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ECLIPSE
Colección Readuck Narrativa Plumas
ECLIPSE
Miguel Ángel Naharro
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos sin el permiso y por escrito del Editor y del Autor.
Ilustración de portada: José Antonio González
Corrección: Marina Montes
Maquetación: José Antonio González
©Miguel Ángel Naharro
Director de colección: Alejandro Travé
Título: Eclipse
Octubre de 2020. Primera Edición
Impreso en España / Printed in Spain
Impresión: Podiprint
©ReaDuck Ediciones
41020-Sevilla
E-mail: ediciones@readuck.es
www.readuck.es
ISBN: 978-84-18406-17-1
Depósito Legal: SE-1230-2020
A mis padres, mi hermana y mis sobrinas, y a los lectores que me acompañaban siempre en el viaje.
1
Una nave transitaba por el subespacio a la máxima velocidad que le permitían sus potentes motores fotónicos, que impulsaban y desplazaban las miles de toneladas que componían su ingente masa metálica. No se trataba de una nave cualquiera, sino de la Delfos. Era un modelo de última generación, preparada con la mejor tecnología existente en la Tierra, y creada por los mejores científicos que el planeta podía dar. La primera de su clase, un leviatán cuya silueta destacaba entre las estrellas.
En pocos minutos, la nave fue decelerando, activándose un elaborado protocolo automatizado. Flotó en el espacio, deslizándose mientras los impulsores frenaban su trayectoria. El nivel energético de la nave era mantenido en sus cotas más bajas, tratando de evitar cualquier gasto innecesario para ahorrarlo en sus diversas baterías. Poco a poco la Delfos fue recobrando la vida con luces y sonidos por cada una de las múltiples cubiertas a lo largo de su estructura. El puente en la parte delantera de la nave era oscuro y solitario. Todo estaba en silencio, excepto por el constante zumbido mecánico detrás de las paredes y el techo.
Una a una, las diferentes pantallas de los ordenadores empezaron a encenderse. Otras pequeñas luces y monitores de infinidad de dispositivos fueron activándose por todo el puente y las distintas cubiertas y compartimentos de la nave. Los grandes ventanales daban a una panorámica de un vacío negro sin fin, salpicado de millones de estrellas que se iban deteniendo, al igual que lo hacía la nave. La velocidad fue disminuyendo al apagarse dos de sus cuatro poderosos motores.
La sección de las criocámaras se hallaba situada en el nivel inferior de la nave, tres por debajo del puente y la vivienda. La sala se encontraba repleta de tubos de metal, pantallas de ordenador y otros dispositivos mecánicos. El techo era un auténtico laberinto de conductos, tuberías y cables. El suelo se hallaba cubierto por una rejilla metálica sobre los desagües de debajo. En las paredes había docenas de criocámaras, cada una de ellas fabricada de una aleación de acero y titanio con una gran puerta de plexiglás transparente en la parte frontal. Cada cámara crioestática se encontraba inundada por completo con un líquido azul. Era donde permanecía la tripulación en la larga travesía que los había llevado más allá del sistema solar terrestre.
Con un zumbido y una luz roja parpadeante las puertas se abrieron, emitiendo un fuerte silbido. El gel azulado fue expulsado de cada uno de los habitáculos y los hombres y mujeres que se encontraban en su interior fueron despertando. Primero, apenas siendo conscientes del entorno que los rodeaba; después, poco a poco, fueron recuperando los sentidos y su memoria. La desorientación era normal en el procedimiento que acababan de pasar todos y cada uno de ellos.
Un hombre corpulento, de rostro afilado y cabello encanecido de manera prematura, parpadeó una y otra vez. Todo estaba borroso y sus ojos marrones se humedecieron sin control. Se frotó la cara todavía aturdido y con el cuerpo descompuesto, luego observó a su alrededor. Jonah McNamara se fijó uno por uno en los miembros de su tripulación, que al igual que él mismo, todavía se encontraban bastante confusos por el repentino despertar, y con lagunas en sus recuerdos, sin terminar de situarse en el tiempo y el lugar donde estaban. Una mujer de treinta y tantos años, con una constitución delgada y atlética, con bonito cabello rubio y unos hermosos ojos azules, se apoyaba en uno de los paneles, tratando de recuperar la compostura. La segunda al mando, Elena Kosotski lo saludó con un movimiento de su mano. Ese simple gesto le hizo recuperar la memoria, al igual que si hubiesen activado un resorte en su cerebro. Se palpó las sienes de forma instintiva, y se dio cuenta de que los demás comenzaban también a recobrar los recuerdos.
Poco a poco, el resto de la tripulación se volvió consciente de donde se encontraban y de su actual situación. Efram Thelin permanecía en el suelo, de rodillas, todavía en medio de una ensoñación; su perilla rubia cortada de manera elegante contrastaba con su cabello rizado y revuelto. Se trataba de un científico, considerado uno de los más eminentes en su campo.
Un hombre de unos cincuenta años, calvo, con barba y con algo de sobrepeso, respiraba una y otra vez, como si cada bocanada de aire fuese a ser la última. A su lado, una joven de cabellos ondulados y un vivo color pelirrojo que le descendía hasta los hombros, con unos ojos pardos, profundos y muy vivaces. Se notaba que se preocupaba por su estado y no dejaba de acariciarle los hombros con ternura. Tanara Flint era su pareja y, a pesar de la diferencia de edad entre ambos, la joven y Marcus Foreman estaban muy enamorados. Él era un reputado médico con muchas décadas de experiencia, algo gruñón y cascarrabias, aunque con un gran corazón y un sentido del humor muy especial. Jonah puso una sonrisa de circunstancias al recordar los comentarios que se escuchaban sobre el doctor Foreman y su especial carácter: nadie se atrevía a decírselo a la cara. Ella se trataba de una exobióloga de gran prestigio y se ocupaba de un campo de la biología, la ciencia de los organismos vivos y sus procesos vitales, centrado en el estudio de la fisiología de especímenes exóticos y formas de vida que pudiesen encontrar. Un tipo alto y espigado, de cabello negro y corto, se encontraba extrañamente tranquilo. Kevin Dwyer permanecía casi siempre calmado y sereno, incluso en las circunstancias más extremas. Era experto en geología y en ocasiones daba la sensación de ser tan carente de emociones como las rocas que estudiaba con tanto ahínco.
Dan Laymon soltó una pequeña tos y se quedó pálido y temblando, dando la impresión de que podría derrumbarse en cualquier momento. El ingeniero de la Delfos tenía un severo problema: era hipocondríaco hasta llegar a extremos irritables para el resto. Otro tripulante no pudo evitar soltar una pequeña y dañina burla. De inmediato, McNamara supo de quién se trataba: no podía ser otro que Terry McCreed, un pequeño hombrecillo de no más de metro setenta, con una nariz aguileña sobre su bigote castaño, ya lleno de canas. Las comunicaciones subespaciales eran lo suyo, no tanto el trato con sus compañeros.
Un japonés entrado en la cuarentena examinaba con minuciosidad los sistemas de un panel cercano. Nyon Sakata parecía ajeno a todo lo demás. Nadie se extrañó demasiado. Era otro de los componentes del equipo médico que se encontraban a bordo de la nave.
Por último, una mujer con el pelo recogido en una cola de caballo, vivaces ojos azules y una eterna sonrisa se acercó al capitán y lo saludó. Se trataba de Chani Laroque y era una piloto excepcional con cualquier clase de vehículo, tanto en tierra como en el espacio. Tenerla a su lado, fue una de las condiciones indispensables que exigió cuando le ofrecieron el mando de la nave.
El oficial al mando era consciente de que situaciones similares se sucederían en el resto de criocámaras de la Delfos: sus tripulantes salían de su largo sueño inducido y se alegraban por el hecho de no haber recibido ningún daño cerebral o en su sistema nervioso. Cada vez era menos frecuente y con cada nuevo modelo se reducía el porcentaje, pero era un riesgo que todos asumían al someterse a la criociencia, todavía un mal necesario para las misiones espaciales de tiempo indefinido. En su trayectoria había tenido compañeros que despertaron con el cerebro hecho puré o con sus cuerpos completamente paralizados que miraban con ojos sin vida, sin alma. Era algo a lo que uno no lograría acostumbrarse nunca.
—¿Sabe qué sucede, capitán? ¿Se ha terminado el viaje? —preguntó Chani, aunque sin demasiada convicción.
Antes de que pudiese responderle, alguien chocó con él y estuvo cerca de hacerle resbalar en el suelo de la cámara. Era el doctor Foreman, que, con rostro alarmado, se acercó con mucha prisa a uno de los escáneres médicos. Se colocó una especie de brazalete en torno a su muñeca y leyó con premura las lecturas y datos que aparecían con rapidez en la pequeña pantalla. La expresión de su rostro fue relajándose poco a poco y después retiró el escáner y lo apartó a un lado. McNamara alzó una ceja ante la actitud del doctor.
—¿Te encuentras bien, cariño? —dijo Tanara, con la preocupación reflejada en su rostro.
Foreman mostró una sonrisa afable y la rodeó con sus grandes brazos.
—Solo quería asegurarme que no había envejecido ni un día más. ¡Sería un asaltacunas en toda regla ya! —bromeó nervioso.
La chica soltó una risita divertida y después le dio un sonoro beso, cálido y lleno de ternura.
—Creo que voy a vomitar —exclamó McCreed con una mueca de disgusto—. ¿Por qué no os vais ya a la habitación y continuáis allí?
Marcus se rio de manera escandalosa. Se rascó la barba y a continuación le plantó un dedo en el pecho, casi desequilibrándolo y haciéndole dar un paso hacia atrás.
—Te mueres de envidia, pelmazo, con ese careto de amargado y esa chepa. ¿Quién va a querer pasar un rato contigo?
—¿Piensas que esa hermosura está contigo por algo más que por tu cuenta corriente?
El médico se puso rojo y se le hincharon las venas de la frente cuando soltó un puñetazo directo a la mandíbula al hombrecillo, que rodó por el suelo debido al golpe. Se llevó las manos al labio, de donde brotaba sangre. El doctor lo sujetó del cuello con fuerza y lo levantó en alto con ánimo de seguir golpeándolo cuando intervino el capitán, que se interpuso entre los dos, separándolos a la fuerza.
—Dejadlo ya, ¿vale? No tenemos tiempo para estas tonterías —advirtió McNamara, elevando el tono, y mirándolos a los dos con severidad.
Foreman lo soltó, pero resopló no muy contento con tener que hacerlo. McCreed se limpió la sangre y se tocó la dolorida mandíbula. Jonah sabía muy bien que si no lo cortaba de raíz, eso iría a más y no podían permitirse tener enfrentamientos entre su tripulación.
El doctor volvió al lado de Tanara y McCreed se marchó del lugar, en silencio y sin añadir nada más. Alguien le tocó el hombro al capitán y se giró para ver de quién se trataba. Era un confundido Efram Thelin, con gesto de poder vomitar en cualquier momento.
—Jefe, ¿podemos pasar ya al comedor?
Se activaron una serie de haces de luces, avisando de que ya podían prepararse para salir de allí. El capitán se incorporó todavía con algo de torpeza, consiguió esbozar una ligera sonrisa, indicándoles a sus hombres que era la hora.
—Vámonos en fila y en orden, nuestros cuerpos necesitan energía y vitaminas tras la hibernación, muchachos. ¡No comáis demasiado!
El comentario no causó ninguna respuesta positiva, más bien malas caras. A ninguno de ellos le gustaba los suplementos nutritivos que debían ingerir en líquido en las siguientes horas, antes de que su cuerpo aceptase de nuevo alimentos sólidos.
La nave espacial Delfos entraba despacio en órbita alrededor del planeta. A Elena Kosotski este último tramo de la realización de la maniobra se le atragantaba, haciéndosele eterno, aunque sabía que no había más remedio que armarse de paciencia. Hacía pocas horas que habían salido de las cámaras de hibernación, aun así, tardarían todavía un tiempo en recuperarse por completo. Desde una de las grandes mamparas pudieron contemplar el planeta en todo su esplendor.
Era hermoso a su manera, aunque muy diferente de la Tierra. Se bautizó como planeta Gilliam, por Henry Paul Gilliam, el astrónomo que fue su descubridor mucho tiempo atrás. McNamara le había dicho a Elena que los colonos lo llamaban de manera coloquial «Paraíso». No en vano era la primera colonia de la raza humana en un mundo habitable en la carrera por expandirse por el cosmos y una gran esperanza para el futuro.
Se trataba de un planeta extrasolar situado en un sistema de seis planetas que orbitaban una enana roja, por lo que el mundo tenía un lado donde siempre era de día; por el contrario, su otra cara se encontraba sumida en una noche eterna; y en la zona central siempre era atardecer continuo.
La colonia se situaba justo en la cara iluminada del planeta para poder aprovechar la energía solar y así alimentar su maquinaria y sus fotocélulas de energía. Los planes trazados tenían previsto que en próximos años fueran explorando el resto de la superficie y asentándose en otras zonas del planeta.
Foreman, el médico jefe de a bordo, le indicó por el comunicador situado al lado de la mampara que debía trasladarse a la enfermería junto al resto de tripulantes elegidos para la misión de descenso. El doctor les había explicado en diversas ocasiones todas las medidas que tenían que tomar antes de poner un pie en la colonia. Innumerables vacunas de todo tipo y exámenes físicos concienzudos era lo que les esperaba en las próximas horas. No podían permitir que ningún germen o enfermedad pudiese contaminar a los colonos de alguna forma. No era un riesgo admisible ni tolerable.
Varios de sus compañeros se encontraban ya en la enfermería. Robertson, con su cabello rizado dorado y su barba de varios días, bostezó; el australiano parecía perezoso y a veces distraído, pero Elena sabía de muy buena tinta que era solo un espejismo. Por otro lado estaba Dan Laymon, que era un trabajador incansable que siempre sabía salir de los apuros y los retos que se le planteaban día a día. Mientras, Jason O’Neal observaba con paciencia como el médico le inyectaba un concentrado directo en sus venas; su cabello era ya gris, con una frondosa barba que le daba una apariencia de ser de mayor edad de la que tenía en realidad. Su sonrisa nunca se borraba de su rostro, pasase lo que pasase.
El doctor le colocó un bote de pastillas en su mano y le indicó que se las tomase. Luego se volvió hacía Elena con rostro serio, parecía que su mente estuviese en otra parte. Daba la impresión de que no le hacían ninguna ilusión ni la misión ni el haber conseguido llegar sanos y salvos a su destino. El doctor Sakata ayudaba a tratar a los pacientes con la evidente resignación por tener que acompañarlos en el descenso para el primer contacto. El japonés era poco propenso a las misiones de campo, pero fue seleccionado por el jefe de personal y no tenía más opción, para su disgusto.
La astronauta rusa se tumbó en la camilla, dispuesta a recibir todos los medicamentos, cuando McNamara los interrumpió. Foreman frunció el ceño, mostrando el enfado por la intrusión en lo que consideraba su parcela particular.
—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó el doctor con evidente molestia.
—Han establecido contacto con nosotros —afirmó el capitán con claro entusiasmo.
A pesar de las protestas del médico, que contrastaban con la sonrisa de Kosotski, corrieron de inmediato hacia la sala de comunicaciones con expectación. El protocolo mostraba que no debían comunicarse hasta justo antes de aterrizar, pero a nadie le importó saltárselo para poder saludar a los habitantes de Gilliam por primera vez. Las comunicaciones interplanetarias entre el planeta Tierra y la colonia se interrumpieron un año y medio atrás. Era uno de los motivos por los que se requirió una misión de investigación y observación para averiguar qué era lo que había ocurrido, ya se tratase de un desastre natural, de un accidente que hubiese puesto en peligro a la colonia de algún modo o de cualquier otro incidente que explicase el cese del contacto. La supervivencia de la colonia era vital para el gobierno terrestre en vistas a futuras migraciones a ese destino y otros similares en épocas futuras. La exploración y expansión por el resto de la galaxia dependía en buena parte del éxito o el fracaso que se lograse con ella. Si todo iba según los planes sería la punta de lanza de la futura colonización de la humanidad en las estrellas.
La preocupación por la falta de noticias hizo que se formase y se enviase una tripulación en un tiempo récord. Dadas las circunstancias y el tipo de misión, era evidente que debían dar las gracias por haber llegado con éxito y de una sola pieza a su destino.
La señal del monitor era difusa, costaba que se estabilizase, apenas se veía más que una neblina, hasta que de un segundo a otro se aclaró y por fin apareció un rostro humano.
Las interferencias apenas dejaban ver la imagen con nitidez. Era un hombre, de edad ya avanzada, sin duda uno de los primeros colonos supervivientes.
—¿Puedes mejorar la señal? —preguntó McNamara a McCreed.
El técnico negó con la cabeza.
—Los sensores detectan una radiación residual en la atmósfera que interfiere con las comunicaciones.
El capitán se quedó pensativo. La segundo de a bordo se acercó al monitor con el gesto preocupado.
—Puede que fuese ese el motivo por el cual se interrumpiesen las comunicaciones con la Tierra de manera tan brusca.
—Zzz… Nos alegramos de verlos… zzz… tras tanto tiempo sin noticias de nuestro hogar… zzz.
—Les hablamos desde la nave espacial Delfos, venimos para asegurarnos de que siguen sanos y salvos —comentó McNamara.
El hombre asintió sin cambiar la expresión de su rostro.
—Zzz… Serán nuestros huéspedes y les acogeremos en nuestra colonia durante el tiempo que deseen… zzz. Tenemos una petición que hacerles… zzz.
—¿Pueden repetir eso último? —insistió Elena.
Durante unos momentos no consiguieron distinguir las palabras, pero al final, la señal se estabilizó lo suficiente para conseguir comprender lo que trataban de decirles.
—Zzz… Un grupo de colonos desean, ante esta oportunidad, subir a bordo de su nave… zzz. Conservamos un viejo transbordador y sería algo excepcional para los nuestros… zzz.
Kosotski se volvió hacía su oficial superior. Este arqueó sus cejas y se acarició la barbilla mientras reflexionaba. Era probable que una experiencia como visitar una nave terrestre fuera una oportunidad única para sus habitantes. ¿Por qué no? Mientras cumpliesen las reglas y protocolos, no veía nada negativo en ello. Incluso podría llegar a ser una experiencia enriquecedora.
Se dirigió al interlocutor al otro lado de la pantalla y asintió.
—De acuerdo. Tienen permiso para proceder.
El colono pareció muy satisfecho y eso se reflejó en sus facciones con una desbordante sonrisa.
—Zzz… Estamos muy agradecidos. Hasta pronto. Les esperamos con los brazos abiertos… zzz.
—Nos disponemos a iniciar los preparativos para aterrizar con un transbordador en unas horas. Nos veremos pronto. Delfos fuera —se despidió McNamara.
—Parecen encontrarse muy bien, ¿no creéis? —indicó Jason O’Neal.
—Eso parece, aunque las apariencias a veces engañan. Lo averiguaremos muy pronto. Pongámonos en marcha, ¡tenemos mucho por hacer!
Darmowy fragment się skończył.