Comuneros

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Z serii: Mecanoclastia #11
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COMUNEROS

EL RAYO Y LA SEMILLA (1520-1521)


MIGUEL MARTÍNEZ

COMUNEROS

EL RAYO Y LA SEMILLA (1520-1521)

PRÓLOGO DE XAVIER DOMÈNECH


MECANOCLASTIA, 11

Primera edición en Hoja de Lata: marzo del 2021

Primera reimpresión: abril del 2021

Director de la colección Mecanoclastia: David Becerra Mayor

© Miguel Martínez García, 2021

© del prólogo: Xavier Domènech, 2021

© de la imagen de la portada: Puri Salví, 2021

© de la fotografía de la solapa: Lorena Uribe Bracho

© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2021

Hoja de Lata Editorial S. L.

Avda. Galicia, 21, 4.º E, 33212 Xixón, Asturies [España]

info@hojadelata.net / www.hojadelata.net

Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu

Corrección: Olaya González Dopazo

ISBN: 978-84-16537-74-7

Producción del ePub: booqlab


Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

A María y Toni, comuneros veteranos, tradición rebelde

Había

vértigo y luz en las arterias del relámpago,

fuego, semillas y una germinación desesperada.

Antonio GAMONEDA, Canción errónea

ÍNDICE

Prólogo

Introducción

1. La revolución

2. La tradición rebelde

3. El rostro de la Comunidad

4. La república plebeya

5. Pensamiento comunero

6. Derrota y resistencia

7. Legados comuneros

Epílogo. Canto de esperanza

Apéndices

Personajes

Cronología mínima de las Comunidades

Bibliografía

Notas

PRÓLOGO

A hora que se cumplen quinientos años de la revolución comunera, de ese intento de 1520-1521 de poner «el cielo patas arriba», este libro de Miguel Martínez pretende, en sus humildes palabras, ofrecer una historia legible y manejable de lo que fue ese mojón histórico que marca nuestra contemporaneidad. Pero en realidad es mucho más que eso.

Decía Walter Benjamin que «no es que lo pasado arroje luz sobre el presente, o el presente sobre lo pasado, sino que la imagen es aquello en donde lo que ha sido se une como un relámpago al ahora. […] Mientras que la relación del presente con el pasado es puramente temporal, continua, la de lo que ha sido con el ahora es dialéctica». Con cada nuevo presente vivido, el pasado, aquello que le preguntamos, aquello que vemos ahora y no antes, aquello que actualizamos sacándolo del contínuum histórico, cambia. Es el salto del tigre dialéctico en el que se inscribe Comuneros. El rayo y la semilla. Un libro que parte críticamente tanto de la lectura atenta de clásicos como Las comunidades de Castilla de José Antonio Maravall, publicado en 1963, o La revolución de las comunidades de Castilla, que vio la luz en 1970, de Joseph Pérez, como de toda la renovación historiográfica posterior que llega hasta nuestros días. Pero es también un libro que tiene como base una relectura de las fuentes y una inmensa erudición que le permite una enorme finezza para rescatar de ese cristal concreto de nuestra historia la globalidad de todas las líneas de tensión que contiene.

Todo ello le permite una mirada que va mucho más allá del relato de los hechos, para que estos puedan brillar en todas sus dimensiones. Aunque ello no es óbice para que por sus páginas se sucedan referentes comuneros dignos de cualquier imaginación romántica y revolucionaria, como fueron Juan de Padilla, Juan Bravo o Francisco Maldonado, personajes impactantes que laten en el texto con toda su fuerza, como en el caso del obispo Antonio de Acuña, soldado, tribuno, un «Lenin togado, Trotsky del Renacimiento». En definitiva, un Savonarola armado, como concluye el autor, que, ante las protestas, porque ya no quedaban frailes para oficiar la eucaristía, al encontrarse ocupados en la defensa de la revolución, contestaba que «no era mala misa morir por la república y estar en servicio de la Santa Junta». También en este sentido reluce el liderazgo de María Pacheco, la Leona de Castilla, precisamente cuando la suerte comunera parecía ya echada, en un relato que intenta rescatar también las voces de las mujeres comuneras. Y es que este es un libro que, más allá de los bocetos que nos deja de sus distintas personalidades, tiene una clara voluntad de inscribirse en la historia no solo de los de abajo, del pueblo menudo, sino claramente desde abajo, de cuando aquellos que se quiere condenar en el pasado y en el presente, aun sea por la mirada condescendiente de la posteridad, irrumpen con una fuerza que hace imposible convertirlos en meros susurros de la historia. Una mirada que se realiza desde abajo, no introduciendo los sujetos subalternos en la historia, sino transformando con ellos toda su construcción, que se alarga en el tiempo analítico hacia atrás de la propia revolución y hacia delante de la misma.

Las comunidades son enmarcadas en una larga tradición de revueltas, de Tradición, revuelta y conciencia de clase (como se tituló la agrupación de los trabajos de E. P. Thompson a principios de la década de los ochenta del siglo pasado), donde costumbres y revolución establecen una dialéctica más compleja de lo que una mirada demasiado impregnada por la modernidad como ideología a veces hace suponer. Pi y Margall afirmaba siglos después de la revuelta comunera, en el inicio de una de sus primeras obras políticas, La reacción y la revolución, marcada en parte también por el legado comunero resignificado en el XIX, que tomaba la pluma «para demostrar que la revolución es la paz; la reacción, la guerra». Y es que, al igual que en L’Ordine Nuovo gramsciano, la revolución a veces se presenta bajo la faz de la construcción del orden cuando el statu quo es ya solo caos. Por ello este libro muestra a los sectores populares que desataron la revolución comunera en un delicado equilibrio entre lo viejo y lo nuevo, donde lo nuevo es tal precisamente por lo viejo. Una imagen y análisis que hace difícil ver el Antiguo Régimen como un momento de ensimismamiento de las clases populares en un mundo de referencias cerrado, donde se ha querido condenar «al pobre tejedor de medias, al tundidor ludita, al “obsoleto” tejedor de telar manual, al artesano “utópico”, e incluso al iluso seguidor de Joanna Southcott» desde «la enorme prepotencia de la posteridad», tal como denunciaba de nuevo E. P. Thompson. De hecho, el dibujo sobre el dinamismo comunicativo, cultural y político de las bases sociales comuneras que nos ofrece este libro, donde los comuneros luchaban contra la privatización feudal de los bienes comunes y no por un nuevo orden burgués, conecta con el libro póstumo de Josep Fontana, Capitalismo y democracia. Para este último, el nacimiento del capitalismo no sería producto tanto del ascenso y dinamismo burgués como de la reacción y expolio ante los campesinos y trabajadores de oficio, que estarían erosionando mediante un crecimiento alternativo, en gran parte basado en los bienes comunes, al viejo feudalismo.

Es en esta mirada donde el libro realiza un enorme esfuerzo, salvando el problema de unas fuentes que en gran parte fueron construidas por los enemigos de las comunidades, para, como quería Paul Éluard, «mostrar a la multitud y a cada hombre en detalle, con lo que lo anima y lo que lo desespera». Para ello reconstruye la morfología urbana, comunicativa, cultural e imaginaria de los protagonistas de la revolución comunera, que a su vez se conecta con las revueltas anteriores de los irmandiños de Galicia o las coetáneas Germanies del País Valenciano. Proceso en el que, más allá de la imagen patricia de las comunidades, emerge su realidad popular, en una dialéctica que enlaza cuidadosamente la múltiple convergencia de clases y sectores (trabajadores y trabajadoras, artesanos, universitarios o sacerdotes) que se dio bajo el fenómeno comunero; pero teniendo en cuenta también que todos estos sectores devinieron en el conflicto en otra cosa, ya que «el sujeto comunero excedió a los intereses de cada uno de los grupos que en diferentes momentos se adhirieron a la causa. La identidad comunera se constituyó tal vez a partir del desborde de identidades sociales previamente constituidas. Y seguramente tuvo su principal combustible en una ambición de justicia que durante algunos meses resultó creíble para el bachiller salmantino, para el cardador segoviano y para el fraile dominico». Todo ello bañado de un agudo y creciente conflicto de clases, especialmente en los últimos días de la revuelta comunera, cuando los nobles decidieron aliarse con la monarquía para ahogarla en sangre, y de un inequívoco sabor republicano.

 

Cuando en los últimos meses de 1520 parecía que la historia se escribía con «la mano enorme y áspera del obrero, no con los dedos finos y enguantados del noble», tal como afirmaba William Newton, o, dicho en palabra de hoy, cuando el miedo había cambiado de bando, se dibujaba ya el carácter republicano del movimiento comunero. Tal como nos detalla el libro, el juntismo confederal, forma de organización que marcará las alternativas democráticas y republicanas del siglo XIX, reclamaba una nueva institucionalidad democrática y republicana. Esta incluía la rendición de cuentas, la transparencia pública, las auditorías, la revocabilidad de los cargos, la soberanía de las Cortes por encima de la monarquía, reforma de la justicia y de la fiscalidad y retorno de todos los bienes comunes privatizados. Es en este marco en el que Miguel Martínez no duda en inscribir a la república plebeya de los comuneros, de una modernidad sobrecogedora, como señala el autor, en la tradición secular del republicanismo; tanto en la recuperación de los clásicos de la Antigüedad, realizada por la simiente intelectual castellana que impregnó la revolución, como en su conexión con el republicanismo humanista italiano coetáneo que ofrecía un modelo de referencia para la revolución comunera. Aquí las conexiones que realiza el autor con el pensamiento de Maquiavelo en el marco de la tradición republicana muestran una delicada finezza. No en vano el autor de la Historia de Florencia muestra cómo la lucha de clases, la democracia y la batalla antioligárquica pueblan también las páginas de una «modernidad» avant la lettre (o nos muestran cómo la modernidad, a pesar de sus pretensiones, no fue tan «moderna» como se supone). Un republicanismo en todo caso donde los comuneros reformularon los conceptos de libertad, democracia e igualdad en una declinación propia.

Francisco Fernández Buey, pensador castellano-catalán, en su obra —demasiado olvidada— de 1995, La gran perturbación, nos mostraba cómo en la controversia entre De las Casas y Sepúlveda en el Valladolid del siglo XVI, poco después de la propia revolución comunera, se declinaba también la posibilidad de una vía alternativa de la modernidad. En este caso, en el debate sobre la suerte de los indios americanos en el nuevo Imperio español, se puso en juego un concepto de alteridad, de asunción del otro, alternativo al de la «tolerancia» eurocentrista ilustrada que acabó por ser hegemónica en la legitimación de los imperios europeos. En este mismo sentido, Miguel Martínez nos muestra aquí una vía alternativa de republicanismo confederal propiamente castellano. Pero la coincidencia entre ambas obras, la de Buey y la de Martínez, va más allá de este intento de lectura y rescate de una tradición propia castellana, ya que los dos se enfrentan también a un problema común: la construcción del Imperio, o, mejor dicho, la construcción de la nación española, como nación imperial hacia dentro, hacia las comunidades, y hacia afuera, hacia los pueblos colonizados. Y en este sentido, este trabajo, en mi opinión, también es una respuesta a la tradición imperial, que tiene como último y grotesco defensor libros como Imperiofobia y leyenda negra, de María Elvira Roca Barea. Están en juego aquí varias vías alternativas a los caminos que llevaron a la modernidad española.

La revolución comunera se sitúa en una de las grandes encrucijadas de la historia de España con la llegada al trono de Castilla de Carlos I de España y V del Sacro Imperio y en el proceso de construcción de una monarquía que se ha pretendido universal. En este sendero, a Castilla se le reservó, en gran parte en una tradición intelectual construida posteriormente a finales del siglo XIX, el destino histórico de construir esa España imperial. A cambio debía vaciarse ella misma. Ello empieza como un expolio, expolio que fue precisamente el detonante de la revolución comunera. En este sentido, en ese año cero del Imperio, estaba en juego la «España vaciada» actual en un momento en el cual, como nos recuerda Miguel Martínez, «la España vacía estaba llena de gente», como también estaba en juego la posibilidad de otra Castilla de carácter confederal y mutatis mutandis de una España plurinacional. La derrota final de los comuneros fue entonces el prólogo de la construcción de un Estado que negaría finalmente las libertades del resto de los viejos reinos y la posibilidad futura de una construcción multinacional. Castilla devendría así periférica primero respecto del Imperio y finalmente de ella misma.

No hubo relación entre Nación e Imperio, como entidades separables, sino construcción como nación imperial, y de allí sufre la criatura cuando se pretende hacernos ver la construcción nacional española como un pacto contractual cívico incluso en 1812. El «año cero» de la nación española, tal como se le ha atribuido a una construcción nacional que en realidad es muy posterior, se estableció en 1492 con el «descubrimiento de América», celebrado con los fastos socialistas de 1992 como «encuentro de civilizaciones», y el fin de la «reconquista» en Granada, acompañada de la expulsión de judíos y moriscos que se negaran a ser convertidos. La revolución comunera posterior impugnaba este nuevo Estado imperial en su génesis. Es por este motivo que una parte de la tradición intelectual española, desde Menéndez Pelayo a Ortega y Gasset, reniega de la historia comunera en la medida en que pudo suponer un cortocircuito a esta construcción. No en vano, como nos recuerda Miguel Martínez, el intelectual fascista Ramiro Ledesma situaba a los comuneros como un elemento retrógrado en relación con la vocación y destino histórico imperial de España, tampoco por ello nada hay de extraño en que Manuel Azaña vindicara esa memoria para construir una alternativa republicana. República e Imperio siempre han marcado, como en la antigua Roma, una oposición fundamental. Para el autor de este libro la fecha primigenia del relato histórico español debería avanzarse de 1492, año de nacimiento de la futura base imperial, a 1520, en los orígenes de la revuelta comunera, ya que para él: «Para España, en concreto, es catastrófico seguir aferrándose al momento imperial como monumento nacional». Toman en este marco otro sentido las palabras que una crónica pone en boca del obispo Antonio de Acuña, al afirmar que los comuneros luchaban «no por conservar soberbiamente la tiranía, como esos, sino por la libertad», ya que de ellos dependía «que los pueblos de España puedan ser libres y florecientes o hayan de someterse al perpetuo escarnio de unos pocos».

Es en este marco en el que se comprende que la represión que se cernió sobre los comuneros, tal como nos muestra este libro, fue mucho más amplia, sangrienta y prolongada de lo que se ha supuesto comúnmente. Se extendió además no solo a sus protagonistas, sino también a su rastro documental y a sus lugares de memoria; se trataba de que su simiente despareciera de la faz de las tierras de Castilla y España. Pero «igual que flores que tornan al sol su corola», la memoria comunera renació en cada nuevo momento donde parecía otra vez posible «poner el cielo patas arriba», así fuera durante las revoluciones del siglo XIX o en las sociedades secretas comuneras, como en la I República o en el morado, atribuido a los comuneros, de la bandera de la II República. En realidad, este libro no solo nos habla sobre lo que fue, lo que es, sino también sobre lo que podría haber sido, como rayo y semilla, lo que aún podría ser; nos habla de la «flaca fuerza mesiánica sobre la que el pasado exige derechos», propia de la tradición benjaminiana que «como a cada generación que vivió antes que nosotros, nos ha sido dada». Así, el autor apunta que «a día de hoy, la memoria comunera parecería llamada a jugar un papel importante en la articulación identitaria e institucional de la España de la plurinacionalidad, la cogobernanza y las soberanías compartidas». Y es que siendo cierto que la revolución comunera y su simiente se dieron mucho antes que cualquier construcción nacional moderna, es desde sus cenizas desde donde se articuló una lógica de construcción del Estado español. Lógica que, en este sentido, la creación del Estado liberal del siglo XIX no transformó, sino que alimentó en la posterior encarnación de la nación. Lleva razón el autor. Pensar en una articulación alternativa, y en este caso, según el autor, plurinacional, presenta un déficit enorme cuando se quiere realizar a espaldas de Castilla. Y en todo ello, la semilla comunera aún tiene mucho que decir. Guarda también razón Miguel Martínez cuando afirma que «los comuneros jugaron bien con las escalas de lo local, pero sin caer en sus trampas, construyendo siempre estructuras supramunicipales y pensando políticamente en términos peninsulares y europeos». Para la tradición republicana, democrática, igualitaria, federal-confederal y plurinacional, el diálogo con los comuneros sigue siendo un suelo fértil.

Decía Pierre Vilar a un joven Josep Fontana, refiriéndose al trabajo de los hijos e hijas de Clío, que «no es una ciencia fría lo que queremos, pero es una ciencia». Este libro es un libro de historia, de buena historia, pero no cabe ninguna duda tampoco de que no es un texto frío en su intento de mostrar cómo la revolución comunera mantiene aún lazos ardientes con nuestro presente. Recientemente el líder del PP, Pablo Casado, en la sesión de investidura de julio de 2019, afirmaba que se encontraban «en el Parlamento de una vieja nación de cinco siglos de historia bajo las estatuas de los Reyes Católicos, delante de un escudo y la bandera que exigen respeto». Eran las mismas estatuas de las que hablaba uno de los grandes hacedores del galleguismo, Castelar, al explicar la imposibilidad federal en la II República, por acción de los juristas del Estado «vigilados por las estatuas de los Reyes Católicos». Y es cierto que esas estatuas se erigen ante toda la representación del Parlamento, pero si se fija la mirada hacia abajo y a la izquierda, podemos encontrar inscritos en la pared de esas mismas Cortes los nombres de los líderes comuneros Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado. Marcan en este sentido un hilo alternativo aún, precariamente, presente. Faltarían más nombres, muchos más, pero si de las cenizas de la revolución comunera se construyó nuestro pasado, de sus brasas, que arden todavía, se podría articular también en parte nuestro futuro.

Xavier DOMÈNECH

Barcelona, diciembre del 2020

INTRODUCCIÓN

Este libro trata de ofrecer una historia legible y manejable de la revolución comunera de 1520 al lector común de nuestro siglo. La de los comuneros fue una de las insurrecciones más importantes del Antiguo Régimen y un evento capital en la historia de España. En la primavera de 1520, las principales ciudades de Castilla se confederaron para hacer frente a los abusos de una corte corrupta que había expoliado el reino y de un monarca sobre cuya legitimidad y sobre cuyos planes existían demasiadas dudas. En ausencia del rey Carlos, una alianza cambiante entre un sector de las élites urbanas y el grueso del común ciudadano y campesino se plantó no solo frente al mal gobierno, sino también contra la alta aristocracia del reino, los grandes que habían acaparado, ilegítimamente, rentas y poder. Algunos conflictos venían de atrás y tenían que ver, entre otras cosas, con el régimen de representación y participación política en las ciudades castellanas. No era la primera vez que los castellanos se levantaban. Pero en esta ocasión, la rebelión era de unas dimensiones hasta entonces desconocidas y aspiraba a transformar la constitución política y material de Castilla. Las semillas de aquel rayo insurgente germinarían siglos después en un imaginario histórico que alimentó múltiples luchas revolucionarias durante los siglos XIX y XX.

 

La propia palabra revolución, metáfora procedente de la astronomía, se utilizó por primera vez en aquellos años para referirse a los hechos de las Comunidades. Es significativo que la lengua castellana la registre mucho más tempranamente que ninguna otra europea para nombrar acontecimientos que dan la vuelta al cosmos social y tratan de fundar un nuevo orden político. Fray Antonio de Guevara escribió elocuentemente contra «tan gran revolución como aquesta» de los comuneros. El cronista imperial Alonso de Santa Cruz, que también era cosmógrafo y daría cuenta detallada de los hechos de 1520, habló de «las revoluciones que andaban en Castilla». Y algunos años después un pueblo toledano recordaba el conflicto de las Comunidades como «la guerra de las revoluciones».1

Llamar a un suceso histórico revolución, como explica el historiador de las revoluciones Francesco Benigno, no es lo mismo que denominarlo revuelta, motín o alteración: estas serían, para la historiografía nacional-liberal, agitaciones momentáneas, rebeldías primitivas, convulsiones plebeyas destinadas a perecer. Una revolución, en cambio, da un volantazo al tiempo, instituye un orden y funda míticamente un momento histórico. Esta forma de conceptualizar un determinado pasado ofrece formas específicas de vivir nuestra relación con él. Por eso ni José Antonio Maravall ni Joseph Pérez, dos de los principales estudiosos de aquellos hechos, dudaron en considerar la de los comuneros como una revolución. Maravall, además, la insertó en un relato de la modernidad política que ha sido criticado por establecer continuidades tal vez demasiado insensibles a la diferencia de los tiempos históricos.2

El debate en torno al significado de las Comunidades ha sido intenso en los últimos dos siglos y, como no podía ser de otra manera, continúa abierto. Pero la idea de la insurrección comunera como revuelta de los privilegiados o como reacción medievalizante contra la modernidad imperial de Carlos ha sido sistemáticamente desmantelada y resulta hoy insostenible. Contra esa visión, que habían defendido algunos trabajos apresurados de Ángel Ganivet o Gregorio Marañón, ya argumentaron sólidamente Maravall, Pérez y Juan Ignacio Gutiérrez Nieto, que hizo visible la dimensión campesina y antiseñorial del levantamiento. Los estudios en profundidad de las comunidades de Toledo (Fernando Martínez Gil), Alcalá (Ángel Carrasco Tezanos), Valladolid (Beatriz Majo Tomé), Madrid (Carlos Cambronero, Juan Manuel Castellanos Oñate) o Tierra de Campos (Luis Fernández Martín), entre otros, confirmaron con fuentes locales la lectura general de esas tres visiones de conjunto. Pablo Sánchez León, sin embargo, planteó que se trataba más bien de una revuelta antiabsolutista que había logrado formas de articulación supraestamental. Máximo Diago Hernando ofreció una síntesis del movimiento que repasaba cada uno de los modelos explicativos de los trabajos clásicos, además de una serie de largos artículos sobre múltiples aspectos de las Comunidades. Hay discusión sobre el alcance de las ambiciones constitucionales de la Junta, el peso relativo de los diferentes grupos sociales, las motivaciones y los designios de algunos de sus protagonistas o las causas y las consecuencias del auge y caída de los comuneros. Pero no existe debate alguno, en la bibliografía especializada, respecto a la ampliación de los cauces de representación y participación política que supuso la sublevación, el protagonismo de los sectores populares o la trascendencia histórica de algunas innovaciones institucionales.3

De la audacia de aquellos días quedaron afortunadamente numerosos testimonios. La sistemática destrucción de los rastros documentales de las Comunidades, por orden del emperador triunfante, no logró borrar completamente la memoria comunera. Algunos de sus mejores testigos fueron enemigos acérrimos. Pero qué ilustres adversarios: humanistas como Pedro Mártir de Anglería o fray Antonio de Guevara, médicos socarrones como Francisco López de Villalobos, cronistas más o menos parciales como Pedro Mexía, Pedro de Alcocer, Alonso de Santa Cruz o Prudencio de Sandoval, entre varios otros. También hubo quien dejó testimonio desde una sensibilidad más cercana a la de los insurgentes, como el gran erasmista Juan Maldonado, el trinitario Alonso de Castrillo o el líder civil y decidido comunero Gonzalo de Ayora. En este libro, además de volver a recorrer compilaciones documentales como la fundacional de Manuel Danvila, o los procesos contra comuneros que se han publicado, se leen cuidadosamente y a contrapelo todas estas crónicas que trataron de dotar de sentido a aquellos hechos desmesurados.4

Se ha hecho un esfuerzo por dar voz a algunos de los protagonistas, por seleccionar los momentos más expresivos de las fuentes, los que mejor condensan los conflictos y las posiciones, la práctica política y las ideas comuneras. Se ha puesto más atención a la acción del común que a la reacción imperial, tratando de ofrecer esa mirada desde abajo que tanto fruto dio hace décadas para comprender la historia popular del Antiguo Régimen, y particularmente la de aquellas convulsiones que trataron de acabar con él. Estas páginas también ofrecen algunas reflexiones sobre las ideas y las prácticas políticas de la gente común en el siglo XVI, sobre los vocabularios y los imaginarios que permitieron en parte la insurrección, sobre los significados que los de abajo dieron a sus acciones y palabras en su lucha por la justicia y por una libertad un poco más igualitaria y un poco más fraterna.

Toda historia es un diálogo tenso entre las preguntas del presente y los rastros del pasado. Y este libro trata abiertamente de prolongar ese diálogo, de rescatar la revolución de 1520 del abismo de un tiempo completamente otro para hacerla inteligible e imaginable en el nuestro. Los restos documentales del pasado se recorrerán con el mismo rigor, espero, que cualquier libro de historia académica. Pero las preguntas de hoy, en lugar de mitigarse pulcramente con la retórica y los modos de aquella, resonarán tal vez más fuerte, subirán un poco de volumen. Se representará el drama de la revolución comunera para espectadores que solo conocen aspectos generales de la trama, al tiempo que se invita a pensar históricamente sobre la relación entre aquel pasado y nuestro presente.

Por el camino de la narración histórica, y sobre todo al final del recorrido, se señalizan las posibilidades de futuro que alberga el pasado comunero. Un movimiento que incorporó a los sectores plebeyos, urbanos y campesinos, a la vida política de la república. Un proyecto de inclusión política y sin duda constituyente, con aspiración ordenadora. Las diversas posibilidades de transformación que alumbró el movimiento comunero han apelado históricamente (y apelan hoy) a diferentes sensibilidades políticas. El liberalismo constitucional, el republicanismo, el socialismo democrático, el populismo, el castellanismo, el municipalismo, el federalismo: los comuneros tienen cosas que decir (o preguntas que hacer) a todas estas tradiciones. Su revolución, además, puede tener un lugar central en la construcción de una cultura histórica y una política pública del pasado tal vez más democráticas.

El enfoque del libro acabó cristalizando en torno a unos hermosos versos de Antonio Gamoneda, que figuran al comienzo de estas páginas. Se trata del poema que abre su excepcional Canción errónea, de 2012, y que se sitúan como epígrafe al comienzo de estas páginas. Siempre estamos recuperando a Gamoneda porque nunca lo tuvimos del todo con nosotros. Un poeta de clase obrera que escribió desde la pobreza y la rutina, contra la pobreza y la rutina estéticas, en la extensa provincia de la España vaciada y desde una región poética que solo a él le pertenece. La melodía de Gamoneda, errónea, extemporánea, extraterritorial, ha ayudado a darle una estructura narrativa y de alguna manera sentimental a este libro.

El relato irá del relámpago de la insurrección al vértigo de la derrota, de las semillas y arterias de la tradición rebelde al fuego de la democracia comunera, o de la luz de algunas ideas nuevas a la germinación desesperada de sus legados históricos. Los capítulos 1 y 6 cuentan de manera condensada y selectiva algunos hechos fundamentales de la revolución y la derrota. Contenidos dentro de este marco narrativo, se incluyen otros cuatro capítulos que profundizan en diferentes aspectos y momentos de la revolución: de dónde venían los comuneros («La tradición rebelde»), quiénes eran («El rostro de la Comunidad»), qué hicieron («La república plebeya») y qué tipo de discurso pusieron en juego para hablar de sus aspiraciones («Pensamiento comunero»). Frente a la aceleración narrativa de los capítulos 1 y 6 (que algunos lectores tal vez prefieran leer seguidos), la pausa del 2 al 5 se demora en el análisis de lo que ocurrió durante aquellos pocos meses interminables. Un último capítulo explora los «Legados comuneros» en la historia contemporánea, su lugar constitutivo en el pensamiento liberal, en el republicanismo plebeyo y el socialismo internacional, las disputas historiográficas del siglo XX y la memoria de Villalar en la Transición y el periodo democrático. El recorrido se cierra con un epílogo que quiere ser también un canto de esperanza como aquel que, escrito por el poeta Luis López Álvarez y musicado por el Nuevo Mester de Juglaría, habita en la memoria de tanta gente. Algunas personas encontrarán versos del romance sembrados en la prosa, trepados en la sintaxis de las frases. No lo referencio: cualquiera que sepa el poema los reconocerá.