verdaderos padres. Mi madre existía al margen de nuestra vida familiar, pero era también el centro alrededor del cual orbitaban nuestras vidas. Era una presencia a la que estábamos siempre sujetos, dependientes de ella, a la que había que adaptarse. Vivíamos sometidos al capricho de sus ángeles y demonios, que cada poco ponían patas arriba el espacio-tiempo de nuestras rutinas diarias, dejando a su paso vestigios de una lucha mitológica entre el bien y el mal, y revelando la precaria frontera entre la vida y la muerte. La esperábamos siempre inquietos y respirábamos aliviados cuando la oíamos entrar por la puerta, aunque no supiéramos lo que el próximo día o la próxima noche nos podía deparar.

 

Acerca de mi padre, nadie sabía nada en concreto. La abuela pensaba que mi madre seguramente lo había conocido en una fiesta de pueblo a la que ella misma la había obligado a ir, tanto a mi madre como a sus hermanas. En cualquier caso, mi madre se quedó embarazada después de aquella fiesta. Eso era todo lo que se sabía. Pero yo solía fantasear acerca de su primer encuentro.

¿Cómo se habían conocido?

Mientras prepara un café instantáneo en la pequeña cocina de su hermana, mi madre oye una fecha entre el chisporroteo de la radio a pilas: es un día de enero (¿pero cuál?) de 1969. Una de esas mañanas invernales de su vida en las que, recién llegada al campo, lee aprisa y memoriza las sandeces del comunismo científico. El resto del tiempo lo dedica a estudiar medicina y el origen de la vida, y de vez en cuando lee copias clandestinas de libros de Jean-Paul Sartre y Boris Pasternak. Está resuelta a convertirse en médico e investigadora. Por el momento le resulta fácil sacar buenas notas en los cursos del sistema oficial mientras que de forma simultánea se procura otra educación bien diferente, una educación prohibida. Su madre y su tía se preocupan por ella. Mi madre puede pasarse días enteros leyendo libros en su habitación. Tiene ya más de veinte años pero nunca se la ha visto acompañada de ningún chico. ¿Es atractiva? Sí, especialmente ahora que ha adelgazado un poco. Luce una figura esbelta y unos pechos firmes y bien redondeados. También un pelo claro que en ocasiones tiñe de rubio. Una piel cubierta de pecas. Unas manos pequeñas.

No le da mucha importancia a la ropa que lleva. Suele ir a la universidad con pantalones anchos y cómodos, sin que le afecten las oblicuas miradas de desconcierto de sus profesores y compañeros de estudio. Una chica con pantalón sólo es admisible los sábados o cuando se la envía a trabajar al koljós5. En cualquier otra ocasión, hay que llevar una falda que llegue hasta la rodilla o una discreta minifalda cuando lo manda la moda.

Mientras su tía fríe patatas para el desayuno de su marido, mi madre bebe café amargo, mira por la ventana y piensa que Moby Dick, la enorme ballena que obsesiona al fiero capitán Ahab, quizá sea un nombre para un impulso del alma al que no es posible sustraerse, que nos espolea siempre hacia adelante hasta sumergirnos por completo en el mar.

Por la noche, su madre y su tía le hacen ponerse, casi a la fuerza, un vestido que su hermano les ha enviado desde Inglaterra. Que vaya al baile del pueblo, que deje de tener la cabeza siempre metida entre librotes y se vaya a la fiesta del club social. Tocará una orquesta local, habrá refrescos y algo para picar. Y lo más importante, habrá bailes. Que la ratoncita de biblioteca baile con los chicos del pueblo. Para que no intente escaquearse por el camino, sus dos hermanas la llevan hasta las mismísimas puertas del club social.

Lo que descubre al abrir esas puertas no se parece a nada que haya visto antes. Sobre el escenario, un cantante de movimientos acartonados.

…van las carabelas blancas, se deslizan por el mar,

van brillando noche y día, se deslizan por la eternidad…

Varias parejas bailotean por la sala. Algunas se mueven a ritmo de vals y otras van más por libre. Las chicas del pueblo, con sus torretas de pelo cardado, se agolpan a lo largo de la mesa con los refrescos y los bocadillos. Los chicos se remueven inquietos al otro lado de la mesa.

…van brillando noche y día, se deslizan por la eternidad…

¿Qué hace ella aquí? ¿Qué se le ha perdido a ella en este sitio? No comprende nada de lo que está contemplando. ¿Qué sería esto para Sartre, el ser o la nada, l’être o le néant?

Pero claro, el vestido que el hermano de su madre le ha enviado desde Inglaterra pronto atrae las miradas del grupo de chicos y chicas. Igual ocurre con su pelo rubio, cortado a lo garçon y bien peinado.

Tiene la esperanza de que sus hermanas ya no estén haciendo guardia a las puertas del club, ambas alerta como cancerberos para devolverla a los nueve círculos del infierno. Para ir sobre seguro, decide quedarse un rato más. Después se largará de allí, irá a sentarse junto al lago y cuando vuelva a casa contará que ha bailado hasta más no poder y que un chico la ha acompañado, pero que ha sido demasiado tímido como para entrar y saludar.

Se coloca en un rincón junto a la puerta y mientras contempla a las parejas bailar casi consigue sentirse feliz.

…van brillando noche y día, se deslizan por la eternidad…

Entonces, desde el extremo opuesto de la sala, se le acerca un chico bajito. Confía en que el chico decida cambiar de dirección, pero pronto queda claro que viene directamente hacia ella. Le pide amablemente que baile con él y a ella no se le ocurre que puede decirle que no. Sencillamente le da la mano y juntos van a unirse al resto de parejas. Bailan a ritmo de vals. El chico es casi de su misma estatura. Baila bien, con seguridad en sí mismo. En un momento dado, sus mejillas se rozan y ella se da cuenta de que no le resulta desagradable. Durante el breve descanso tras el baile, hacen igual que todas las otras parejas y se quedan el uno junto al otro, a una distancia prudente, sin saber qué hacer con las manos, esperando a que empiece el siguiente baile. Después de un buen rato en la pista, él la invita a tomar una copa de vino. Hay bastantes jóvenes apiñados alrededor de las mesas, pero él se abre paso con desenvoltura a través del gentío y en seguida regresa con un par de copas. Se sientan juntos a un lado de la pista y beben.

Ella será médico, investigadora.

¡Vaya! Él trabaja por el momento en un taller mecánico. ¿Cómo es que está aquí?

Ha venido al pueblo a visitar a su tía.

¿Qué le parece el campo, le gusta?

Sí, está bien. Si tuviera sus libros consigo, podría vivir en el campo.

¿Entonces cómo hará para ganarse la vida?

Será investigadora.

Ah, vale. Él querría estudiar para ser ingeniero de aviación. ¿Le gustaría bailar un poco más?

No.

¿Le dejaría acompañarla hasta la casa de su tía?

Sí.

La temperatura de esa noche de enero es inusualmente agradable. Van caminando hasta el lago, que aún no está congelado. Él recoge unas piedras planas y le muestra cómo tirarlas para hacer la ranita sobre la superficie del agua. Las piedras brincan igual que sus propios pensamientos cuando intenta entender a, por ejemplo, Feuerbach… El hombre juzga a la naturaleza a través de una analogía y de esa forma se la apropia… Cada piedrecilla roza ligeramente la superficie del agua y luego queda en el aire otra vez, pero para obtener su diploma de graduación tendrá que aprender a argumentar el ateísmo de Feuerbach, hasta que la piedra se hunde.

Después él la invita a tomar un té en un lugar cercano, un tabuco de guardia donde pasan juntos la noche.


Tras la muerte de mi padre, comencé a sentir (poco a poco, pero nítidamente) un rencor creciente hacia mi madre y hacia nuestra situación general. Asustada y acobardada por todo lo que le había tocado vivir, me recordaba cada día que debía aprender bien todo cuanto nos enseñaban los maestros, no ser contestona y participar en las actividades de la Organización de Pioneros y, más tarde, en las de la Unión Comunista de la Juventud. Mi madre se sentía protegida por mi padrastro, soldado del ejército victorioso en la Gran Guerra Patriótica6. Pero su ilustre historial estaba empañado tanto por su anterior servicio en la guardia del presidente, tras la independencia de Letonia, como por el alistamiento voluntario de su hermano en el ejército alemán7. Hermano contra hermano: la sangrienta polca de la Historia.

Por las noches, mi madre y mi padrastro charlaban sobre sus hermanos. El hermano de mi padrastro había sido hostigado y torturado por algún delito sin especificar y finalmente había sido ejecutado por traidor a la patria. «Esos perros rusos», murmuraba mi padrastro entre dientes. Pero yo no lo entendía. Él mismo había marchado hombro con hombro con aquellos perros casi hasta Berlín y siempre acudía a las celebraciones de mayo y noviembre junto a aquellos mismos perros. En aquellas ocasiones recibía paquetes de comida con manjares imposibles de encontrar en las tiendas: salchichones, café instantáneo e incluso pepinillos y tomates en conserva llegados desde la fraternal Bulgaria.