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CORRUPTORADO
Bajo rostros cordiales y encantadores se ocultan obscenos intereses… Esta obra propone enriquecer el panorama moral y social respecto de las clases corruptas y conduce a los lectores desde la raíz de las formas de razonar del corrupto hasta su pérdida de escrúpulos. De forma llana y clara la autora describe el origen histórico de este flagelo y expone las principales teorías filosófico-humanistas al respecto, insistiendo en la inaplazable necesidad de que nadie quede excluido de este debate.
Mónica Beatriz Bornia es catedrática de Filosofía del Derecho e Introducción al Derecho de la Universidad Nacional de La Plata en grado y posgrado, donde también es profesora en el curso Administración Pública y Corrupción, en el Doctorado en Ciencias Jurídicas y en la Especialización de Abogados del Estado. Abogada y doctora por la misma universidad. Entre sus publicaciones se encuentran Introducción al Derecho. Sus temas (2005), Argumentación y corrupción. La norma perversa (2015) y Administración pública y corrupción (2017).
MÓNICA BEATRIZ BORNIA
CORRUPTORADO
El origen de las clases corruptas
Índice
Cubierta
Acerca Corruptorado
Portada
Animalidad o humanidad
Nacimos para ser buenos
Pienso, luego soy moral
Receta para ser un buen ser humano
El bien es enseñable
Clases de gente en Roma y en Atenas
Lujo y elites como criterio moral
El timing de la ostentación
El culto de la pobreza y la culpa al rico
Pan y circo, la corrupción del pueblo
La movilidad de clases en Roma: Nobilitas y homines novi
La envidia como origen de la corrupción
El uso político de la envidia: la distribución de favores desiguales
El que es bueno la pasa mal
Valerosos ayer, nos corrompen hoy
El poder corrompe
Comportamiento de las clases corruptas
Los elegidos
Las virtudes hipócritas en tiempo real
El corruptorado como nueva clase social
Insignificancia de la autoridad moral
Todos los días nace un corrupto
El club de la corrupción
La indefensión aprendida del honesto y el imperativo ético: “Hágase usted cargo”
Las opciones que tenemos en el mundo
Necesidad de un nuevo humanismo
Conclusión: confiemos en nosotros
Bibliografía
Créditos
En este libro nos interesaremos por descubrir el origen de la corrupción como “clase social y antijurídica”. Viajaremos en el tiempo para sondear en lo más profundo de la razón humana, para tratar de ubicar las causas y motivaciones que, en todos los tiempos y en todas las clases sociales, han posibilitado y facilitado instalar y perpetuar la dinámica de un fenómeno que cambia, pero no desaparece. Trataremos de entender los mecanismos de cooptación y adhesión, el rol de la envidia como motor de la acción y la confusión teleológica que lleva al ser humano a legitimar medios espurios para sus fines.
Realizaré un pasaje histórico y filosófico que me permita desplegar las distintas doctrinas que han intentado explicar el fenómeno en cada etapa.
Espero poder elucidar la paradoja implicada en admirar trayectorias o vidas que resplandecen a la sombra de su miserable y velado accionar.
Animalidad o humanidad
Para Max Scheler, esta discusión gira en torno a tres ideas generales y totalmente irreconciliables entre sí, la primera proveniente de la tradición judeocristiana (Adán y Eva, la creación, el paraíso, la caída). La segunda arraiga en la antigüedad clásica, el ser humano consciente de sí mismo se eleva y entonces es humano porque posee “razón”, así como el universo posee una “razón sobrehumana”, de la cual solo el género humano participa. La tercera entiende al ser humano como un producto tardío de la evolución del planeta Tierra, que solo se distancia de los animales inferiores por su grado de complejidad.
Para tratar de simplificar el tema –como ya sostenía Aristóteles–, diremos que el humano contiene las tres vidas: vegetativa (propia de las plantas), sensitiva (propia de los animales) y racional (propia de las personas). Pero es justamente este último punto el que separa las opiniones respecto de la naturaleza humana.
La diferencia entre el ser humano y el animal inferior, ¿es una cuestión de grados, o existe una diferencia esencial entre ambos? Según la respuesta que demos a este interrogante, será la ubicación del género humano en el cosmos.
Para Charles Darwin y Jean-Baptiste Lamarck, al ver en la persona humana el mayor grado de evolución, no encuentran en aquella conexión alguna con lo metafísico, es decir, con el fondo del universo.
Al decir de Scheler ambos se equivocan, en sus palabras: “Y denominaremos persona al centro activo en que el espíritu se manifiesta dentro de las esferas del ser finito, a rigurosa diferencia de todos los centros funcionales «de vida», que, considerados por dentro, se llaman también centros «anímicos»”.1
La diferencia entre hombre y animal inferior estaría así en que el primero es un ser “espiritual”, y se entiende por tal un ser independiente, libre y autónomo frente a la presión de lo orgánico, de la vida. Es decir, puede luchar contra la inteligencia impulsiva, pues él es capaz de construir su “mundo” y así, al decir del autor, el hombre es un ser “abierto al mundo” y, en esta apertura, la expansión será ilimitada. Según Ortega y Gasset: “el hombre es un constructor nato de universos posibles”.
1. Max Scheler, El puesto del hombre en el cosmos, Buenos Aires, Losada, 2003, p. 61.
Nacimos para ser buenos
Para Kant la vida moral está signada por tres interrogantes: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo esperar?
Nos interesa aquí la segunda pregunta: ¿qué debo hacer?, el filósofo nos dice la respuesta: “aspirar a poner en práctica la idea del mundo moral que solo existe en nuestra conciencia. Ocuparnos de esta tarea además nos conducirá a la felicidad, o más bien nos hace dignos de ella, pues mereceremos ser felices”.
Claro está, no encontraremos la felicidad en la vida sensible, pues en esta existe la antinomia entre felicidad y moral, una contradicción de apariencias. Hallaremos la felicidad cuando concretemos nuestra nueva naturaleza: la racional, la que nos corresponde por ser humanos. Solo en el mundo inteligible lo contradictorio se resuelve precisa y rigurosamente.
Bertrand Russell considera que el enfoque relativo a las cuestiones que debe tratar la moral no es correcto. Estima el autor que la generalidad de los filósofos aborda el tema como concerniente a la “conducta humana”, y se pregunta: ¿qué tipo de acciones deben realizar los humanos? Y ¿qué tipo de acciones deben evitar? Cuando en realidad el fin de la ética es descubrir las proposiciones verdaderas respecto de las cuales juzgaremos las prácticas (la conducta).
La postura del autor es fácil de ejemplificar: si se nos dice que debemos decir la verdad (acción/conducta), siempre podemos exigir una razón para tal exigencia, se nos dirá que el “no mentir” genera confianza y afianza la amistad. Si preguntamos por qué debemos procurar generar confianza o amistad, se nos dirá que son cosas buenas, que nos conducirán a la felicidad, la cual es buena.
Aquí comienza la tarea del filósofo en cuanto a arrojar luz a cuestiones, a primera vista, circulares. El hombre suele preguntar por qué cuando no está convencido, y las proposiciones que le demos por respuesta harán que la creencia sea más o menos razonable. Las proposiciones pueden ser probadas por otras, pero llegados al inicio del razonamiento no nos quedará más que empezar por algo que solo sea supuesto.
Así las cosas, ante la imposibilidad de la prueba de la bondad de algo, solo nos queda deducirla a fuerza de su obviedad fundamental, aquella que postula que llamemos buenas a las conductas que son un medio para otras cosas que son buenas “en sí mismas” (in se) y aquí terminaría el razonamiento, lo cual poco consuelo es.
Antes de ocuparse de la conducta humana, la ética debe así dejar muy claro qué entenderemos por bueno y qué, por malo. Las ideas de bien y mal son de las más simples, en cuanto a que casi todo ser humano maneja, aunque sea, una mínima idea respecto a cada una de ellas. Claro que lo complejo aparece cuando queremos indagar qué entiende cada uno cuando se refiere a bien y a mal, y cuándo en ese derrotero queremos definir ambas palabras.
Un prejuicio que debemos disolver si queremos avanzar en algo es aquel que sostiene que toda idea debe poder definirse para poder ser inteligible. Esto es un error, pues si lo reflexionamos en profundidad podremos dar cuenta, en nuestra experiencia personal, de infinidad de ideas que dominamos, pensamos, sentimos, de las que nos damos perfecta cuenta de su existencia y que, sin embargo, nos es imposible definirlas; lo que no quiere decir que no las tengamos en nuestro entendimiento.
Podrán argumentar los utilitaristas que nada es bueno o malo en sí mismo, sino que lo que es bueno para mí puede ser malo para ti, por ejemplo el sufrimiento que una persona puede desear para otra. Pero justamente consideramos errónea esta visión, pues no nos interesa una visión “personal” de lo bueno y de lo malo, ya que la ética debe tener un sentido impersonal. Lo bueno y lo malo filosóficamente no pueden salir del campo de la lógica: si estamos diciendo que lo bueno postula que una cosa deba existir, sería ilógico que fuese bueno que exista para mí y malo para otro, pues lógicamente, uno de los dos estaría en un error.
Pienso, luego soy moral
Para Kant el estudio de la filosofía se divide en dos partes: la teórica, como filosofía de la naturaleza, y la práctica, como filosofía moral. La práctica recibe su nombre de la razón práctica, aquella que contiene el concepto de libertad.
Él postula que somos seres morales llamados a realizar “juicios”, esto es, la facultad de pensar lo particular como contenido en lo universal, capacidad de relacionar y de subsumir. El ser humano puede hacer así juicios morales, pues posee entendimiento. Este posibilita al hombre conectarse con lo que en él hay de suprasensible, es decir, con el concepto de libertad.
Como diría el filósofo, hay una realidad evidente que la naturaleza no da nada en vano.2 Si el ser humano puede realizar juicios, es porque es un ser llamado a la moral, de allí que su conducta siempre está sujeta a su escrutinio y al de sus pares. Si bien el ser humano integra la naturaleza, el fin de esta debe ser buscado fuera de ella, es decir, en el mundo suprasensible; y el único capaz de realizar estos juicios es el ser humano, único con conciencia de su libertad y, por ende, con conciencia del deber.
En el mundo solo hay una especie única de seres capaces de representarse y de anhelar fines, apartándose de la naturaleza como instinto: esa es la especie humana, el hombre es el único que accede a lo suprasensible (libertad).
Del hombre, pues (e igualmente de todo ser racional en el mundo), considerado como ser moral, no se puede ya preguntar más por qué (quem in finem) existe. Su existencia tiene en sí el más alto fin; a este fin puede el hombre, hasta donde alcancen sus fuerzas, someter la naturaleza entera, o, al menos, puede mantenerse sin recibir de la naturaleza influjo alguno que vaya contra ese fin.3
Para hablar de ética, es preciso descubrir cuáles son las raíces antropológicas de la moralidad, porque es imposible dar razón del fenómeno moral sin preguntarse por el modo de estar del ser humano en el mundo.
Diremos que todo ser humano se ve obligado a conducirse moralmente, porque está dotado de una “estructura moral”.
Esto nos permite comportarnos de forma moralmente correcta en relación con determinados contenidos morales, o bien, de forma inmoral con respecto a ellos.
Mientras que los animales inferiores responden al medio, gracias a su dotación biológica, la cual se produce de forma automática, en el ser humano, la respuesta no se produce de esta forma; y en esta no determinación de la respuesta se origina el primer momento básico de la libertad. Y no solo porque la respuesta no viene ya biológicamente dada, sino también porque, precisamente por esta razón, se ve obligado a justificarla.
Para elegir una posibilidad, el ser humano ha de renunciar a las demás y, por eso, su elección debe ser justificada; es decir, no le viene dada naturalmente, por ello la justifica. Lo que en el animal era automático, en el ser humano es justificación activa, y esta necesidad de justificarse lo vuelve necesariamente moral.
2. Immanuel Kant, Crítica del juicio, Ciudad de México, Porrúa, 1997.
3. Immanuel Kant, Crítica del juicio, p. 365.
Receta para ser un buen ser humano
Para Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, solo quienes sienten una amigable disposición hacia sí mismos serán capaces de amar a los demás, mientras que quienes no sienten ningún afecto por sí mismos carecen de conciencia compasiva hacia sus propias penas y alegrías. Esta imbricación de uno con el otro se conoce como amistad.
El siglo XVIII será el período de la sensibilidad; así el ser humano digno de elogio y del que hablarán las letras será caracterizado como: “príncipe”, “hombre de Estado”, “General”, “honrado comerciante”, “buen amigo”, “vecino caritativo y hospitalario”, “fiel y prudente consejero”, “esposo tierno” y “padre cariñoso”.
La política cultural de época denota, en todas sus manifestaciones, la intención de “educar” al público lector en las virtudes de la mansedumbre, la sencillez, la decencia, la no violencia, la caballerosidad y el afecto conyugal: “Largo tiempo he abrigado la ambición de convertir la palabra «esposa» en el nombre más agradable y encantador de la naturaleza”, podía leerse en el periódico Spectator como muestra de un periodismo que ejercía como política cultural educar deliberadamente al público lector en determinadas virtudes.4
En todos los tiempos, el gran tema de la sociedad fue cómo hacer que el ser humano se conecte con responsabilidades y obligaciones morales, si lo suponemos egoísta por naturaleza. Algunos eticistas han instalado que deberíamos ubicar la facultad “solidaria” en el interior de cada ser humano y suponerla existente como el instinto de conservación o el hambre.
Para Eagleton, la virtud no despierta hoy gran interés en la sociedad: frugalidad, prudencia, castidad, autodisciplina, puntualidad, diligencia, entre muchas otras, no resultan atractivas. La moralidad se ha tornado burguesa, para que adhiramos a ella hará falta una motivación atractiva, que no estaríamos cerca de encontrar.
Si nos remontamos a tiempos homéricos, lo “bueno” se vinculaba con las virtudes de un “noble”, el cual, para cumplir su rol social, debía ser valeroso, hábil, rico, y en tiempos de paz, debía cultivar el ocio. La forma de juzgar la virtud en el hombre en aquellos tiempos era mediante la pregunta respecto a su accionar, pues llamar a un hombre valiente era informar a los oyentes sobre qué clase de conducta se podía esperar de él.
Advierte Alasdair MacIntyre que la “virtud” (aquello que lleva a lo “bueno”) es lo que el ser humano bueno posee y practica; es su habilidad. Pero lo que es la virtud y lo que constituye a alguien bueno ha llegado a ser conceptualmente problemático, pues el conservador moral y político siente que puede dar a sus palabras una connotación fija, pero los deslizamientos en el significado de las palabras se producen con asombrosa facilidad y frecuencia.
Los sofistas sostenían que lo bueno de un ser humano consistía en una buena actuación como hombre en una ciudad-Estado, eso era tener éxito, impresionar en la asamblea y en los tribunales; para ello era necesario adaptarse a las convenciones dominantes sobre lo justo, recto y conveniente. Todo esto, claro está, con el fin de influir con éxito sobre los oyentes. De este modo, no hay un criterio de virtud, más que su medición por el éxito, tampoco hay un criterio de justicia, excepto las prácticas dominantes en cada ciudad.
Pese al antagonismo evidente entre los sofistas y Sócrates, tienen un punto en común: ambos entienden que la virtud es “enseñable”. Será Platón quien completará a su maestro al considerar que el conocimiento de estos extremos se encuentra presente en nosotros y que solo deben ser dados a luz con la ayuda de un filósofo.
Más claridad llegará con Aristóteles. Mientras que para un sofista no existe nada bueno en sí mismo, más que la obtención por un hombre de lo que quiere, para Aristóteles y Sócrates “nadie yerra voluntariamente” porque nadie elige por su propia voluntad algo que no sería bueno para sí. No se puede así divorciar lo que es bueno para una persona de lo que es bueno simpliciter.
A Platón le interesará saber qué es lo que, en una acción o en una clase de acciones, nos hace llamarlas justas. No quiere una nómina de acciones, sino un criterio para incluirlas o excluirlas de semejante nómina. Definir una acción en términos de “hacer el bien” no será en este sentido muy iluminador.
Para los griegos, los términos aluden a objetos del mundo inmaterial (las formas), el estudio del significado de los términos corresponde a los filósofos, pues ellos, a través de una preparación en la abstracción, han aprendido a relacionarse con las formas. Así solo ellos tienen posiciones morales y políticas genuinamente fundamentales. Su preparación se efectúa sobre todo en la geometría y en la dialéctica. La dialéctica entendida como un proceso de demostración racional, que constituye un desarrollo del diálogo de la interrogación socrática. A partir de una proposición que ha sido puesta en consideración, se asciende en la búsqueda de justificaciones por una escalera deductiva hasta alcanzar la indudable certeza de las formas (EL BIEN).
4. Terry Eagleton, Los extranjeros, Madrid, Paidós, 2010, p. 45 y ss.
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