La profesión de los labios

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La profesión de los labios
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La profesión de los labios es un conjunto de cuentos que transpiran la simpleza del orden común de hombres y mujeres que habitan el barrio, el trabajo, la casa, el bar, la calle, los recuerdos, el amor y la amistad. Sus personajes viven con la idea de no pensar mucho en ellos.

Sin truculencias temáticas ni estructurales, La profesión de los labios refiere aventuras ambientadas en atmósferas corrientes, donde sus personajes, ajenos a la seriedad de querer explicarlo todo, guardan la esperanza de vivir conforme a sus limitaciones, sin heroismo ni escabrosidad. A través de historias imaginadas, escuchadas y reelaboradas, el autor nos ofrece un vistazo a la condición humana mediante una prosa sencilla y directa. Sin pretensiones artificiales ni ansiedades creativas, Nayib Camacho O. busca entretener con pequeñas piezas que advierten el sereno asombro de unos personajes que viven y mueren sin intentar alcanzar algo.

La profesión de los labios es un libro cuya sustancia es la prosa cotidiana, esa forma de expresar la cercanía entre hechos habituales y actividades frecuentes. Son cuentos que respiran el devenir de los días simples y discretos cuando al contar historias se ejerce la noble profesión de los labios. Siendo una recuperación de espejos, en ello radica el mérito ficcional del libro.”

Fernando Granada Escudero


Título original: La profesión de los labios

Dirección editorial: Jaime Fernández Molano

Coordinación: Orlando Peña Rodriguez

Diseño y diagramación: Diego Torres

Portada: Terraza de café por la noche, Place du Forum, Arlés (Terrasse du café le soir. Place du forum Arles), fragmento de obra Vincent Van Gogh, 1888. Óleo. Museo Kröller-Muller, Otterlo, Países Bajos.

Fotografía del autor: Angélika Ma. Rivera B.

Colección: Árbol Ávido

Primera edición: Villavicencio, noviembre de 2015

Segunda edición: Villavicencio, mayo de 2016

© Nayib Camacho O.

nayigula@hotmail.com

Edición e impresión:

Entreletras

Calle 38 No. 30A - 25 Of. 503 edificio Banco Popular, Centro

Villavicencio, Meta, Colombia S.A.

Correo: corpoentreletras@yahoo.com

ISBN: 978-958-59008-3-7

Hecho el depósito legal

Se prohíbe la reproducción parcial o total de este libro por cualquier medio posible sin la autorización expresa escrita del autor.

“Yo estaré en tu boca y te enseñaré lo que has de decir”

(Éxodo 4, 12)

Van estas líneas a aquellos seres amistosos que tomando asiento a nuestro lado amenizan y animan las horas, distraen y divierten el momento, recrean y alegran el instante, deleitan y alivian la situación... Son culebreros y charlatanes que murmuran en las plazas, musitan en las parques, exclaman en los buses, susurran en los taxis, cuchichean en las tiendas, hablan en los mercados, gritan en los barrios, comentan en los hoteles, oran en las iglesias, declaman en las playas, critican en las oficinas, conversan en los restaurantes, comentan en los consultorios, opinan en las familias, pronuncian en las calles, charlan en los cafés, declaran en los bares, discuten en los talleres, dialogan en las universidades, y de paso nos salvan del tiempo con la profesión de los labios. Entre ellos, el estimado Germán Sabogal Mantilla.

El dandi

Siempre andaba muy emperifollado. Su elegancia era su valía. Camisa blanca y corbata anudada a la perfección. Jamás combinó una corbata a rayas con una camisa a cuadros. Las mancornas y el pañuelo doblado en el bolsillo del saco completaban el atuendo. El sombrero le apadrinaba el buen gusto. Se vestía para impresionar. Parecía que la vanidad se lo llevaba por delante. No vivía afanado y su carácter se lo perfeccionaba una halitosis insuperable.

Comenzó de pobre. No tenía abolengo de sangre. Un día los patrones llegaron con un bulto de finas prendas elegantes y en buen estado. Ropa que no usaban. Carmelo, ésta es su liquidación. Vendimos la finca. Semejante regalo le cambió la personalidad. Como sus jefes eran educados y cultos, con gran conocimiento general, supuso que esa ropa le transferiría tales cualidades. Y parece que sí, porque de inmediato se sintió de mejor clase. Entonces se marchó a la ciudad. Le pareció que allí encontraría mayores ventajas. A los ocho días estaba confundido como uno más del conglomerado citadino. Comenzó a trabajar de chofer.

Desde entonces toda moneda ahorrada la destinaba a vestirse bien. Cada que podía se iba por entre almacenes y pasajes comerciales a comprar lo que consideraba elegante y refinado. No pasaría más por manteco. Alardeando de su distinción social se sintió muy urbano, nada que ver con el campo. Cultivó una imagen altanera que no lo apocaría ante nadie. El confort sería su máxima aspiración ideológica. Cambió de bus a taxi. Y de esta manera su comportamiento comenzó a ser su identidad. A medida que se imaginaba subiendo de status vendía lo inútil o de poca calidad y compraba algo mejor. Y ahorrando y haciendo favores, instaló la brújula de sus costumbres.

Fue precisamente por su presentación personal que mi padre lo contrató como taxista de su flotilla. Cuidadoso al vestir, cuidadoso al conducir. Así fue como Carmelo se ancló a la empresa de mi padre. Y todas las noches, durante cuarenta años, salvo en las vacaciones de junio y diciembre, fue puntual trayendo la cuota del taxi. Llegaba a nuestra casa, hacían cuentas y de nuevo se llevaba el auto. Al despedirse contaba alguna historia referenciada con una postal extranjera que me dejaba sorprendido.

Un día no trajo la cuota. Era como si hubiera renunciado a su forma particular de relacionarse con las cosas, a ese gusto escalonado de responder por su condición. Mi padre se preocupó y lo llamó. Hablaron. Carmelo le dio sus explicaciones, pero mi padre entendió muy poco acerca de su negocio. Concluyó que usaba el taxi como transporte personal y que la tarifa la completaba con sus ganancias ocasionales. Como la situación no afectaba sus ingresos, y el carro no sufría desgaste, no puso problema. Mi padre fue paciente. Le dijo que no se atrasara y volviera a ser puntual. Así quedaron.

Pero Carmelo al poco tiempo reincidió. Fue atrasándose una semana, quince días hasta completar el mes. Llamó a mi padre y aseguró que estaba enfermo. Mi padre levantó su renguera y decidió visitarlo. Lo acompañé. Llegamos a su casa. Fue grande la sorpresa. Era un lugar amplio y finamente ordenado. Invadía el ambiente una rara y numerosa mezcla de antigüedades, muebles y electrodomésticos. Parecía un museo, tal vez una bodega portuaria. Carmelo le dio rienda suelta a sus justificaciones. Hablaba como si fuera el dueño del mundo. No miraba a los ojos. Su mirada se perdía por encima de sus cejas. Mi padre estaba pasmado. El bigote se le escurrió con las explicaciones. Tuvo que sentarse a escuchar la estrategia de su negocio.

El verdadero oficio de Carmelo consistía en comprar y revender. Todas las mañanas, después de anudarse la corbata que le daba superioridad, salía en el taxi. Llegaba a la panadería de su barrio popular. La gente giraba la cabeza para verlo entrar. Con sus inconfundibles maneras, haciendo sopas de pan con chocolate, convertía el austero desayuno en un auténtico delicatesen alemán. Era el efecto de su refinado paladar. En medio del rito alimentario abría el periódico en la sección de clasificados.

Carmelo tenía la visión de un hombre tranquilo y culto. Sin dejar que le levantaran la loza convertía el lugar en su oficina. Con lupa en mano leía y encerraba en un círculo rojo los avisos que le llamaban la atención, sobre todo si se trataba de objetos raros y aparatos costosos que por motivo de viaje ofrecían los extranjeros. Piano de cola alemán. Ganga. Motivo viaje. Eran valiosas piezas ofrecidas a precio de baratillo. Menaje de casa. Perfecto estado. Originales franceses. Muchos de estos elementos eran extraños y casi todos con troquel de fina marca.

Entonces dibujaba la ruta. Parecía un topógrafo trazando líneas distantes y cercanas entre los puntos que visitaría. Era su método para aprovechar el tiempo y el combustible. Luego llamaba desde un teléfono público y confirmaba la hora de visita. Planeado el día empezaba su jornada.

Carmelo no hablaba, él pronunciaba textos. Se cuidaba mucho de que su vestido fuera su carta de presentación. Cuando entraba al lugar donde compraría, la gente quedaba boquiabierta. Decía que usaba taxi para evitar inconvenientes de seguridad. Es un país peligroso. Era envolvente. Abría la boca para negociar y su interlocutor quedaba privado con el aroma de su culto parlamento. Rápido entraba en confianza. Tenía respuestas para todo y las expresaba con altivez. Con su estilo asentado hacía una reseña histórica del objeto que le interesaba, sus características y su real valor. Y entonces, casi sin reparar, los oferentes aceptaban sus condiciones.

En los casos difíciles de fijar el precio final, después de regatear y observar pequeñas fallas en los artículos, ponía dos cartas: una con el precio apenas por encima y otra con el precio muy abajo de lo negociado. Invitaba al vendedor a ver las cartas, a barajarlas y escoger una a su gusto para cerrar la transacción. Siempre salía el diez de corazones negros, la carta que Carmelo apostaba, la del precio bajo, su carta de la suerte. Era un juego y un riesgo. Como nadie se sentía perjudicado, Carmelo procedía a pagar en efectivo. La situación adquiría el carácter de una subasta, pero al revés. Si una vitrina valía cincuenta mil pesos, terminaba comprándola en diez y revendiéndola en setenta y cinco mil. Lo que ganaba iba a parar a su cofre especial.

 

Así era como ampliaba su colección. Se trataba de un muestrario compuesto por azulejos en cerámica italiana, bastones con puño de plata, cámaras fotográficas, discos e instrumentos musicales, imágenes y variados retratos, lámparas en alabastro y bronce, máquinas de escribir, medallas y antigüedades religiosas, porcelanas de Lomonosov, relojes de pulso y de pared, sombreros de copa y zapatos italianos en perfecto estado. Y muchas otras cosas. Le bastaba vender una de estas joyas para vivir cómodamente un mes o mucho más.

A Carmelo no le gustaban los bancos, mucho menos tener cosas a su nombre. Estuvo casado. Con medios económicos, enfermaba al comprar algo. Hartos de sus restricciones monetarias sus hijos se marcharon lejos. Sus amistades extranjeras intercedieron para conseguirles becas en el viejo mundo. Una vez su mujer le insinuó que la llevara a Europa. Carmelo cambió de expresión. Al vivir su realidad, no dejaba de observar que los recursos disponibles le costaron mucho sacrificio. Preocupado por el obstáculo financiero hizo un cuadro presupuestal. Puso entradas y salidas, costos reales y minucias. Le sacó punta al lápiz y obtuvo conclusiones. Le propuso a su mujer que era mejor tener TV por cable y mirar el canal de turismo. Era una forma de viajar. Como los programas los repetían, podía repasar lugares sin exponerse, sin afán y sin peligro. De pronto te echan algo indebido en la maleta.

Carmelo presumía de sus viajes. Decía que le gustaban Europa, Estados Unidos y Canadá, sobre todo porque allá no robaban. No le interesaba ningún país latinoamericano, mucho menos el África. Una vez fue a Oriente, y eso porque su hijo le pagó todo. Trajo un vago recuerdo. Afirmó que las hamburguesas orientales sabían lo mismo que las de aquí y que por todo lado se veían calvos vestidos de anaranjado, como los Krishnas del parque central. También estuvo en Grecia cuando su hija se casó. Dijo que era una bobada ir hasta allá sin poder hablar con alguien. Como no bebía vino, pasó los días sentado en una terraza tomando coca cola y viendo el mar. Como aquí, pero comprando en euros.

Carmelo tenía una colección de catálogos y guías turísticas que le enviaban sus hijos desde esas lejuras. Los leía y profundizaba en detalles arquitectónicos, monumentos históricos, costumbres sociales, gastronomía y variedades, sitios inolvidables, episodios nacionales y curiosidades locales. Con la firmeza de su carácter y la convicción de un vendedor daba la impresión de que realmente había estado en el extranjero. Le servía mucho ese enciclopedismo a la hora de negociar. También sabía tres o cuatro frases en distintos idiomas y eso alimentaba su universalidad.

Después de escuchar su historia, Carmelo nos invitó a cenar. Por primera vez en su vida, se desprendía de algo a voluntad. Mi padre no estuvo de acuerdo, pero Carmelo insistió y finalmente cedimos. Comenzó a alardear de alta cocina, del exquisito sabor del caviar de Beluga, del foie grass. Nos sirvió vino y nos dio una lección propia de un enólogo. Aunque Carmelo dijo que se cuidaba de la bebida, ese día tomó dos vasos de whisky, de esos escoceses que le daban cuerpo a su temperamento. Se sintió miembro de la corte inglesa. Me pareció soberbio y petulante. Esa noche llevaba un saco que dijo fue cortado por el afamado Christian Dior. Se pavoneaba elegante. Los tragos lo obligaron a desabotonarse el chaleco. Con disimulo me aparté un poco de la conversación. Noté que tenía un simulacro de biblioteca sin libros. El estante estaba abarrotado de catálogos y tiquetes de viajes a su nombre.

Finalmente preparó un menjurje al que le dio otro extraño nombre. Afirmó que era el plato nacional de Turquía. A mí me supo a sardinas revueltas en huevo con migas de pan. Sirvió la tortilla en unos platos en los que según Carmelo comió el rey Jorge I de Inglaterra. A la docena de cubiertos dorados, de alcurnia y pesados, le atribuyó su uso a Pío XII en el Vaticano. Llegué a sentirme hasta de buena familia. Sirvió la limonada en cristales de Baccarat.

Mi padre trataba de llevar la conversación hacia tópicos más terrenales, cosas de la situación económica, cosas del país, pero Carmelo era un completo desinteresado en la realidad nacional. Le parecían cosas del vulgo. Finalmente lo interrogó por la demora en las cuotas. Entonces Carmelo refirió que entre su mujer y el abogado le quitaron todo en la sentencia de divorcio. Por eso la tardanza. Estoy tratando de recuperarme. Solo me quedó esta casita. Volvió a su vieja sumisión campesina. Nos contó que no puede ir ni por la cancha de tejo, lo que para él era su club social. Que estaba prácticamente arruinado, que era un decadente atrapado en la vulgaridad. Se le había disminuido la renta. Todo porque como defensor de damas en problemas, a quienes les prestaba dinero, no tenían cómo pagarle. Antes, cuando se demoraban con sus desembolsos les ofrecía de manera caballerosa una amnistía de intereses a cambio de alguna atención carnal. Pero ahora su cuerpo estaba acabado y no podía seguir dando amnistías. Los ahorros se esfumaban. No tengo corazón para llevarlas a cobro jurídico.

Mi padre, que sí tenía corazón y era melómano, le pidió las llaves del taxi. Trescientos diez y siete discos importados desde Alemania, verdaderas joyas incomparables de la música clásica, compensaron las cuotas atrasadas.

Regresamos en el taxi. Mi padre echaba humo y chispas. Vean a este. Todo un dandi con mal aliento. Le faltó sacar el as de corazones negros. Un rato más y nos venimos a pie.

Al amanecer

—Oíste Pacho, ¿y qué hay de Cruzana?

—¿Cruzana? Pues dándoselas de Madre Teresa de Calcuta.

Ahora Cruzana todo lo atribuye a milagros o revelaciones divinas. Es una mezcla de socióloga y monja. Antes le gustaba el baile y leer. Pero desde de aquella madrugada en que iba con su novio sintió una especie de culpa, algo de remordimiento y consideró reparador volver al lugar del susto. Y regresó de otra manera y con otras finalidades. Consagró las madrugadas de los lunes, miércoles y viernes para llevarles un desayuno a los indigentes de una esquina particular. Al principio tuvo miedo y asco, pero entró en confianza y se convirtió en una consoladora de llantos y de historias, una misericordiosa.

Así fue como conoció la historia de Albóndiga. La vida del desharrapado era perfecta. Tenía casa, recursos y amor familiar. Y también un problema especial. No podía retener lo que aprendía. Su capacidad de concentración estaba mermada. Por eso le iba mal en el colegio. Pero una tarde a orillas del río le llegó el día de la suerte. Acababa de cumplir dieciséis años y se sintió feliz. Por fin pudo concentrarse y aprender.

Cuando la conoció, cambiaron las cosas. Se encontró con ella y ella lo sedujo y cantaron bajo la lluvia. Entonces las rayitas blancas y negras se volvieron de colores. El gris que lo rodeaba se transformó en paisaje caribeño. Todo fue rápido y cuando se dio cuenta estaba hundido hasta las cachas, pero con ella. Y creció y trabajó para ella. Todo su mundo giraba alrededor de ella. No había instante en el que ella no estuviera a su lado. Y viajó por muchos lugares con ella. Y su olor le ofrecía sueños y le proponía retos. Y se aventuró en lo desconocido hasta que un día despertó tirado en el piso abrazado a ella, a su mariajuana del alma, a su maracachafa de ensueño, a su bareta de juerga, a su hierba del alma, a su chicharra esencial, a su mona reconfortante, a su marimba sonora, a su varilla de entusiasmo, a su verde serena, a su grifa de placidez, a su burbujita de ensueños... Siempre en femenino, nunca en masculino. Entonces con el paso del tiempo su piel y su abrigo adquirieron el color del asfalto. Y sus dedos se impregnaron del sándalo callejero. Lo único blanco y limpio que tenía era su dentadura. Siempre bien cuidada. Era su orgullo.

De vez en cuando Albóndiga robaba revistas o cosas sin importancia. No era ambicioso. Pero un día un recién llegado al combo puso en duda sus capacidades. Rápido le probó que conservaba intactas sus facultades: robó la batería y la sirena del carro de la policía. Muy contentos esa noche tuvieron luz y música. Y fue en esa esquina de la veintitrés donde Cruzana vivió la aventura que la puso a cargar ollas al amanecer.

Era de madrugada y Cruzana salía de un bar salsero con su novio. Seguirían la rumba en otro lado. Avanzaron una cuadra. Un grupo de menesterosos alardeaba de sus olores esquineros. Sus miradas eran espirales que resecaban la calle. Cruzana sintió miedo. Un pánico clasista la llenó de terror cuando el más feo, horrible, maloliente y sucio del grupo se les acercó. Su ojo hambriento habló: Una moneda o un billetico p’al caldo.

Estaba fuera de órbita pero sereno. El hambre se le escurría entre la barba pegachenta. Ya se llevaron las canecas. Cruzana apretó con fuerza la mano de su pareja y se estrechó más a su cuerpo. Sintió que las cervezas se le cuajaban. Ahora estaba horrorizada. El novio demostró coraje y no echó atrás.

—Acompáñeme al cajero. Si hay plata, le doy.

—¿Y si no hay?

—Tranquilo... Allá hay.

Subieron por la calle de los cines. Cruzana repetía cosas incomprensibles mientras la niebla mañanera le salía por la boca. Su novio marcaba el paso ajustándose las gafas cada tres metros. El indigente lamía su botella de gasolina, meciéndose por la acera. Más atrás, como guardaespaldas, los otros desechables los seguían sin perderlos de vista. A veces los entretenía patear una botella. La pareja imponía el ritmo. Cuando aumentaban la velocidad, los míseros hacían lo mismo. Si el par de rumberos perdían el ritmo, los andrajosos también se hacían lentos. Hasta los perros mantenían la distancia en medio de las mudas calles. Cruzana sentía que el pelo le crecía más rápido. El paso que marcaban de una cuadra a otra era un intento fracasado por correr entre arenas movedizas.

La obstinada persecución de los callejeros terminó cuando Cruzana, su novio y el indigente llegaron al cajero electrónico. Un perro levantó la pata y orinó contra el vidrio. La promesa estaba ahí. Pero no había nada. No funcionó el cajero. El novio olvidó la clave. No mentía y comenzó a sudar. Le creo, le creo. El indigente se frotó la barba con el antebrazo y se limpió los mocos; luego se abrigó el pecho. A Cruzana se le desordenó la respiración y al novio se le empañaron los lentes. El hombre sopló el cuenco de sus manos y algo sacó del bolsillo. Tome estos cinco mil y váyase aunque sea en bus con esa muchacha tan linda. Y su risotada ahuyentó a los gatos que merodeaban entre la basura. Cruzana dice que la brillante dentadura del indigente le iluminó el destino. Su risa se le pegó en el alma.

Cruzana llegó a repartir su merienda. Sus botas dejaban una carga de barro en los bordes de la acera. El piso estaba frío. Todavía caía agua. Los pliegues del andén resoplaban humedad y escalofrío. Un perro mordía media hamburguesa. No había más. Albóndiga comentó que estaba pensando en buscar un sitio donde no se mojara tanto. Un lugar sin tanto tráfico, donde pueda soñar. Desayunó y echó humo. Y casi meditando se concentró. Recostado en una caneca se quedó lelo, paralelo, atontado en su mundo. Cruzana siguió en su labor de esquina en esquina.

Iban a ser las seis de la mañana cuando Albóndiga se despertó con el ruido. No era el estruendo habitual de los carros sino el bullicio de la policía. Llegaron con la algarabía de la autoridad. Tumbaron cambuches y apagaron fogatas. Los carbones rodaron por el suelo. Albóndiga quería descansar. Hacía mucho frío. El día no estaba como para levantarse temprano. El rincón estaba acogedor y los cartones estaban calienticos. Además le dolía la espalda. ¡Muévase, marica!, gritó un policía dándole vueltas al bolillo. ¿O quiere que le dé su desayuno?

Albóndiga siguió en su mundo de ensoñación, calmado, sin afanes, en su mundo de preguntas. ¿Es que me va a dar consomé de pollo? Entonces el gigante de uniforme verde le estalló el bolillo en la boca.

 

Cuando Cruzana supo del bonche regresó al lugar. Encontró a Albóndiga con las manos en la boca y la mirada perdida. Su abrigo estaba chispeado de sangre. Tenía los ojos concentrados en el infinito. Temblaba. Ella le encendió su cigarrillo especial. La sintió como la humareda que lo acompañaba desde hacía muchos años. Bajo los puentes hay que compartir demasiado. Cruzana le aceptó una calada y se quedó mirando hacia el asfalto. Aspiró otra vez hasta quedar alelada. Todavía saltaban en la superficie pequeños destellos de luz, piedritas blancas, refulgentes joyas, albos guijarros luminiscentes. Era la risa del amanecer. Puro calcio esparcido.

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