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Apuntes de una época feroz. Reportajes y entrevistas en dictadura
Mónica González
© Editorial Hueders
© Mónica González
Primera edición: octubre de 2015
Primera reimpresión: octubre de 2016
Segunda reimpresión: septiembre de 2019
ISBN edición impresa 978-956-365-144-7
ISBN edición digital 978-956-365-203-1
Registro de Propiedad Intelectual N° 258.245
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SANTIAGO DE CHILE
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PRÓLOGO
Juan Cristóbal Peña
Cuando la conocí, hacia el invierno de 2007, Mónica González ya era quien es: una de las periodistas ineludibles en la historia de Chile, no sólo por su trabajo en dictadura. A diferencia de muchos profesionales de su generación que destacaron durante los años 80 en medios de la oposición, ella siguió haciendo periodismo en democracia. No comenzó a trabajar en el gobierno o para empresas. Tampoco jubiló de manera anticipada, que fue lo que ocurrió con varios periodistas que no encontraron espacio en el nuevo orden. Mónica González persistió, no siempre en las mejores condiciones. Sabía que con el retorno de la democracia venía lo más difícil para el periodismo chileno, más que lo que quedaba atrás. En el nuevo escenario, los límites entre política y negocios se volvían difusos. Y sabía también que, tal como había ocurrido en dictadura, ella no sería una figura cómoda ni funcional para quienes administraban una democracia reconstruida en la medida de lo posible.
Yo terminaba un libro sobre el atentado de 1986 a Augusto Pinochet protagonizado por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, y a última hora di con una entrevista al líder de ese comando subversivo que ella había hecho para el diario El País, de España, y que luego fue publicada completa en revista Análisis. La última entrevista a Raúl Pellegrin Friedmann, realizada en 1988, unos meses antes de que fuera asesinado junto a su pareja tras una incursión guerrillera en el sur del país. Entonces me animé a llamarla para pedirle esa entrevista. Ahora pienso que era una excusa para conocerla, porque el ejemplar de esa revista estaba en la Biblioteca Nacional.
Me recibió en el altillo de su casa en Bellavista, con vista al cerro San Cristóbal, rodeada de archivos y libros ordenados en estanterías y cajones. A un costado había un escritorio cubierto de papeles apilados y dispersos. Unos meses atrás, el diario Siete, del que fue directora, se había visto forzado a cerrar por falta de financiamiento. Los gobiernos de centroizquierda privilegiaron el avisaje público en medios opositores, pero funcionales a sus intereses. Aunque el cierre del diario fue un proceso ingrato para ella, ya estaba embarcada en un nuevo proyecto llamado Centro de Investigación Periodística, Ciper, el medio más innovador y relevante de los siguientes años.
Mónica, que estaba convaleciente por un accidente en auto, con dificultad para desplazarse, trabajaba desde su casa en una investigación para Ciper, que aún no tenía dirección electrónica ni oficina.
No me conocía, pero así y todo, sin más, me recibió y confió uno de los tomos empastados de su colección de Análisis. Fue una presentación rápida, pero amable. Me examinó con un vistazo rápido y dijo algo que no me esperaba:
–Bah, eres tímido –sonrió–. Por teléfono sonabas más pretencioso.
No fueron más que unos pocos minutos. Me contó de su accidente en auto y me despidió, porque –dijo– tenía un montón de trabajo por delante.
La volví a contactar en la primavera de ese mismo año. Mi libro ya había sido publicado y quería obsequiarle una copia. Además, tenía una mejor excusa que la primera vez: debía entregarle el tomo empastado de Análisis.
Esta vez me citó en una pequeña oficina de la Corte Suprema. En ese entonces, Ciper estaba recién arrancando y ella terminaba una asesoría para los ministros de la máxima corte de Justicia. El mismo poder que tres décadas antes la había enviado a prisión por sus publicaciones, el mismo que ella había denunciado múltiples ocasiones por negligencia y complicidad en los crímenes de la dictadura, ahora la buscaba para dar forma a un inédito proceso de transparencia y publicidad de sus actos.
Fue un encuentro breve, todavía más que el anterior. Recibió el tomo de revistas y el ejemplar de mi libro, que agradeció con una sonrisa. Luego me preguntó si quería trabajar con ella en un nuevo centro de investigación. También me habló de las condiciones y yo, únicamente para guardar las formas, le dije que la propuesta me seducía mucho, pero que pronto le daría una respuesta. Al día siguiente renunciaba a mi trabajo en el diario La Tercera para trabajar con ella.
Cuento lo anterior porque es parte del origen de este libro. El tiempo en que trabajé en Ciper pude conocer el trasfondo de algunas de las historias que se reúnen en esta antología, trasfondo que a veces da para un capítulo aparte y es tanto o más dramático que la misma historia que lo origina. En ese tiempo también pude escribir crónicas o reportajes sobre la violencia política en dictadura y en la transición, con la perspectiva que otorga el tiempo y en condiciones de libertad editorial que difícilmente habría encontrado en otro lado.
En un comienzo ella no estaba interesada en que alguien, quien fuera, publicara una antología de su trabajo. No le daba demasiado mérito. De hecho, cuando se lo propuse, estando ya fuera de Ciper, me comentó lo siguiente:
–No sé a quién podría interesarle algo así.
Dijo que lo pensaría. Y tiempo después, cuando comenzamos a trabajar en el proyecto, comprendí que, además de incomodarla, la idea de volver sobre esos años le dolía. Estaba orgullosa de lo que había hecho, lo está aún, por cierto, pero tras varias charlas en torno al trasfondo de las historias de las piezas reunidas comprendí, sin que me lo dijera directamente, que había una herida que no terminaba de sanar. En su caso, reportear la dictadura fue sumergirse en un campo de batalla inundado por la corrupción y la muerte; fue vivir el dolor de las víctimas, comprometerse y padecer con ellas, para luego recuperar el aliento y contárselo al mundo. Ese proceso, además, estuvo acompañado de un alto costo personal.
Ahora que el libro está concluido, y que hemos gastado horas hablando de su trabajo en dictadura, y de lo que ocurrió antes y después de esa etapa, pienso en las víctimas. En las víctimas y en el sentido de esta profesión. En que la mejor forma de sobrellevar el pasado y de tributar a las víctimas es seguir ejerciendo un periodismo sin concesiones.
Numerosos periodistas se jugaron la vida y sacrificaron un cómodo y seguro estándar de vida por denunciar a una dictadura a la que pocas cosas amenazaban tanto como la prensa de oposición. En el caso de Mónica González, muchas de sus publicaciones tuvieron un impacto político al interior de la misma dictadura, impacto que además trascendió al mundo. Sus artículos marcaron agenda y derivaron en censura de prensa, procesos judiciales, amenazas, golpizas o encarcelamientos.
Desde que publicó en 1984 el reportaje sobre la mansión de Lo Curro, un palacio de lujos absurdos que la familia Pinochet levantó en medio de una aguda crisis económica, se transformó en una figura incómoda para la dictadura, si es que no en una amenaza. Volvía del exilio y de un receso de 11 años en el periodismo, sin proponérselo, porque en un comienzo no estaba segura de su talento ni de que el periodismo fuera lo suyo, se volvió un referente. Sus reportajes y entrevistas ayudaron a contener la brutalidad y los abusos. En casos más extremos, salvaron vidas, aunque también derivaron en venganzas brutales.
El guión es perfecto para un drama de película: en el trasfondo de los reportajes y entrevistas que componen este libro hay tragedia y heroísmo en partes iguales. El drama se inicia en 1967, cuando Mónica González Mujica (Santiago, 1949) comenzó a estudiar periodismo en la Universidad de Chile y al poco tiempo, impulsada por sus maestros y su militancia en el Partido Comunista, ya trabaja en el diario El Siglo.
Sus primeros editores fueron Sergio Villegas y Guillermo Ravest, quienes la entrenan como reportera volante: un día en el Congreso, otro en tribunales, en sindicatos o en cuarteles policiales y en terreno, cubriendo la calamidad de turno. El periodismo todavía se aprendía más en la calle que en la academia, a la que va lo justo para aprobar los cursos de Mario Planet, director de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile, de quien es ayudante en la cátedra de Periodismo Interpretativo. De él asimiló el rigor y la necesidad de cultivar un archivo que se alimenta a diario, con recortes, cables y fotos. Hasta hoy, de preferencia por la mañana, después de leer los diarios del país, ella selecciona y recorta las publicaciones más relevantes y otras que no lo parecen tanto, como las páginas sociales de El Mercurio, donde la élite política y empresarial chilena se exhibe y, de manera involuntaria, deja asomar las pistas para grandes noticias y reportajes.
Mario Planet, que fue corresponsal para Life y Time, y dirigió los diarios Las Noticias de Última Hora y La Tarde, también intentó inculcarle otra cosa importante para la época. El periodismo militante –decía Planet– no es periodismo. O se hace periodismo o se milita, pero no las dos cosas a la vez.
Ella, sin embargo, prefería hacer ambas, y lo cierto –dice ahora– es que en ese entonces, impulsada por la convulsión de los tiempos, se sentía más militante que periodista. Su compromiso estaba con el partido y el proceso de transformaciones políticas liderado por Salvador Allende, que en noviembre de 1970 llegó a la presidencia con una coalición de partidos de izquierda y una oposición mayoritaria apoyada por Estados Unidos, cada vez más dispuesta a desestabilizar al gobierno por cualquier medio.
En esas condiciones, el periodismo sin banderas era muy difícil de ejercer.
En 1971, casada y con dos hijas, comenzó a trabajar en Ahora, revista de actualidad y política que editorial Quimantú lanzó ese mismo año para competir con Ercilla. De hecho, varios periodistas de izquierda de ese medio partieron a trabajar a Ahora, que dirigía Fernando Barraza y editaba Edwin Harrington, un agudo periodista de investigación que poco antes había estado a cargo del departamento de prensa de Canal 13. Harrington fue decisivo en la carrera de Mónica. No sólo la animó a escribir reportajes y a buscar en ellos una mirada y una voz propia, que hasta entonces había estado supeditada a la voz de la revolución. Una década después, con un país en dictadura, el mismo Harrington la convenció de volver al periodismo, cuando ella lo había descartado por completo.
La impronta de Edwin Harrington –como la de Mario Planet– está presente en una crónica testimonial de mediados de 1971, en que la autora documenta su paso dos años antes por la maternidad del Hospital del Salvador:
Maletín en mano, la “enferma” camina por un pasillo de baldosas, frío y tétrico, hasta el baño. Mira hacia atrás, para ver a su esposo, pero él está lejos, más allá de varias puertas. Una auxiliar con delantal sucio y ondulines en la cabeza le indica con el dedo un camastro donde le aplicarán un lavado, trámite previo.
Los dolores aumentan, y la muchacha empieza a respirar como “perrito jadeante”. Así le enseñaron en el curso de parto sin dolor. Mientras le introducen el líquido por vía anal, la chiquilla se aferra a la mano de la auxiliar; dolores profundos y desgarradores le cruzan el vientre, para después sentir un incontenible deseo de expulsar todo lo que lleva en el interior.
La muchacha se incorpora, pero no alcanza a llegar al baño. Líquido y excrementos corren por el suelo de la pieza. La vergüenza y el dolor provocan un llanto angustioso a la parturienta. La auxiliar está furiosa. “¡Qué se ha imaginado!”. Y enseguida: “¡Tú crees que voy a limpiarte la mierda!”. La muchacha la mira un instante, y no vacila. Una sonora cachetada corta el “diálogo”.
El texto aparecido en revista Ahora se tradujo en una querella por calumnias, la primera en la carrera de Mónica González. Pero el pleito legal no llegó muy lejos: cuando el director del Hospital del Salvador acusó a la periodista de inventarse la historia, ella exhibió la página del 27 de abril de 1969 del libro de partos del hospital, donde su nombre aparece inscrito como paciente de la unidad de maternidad. En esas condiciones nació Andrea, su primera hija. Muy distintas, como sugiere en la misma crónica, al parto de su segunda hija, Lorena, nacida un año y medio después en una clínica privada.
Puede ser distinto a todo lo que vino después, y de hecho lo es. Pero el periodismo que ejerció en dictadura no se explica sin el periodismo ejercido desde los últimos años del gobierno de Eduardo Frei Montalva. En esos primeros años de aprendizaje hay una épica y un compromiso que guiarán todo lo que vino después. Y hay, por cierto, una vida marcada por todo lo que acarreó el golpe de Estado.
Entonces estaba de vuelta en El Siglo, donde fue destinada a las páginas de economía, y era profesora auxiliar en la Escuela de Periodismo. Estaba casada, tenía dos hijas, militaba. A los 24 años, el mundo giraba muy rápido para ella cuando ocurrió el derrumbe. Muchos de sus colegas y amigos y compañeros de partido con los que se formó fueron perseguidos, encarcelados o torturados, cuando no asesinados y desaparecidos. Los más afortunados sobrevivieron, como su gran amiga Gloria Alarcón, periodista política en El Siglo, pero ya no volvieron a ser los mismos.
Al conmemorarse 40 años del golpe de Estado, escribió:
Ese martes 11 de septiembre de 1973 mi vida se partió en dos. Pude haber sido no sé qué clase de persona. Incluso una muerta en vida, como los muchos que bajo tortura hablaron y jamás se han logrado despojar de la culpa. ¡Cómo asesinaron tanto talento y vitalidad! Yo sobreviví. Soy parte de un río cuyo caudal nunca dejó de crecer... Si miro hoy hacia atrás no puedo sino sentir orgullo de esa identidad.
Dos años después de publicar ese texto, al recordar sus años de formación profesional, me dice: “Yo soy parte de una generación perdida. Perdida y muy privilegiada, las dos cosas, la verdad. Participamos de una época gloriosa, de experiencias hermosas y durísimas que nos marcaron de por vida. Y que nos tienen aquí haciendo lo que hacemos”.
Entonces viene el abismo. Un receso de 11 años, de no terminar de consolarse, de ganarse la vida en cosas que tienen poco y nada que ver con el periodismo. El camino que se inicia a fines de 1973 con el exilio en Francia fue una agonía permanente. Un golpe tras otro. Una noticia mala y otra peor. La historia de un chileno que llega con una tragedia propia o ajena que contar está a la orden del día.
Llegó a vivir a Sarcelles, en las afueras del norte de París, y trabajaba en la imprenta del mismo municipio, a cargo de la limpieza de las máquinas. Era obrera, como su padre, pero lo de ella tenía más el sentido de la urgencia. De las imprentas pasó a la administración del municipio. Pertenecía al Departamento de Compras y Mercado, veía cuentas y licitaciones, y siguió un curso de derecho comercial. Lo suyo ahora eran los números y, aunque entonces no lo sabía, sentó las bases de lo que necesitará saber años después para desentrañar las cuentas y escrituras enrevesadas de la dictadura.
Pese a que sus compañeros de L’Humanité la animaban a publicar, no se sentía en condiciones de escribir en una lengua que no era la suya. El periodismo estaba sepultado para ella.
Lo que sí hacía, y también servirá para lo que viene, era recoger el testimonio de chilenos que llegaban a París y habían vivido o escuchado del horror que ocurría en Chile. Recopilaba testimonios y los enviaba a Radio Moscú, donde estaba su amigo José Miguel Varas. Algunos de esos testimonios hablaban de sus propios amigos o compañeros de partido. Como el del profesor Fernando Ortiz, a quien se le perdió el rastro a plena luz del día en Santiago. Como el del periodista Carlos Berger, su compañero de escritorio en El Siglo, sacado de una cárcel en Calama y hecho desaparecer en el desierto. Como Fernando Barraza, director de la revista Ahora, torturado brutalmente hasta dejarlo sin ganas ni opción de hacer periodismo.
En Chile estaba en marcha una masacre y ella sentía que no podía quedarse de brazos cruzados en Francia, donde no había mucho que hacer por la causa chilena. Quería volver y volvió, con sus dos hijas, recién separada, sin un plan, sin muchos vínculos políticos, aun contraviniendo la opinión del partido. La dictadura se preparaba para perpetuarse mediante un plebiscito de fachada legal. La resistencia era mínima, para qué hablar de libertad de prensa. Dos años antes, la última dirigencia del Partido Comunista había sido exterminada, lo que significó un duro golpe a la lucha clandestina.
Era 1978, quizás el peor momento para volver.
Una de las primeras cosas que hizo fue visitar a Mario Planet. Su maestro, que también había partido al exilio y estaba de vuelta, la animó a ejercer el periodismo. Ella decía que no podía, que cómo, se preguntaba, “si tengo los dedos crespos”. Es cierto que en ese tiempo casi no había prensa de oposición, y la poca que había estaba bajo estricto control. Pero Planet insistía en que no la veía haciendo otra cosa. Ella, en cambio, se veía en cualquier ocupación menos en el periodismo.
Por un aviso en el diario consiguió trabajo en Falabella, como subgerenta de crédito. Era algo parecido a lo que hacía en el municipio de Sarcelles. Cuentas, balances, facturas. Trabajaba a la par con los gerentes y tenía la confianza de ellos. Pero como militaba de manera clandestina, que era la única forma de militar en esos días, y como la dictadura tenía redes de espionaje en todos lados, la información no tardó en llegar a los gerentes. La despidieron.
Algo similar ocurrirá en el Colegio de Constructores Civiles, donde ofició de gerenta por dos años. Y luego en el Instituto Chileno Norteamericano de Cultura, donde fue directora de comunicaciones por otros dos. Donde sea que estuviera, la dictadura, de tentáculos amplios y profundos, se encargaba de alertar de su militancia.
No le quedaban muchas opciones. Estaba sin trabajo y el país vivía una aguda crisis económica, que derivó en revuelta social. El descontento se expresó en radios y revistas de oposición que rozaban los límites de la censura. Mario Planet ya no estaba en este mundo para decirle que volviera al periodismo. Pero estaba Edwin Harrington, su otro maestro, que había vuelto del exilio en México y trabajaba en un proyecto de revista llamado Cauce. Le propuso integrarse y ella dudó. No se tenía confianza, pero necesitaba trabajar y, además, hacer lo que había venido a hacer a Chile: combatir una dictadura. Entonces, apremiada por las circunstancias, se decidió.
Eran los primeros días de 1984, días de noticias flojas, aun para un país en dictadura, y Mónica González volvía al periodismo con un reportaje sobre la mansión de Lo Curro que remecería las entrañas del régimen. Es justamente el texto que abre este volumen.
Fue tal el suceso, que Cauce tuvo que imprimir una segunda edición de la revista, algo inédito para la época. Destacado en portada, donde se anunciaban “increíbles antecedentes sobre la faraónica mansión de Lo Curro de costo incalculable”, el reportaje echó por tierra la versión del gobierno, que poco antes había anunciado la suspensión de las obras, producto de la crisis económica. La construcción seguía viento en popa, y no sólo eso: por primera vez se revelaban detalles sabrosísimos de la decoración –lámparas de lágrimas de anticuario para los baños, escaleras de mármol rojo, tinas de hidromasajes, tapices finísimos–, que a la vez perfilaban lo que la autora llamó “el difícil gusto de la señora Pinochet”.
A partir de entonces, Mónica González publicó un reportaje tras otro sobre la ambición de esa familia por incrementar su patrimonio. También escribió sobre violaciones a los derechos humanos, pero al menos en esta primera etapa en Cauce, que sería intensa y breve, las piezas de mayor impacto político trataron de corrupción. Una dimensión poco explorada de la dictadura, cuyos partidarios levantaban como gran reserva moral.
Como se ve en estas páginas, a la mansión de Lo Curro le siguió un reportaje sobre los negocios a costa del Estado de Julio Ponce Lerou, el yerno de Pinochet; otro sobre el patrimonio de la hija del general y un tercero sobre el origen de la casa de descanso que la familia había construido en El Melocotón, en las cercanías de Santiago. Desde ese verano no hubo respiro. Ni para ella ni para el régimen. Por primera vez la Justicia admitió una querella contra el mismísimo Augusto Pinochet por fraude al Fisco. Unos días antes, el general había acusado “una campaña difamatoria contra mi persona y mi familia”.
No sólo fueron palabras, por cierto. Cauce consignó seguimientos y amenazas contra sus periodistas. También hubo burdos actos de censura. En los días previos a la aparición del reportaje de la casa de El Melocotón, el gobierno suspendió la circulación de todas las revistas que no le eran favorables. Luego permitió que volvieran a circular, pero no pasó mucho tiempo para que aparecieran con fotos censuradas, en un espacio encuadrado en blanco, por orden del jefe de zona en Estado de Emergencia.
La tolerancia del régimen se colmó con la entrevista a Gustavo Leigh, defenestrado general golpista, quien criticó duramente a Pinochet y lo acusó de tener “una ambición ilimitada”, de “eliminar sistemáticamente” a personas a quienes “considera peligrosas” y de que “sólo se mantiene (en el poder) por la fuerza”. Publicada en junio de 1984, la entrevista provocó tal revuelo que su autora, Mónica González, fue detenida por orden de la jueza Marta Ossa, por negarse a entregar los audios.
Al día siguiente, después de pasar la noche en la cárcel de San Miguel, la quinta sala de la Corte de Apelaciones reconocía el derecho de la periodista al secreto profesional y ordenaba su liberación, la que se dilató por otros cuatro días.
En esos tiempos el periodismo era una profesión al límite, de un cigarrillo tras otro, de trasnoches martillando una máquina de escribir y teléfonos que suenan de madrugada para lanzar insultos y amenazas anónimas. En ese contexto la censura era lo de menos. También la cárcel. La vida pendía de un hilo con cada publicación. Cada publicación podía ser la última. Esa sensación de vulnerabilidad y temor se acrecentó a partir de ese día de fines de agosto, en que un hombre de bigotes y aspecto desaliñado entró a la revista y preguntó por Mónica González. Decía ser un agente de la dictadura que quería contar todo lo que sabía y había hecho, que era mucho.
Después de cerciorarse de que ese hombre no portaba armas, Mónica González lo condujo a una oficina de la revista. Cerró la puerta por dentro y preguntó:
–¿Qué me quiere contar usted?
–Sobre mi trabajo actual, nada. Yo quiero hablar sobre detenidos desaparecidos.
–¿Recuerda nombres?
–Sí. Los hermanos Weibel Navarrete, por ejemplo...
–Explíquese. Usted está muy nervioso y la carga emocional que ambos tenemos es grande. No será fácil este trabajo, pero es necesario que explique con detalles. Grabaremos todo y después veremos qué se publica. ¿Está de acuerdo?
–Me da lo mismo.
–Lo van a matar.
–Va a suceder, pero al menos hablé.
Lo que siguió fue una entrevista de varias horas en la que el agente Papudo, alias de Andrés Valenzuela Morales, contó todo lo que sabía de un organismo de inteligencia militar hasta entonces desconocido. Formado por funcionarios de la Fuerza Aérea, la Armada y Carabineros, el Comando Conjunto era una organización clandestina que rivalizaba con la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) en la persecución de opositores, no obstante usaba las mismas técnicas: detenciones ilegales, tortura, muerte y desaparición de personas.
Frente al relato de ese hombre que “olía a muerte”, la periodista no terminaba de convencerse. Temía ser objeto de una operación de los servicios de Inteligencia, que la tenían en la mira y la habían amenazado por sus publicaciones. Pero a la vez, el relato de Papudo era tan exacto, poblado de detalles y nombres que ella conocía, que la llevaban a confiar en que la historia del agente arrepentido era cierta, por muy inverosímil que pareciera el modo en que había surgido. Un hombre que dice ser agente se presenta un día en las oficinas de Cauce –calle Huérfanos, entre Morandé y Banderas– y pregunta por una tal Mónica González. En su mano trae el último ejemplar de la revista, cuyo tema de portada –el caso del robo de un banco por parte de agentes de la CNI en Calama– había sido escrito por ella. Para no creérselo. Para sospechar, sobre todo. Nunca antes un agente arrepentido había confesado los crímenes.
Papudo entregó nombres de agentes y víctimas, de lugares y circunstancias en los que ocurrieron las detenciones y posteriores crímenes. Algunas de las víctimas habían sido amigos o conocidos de la periodista, que tuvo que hacer un gran esfuerzo para sobreponerse a las emociones –incluso náuseas– que le provocaba el relato.
–¿Estaba usted realmente consciente del trabajo que hacía?
–Sí.
–¿Cómo pudo hacerlo?
–Es una máquina que lo va envolviendo a uno hasta el punto de la desesperación, como me ha ocurrido a mí ahora. Sé que en este momento me estoy jugando la vida. Yo sé que quizás mi familia no me va a acompañar. Ni siquiera están de acuerdo con lo que he hecho, pero tenía que contarlo. Me sentía mal, estaba asqueado. Como le decía, quiero volver a ser civil.
El testimonio de Papudo era un misil de alto impacto para la dictadura, que se había empeñado en negar sistemáticamente las denuncias de violaciones a los derechos humanos. Pero no era cosa de llegar y publicar ese testimonio. Además de verificarlo, había que alertar a los familiares de las víctimas, hacer las denuncias a la Justicia y resguardar la vida de Papudo, que había decidido desertar de la Fuerza Aérea, de la que era suboficial.
Lo que siguió fue una carrera contra el tiempo. Mientras la Vicaría de la Solidaridad iniciaba una operación para sacar del país a Papudo, la periodista trabajó en la verificación de los datos con el sociólogo José Manuel Parada, jefe de Documentación y Archivo de la misma Vicaría. También ayudó el profesor Manuel Guerrero, que ocho años antes había sido torturado por agentes del Comando Conjunto. En ese proceso surgió la constatación de que muchos de los militantes de izquierda que habían sido detenidos delataban a sus compañeros, incapaces de resistir las torturas prolongadas. Y no sólo eso: dos de ellos –Miguel Estay Reyno y René Bazoa, de militancia comunista al momento de su detención– habían terminado como agentes de la dictadura.
Aunque esto último era un asunto conocido por la dirigencia del Partido Comunista, nunca se había hecho público. Y menos aún, que lo hiciese un ex agente. Los máximos dirigentes del partido pidieron excluir ese capítulo del testimonio, pero la periodista –que seguía militando– se negó. Fue un quiebre definitivo. Abandonó el partido y tomó distancia de la dirigencia, encabezada por Gladys Marín.
Los tres meses que antecedieron a la publicación de la entrevista fueron de máxima tensión. La decisión de Papudo de hablar con una periodista demoró unos pocos días en llegar a conocimiento del gobierno y de quienes hacían el trabajo sucio. La periodista recibió múltiples amenazas y su casa fue allanada. Sus dos hijas ya habían regresado a Francia. Por seguridad, Mónica González deambulaba por casas de amigos. Además, había un problema adicional: para evitar que el testimonio de Papudo se diera a conocer, a comienzos de noviembre el gobierno decretó Estado de Sitio y ordenó la clausura de los medios de oposición, entre ellos Cauce, que despidió a todos sus periodistas.
La idea original era publicar la entrevista en The Washington Post, pero unos días antes, por un equívoco, llegó a manos de un periodista chileno residente en Venezuela que gestionó su publicación en un diario de ese país, sin la autorización de la autora. La entrevista a Papudo apareció en El Diario a comienzos de diciembre de 1984, como una saga de tres entregas. La publicación comenzaba con una advertencia: “Hay fundado temor por la vida de Mónica González. Es de esperar que esa entrevista convenza a la CNI de que ya no vale la pena asesinarla”.
La venganza no tardaría en llegar de un modo inesperado: en marzo, tres profesionales comunistas eran degollados por un comando de Carabineros. Entre las víctimas estaban Manuel Guerrero y José Manuel Parada, quienes habían colaborado en la corroboración del testimonio de Papudo. En el comando asesino participó Miguel Estay Reyno, el Fanta, mencionado por Papudo como uno de los militantes comunistas que había pasado a colaborar activamente con la persecución y muerte de opositores de izquierda.
Devastada por el degollamiento de los tres militantes comunistas, a dos de los cuales conocía de cerca, sin trabajo, con la muerte pisándole los talones, Mónica González partió a Francia en abril de 1985. Estaba a salvo, pero no bien llegó a París, donde se reencontró con sus hijas, comenzó a planear el regreso.
A José Carrasco lo conocía desde sus tiempos de estudiante de periodismo. Ella asistía a clases en la escuela de la Universidad de Chile, ubicada en la calle Doctor Johow, y solía dejar a su hija Andrea con la secretaria de Mario Planet, que era pareja de Carrasco. En la práctica, algunas veces era Carrasco quien cuidaba a la niña mientras su mamá estaba en clases. Desde entonces surgió una amistad que quedó interrumpida por el exilio. Se reencontraron hacia 1984: él llegaba a Chile cuando ella volvía al periodismo. A mediados del año siguiente, apenas regresó de París, él la recomendó como periodista en Análisis, la revista donde era editor internacional. Aceptó con la condición de que pudiera trabajar con Edwin Harrington, que también había sido despedido de Cauce tras su clausura.