El mundo que vimos desaparecer

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Z serii: Narrativa #6
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El mundo que vimos desaparecer
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NICK HARKAWAY

El mundo que

vimos desaparecer

The Gone-Away World

Traducción de Carmen Fortes e Iris César

www.armaeniaeditorial.com

Título original: The Gone-Away World

Edición original: Windmill, London, 2008

1.ª edición: Febrero, 2017

1ª edición ebook: agosto 2021

Ilustración de solapa: © Chris Close, 2016

Copyright © Nick Harkaway, 2008

Copyright de la traducción © Carmen Fortes e Iris César, 2016

Copyright de la corrección: @ Armaenia Editorial, S.L. 2017

Copyright de la edición en español © Armaenia Editorial, S.L. 2017, 2021

Armaenia Editorial, S.L. ha tratado de ponerse en contacto con los propietarios del © de la ilustración de cubierta, sin éxito. Quedamos a su disposición.

Armaenia Editorial, S.L.

www.armaeniaeditorial.com

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas por las leyes,

la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

ISBN: 978-84-18994-03-6


A mis padres.

Vosotros sabéis quienes sois

Los que sueñan despiertos son peligrosos, ya que ejecutan sus sueños con los ojos abiertos para hacerlos posibles. Eso fue lo que hice.

T. E. Lawrence

Capítulo 1

Cuando todo comenzó;

cerdos y crisis;

encuentros cercanos con la administración.

La luz se fue en el Sin Nombre poco después de las nueve. Yo estaba inclinado sobre la mesa de billar, con una mano en la calva que se había formado detrás de la D por la cerveza, según Flynn el Tabernero, pero que era del mismo tamaño y forma que el culo de la señora de Flynn el Tabernero: casi un metro de diámetro y con la forma de una manzana Royal cortada por la mitad. El fluorescente que había sobre la mesa se apagó, al instante volvió, y el frigorífico con puerta de cristal comenzó a emitir un zumbido grave y torpe. La instalación eléctrica también zumbó y se hizo la oscuridad. Un leve destellos de estática bailaba por la repisa del televisor, mientras la lámpara verde de SALIDA chisporroteaba junto a la puerta.

De todas formas, me apoyé sobre la marca del culo de la señora de Flynn el Tabernero y lancé el golpe. La bola blanca produjo un murmullo al cruzar el fieltro, a continuación dio contra dos bandas y terminó por golpear limpiamente la bola 8 hacia una de las troneras. Ton, ton, tooc… gloong. Un golpe perfecto. Iba a por la 6, por cierto. Le había regalado la victoria a Jim Hepsobah. En cuanto volviera la luz y todo volviera a la normalidad en el Sin Nombre, daría paso a mi colega héroe Gonzo y Jim se lo cargaría también.

En cualquier momento.

Solo que las luces seguían apagadas y el destello tenue del televisor se había desvanecido. Hubo un instante, muy breve, de silencio; un instante en los que solo sientes el tiempo, de los que te entristecen sin ninguna razón aparente. Fue entonces cuando Flynn regresó, soltando tacos como un energúmeno (y si el macho-alfa de los energúmenos se enfrentara alguna vez con él en un duelo al sol de a ver quién suelta más obscenidades, sé por quién apostaría).

Flynn conectó el generador, que, gracias a Dios, funcionaba con cerdos. Podía oírse el ruido de cuatro cerdos, grandes y malolientes, enyugados al cabrestante; un sonido bastante parecido al de una pequeña carga de caballería. Flynn le soltó alguna de sus despreciables blasfemias al puerco que pilló más a mano. El animal parecía constreñido y con ganas de vomitar. El resto le siguió a la fuerza en una procesión lenta pero segura alrededor del cabrestante. El cerdo número uno se dio la vuelta, vio a Flynn preparado con otra dosis y trató de detenerse. Atado al travesaño y a sus tres compañeros, se dio cuenta de que le era imposible, así que hizo acopio de todas sus lorzas y cargó contra él a la máxima velocidad porcina, lo que aceleró todo el ciclo hasta que, con un crujido y entre hedores y gruñidos, el generador volvió a funcionar y la televisión se iluminó con malas noticias.

Aunque no llegó a iluminarse del todo. La imagen era tan tenue que parecía que el televisor se había roto. Luego, se oyeron fuegos artificiales y gritos de alarma y de miedo, bastante discretos al principio pero que se hacían más y más fuertes: era Sally Culpepper, que estaba subiendo el volumen. La imagen se movía y temblaba mientras algunas personas aparecían en la pantalla gritando: ¡atrás!, ¡apartaos! y mierdamierdamiradesojodeeer, palabras que no se molestaban en censurar. A media distancia se veía una figura revolcándose por el suelo. Algo había ido horriblemente mal en el mundo y, naturalmente, algún gilipollas estaba ahí con su cámara, ganándose diez mil a la hora como plus de peligrosidad cuando podría haberse puesto las pilas de gilipollas y salvado una vida o dos.

Conocí a un chaval en la Guerra de Desaparición que hizo justamente eso: arrojó la valiosa Digi VII de la cadena a una letrina y sacó a seis civiles y un sargento de un camión médico en llamas. De vuelta a casa consiguió la condecoración de la Reina y el finiquito de su jefe. Ahora está en una residencia, se llama Micah Monroe y todos los días se pasan dos tipos del Hospital de Veteranos para llevarlo a dar una vuelta y asegurarse de que la medalla junto a la cama sigue reluciente. Dos simpáticos vejetes, Harry y Hoyle, que también consiguieron medallas pero que creen que es lo menos que pueden hacer por un hombre que perdió la cabeza para olvidar toda esa mierda. El hijo de Harry iba en el camión médico, ya ves. Uno de los que Micah no pudo salvar.

Nos quedamos mirando la pantalla, tratando de entender qué estaba pasando. Parecía por un momento que el Tubo de Jorgmund estaba en llamas, pero eso era como afirmar que el cielo se estaba cayendo a trozos. El Tubo era un objeto único, el más sólido —de redundancia triple, la seguridad es lo primero—; el más necesario del mundo. Lo construimos deprisa y corriendo, pues no había otra forma de hacerlo, y posteriormente lo convertimos en un sistema indestructible. Los planos fueron diseñados por los mejores y revisados y re-revisados por los mejores de los mejores. Estos revisores fueron más tarde analizados e investigados por si presentaban algún signo de quintacolumnismo o de tendencias suicidas, o incluso de un serio y hasta ahora inadvertido caso de total y absoluto imbecilismo. Así las cosas, los contratistas comenzaron a trabajar con arreglo a un régimen que hacía hincapié en el rigor y en el seguimiento de las especificaciones más que en la rápida finalización, un régimen que sancionaba tan gravemente a especuladores y comisionistas que a éstos les sería muchísimo más seguro tirarse desde algún lugar bien alto. Finalmente, unos aparejadores y expertos en catástrofes le dieron caña con martillos y sierras, generadores de descargas y máquinas de torsión, y lo declararon seguro. Todos los que se encontraban en la Zona Habitable estaban unidos por el deseo de mantenerlo y protegerlo. Era absolutamente imposible imaginar, concebir o creer en la posibilidad de que estuviese ardiendo.

Estaba ardiendo a lo grande. El Tubo se consumía en un doloroso blanco de magnesio, como el vientre de un cadáver, repugnantemente blanco y, junto a él, ardían edificios y vallas, lo que significaba que no se trataba solo del Tubo, sino algo aún más importante: una estación de bombeo o una refinería. Un humo caliente, resplandeciente, envolvía toda la zona y, en lo más profundo del corazón de aquel horno, estaban ocurriendo cosas que el ojo humano no sabía cómo tratar; malas noticias, escalofriantes, que venían acompañadas por una banda sonora que no presagiaba nada bueno. En la pantalla, algo muy importante se desmoronó rodeado de luz y ruido.

—Miiiiieeeeeerda —dijo Gonzo William Lubitsch, hablando por todos.

Era una sensación extraña: estábamos viendo el fin del mundo —de nuevo— y era horrible, una cosa que ojalá no estuviésemos viendo. Pero, al mismo tiempo, ahí estaban la fama, la fortuna y todo aquello que podríamos llegar a pedirle a una población agradecida. Contemplábamos nuestra razón de ser. Porque aquello en la pantalla era un incendio, además de un accidente químico-tóxico de la peor clase, y nosotros, señoras y señores —un aplauso, por favor—, éramos la Compañía Civil Libre de Transporte de Emergencia de Material Peligroso de la región de Exmoor (sede central, el Sin Nombre; directora general, Sally J. Culpepper, presidiendo) y justo eso era lo que hacíamos mejor que nadie en toda la Zona Habitable, es decir, en todo el mundo. Sally se puso enseguida a discutirlo con Jim Hepsobah, y luego con Gonzo, haciendo listas y dando órdenes. A Flynn el Tabernero lo puso a preparar su café expreso capaz de atravesar el acero, y hasta la señora de Flynn se levantó con sus airbags incorporados y se puso a velocidad de crucero a preparar provisiones, hacer cuentas y tomar nota de cartas a los seres queridos y/o desaparecidos, a gente entrevista y admirada entre el polvo del Sin Nombre. Corríamos de un lado a otro chocándonos y soltando improperios, básicamente porque no teníamos nada importante que hacer aún; todo era barullo y revuelo hasta que Sally se subió a la mesa de billar y nos dijo que nos callásemos y formáramos un grupo. Luego alzó el teléfono sobre nosotros como si se tratase del fémur de un santo.

 

Sally Culpepper medía un metro ochenta y era casi todo pierna. Sobre el omoplato derecho tenía una orquídea tatuada por un chico al que poco le faltaba para ser Miguel Ángel. Sally tenía labios de fresa, una piel sedosa y pecas en la nariz, que se había reconstruido después de una pelea de bar en Lisboa. Gonzo afirmaba haberse acostado con ella, haber tenido aquellas piernas alrededor de sus caderas como boas constrictoras de cuero italiano. Nos contaba que lo dejó medio muerto y sonriendo como una luna en cuarto creciente. Según él, ocurrió una noche después de un trabajo de los gordos, cuando todo el mundo estaba hasta arriba de cerveza y resplandeciente como una yema de huevo, la piel brillante de éxito y jabón. Nos contaba que fue en la época en que Jim y Sally trataban de no ser nada, antes de rendirse ante lo inevitable e irse a vivir juntos. Siempre que quedábamos, Gonzo y yo, Sally y Jim Hepsobah y los demás, Gonzo le sonreía con maldad y le preguntaba qué tal iba su otro tatuaje, a lo que Sally Culpepper contestaba con una sonrisa secreta que expresaba lo que no estaba contando. Quizá Gonzo sabía cómo era aquel otro tatuaje, o quizá no. Jim Hepsobah fingía no oírlo, porque Jim quería a Gonzo como a un hermano, con la clase de cariño que entiende que tu colega es un capullo y no te importa. Todos queríamos a Sally Culpepper y ella se dedicaba a dirigirnos con sus transparentes pestañas, su rostro de lechera y unos esbeltos brazos que podían pegarte un puñetazo como si de un martillo pilón se tratara. Así que ahí estaba ella, de pie, y se produjo una especie de atenta calma porque sabíamos que, de recibir la llamada, llegaría a través de ese teléfono. Tenía cinco rayas de cinco de cobertura: esa era una de las razones por las que el Sin Nombre era nuestra sede de trabajo.

Decidimos dejar de cazar calcetines perdidos y hacer equipajes y de preocuparnos porque nos hubiésemos perdido el pistoletazo de salida, y nos sentamos a comer el pieno de la señora de Flynn. Tras un rato, empezamos a charlotear en voz baja y hablamos sobre quehaceres domésticos, como limpiar los canalones o echar murciélagos del desván. Cuando el teléfono sonase (de un momento a otro), podríamos ir a ser héroes y salvar el mundo, que era el pasatiempo favorito de Gonzo y, por fuerza, algo que yo también hacía de cuando en cuando. Hasta que eso ocurriera, no debíamos preocuparnos. Entonces se hizo de nuevo la calma en el Sin Nombre; en pequeños grupos, y uno por uno, nos quedamos en silencio previendo un destino terrible.

La visión tomó la forma de un niño lleno de mocos secos que tiraba de un viejo oso de peluche. Entró serio y decidido en la habitación, nos escudriñó a todos con una mirada severa y luego se giró inquisitivo hacia la señora de Flynn el Tabernero para recopilar datos.

—¿Por qué está todo oscuro? —Exigió saber.

—Se ha ido la luz —dijo alegremente la señora de Flynn el Tabernero—. Hay un incendio.

El niño nos miró a todos con el ceño fruncido.

—Los hombres hacen mucho ruido —dijo, aún irritado —, y éste está sucio.

Señaló a Gonzo, que se estremeció. Luego a Sally Culpepper.

—Esta mujer tiene una flor en la espalda —añadió, como prueba concluyente de lo inapropiados que éramos; después se sentó en mitad del suelo y se sirvió un rollo de queso y beicon. Lo miramos y nos frotamos los ojos para ver si se iba.

—Lo siento —dijo la señora Flynn dirigiéndose a todos—, no solemos dejarlo entrar, pero es una emergencia.

Observó al niño con desaprobación.

—Cariño, no puedes comerte eso. Ha estado en el suelo junto al hombre sucio.

Gonzo probablemente habría hecho alguna objeción, pero no parecía oírla; seguía mirando fijamente con mudo espanto al niño que tenía frente a él, al igual que yo, al igual que el resto. Tendría uno o dos años y, por el contexto, podían sacarse ciertas conclusiones incómodas e incluso terribles. El niño, envuelto en una toalla de baño y en este momento tratando de meterse un panecillo de diez centímetros por la oreja, era el Engendro de Flynn.

El incendio del Tubo de Jorgmund era profundamente inquietante. Representaba un peligro y una oportunidad y casi con total seguridad engaño, fines ocultos y todas esas historias. Pero eso era nuestra especialidad. Las cosas se quemaban, explotaban y solo entonces aparecíamos nosotros para detenerlas. Una población en aumento de Flynns era otra cosa distinta. Consideramos a Flynn como nuestro monstruo personal, un ogro prudente y perturbador de una obscenidad corrosiva y cristalería siniestra. Era nuestro, era poderoso, nos vino muy bien asociarnos con él y una prueba de su peligrosa supervirilidad podía hallarse en sus intrépidos encuentros sexuales con la voluminosa señora de Flynn; pero realmente no deseábamos vivir en un mundo compuesto en su totalidad por seres como Flynn; prietas las filas, criticones, gruñones y reticentes a aceptar un pagaré. Sería un nuevo orden que hasta el más valiente de nosotros encontraría totalmente inhóspito, y el atisbo de ello, el Engendro de Flynn, estaba tirando nuevamente trozos de queso aplastado a la bota de Gonzo. La señora de Flynn el Tabernero, ajena a todo esto, terminó cualquiera que fuese la tarea doméstica que la ocupaba entre un aluvión de ropa y trapos de limpieza, y apareció de nuevo. El Engendro de Flynn pasó alegremente de su madre y le pegó un mordisco a uno de los extremos del rollo sucio.

—Crujiente —dijo el Engendro de Flynn.

El teléfono de Sally Culpepper emitió un ligero riiirrp y nadie lo miró directamente.

—Culpepper —murmuró Sally y, un instante después, cerró el móvil de golpe—. Se han equivocado.

Todos pusimos cara de «nos da igual».

Durante un rato en el Sin Nombre solo se oyó el ruido de un niño comiendo y el de un montón de mujeres y hombres rudos y groseros pensando con preocupación en el tiempo, la mortalidad y la familia, ideas con las no estaban familiarizados. Luego se rompió el silencio, no por una llamada telefónica, sino por un sonido tan profundo que casi no lo era.

En un primer momento se oyó como una especie de calma agresiva. El silbido y el rugido del viento del desierto a nuestro alrededor continuaban aunque, de alguna forma, se subsumía en este profundo y grave silencio. Podías sentirlo como el frío en las rodillas y tobillos, una vacilante e infartante sensación de debilidad y vibración. Algo después se pudo oír un repiqueteo, una especie de gnognognogg que resonaba en los pulmones y que te hacía saber que hoy eras la presa y no el cazador. Y si alguna vez lo habías oído, sabías lo que era, y todos lo sabíamos, porque la primera vez que lo oimos lo producíamos nosotros: era el sonido de soldados. Alguien estaba desplegando una fuerza militar de tamaño considerable alrededor del Sin Nombre, lo que quería decir que no se tomaban a coña la seguridad. Teniendo en cuenta lo poco probable que parecía un despliegue así para arrestarnos y que, en cualquier caso, si esa era la razón de que estuviesen ahí, no podíamos hacer absolutamente nada, atravesamos la gran puerta de madera de pino del Sin Nombre para verlos llegar.

Fuera hacía un tiempo frío y seco. Había caído la noche, la oscuridad de la hora de las brujas, y la arena había perdido su calor. Soplaba un viento fresco entre los tejados de madera del bar y de los edificios circundantes, así como entre las sombrías chozas y casas de listones que constituían la ciudad sin esperanza de Exmoor, pob. 1 309. Frente a la cumbre de la Colina de Millgram se encontraba nuestra parte del Tubo de Jorgmund, una única línea gris oscuro iluminada por la ventana de la habitación de Flynn y por el foco de luz en el potrero y, cada tanto, por el brillo de otra casita solitaria del camino. Se extendía en ambas direcciones a través de la oscuridad y, en algún punto del otro lado del globo, aquellas dos líneas se encontraban y se unían, seguramente en un lugar con una vitalidad y una energía que no tenía Exmoor. En lo alto del Tubo, cada pocos metros, había una pequeña boquilla que rociaba por el cielo un FOX bueno y limpio; FOX, la poción mágica que mantenía día tras día el mundo que aún conservamos más o menos con la misma forma. Nadie sabía muy bien de dónde venía o cómo se fabricaba; la mayoría imaginaba algún tipo de máquina gigantesca con forma de huevo y toda clase de cables y luces que lo condensaban a partir del aire y de la luz de la luna y que lo hacían got-got-gotear en enormes tanques. Había miles de estas máquinas en alguna parte, vulnerables e indispensables, y nunca las apagaban. En una ocasión había conseguido ver parte de la maquinaria involucrada: rombos negros y alargados de caras curvas, todo cañerías y mangueras; bastante inquietante. No era tanto un huevo como una cápsula espacial o un batiscafo, solo que esta vez era al contrario; no se trataba de un instrumento para viajar a través de lugares hostiles, sino de uno para hacer del exterior un lugar lo menos hostil posible.

La mayoría de la gente buscaba formas de ignorar el Tubo. Contaban con un repertorio de eufemismos para referirse a él, como si se tratase del cáncer, de la impotencia o del Demonio, que lo era. En algunos sitios lo pintaban con colores llamativos haciéndolo pasar por un proyecto artístico, o construían delante de él, o incluso plantaban flores alrededor. Solo en pueblos tan cochambrosos como el nuestro podías ver la cosa en todo su esplendor. La columna vertebral de quienes éramos, despreciada y llena de óxido, transportando fuerza vital y seguridad, así como la ilusión de continuidad hasta al último rincón de la Zona Habitable.

A decir verdad, no era un bucle para nada, sino una extraña maraña a modo de nido de pájaro. Había curvas cerradas y tirabuzones y lugares donde las tuberías secundarias sobresalían de la principal para alcanzar pequeños pueblos en los bordes, además de lugares donde la Zona Habitable se ceñía al Tubo como una matriarca que se levanta las faldas para cruzar un río, otros donde el clima y la orografía del terreno hacían del exterior algo peligrosamente cercano pero que en conjunto conformaban una suerte de círculo agreste que rodeaba la tierra. Un lugar donde tener un hogar. Aléjate más de treinta kilómetros del Tubo (el viejo TJ, como lo llamaban en Haviland, donde la Compañía de Jorgmund tenía su sede, o a veces la Gran Serpiente o la Plateada) y estarás en la funesta tierra de nadie entre la Zona Habitable y la puta pesadilla que es el mundo irreal. A veces era segura, pero otras no. La llamábamos la Frontera y solo la atravesábamos cuando no teníamos otra opción, cuando solo había un camino para llegar a algún sitio en un tiempo razonable, cuando la alternativa era un largo viaje por los tres lados de un cuadrado y la emergencia no podía esperar. A pesar de todo, íbamos en bloque y con rapidez, sin perder de vista el clima. Si el viento cambiaba, o la presión bajaba; si veíamos nubes en el horizonte que no nos gustaban, o tipos raros o animales que no tenían buena pinta, dábamos media vuelta y corríamos hacia el Tubo. Las personas que vivían en la Frontera no siempre seguían siendo personas. Llevábamos FOX en botes y esperábamos que fuese suficiente.

Se rumoreaba que algunas de las ciudades periféricas habían sido saqueadas hacía poco, destrozadas y quemadas hasta los cimientos por personas —o casi personas— de más allá de la Frontera, provenientes de lugares cambiantes donde ocurrían cosas horribles. Así que los esbirros de la Compañía empezaron a patrullar durante más tiempo y haciendo más preguntas, y la gente se mantenía más cerca del Tubo, un sitio seguro. Sal del camino y quizá vuelvas, o quizá no, pero ya no serás el mismo. Suena raro y espantoso hasta que te das cuenta de que en realidad es lo que más o menos siempre ha ocurrido. Si no me crees, es porque jamás has abandonado tu pequeña zona de confort para dirigirte a algún lugar donde todo cuanto sabes no sirve para nada.

El rugido del convoy sonaba ahora más cercano y los grandes faros del vehículo que iba en cabeza avanzaban y retrocedían, a veces iluminándonos, a veces mostrándonos la arena y la gravilla que había alrededor. Los desiertos de los documentales de naturaleza salvaje son espectaculares, lugares nobles de una majestuosidad primitiva: hormigas fotogénicas y arañas impresionantes, todo inmaculado y genuino porque con ese zoom hasta la suciedad parece rocas y peñascos. Nuestro desierto era más bien una especie de vertedero. Cuando el viento soplaba del oeste, traía con él el olor del metal caliente, del diésel y de los hombres listos para el combate. Cuando soplaba del este, traía el característico sabor de los cerdos que acaban de hacer ejercicio. Tampoco era el tipo de aroma que alguien metería en una botella con una flor estampada y pondría a la venta anunciada por una supermodelo cara y no del todo desnuda. Eran olores reales, vivos, repugnantes y peculiares que reconfortaban en una noche en la que el mundo estaba en llamas. Así que allí estábamos, en la oscuridad, lejos del televisor, del Engendro de Flynn y de la mesa de billar, y todos respiramos profundamente y nos sonreímos los unos a los otros y fuimos nosotros, muy nosotros. Jim Hepsobah tomó la mano de Sally Culpepper y fingimos que no los veíamos. Annie el Buey le susurró algo a Egon Schlender; Samuel P. masculló algunos tacos; Tobemory Trent no hizo absolutamente nada, permaneció inmóvil y en silencio como un sepulturero. Yo pensaba en mi versión del cielo, pequeño y tranquilo y donde actúa un solo ángel, que además no sabe cantar.

 

Cerrad los ojos e imaginad una casa en la ladera de una montaña, hecha de madera y piedra. El aire es nítido, frío y con sabor a nieve, y los sonidos que oís son los de gente real trabajando duro en cosas que pueden coger, comer y usar. Hay humo de leña, y ese humo trae el aroma de la cena de hoy y de una botella de vino del bueno. La mujer que hay junto a la entrada lleva unos vaqueros azules, una camisa blanca y un par de botas de cowboy. Sus ojos son del color de las aguas de un lago. Es mi mujer y, sí, es tan hermosa como todo cuanto la rodea. Este es mi corazón, lo único que tengo de lo que Gonzo Lubitsch carece.

El convoy llegó rugiendo —grande, ruidoso y adolescente— y todo el mundo trataba por todos los medios de no reírse pues incluso en la mejor de las circunstancias nadie quiere reírse de una unidad acorazada completa, esto era una emergencia y además había unos cuantos chicos y chicas nerviosos armados con fusiles. Así que los miramos muy serios y respetuosos, como si estuviéramos en la iglesia, y nos preguntamos qué estaba pasando. Entonces, cuando el primer carro de combate se detuvo en la plaza de aparcamiento «reservada», la escotilla se abrió y, en vez de unos cabrones canosos de mueca reglamentaria, apareció un chupatintas, un hijoputa flaquito y repeinado. Su colonia «Ven a follarme» y la cartera de cuero artesanal que llevaba se podían oler a kilómetros.

—Hola —dijo el chupatintas.

Y como no era suficiente con que fuera un tipo de la administración, sino que encima tenía que ser un inútil, añadió:

—¿Alguien podría echarme una mano? Me he quedado atascado en la compuerta —. Se echó a reír.

Cuando te envían una escolta significa que tienes que llegar rápidamente a algún sitio, lo que no está nada mal. Cuando te envían a tu propio chupatintas personal significa problemas, tejemanejes, gilipolleces contractuales y la seguridad de que todo con lo que deberías poder contar se irá a la mierda. Significa que tienen la intención de engañarte y que quieren a uno de los suyos cerca para recalcar lo abiertos y honestos que son. Sally Culpepper pasó a alerta roja y Jim Hepsobah apartó la mano para que pudiera volver a ser la directora general, una negociadora y no una chica de pueblo que espera con sorprendente paciencia a que el pedazo de idiota que tiene por novio la pida en matrimonio.

Daba la sensación de elevarse lentamente en la noche con algún tipo de ascensor personal, como un villano de una vieja peli de espías, solo que cuando tenía las espinillas más o menos al nivel del borde de la escotilla —que no compuerta— pudimos ver un par de manos agarrándolo y unos antebrazos casi tan grandes como los de Jim, seguidos de la fea cara de Bone Briskett; así que resulta que en el pack también venía un cabrón canoso. Dejó al chupatintas frente al carro de combate, sin decir nada, de un modo que daba a entender que él, Bone, pensaba al igual que nosotros que el chupatintas era un auténtico inútil y que alegremente lo arrollaría si dábamos la señal. Todos fingiríamos que había sido un accidente y existiría una capa de burocracia menos entre nosotros y lo que fuera que necesitásemos para hacer el trabajo.

La Compañía de Jorgmund se extendía por el mundo y era vieja, sabia y cautelosa, surgida a partir de otras empresas que existían de antes de la Guerra de Desaparición, así que cuidaba de sí misma y se protegía a sí misma, lo que resultaba irritante pero probablemente necesario. Había municipios, ciudades-Estado y cosas por el estilo que conformaban un mosaico de poder al que llamábamos Sistema; supuestamente ellos eran los que defendían la ley y mantenían el ejército —la gente como Bone, que patrullaba los límites de la Zona Habitable y perseguía a los bandidos, y a cosas peores que los bandidos—. Aunque realmente era Jorgmund quien manejaba el cotarro, pues Jorgmund tenía —era— el Tubo, aquello de lo que no podíamos prescindir. El logo de la espiral de serpiente de Jorgmund estaba por todas partes, o al menos en todas las que importaban. Así que allí estábamos, y allí estaba ese tipo, el chupatintas; y tenía jefe, estoy seguro, porque los hombres sin jefes no vienen a Exmoor, ni aunque el cielo se esté cayendo. En interés de su jefe, y de su ascenso, y de todas las cosas buenas, había venido hasta aquí para tangarnos.

El chupatintas aterrizó sobre la arena como esperando a que se lo tragara. Al caminar iba volcándola sobre sus zapatos Brogues, se le metía dentro y le llenaba de polvo los calcetines de seda. Para cuando llegó hasta nosotros y miró a Jim Hepsobah y le ofreció su mano, Jim con los brazos cruzados y Sally estrechándole la mano al chupatintas como diciendo «¡Strike uno!», parecía que al hombre de Haviland lo habían encalado o metido en lejía hasta la rodilla.

—Dick Washburn —dijo el chupatintas.

Todos tratamos inmediatamente de contener la risa. Lavacipotes. Samuel P. se adelantó, inclinó la barriga y sacó la mano para decirle:

—¿Dickwash? ¿Lava qué…? —lo que no afectó en absoluto al Lavacipotes. Richard Washburn, Sr. V.P. responsable de loqueseaitis, dio su nombre una segunda vez, claro y nítido, y le clavó una mirada a Samuel P. que decía que podía encajar una broma tan bien como cualquiera, pero que no pensara que iba a reírle esa broma, así que todos mejoramos ligeramente la opinión que teníamos de él. Era un chupatintas, sí, pero no un cobarde. Si Dick Washburn podía mostrarse firme aquí y ahora, en la Compañía estaría cerca de convertirse en el macho alfa, en uno de esos a los que los jefazos no quitaban el ojo de encima por si lo pillaban tomando medidas de sus oficinas o admirando las vistas con aprobación. De hecho, era probable que ya lo hubiesen pillado con las manos en la masa y que por eso estuviese aquí; la cara visible y portavoz de cualquier litigio en el asunto entre la Población y la Compañía de Jorgmund. A un príncipe que adquiere demasiada popularidad lo mejor es destruirlo con oportunidades imposibles.

Todos nos fuimos dentro mientras los soldados de caballería se encargaban del engorroso tema de asegurar el perímetro, y se encargaron muy bien, aunque parecían confundidos e insatisfechos por tomar posiciones defensivas alrededor de un edificio que parecía estar hecho de mocos y cartón, clavado en el confín del mundo civilizado y poblado por gente como nosotros, edificio que probablemente se redujera a recortes de periódico con el retroceso de uno de los fusiles montados en los transportes blindados de personal. Hubo un momento complicado cuando cuatro sombras alargadas aparecieron en el infrarrojo; se movían trazando un rápido arco hacia la parte trasera del Sin Nombre, y dos armas pesadas entraron en juego y los localizaron: fiiiiuuuPAMzaaaam y «¡Señor, contacto, señor!», seguido de «Soldado, como dispare el arma se la voy a meter por» y gabuuumm según se movían las torretas, un ángulo de tiro probable que atravesaba el salón y la taberna de Flynn. Por supuesto, el enemigo era el generador con cerdos del desierto, trabajando en ese momento con el fin de producir suficiente electricidad para que la cocina y el televisor funcionaran a la vez. Así que los cerdos estuvieron por unos segundos al borde de una espectacular aniquilación y luego fueron clasificados como «no amenaza»; los fusiles hicieron un ruido como zaaagag-esleeermm y volvieron a sus posiciones iniciales. Bone Briskett (el coronel Briskett) cedió el mando a su segundo, un tipo flacucho probablemente tan peligroso como todos los demás juntos; luego nos siguieron dentro y cerraron la puerta.

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