Czytaj książkę: «La Gringa del Pastor»
La Gringa del Pastor
Primera edición en papel mayo 2020
Edición ePub junio 2020
De la presente edición:
D.R. © Miguel Esteva Wurts
ISBN: 978-607-8636-71-6 (Bonilla Artigas Editores)
ISBN edición digital: 978-607-8636-76-1
Responsables en los procesos editoriales:
Cuidado de la edición: Bonilla Artigas Editores
Formación de interiores: Maria L. Pons
Diseño de la portada: D.C.G. Joelyn G. Medina
Realización del ePub: javierelo
Hecho en México / Printed in Mexico
Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.
El ahogado en Viveros
La botella de plástico azul-aqua se atasca entre las piernas del cadáver. Las piernas flotan abiertas, con rigor mortis de varios días, atascadas entre las raíces de un fresno que crece pegado al agua. Como tomándose una siesta a media tarde, la cabeza del cuerpo ahogado parece interesada en el encabezado de la sección deportiva del Excélsior: “Estadio Azteca pletórico, partido mediocre”. El resto del cuerpo permanece hundido, cubierto bajo una espesa nata de lama. Nada deja ver el blanco-verduzco de la piel del cuello del muerto.
El Tamal no es corredor. Tampoco atleta. No es nada excepto un gordo panzón rondándole a los cincuenta. Cualquier cardiólogo le hubiera aconsejado abstenerse de correr ese lunes por la mañana. Pero se despierta a media noche con una taquicardia rampante, sintiendo una obligación paternal –en plena comida, su hija le soba la panza: eres mi Budita, papito precioso–de bajar la cochinita con la que se atascó ayer en casa del compadre. No vale la pena ni negarlo comadre, le dice, la cochinita que prepara usted se presta para comelitón, chingá. La cosa fue que ni un cardiólogo, ni su esposa, lo vieron salir esa mañana a ejercitarse. Ni uno ni otro aprobaría su repentina decisión. Sus shorts naranja apenas suben, se requiere el uso de la extensión completa del resorte para circunvalar la panza. La camiseta azul de sus Pumas adorados solo sirve para envolver su barriga de esfera navideña. Con poco más de solo-dios-sabe cuántos años de no ejercitarse, su cuerpo se resiente al pasar el letrero –la lápida, piensa– de los cien metros, de los dos mil trescientos metros del circuito de los Viveros de Coyoacán.
Mejor bájale, pinche Usain, se dice a sí mismo. Se cisca cuando siente el dolor. Tranquilo mi Usain, se repite en voz baja, es solo un dolor de caballo. Siente como que su corazón le quema. Se detiene. No mames, güey, ni que fueras el siguiente Bolt, tú tranquilo. Reanuda la marcha caminando a paso mareado sobre la arcilla roja. Al llegar al lugar donde el río corre paralelo a la pista, dobla su cuerpo. Se recarga sobre sus piernas. Ambas pulsan con un agudo dolor muscular. El ardor en su pecho se extiende a las rodillas, a los muslos, a los codos. El cuerpo le quema. Menudo espectáculo vas a dar aquí, pinche Tamal, se maldice. Los demás corredores ni siquiera voltean a verlo. Así, agachado, jalando aire, es cuando percibe el tufo del río.
Las náuseas que siente las atribuye, en un principio, al olor. En realidad, es su cuerpo quien le reclama. Años de solo ejercitar el dedo, cambiándole del partido de sus Pumas a la nfl al American Idol al csi; y de: Vieja, oye, ya que estás allá, tráeme otra Tecate, seas malita. Lo que necesitas, Tamal, es un descanso. Quizá, también expulsar la cochinita que se mece en sus interiores. Nomás no te me vengas a vomitar entre tanta vieja tan buenota, y entre tanto puto tan mamado. La segunda parte de su pensamiento es amargo.
Levanta la cabeza un segundo, observa a unas corredoras vistiendo lycras entalladas. Pasan corriendo junto a unos hombres descamisados. Morones, como si estuvieran en Caleta, no en el pinche frío de la cdmx, musita, mientras siente el ácido gástrico trepándole por la garganta. Baja a la orilla del riachuelo, trata de permanecer oculto de los corredores. Se mueve lento, pisa con cuidado la hiedra rastrera. No te me vayas a tropezar también, Tamal, y además regreses con un brazo roto. Busca un huequito dónde esconderse detrás de los troncos de los fresnos. Aquí por lo menos puedo guacarear en santa paz, decide.
Las cámaras de seguridad de la caseta detectan al Tamal casi de inmediato. El oficial está sentado frente a la pantalla del circuito cerrado. Colgado en la caseta, hay un letrero: Seguridad y Vigilancia-Viveros de Coyoacán. Observa cómo el panzón con la camiseta entallada de los Pumas aparece en uno de los dieciséis recuadros de su pantalla blanco y negro.
–Te toca, mano– le dice al chavo nuevo–. Checa– con su índice, el oficial señala la ubicación de El Tamal.
El chavo nuevo abandona su torta de chorizo a medio morder sobre el papel estraza encima de su escritorio. Cuál Guardian de la Bahía, sale de la caseta, monta la pequeña motoneta Honda. Se dirige al kilómetro dos de la pista de arcilla.
–Es probable que sea uno nuevo– grita el oficial desde dentro de la Caseta. Se queda vigilando, cual buitre, las imágenes en la pantalla y la torta de chorizo abandonada a medio comer.
Cuando empezó a trabajar ahí, unos días antes, se lo advirtió el oficial: Empiezas la chamba justo en plenas semanas de calor, chavo, en plena temporada de Los Maxturbadores. Así lo recibió. Los cerdos se dejan venir con el calor. ¿Entiendes, güey? ¿Se dejan venir? El chavo no le corresponde con risa. Los consuetudinarios ya conocen la ubicación de las cámaras, por eso el oficial supone que el gordito de la cámara catorce, con sus shorts entallados y su camiseta de los Pumas, es un maxturbador novato en los Viveros.
A los corredores les enerva escuchar el claxon de la motoneta detrás de ellos. Un par la hace de tos antes de quitarse. Cuando llega al lugar de los hechos, el chavo ya no ve al Tamal vomitando. Apenas cumplió diez días en la chamba, ya la ha hecho de poli-interruptus a tres parejas en distintas etapas de desnudez: una en el Callejón de los Cedros, a los otros dos en donde los ahuehuetes. Ya también le tocó desbandar a un grupo de chamacos descamisados inhalando bolsas de plástico con pegamento que le gritaban piropos sin el menor sentido a las corredoras que pasaban cerca de ellos.
No se percata de la vomitada en el piso. Solo del sudor frío que empapa la frente del panzón en shorts naranjas en cuclillas detrás de unos arbustos. Percibe el tufo revuelto de cochinita con cerveza, ácido gástrico, todo fermentado, mezclado con la peste del riachuelo. El chavo hace un esfuerzo para no vomitar allí mismo.
–¿Está bien, joven?
El Tamal levanta las manos. Hace la señal en forma de T del futbol americano.
–Tiempito, mi comandante.
El chavo se acuerda de la torta de chorizo a medio comer que lo espera sobre su escritorio.
–Aquí me quedo, usted tranquilo señor–, le dice al de los Pumas. Camina fijándose bien para no pisar nada que vaya a afectar su apetito. No levanta mucho los pies para no arrepentirse luego. Y justo que acabo de bolear mis botas, piensa.
Para no devolver lo que lleva de la torta de chorizo, el chavo levanta la vista al detectar el vómito de diferentes colores, texturas variadas. Desprende la vista del gordo. La levanta, la fija en la botella de cloro azul-aqua atascada en el riachuelo. No mames, ya de por sí huele del nabo, y ahora este cuate aquí vomitando la resaca del fin, piensa. Descansa su mirada en la botella sin fijarse en nada más. Solo nota el zapato que flota detrás de la botella. Nada fuera de lo común; a pesar de la barda, el riachuelo es usado como basurero por los transeúntes de Avenida Universidad.
Bien se lo comentó el oficial, el primer día de la chamba, cuando recorrieron juntos la pista. Carajo, le dijo el oficial, si te platicara de la mierda que hemos encontrado en el pinche río, carteras, bolsas, cascos, muñecas, llantas. El recuento se lo platica como quien recuerda sus mejores pedas. Se detiene en llantas. El oficial se distrae cuando pasan un par de güeras vistiendo unos tops entallados. Admira el contorno final de sus espaldas sudadas. Uta, ya verás, chavo, aquí ves unas viejas que se caen de buenas, güey. Ya verás.
La botella de cloro parece esconderse detrás de unas ramas que flotan a medio riachuelo. El chavo regresa su mirada al gordo en cuclillas. Está en proceso de limpiarse unos últimos gajos de saliva que cuelgan de su boca. –Tenga–. Le pasa una servilleta de papel, de las que el tortero incluyó con la torta de chorizo, de las que guardó sin pensarlo en su bolsa de pantalón.
–A ver si esto le sirve, señor.
El Tamal se arquea de nueva cuenta, lo que provoca que el chavo levante la vista rogando encontrar la botella de plástico azul-aqua.
La semana entera hace el mismo recuento a todo quien lo escucha: Fue cuando vi el cuerpo a medio flotar. Uno de los pies tenía puesto el zapato. El otro estaba descalzo, medio calcetín roído. La cabeza, boca abajo, flotaba en medio de un líquido espumoso, blanco. Desde donde estaba yo parado, ese líquido podía ser cualquier cosa, jabón para lavar trastes, rebaba de aceite de coche, cualquier cosa.
–Necesito ayuda, tengo un 51.
El pequeño walkie talkie alcanza para interrumpir al oficial en la caseta de vigilancia Ya se le puso violento el maxturbador a este güey, piensa el oficial, quien duda entre darle cran a la torta del compañero o lanzarse a ayudarlo. O eso, o se nos puso amoroso con el chavo, con lo ñango que está. Le da una mordida de despedida a la torta de chorizo del chavo. Por haberme interrumpido, razona.
Olvidando sus botas recién boleadas, el chavo se desliza sobre la hiedra rastrera. También olvida al panzón de los shorts naranja guacareando tras el tronco del fresno. Por primera vez desde la ceremonia de graduación del Colegio de Policía, su corazón late a ritmo acelerado. Vientos, piensa, para esto entraste a la fuerza. Orgulloso, sin importarle la mojada, se mete al fango para acercarse al cuerpo.
Al entrar al riachuelo el agua desprende del cuerpo la sección deportiva del periódico que lo cubría. Carajo, es un hombre. Nunca dudé del sexo del muerto, repite toda la semana. No pasa por su cabeza que el cuerpo sea de una mujer. Piensa que solo los hombres son tan imbéciles como para andarse ahogando.
Mientras más se aproxima, más movedizo es el fango. Aunque sucio, el riachuelo no es nada profundo. El agua apenas le llega un poco más abajo de la cintura. Cada paso que da se le complica con el lodo que se acumula en sus botas recién boleadas. Se da cuenta de que el ahogado tiene puesta una camiseta de un equipo de futbol. No reconoce los colores del equipo. Está raro, esta camiseta no es de ningún equipo mexicano ni de La Liga española, piensa. Considera que esto será información relevante. Luego se lo comentaré a quien me pregunte, piensa. Pero nadie lo hace. Nadie le pregunta sus especulaciones.
Limpia el musgo, despega una bolsa de Sabritas de las de 170 gramos que flota encima de la espalda del ahogado. Sobre la espalda, la camiseta tiene la huella de lo que algún día fue un número nueve. El pelo del muerto, verde con el fango, flota en todas direcciones. No se da cuenta, pero el ahogado aferra algo entre sus manos. Viste con esos pants amplios, medio guangos. Negros. Como de portero, piensa, pero no sabe. El zapato que trae puesto es un taco Adidas, sus tres tiras blancas intactas. Sin dudar, el chavo arrastra el cuerpo a la orilla del riachuelo, hacia la pista. Carajo, si seré, hubiera sido más fácil subirlo a la orilla en donde estaba el fresno, más que andarlo arrastrando contra corriente. Pero esto se le ocurre cuando ya está exhausto, sobre todo porque el ahogado es un hombre corpulento, alto, pesado. Me tenía que tocar el defensa central, se queja. Él no es de jugar futbol, son conocimientos adquiridos gracias al fifa 2017 del xBox.
El oficial llega cuando el chavo todavía lucha por sacar al cuerpo tieso, verde, resbaloso. El Tamal ya olvidó su vomitona. Se queda admirando el desembarco del cuerpo. Por lo menos tendré algo que contarle a mi vieja antes de que se me encabrone por haberme venido a correr, piensa.
–Lo debiste haber dejado flotando, se queja el oficial desde la orilla. No quiere ensuciarse–. ¿A ver?, voltéalo... ¡Orales, güey, no mames! Ta bueno el agujerote.
El hoyo negro está cauterizado entre las cejas. No hay nariz. En las noticias de la noche, los tres se enteran de que fue una sola bala la que frió el cerebro del ahogado.
Cruda realidad
Anda güey, voltea. Ignora su propia orden. No se mueve. Sigue acostado de lado. Se queda tieso. La respiración fresca se siente rico, le resbala por la espalda. No, ni madres que me volteo. Menos sin mis lentes. Percibe su propio aliento: pastoso, seco, crudo. Ni comparación con el qué siente deslizar por la espalda. No quiero ver con lo que terminé ayer en la noche, piensa. Cincuenta años, y mi primer one nighter. Venga Calvo, vuelve a ordenarse, date la vuelta. ¿Tienes miedo de que sea un machín? Pero ese pensamiento es pasajero, hasta le parece estúpido. Por lo menos sabemos quién no es, ¿eh? Rocío siempre dormía del lado derecho de la cama. Típico tuyo, piensa, dejarte desde la primera noche. De allí pa’l real con la cantaleta de nomás darle a ella siempre su gusto. Chance fue por eso que terminaron. Pero tú mismo sabes que eso no es cierto, nada tuvo que ver con eso. ¿Crees que no estarías con ella si hubieras impuesto ley, marcado territorio desde el principio como hombre y no cedido esa primera noche? Apenas regresan de la Luna de Miel, se los cuenta a todos en el despacho: es tan adorable, que nuestro primer pleito fue que ella insistió en dormir del lado derecho de la cama. Adorable, no mames, esa fue tu palabra. Adorable. ¿Quién me viera ahora?, piensa, no sin cierto orgullo. Con quien sabe quién durmiendo a mis espaldas, exhalando aire fresco con su aliento. El único bélico aliento es el mío, piensa. No seas puto, ni siquiera te has atrevido a voltear. Anda, Calvo, voltea y ve quién es. Pero no lo hace. No voltea.
Se levanta de la cama sin atreverse a voltear. No se acuerda de nada. No tiene memoria de ese último tramo de la noche. Tampoco ubica sus lentes. No se acuerda si sucedió algo. Nada. Se escurre al baño sin ver. Camina desnudo. Con media erección.
Ni te la cogiste, para prueba, tu erección. Se toca. Duro. Evidencia irrefutable de la falta de acción nocturna, razona, aunque quien sabe. A veces le da la impresión de que sus pensamientos siguen atrapados en primero de prepa, cuando todo giraba alrededor de sexo. Camino al baño, pisa sus jeans, su camiseta, su chamarra de cuero negra, sus zapatos de gamuza, unos panties amarillos con estampado de flores que no son suyos. Por lo menos amanecí encuerado, ¿no? Algo es algo.
Mientras espera a que el agua de la regadera se caliente, la noche le regresa a cuentagotas.
Anda güey, paso por ti. De vez en cuando Neto lo busca para salir. Al teléfono, insiste: anda, Calvo, seas huevón. Carga con más fiaca que de costumbre. Al Neto siempre trata de darle la vuelta. Cualquier excusa para no ser arrastrado dentro de sus planes nocturnos, diurnos u otherwise del Neto. Órale, mi Calvo, nomás nos echamos un taco, una chelita y te retacho a tu madriguera, insiste. Híjole, Neto, no sé, la verdad es que mañana tengo mucha chamba. Aunque esa excusa ni él se la cree. ¿Chamba? Mis huevos, güey. Anda, no seas huevón, Calvo, salir te va a hacer bien. Desde que se separó de Rocío, todos saben lo que le va a hacer bien. Neto insiste. Mira mi Calvo, estoy cerca de tu cantón, te caigo en diez, nos retachamos por un takeshi. Vocabulario de Neto: cantón, takeshi, golfonas, la guaifa. Llega una hora después, con aliento a güisqui, a Camel Lights, con la piocha grasosa del chorizo de bife de la comida de a mediodía.
Van a echar un taco. Un takeshi, pues.
Mi guaifa anda preocupada por ti, mi Calvo. Bueno, ella y yo, pues. Cada martes, cada jueves, Rocío juega dobles de tenis en el club con la esposa de Neto. Bridge lo reservan para los miércoles en la noche. Ahora todos quesque andan preocupados por Calvo. La guaifa de Neto es quien quiere noticias sobre Calvo, es la que le pide a su esposo: Neto, tienes que sacar a pasear a Calvo, ver qué onda con él. Luego le sonsacará el chisme para pasárselo a Rocío. Cual de lavadero, Neto se lanza al interrogatorio. No mames, Calvo, ya nunca te dejas ver, no vas al club, ni a las parties, ni sales de tu cantón, mi man, ¿qué pex? A menos que la andes haciendo de Bruce Wayne y no nos estés diciendo nada a tus viejos cuates. Muestra su dosequis ámbar vacía al mesero. Otra igual, amigo. Calvo se queda pensando. Claro güey, piensa, si Rocío se quedó con la membresía del club, los amigos, la casa ¿dónde chingados quieres verme? Pero se queda callado. Igual que en el divorcio, todo tiene que ser ordenado. Civilizado. Sí, bueno, la chamba, tú sabes, Neto, ya sabes lo complicado de reiniciar una vida nueva, chamba nueva. Cinco años lleva usando la misma cantaleta. Entiendo, mi Calvo, pero no mames, nos tienes bien olvidados a tus viejos cuates. Calvo sonríe. Este me cree más menso... ¿viejos cuates?, viejos cuates mis huevos, que desde que nací cuelgan juntos. Los viejos cuates son los de la universidad, los de la secu y la prepa, no los arrimados esposos de las amigas de mi ex. Neto insiste. Te extrañamos en el tenisito, de veras, güey. Civilizado piensa, civilizado mi culo. Todo es civilizado cuando ella se queda con todo, lo único que quieres es un departamento en la Roma, que nadie te ande fregando, que los días transcurran sin drama barato de telenovela.
Cinco años y cacho tratando de darle vuelta a la tortilla, piensa. Sabe que ha estado estacionado sin poder hacer nada al respecto.
¿Te has preguntado dónde se lavan las manos nuestros cocineros? En una pausa, Neto decide hacerla de Sócrates de Salubridad en voz alta. Calvo respinga. ¿De veras, Neto? ¿Quién eres para andar hablando tales sandeces? ¿Mi ex? Eso mismo se preguntaba Rocío, por eso nunca terminábamos changarreando; siempre acabábamos en lugares con manteles blancos, meseros peinados con goma y una pinche recomendación estampada en la puerta. Así eliminó Rocío la mitad de los lugares que valen la pena en la puta cdmx, pánico a las amibas y al Escherichia coli y a una embarrada de salmonela en la tortilla. Neto ríe. Pinche, Calvo, ¿ves por qué te extrañamos los cuates?
Por mí, que a las amibas y a los demás bichos se los funda la chela, le contesta a Neto. Mece la nueva dosequis medio vacía entre los dedos. Estoy contigo, compa, chóquelas. Neto es de esos que, a partir de la segunda cerveza, todo mundo es compa, para la tercera es el pinche Zabludowsky transmitiendo con su voz nasal, noticias de Rocío, para la cuarta es paciente de Freud buscando diván. Deberías aprovechar, ahora que ya no tienes a Rocío, deberías reconectar con tus novias de la uni, a ver qué sacas, mi Calvo. Calvo respira profundo antes de contestar. A ver, Neto, nomás haz las cuentas: treinta años hace que salí de la facultad. Treinta, Neto. Esas viejas o están casadas o artríticas o les cuelgan las nalgas o las tres cosas a la vez, y seguro andan todas tan fregadas y panzonas como yo. Da otro trago a la dosequis. La neta, Calvo, tuviste suerte con la Rocío, piensa. Nomás mírame, Neto, chécate mi barriga que no la bajo ni aunque tuviera ganas. Levanta dos dedos al pastorero. Te pido otra orden, pero ahora sí, con todo y verduritas y piñita, porfa. Pero Neto insiste. Aprovecha, mi Calvo, que ya no es como antes, ya no tienes guaifa, las de veinticinco quieren a un hombre maduro, así como las viejas quieren hacerla de cougars. Aprovecha y métete al juego, Calvo, de veras, esta vida hay que vivirla. Suena como canción de Emmanuel. ¿Y de qué platicas con una niña de veinticinco, Neto? Ay, no mames, Calvo, ora sí que te la mamaste, las de veinticinco no son para conversar, ¿o quieres que te lo deletree? La caminera y la cuenta, porfa. El mesero se mueve con cara de angustiado alrededor de las mesas. La taquería es un changarro, pero no tanto: aceptan la AmEx Black de Ernesto P. Garzón miembro desde 1985, sin broncas.
¿Qué te parece, eh? Con todo y olorcito a pellejo recién tasajeado, ¿eh? La Suburban negra con ventanas polarizadas, chofer de saco, se perfila en dirección opuesta al departamento de Calvo. Tranquilo, mi Calvo, abrieron en Mesones un antrillo que viene muy recomendado, con todo y viejas de veinticinco queriendo ser merodeadas por güeyes con pancita y experiencia, ¿tú qué crees? Tranquilo, yo invito, güey. Le presume la cartera que viene armada con la AmEx Black. Nomás vamos a terminar la noche como se debe. Luego te regreso a tu baticueva con todo y tu Alfred invisible, y yo de retache con mi guaifa, ¿va?
Calvo piensa en la cruda acumulándose allí, sentado en los pellejos tasajeados de la Suburban. Sufres como si tuvieras chamba mañana, piensa. Si igual te puedes despertar a la hora que sea y vale madres. No tiene clientes, ni casos, ni nada. Cinco años. ¿Así que andas con mucha chamba, mi Calvo? Pinche burra, de regreso al trigo. Ahí vamos, Neto, nos defendemos. ¿Cuántos años ya llevas con tu despacho, mi Calvo? “Mi Calvo”, tus huevos güey. Cinco, Neto, desde que me separé. La conversación se entorpece ahora que Neto no habla de sí mismo.
Calvo sabe que Alan, como todas las mañanas, abrirá la oficina. No hay clientes, solo recibe transeúntes que caen, moscas a la mierda. Recién abierto el despacho, hubo tardes en que se la pasaba contestando preguntas a través de la página de internet. Después llegó la época de vacas flacas, de nada de chamba, de hasta tener que vender la computadora. Ya no le alcanza ni para el porno gratis.
En el antro de Mesones hay columnas dóricas. Catalogadas, las columnas dóricas, dentro de necedades aprendidas por Calvo, en su juventud, en la Enciclopedia de Oro Ilustrada, leídas cuando era pre adolescente, durante horas, en el baño. El lugar se llama El Llanto. El chofer y los asientos de pellejos de la Suburban se estacionan frente a una casa que parece que se está cayendo, pero armada con luces y ruido. Pura pinche vieja que te cagas, vas a ver, mi Calvo. Neto saluda al guarro vestido de negro de la puerta. ¿Qué pasó, mi Charli? Sella la amistad, la entrada, con un billete enrollado en la palma. Tienen un lugar para comer aquí al lado, un hotel arriba, antro en la terraza en el techo, pero te digo, la comida no vale nada. Neto apunta arriba. Este güey seguro piensa que se me olvida que los techos son arriba. Neto grita por encima del bumbum electrónico de la música. Seguro que Rocío me hubiera traído a este lugar. Alguna cenita con alguna pareja, de esas que se quedaron de su lado del campamento, la noche hubiera sido un vodquita, un güisquito, un tequilita, un riojita, entradita, plato fuerte, postrecito, brandi y cafecito, para terminar con el pleito de las tarjetas plateadas. A ver quién tiene el saldo más ilimitado. Eso era antes, ahora solo quiere que todo termine rápido.
Ahora Calvo sabe que la noche entera corre por cuenta del AmEx Black de Neto. Venga, pues.
Deja, ahorita vuelvo. Neto se va, mezclándose dentro de una jauría que comparte camisas blancas desabrochadas, trajes oscuros sin corbatas, relojes caros, zapatos boleados, mismo peinado engomado con las puntas traseras del pelo rebotando a la altura del cuello. Se aferran a sus dieciocho, piensa Calvo, en el bar. Ni te hagas, hasta hace poco hubieras estado dentro de esa manada hablando de política, coches, viajes y viejas. Ahora las luces neón, la música electrónica, lo pegado de la gente, todo le molesta. Como abuelo, todo le causa mareos.
¿Tú qué haces aquí? Le susurra al oído una hembra de melena abundante, piel blanca, aliento fresco. Está sentada a su lado en la barra. Sin poder evitarlo, saliva. Su primera impresión es de, no mames, así sentada y se cae de buena. A pesar de las tres cervezas en la taquería, de una nueva dosequis colgada entre su dedos índice, medio y pulgar, se apena del estado lamentable de sus jeans. Estos jeans llevan semanas enteras de puestas. Siente lo andrajoso de su camiseta sin cuello. ¿Yo? Aquí nomás, ¿tú? No encuentra cómo ocultarse detrás de su chamarra de cuero negro rasgada. No se acuerda de cómo hablar con mujeres. Bueno, mujeres así, como esta, porque vaya que no tiene el mismo problema con la señora del puesto de sopes de la esquina.
Las columnas dóricas bailan incoherentes con las luces. Todo resalta la piel joven de la mujer. ¿Eres amiga de Richie, no? Mantente concentrado, Calvo, mirada arriba, a los ojos, no la bajes, cabrón, no la bajes. Siempre quiso ser como su hijo con las mujeres: pez en el agua. Él, en cambio, siempre había sido de esas ballenas boqueando atascadas en la playa. El Richie llevaba cada novia que Rocío se retorcía de celos. A él le causaban un extraño orgullo paterno.
¿Nomás andas adivinando, cierto? La sonrisa es, o coqueta o tierna. Pero es una sonrisa como para cortarle la circulación a cualquiera, piensa. El recuerdo de Richie lo congela. Le angustia reconocer cómo ha perdido la memoria de la cara, de la voz, de tantas cosas de su hijo. Solo saca la foto de la cartera cuando tiene ganas de platicarle. De acordarse. O de llorar, pues.
¿Qué haces aquí? La voz le llega por encima del ruido de la música, pero el aliento de ella se cuela, acelera todo. ¿No tienes ni puta idea de quién soy, cierto? Ella vuelve a sonreír. Deja en claro que no importa. Tampoco le importa que Calvo se quede cual perro jadeando, admirando sus piernas largas. Calvo reconoce que están de no mames los jeans entallados.
Eres amiga de Richie, ¿no? Repite respuesta, sonrisa, cara de pendejo. Típica aminovia de Richie: poder de hembra, pelo esponjado, olor a perfume caro, jeans embarrados, piernas largas; de las que seguro tienen algún posgrado en algo. Tienes que empezar a sentar cabeza, hijo, no puedes nomás flotar de flor en flor como abeja. Rocío odiaba que las novias que traía Richie a la casa parecieran todas cortadas con la misma tijera. El séquito de amigas provenía del mismo molde: aventadas, atrevidas, modernas, inteligentes, cuerpos esculpidos por el mismísimo Hefner. En cambio, hasta antes de que llegara Rocío, las novias de Calvo habían sido cautas, tímidas, cuerpos de Rubens, morales aprobadas por el maldito Vaticano.
Anda, te invito algo. Calvo invita. Se acuerda de que la única tarjeta en su cartera es una del Blockbuster, el que quedaba en la esquina, en el local que ahora es un Oxxo. Chavo, te pido un Steve Mcqueen bien cargadito, pide ella. Yo otra dosequis, pide él. ¿Por qué será que le ponen nombres de actores gringos muertos a las bebidas? Ella lo ve sin entender. Busca el momento para sacarle lana a Neto, nomás para pagar los tragos. Para beber, ella se levanta del banco. Con los tacones, la melena, ella le saca mínimo media cabeza. Mínimo. Él se queda sentado. Ombligo a la altura de los ojos. Levanta la copa en agradecimiento, ella habla sin que él distinga una sola palabra de lo que dice. Calvo asiente durante sus pausas para que ella crea que le sigue la conversación: Ajá, claro, sí, le dice en cada pausa. Se ríe sola, sacude su pelambre expidiendo el Carolina Herrera que lo trae confundido, cuál mosca en perrera. Como estocada mortal, toca con su mano libre el brazo derecho de Calvo. Cada movimiento le confirma lo que su entrepierna ya sabe, que esta mujer es justo de su tipo. Es de tu tipo porque aún no estás en una caja en el cementerio Francés, güey, piensa.
¿Con quién vienes? Interrumpe el monólogo de la mujer. Ella apunta en dirección a la oscuridad del bar como que buscando a alguien. Termina en carcajada. No, con nadie en particular. Con unos amigos, pues, pero no importa, en realidad vengo sola. Luego me gusta venirme sola. Carcajada.
Después de otra ronda, lo jala hacia ella. Tengo hambre. Se lo dice cerquita al oído. Calvo la escucha como si le estuvieran revelando el misterio de Juan Diego. Las palabras circulan lento hacia Calvo, lo penetran como en una lamida rápida, tímida. Órale pues, te sigo, donde tú digas. El problema es que siente que los tacos pelean por espacio en su estómago con las dosequis. No me cabe ni una cucharada de consomé, carajo. Ella lo toma de la mano, lo arrastra hacia la puerta de salida, no le da opciones: Vámonos. El otro problema es que tampoco trae coche. El otro problema es que ni dinero.
No puede evitar la cara de susto al sacar la cartera. Carcajada. Tu tranquilo. No te preocupes. Sin broncas ¿eh? Después de todas las que me pagó el Richie, yo me encargo de esta, ya luego veo cómo me las pagas. Carcajada. Como sin querer, le da un beso en el cachete. Aparte, esta tarjeta la sigue pagando el arqui Aznar, ¿ves?, y ya me lo tengo acostumbrado. Calvo es quien ahora se ríe, le cae el veinte de que lleva una hora hablando con Raquel Aznar, hija del pedante arquitecto Héctor Aznar, de su acartonada esposa, Lucía Aznar. De los conocidos de toda la vida, ahora, bien apoltronados en el campamento de Rocío. Quién ríe al último, ¿eh? Se imagina llegando a casa del arquitecto, agarrado de la mano de Raquel: Compermisito, mi Arqui, subo con su hija para una encerrona. Oiga, que Lucía mañana tempranito nos suba unos huevitos revueltos con chorizo porque siempre amanezco con mucha hambre después de una noche de desfogue, ¿me entiende?
Se despide desde lejos del Neto quien lo ve con cara de: Ya ves qué fácil es, pendejo. Mira qué buena vieja trae ese güey. Sale del bar con Raquel colgada del brazo, las miradas de todos enfocados en esos jeans entallados. Desde antes de que se separara de Rocío, bueno, desde lo de Richie, Calvo no ha sentido ni ganas, ni orgullo, ni ni madres. Aún bajo las luces de neón que explotan dentro del bar, admira lo que su hijo veía. Estarías ciego si no lo vieras, piensa. Ella camina segura en sus enormes tacones, inclinándosele al oído para platicarle, dejando que el Carolina Herrera flote entre ellos como ofrenda. Invita, promete, ofrece, el maldito perfume.