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NO TE DARÉ MI VOTO

Míguel Ángel Martínez


Ediciones Trébedes

Diseño e imágenes de la cubierta: M.A. Martínez

Prólogo: Santiago Sastre Ariza

© 2009, Ediciones Trébedes, Toledo.

© 2009, Miguel Ángel Martínez López

Rda. Buenavista 24, bloque 6, 3º D – 45005 – Toledo (España)

www.edicionestrebedes.com

ISBN DIGITAL: 978-84-939085-8-4

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

Contenido

Portadilla

Créditos

Autor

Para llegar al corazón de la política

I

II

III

IV

No te daré mi voto

Dedicatoria

Septiembre, 2005

Noviembre, 2005

Febrero, 2006

Julio, 2006

Septiembre, 2006

Enero, 2007

Revista de Prensa

Elecciones. Mayo, 2007

Diciembre, 2007

Agradecimientos finales

Nota adicional al cierre de edición

Comentario final

Notas

Autor


Miguel Ángel Martínez López, nació en Tarancón (Cuenca) en 1966. Desde la infancia ha vivido en Toledo, aunque su quehacer cotidiano le obliga a compartir su tiempo entre Toledo y Madrid.

Ingeniero de Telecomunicaciones por la Universidad Politécnica de Madrid, desarrolla su actividad profesional en una importante empresa de telecomunicaciones, lo cual no le ha impedido cultivar su afición literaria desde hace no pocos años, habiendo publicado hasta ahora una amplia colección de poemas, titulada Tríptico de los siete inviernos (2007), y la novela El poder de la derrota (2008).

Para llegar al corazón de la política

I

Desde un punto de vista antropológico no es problemático afirmar que el hombre es un ser social. Esto significa que para su realización o desarrollo necesita estar en contacto con otras personas, o sea, que su yo necesita el concurso del tú. En ello insistía Aristóteles cuando destacaba que el hombre está diseñado para vivir en sociedad y aquel que no lo haga o es algo más que un hombre (un dios) o algo menos (una bestia)[1]. No estamos llamados a ser Robinsones sino a buscar a toda costa la compañía de Viernes. O por utilizar unos conocidos versos de Antonio Machado: “Poned atención:/un corazón solitario/ no es un corazón”[2]. Esto supone, por cierto, conceder cierta relevancia moral a los grupos o colectivos donde se integra el hombre (ya sea una familia, un grupo, una asociación o una ciudad) porque trazan unas coordenadas que tienen algo que ver en definitiva con lo que somos. Aunque somos nosotros, y no los grupos, los que establecemos, con más o menos condicionamientos, el rumbo que queremos dar a nuestra vida.

En el ejercicio de su autonomía el hombre decide ir por aquí o por allí en los distintos grupos sociales que componen ese macrogrupo social que es la sociedad. Es aquí donde tiene lugar eso que denominamos la convivencia. Una convivencia que comporta muchas cosas: buscar una receta sobre cómo resolver los conflictos, cómo distribuir mejor los recursos, cómo diseñar lo que es mío y lo que es tuyo, cómo conseguir objetivos que nos interesan a todos –como la educación, la salud, la práctica de deporte, etc…- Todas estas cosas piden a voces la existencia de la política, de articular una infraestructura que permita atender estas necesidades que surgen por el hecho de vivir en común.

La política, por ello, es una herramienta en manos de los hombres para organizar y, ojalá, tratar de arreglar y mejorar el mundo social. La política no pertenece al mundo de las ciencias naturales, donde las cosas son como son y al hombre no le cabe otra que asumir la naturaleza tal como es. No podemos contratar a un electricista o a un astrónomo para conseguir que haya dos veranos seguidos y poder disfrutar más tiempo de las piscinas al aire libre. No. Ahí no hay nada que hacer. En cambio el mundo de la política es distinto; tiene una textura o un tejido diferente al de las ciencias naturales. Entre otras cosas cabe afirmar que en el ámbito de las ciencias sociales, donde se mueve la política, las cosas tienen arreglo, se pueden cambiar. Por eso, por cierto, es un error situar los problemas sociales (como por ejemplo el de la pobreza que asola a buena parte del planeta) como si fueran irresolubles, presentando así una visión fatalista de la política, como si hubiera problemas frente a los cuales no cabría más que la resignación. Pues afortunadamente las cosas que suceden en el mundo social están en nuestras manos y tienen solución[3]. La política es, parafraseando al poeta Celaya, la mejor arma cargada de futuro para poder establecer en nuestro mundo un poco de justicia[4].

El hombre, por tanto, necesita vivir en sociedad y es en esta sede donde se justifica la existencia de la política. Pero, claro, queda muy bien decir que la política debe servir para traer un poco de justicia a este mundo, que sería lo deseable. Pero ahora hay que contar con el ser humano: la política está en manos de los hombres, pues está hecha por y dirigida a los hombres. Y aquí es dónde nos sale al paso la necesidad de afinar un poco más la visión antropológica que se tiene del ser humano.

Concretamente, la visión positiva o negativa de la política va asociada o suele ir acompañada de una concepción optimista o pesimista del hombre. No se ve con los mismos ojos la política cuando se concibe al hombre como un lobo o enemigo del propio hombre, que cuando se entiende que confía en los demás y es generoso o capaz de ser altruista. No es lo mismo el pesimismo antropológico de un Hobbes[5] o el de un Lutero (para el que la naturaleza humana está corrupta y es incapaz de hacer el bien) que el optimismo de un Aristóteles o de un Rousseau (que ponía como ejemplo moral a los niños y a los campesinos, a los que aún no había corrompido la sociedad moderna con su feroz desarrollo).

Esto es muy importante para mantener un punto de vista sobre la política. Si nos apoyamos en el pesimismo antropológico, la política es una actividad peligrosa frente a la cual es preciso defenderse, pues facilitamos al egoísmo humano el acceso al poder y al dinero. Esta es la visión en la que más ha insistido el liberalismo político. En cambio, si ponemos el acento en el optimismo antropológico, la política es un medio adecuado para que, entre todos, sea posible resolver los principales problemas sociales y tratar de lograr algo que sea bueno para todos: el bien común[6]. Este es el punto de vista que ha destacado, por ejemplo, la corriente política del republicanismo, tan de moda en nuestros tiempos.

¿Es que acaso hay que estar comprometido con el pesimismo o el optimismo? Es conveniente no olvidar esa hermosa fábula de Pico de la Mirandola, en su Oratio pro hominis dignitate, en la que Dios, al ir ubicando en una escala las diferentes criaturas del mundo, cuando llega al hombre no le asigna ningún puesto específico. Porque para bien o para mal será el hombre escultor de sí mismo, de modo que podrá, si quiere y según sus obras, subir posiciones en esa escala para acercarse a los ángeles y a la divinidad o, ay, bajar hasta donde se encuentran las bestias inferiores[7]. Por tanto, el destino del hombre está en sus manos y es capaz de hacer lo mejor y lo peor. Ser hombre no es un punto de llegada sino un hacerse, pues es un camino que se recorre hacia delante o hacia atrás. En la naturaleza humana se reproduce a gran escala el Doctor Jeckyll y el Mister Hyde al que aludía Stevenson en su célebre novela, pues podemos encontrar un Hitler y un Gandhi, un Jack el Destripador y una Madre Teresa de Calcuta. Acaso sea suficiente con tener presente la posibilidad de la maldad humana (podemos recordar al menos esa célebre frase con la que culmina la película “Con faldas y a lo loco” dirigida por Billy Wilder: ¡nadie es perfecto!) a la hora de diseñar nuestras instituciones, sobre todo con el fin de poner algún freno, y tratar de facilitar o potenciar el lado positivo de la entrega a los demás a través de la solidaridad y la caridad, de modo que pueda crecer el tejido cívico que constituye un auténtico combustible de la sociedad.

Pues bien, estos dos temas íntimamente conectados, el de la posibilidad humana de hacer el mal y su reflejo a otro nivel a través de la política, constituyen en mi opinión la principal columna vertebral de la novela No te daré mi voto del novelista (y también poeta) Miguel Ángel Martínez. Acaso esta novela sea una especie de prolongación de su anterior novela, titulada El poder de la derrota[8]. Si en ésta el autor profundizaba en la dificultad de calcular el bien o el mal a través de las gafas de la apariencia (insistiendo en el pensamiento cristiano expresado en las bienaventuranzas acerca de que detrás de la aparente derrota de la cruz está la victoria), ahora el autor adopta el punto de vista interno e indaga en el ejercicio de la libertad y la inclinación al mal. Tanto a nivel individual como a nivel colectivo a través de la política.

Para ordenar mi exposición, abordaré en los dos siguientes apartados algunas de las implicaciones que se comentan en esta novela en relación con dos ámbitos: el de la política y el de la ética. Empezaré por la política.

II

Como es sabido, los orígenes de la política articulada a través del sistema democrático se remontan a la polis griega. Es verdad que en aquella democracia el pueblo o el demos estaba recortado, pues no podían votar las mujeres, los esclavos y los extranjeros[9]. A ello se añadía que los grandes capitanes de la filosofía griega se oponían a la democracia: Platón porque defendía el elitismo del gobierno de los filósofos-gobernantes y Aristóteles porque prefería el cultivo de la virtud y la deliberación frente al aspecto cuantitativo de la mayoría democrática[10]. Pero era una sociedad política que, aunque limitada por aquellas exclusiones del voto, contaba con una escasa población y eso facilitaba, entre otros factores, el ejercicio de la democracia directa[11].

Con el paso del tiempo se abre paso lo que parece inevitable: la institución de la representación política. Surge esa dicotomía entre representantes y representados. Aquel grupo cada vez más numeroso de ciudadanos se ve remplazado por otro grupo menor que se dedicará al mundo de la cosa pública. Hay muchas razones en juego: porque resulta imposible reunir en un foro a todos los ciudadanos, por una cuestión de tiempo (cada uno debe emplearse a fondo a cultivar el jardín de su vida privada), por la falta de preparación para abordar ciertos temas, por la celeridad que requiere la toma de algunas decisiones e incluso para no radicalizar la discusión entre los ciudadanos. Por todo esto, para poder coordinar las decisiones de un gran número de personas, termina por imponerse la descansada lógica de la democracia representativa que alumbra la figura del político profesional. La justificación de la representación política tiene su anclaje, por tanto, en la necesidad de la división de funciones o en el principio de especialización: es mejor que sean otros, pero en nuestro nombre, los que se dediquen de forma profesional a la tarea de la política.

A partir de aquí se abre la gran brecha entre los electores y los políticos. ¿Significa esto que los políticos han robado el fuego de la soberanía al pueblo, que es el titular del poder soberano? No. Lo que sucede es que la titularidad de la soberanía es del pueblo, pero para poder ejercerla necesita acudir a los políticos. La soberanía no pertenece a uno sólo (a un jefe, como sucede en las dictaduras), ni a los políticos (la concepción politicista de la democracia) ni siquiera a una parte de la sociedad (la visión mayoritarista de la democracia) sino a todos y cada uno de quienes componen el pueblo[12]. Pero su ejercicio necesita la mano de los políticos. Éstos no van por libre. Se adscriben a los partidos políticos, que nacen como clubes u organizadores de opinión. Son los partidos políticos los que articulan burocráticamente la representación política, ofreciendo sus candidatos en unas listas (que suelen ser cerradas o abiertas) al electorado. Los partidos políticos, con sus defectos y con sus virtudes, son hoy por hoy, en mi opinión, insustituibles en el engranaje de la máquina política.

El político, por tanto, debe contar, en primer lugar, con el apoyo de su partido para presentarse al electorado. Y, en segundo lugar, la conquista de la condición de político no depende de que pertenezca a una clase social determinada, ni de que tenga varias carreras universitarias ni de que ofrezca un portentoso aspecto físico. En democracia la condición de representante político depende del apoyo expresado a través de los votos. Nadie es político per se sino en función del apoyo popular que recibe, esa es la magia de la democracia. Para Popper la democracia no es tanto una manera de conceder el poder al pueblo como un método para cambiar los gobiernos (hoy gobiernan unos, mañana otros) sin derramamiento de sangre. Es verdad que la traducción de los votos individuales en escaños atraviesa un proceso complejo en el que intervienen muchos factores. Pero básicamente el político aparece asociado a una contingencia: la del parecer del electorado.

Es importante advertir que el representante político, de acuerdo con lo que se afirma en nuestra Constitución, no es elegido para una actividad particular o para tomar una decisión concreta (art. 67.2). Se entiende que es escogido para una actividad general. Y esto es razonable, porque así se garantiza una menor atadura o una mayor flexibilidad en sus actuaciones, para que no tenga que estar constreñido a actuar forzosamente de una manera, pues la política es el reino de la deliberación y los acuerdos.

La figura de los políticos arregla algunos problemas en la articulación institucional de la democracia, pero facilita la presencia de otros sobre los que se han llamado la atención ya desde la teoría política antigua: el alejamiento de los representantes, la gangrena de la corrupción, la excesiva burocracia, la falta de transparencia, la demagogia, la lucha de poder, etc[13]. La política, en su faz más realista, nos ofrece su vertiente más deficiente: el hombre que está en contacto directo con el poder y busca no tanto el bien común sino su enriquecimiento privado (el político se deja arrastrar por la corriente del dinero), o facilitar la vida a los de su cuerda (aparece casualmente algún cuñado o algún sobrino), o permanecer a toda costa en el cargo o … El problema de concebir la política como una esfera separada de la ética ya estaba muy bien reflejada en el Maquiavelo de El Príncipe[14].

Y es aquí, ante la insatisfacción que produce la actuación de los políticos, donde se sitúa la original propuesta política que da título a la novela de Miguel Ángel Martínez y que alienta la actuación de sus principales protagonistas: la de crear un ciberpartido político que no represente una concreta ideología, sino que haga exactamente lo que dicen sus representados, que expresan su voluntad a golpe de ratón. En la novela la experiencia arranca a partir de una consulta en una comunidad de vecinos (y no es casualidad que tenga que ver con la luz: con la iluminación navideña) y se extrapola a las elecciones locales, donde el partido usatuvoto.com entra en la lucha por el reparto del poder al conseguir finalmente dos concejales.

Con esta fórmula, que aprovecha las posibilidades de internet para el mundo de la política, se pretende potenciar la democracia directa, es decir, que sean los representados los que en definitiva partan el bacalao. Esta propuesta me suscita algunos interrogantes que aquí sólo voy a esbozar. El primero es en relación con el partido: resulta extraño que un partido pueda subsistir teniendo representantes que se vean obligados a defender tesis opuestas (lo que sostengan sus votantes), de modo que parece que este pluralismo en su seno puede llegar a tener una fuerza autodestructiva. El segundo es en relación con los representantes políticos: están excesivamente atados a los representados, de modo que su nula capacidad de maniobra puede resultar asfixiante para lograr acuerdos o alcanzar pactos, algo fundamental en el mundo de la política. La figura del representante se convierte en un muñeco de guiñol al servicio de los representados, de modo que pierde su razón de ser. Y, en tercer lugar, en relación con los representados: yo creo que hoy necesitamos electores que se involucren en el debate político y colaboren en el espacio público y no sé si eso lo consigue ese voto (sobre un qué y con un cómo que exige una determinada logística: la de presentar los términos de la consulta a los ciudadanos) desde esa soledad que se expresa cabalgando a lomos de un ratón.

Pero hay un importante grano de verdad en este esfuerzo que representa el partido Usatuvoto.com. Y es que si hoy por hoy resulta inviable la democracia directa, sin embargo las alusiones a esta democracia tienen su reflejo en algo que sí me parece factible: potenciar la participación de los ciudadanos en la toma de aquellas decisiones que les afectan. Esto es algo que se puede hacer sin dificultad sobre todo en el nivel más cercano de la política: el de la política municipal. Y en este ámbito creo que son las asociaciones de vecinos de los barrios las que deberían llevar la voz cantante o tomar cartas en el asunto para canalizar la opinión de los vecinos. Sí, se pueden hacer las cosas de otra manera y acercar la política a los ciudadanos.

En el original planteamiento de la política que Miguel Angel Martínez propone a través de este partido cibernético subyace la idea de que hay otro estilo u otra manera de hacer política. Si la política se ocupa de transformar la realidad y resolver los problemas sociales también es verdad que debemos debatir sobre el modelo de política que queremos, pues, desgraciadamente, si echamos un vistazo al día a día de la realidad política que reflejan los medios de comunicación no sólo es necesario sino urgente ofrecer alternativas, pues otra manera de hacer política es posible. En este sentido esta novela ofrece unas bases que sorprenden por su idealismo y valentía.

III

El hombre camina con sus creencias morales a cuestas. Algunas de ellas pueden proceder de la educación recibida de los padres, del contexto cultural donde se desenvuelve su vida, de la religión que profesa, de “escuchar” su propia naturaleza, etc. Pero son suyas porque, dentro de ciertos condicionamientos que pueden tener más o menos peso, las ha elegido. Esto significa que la vida moral se asienta en el presupuesto básico de que el hombre es libre. Por eso es un agente moral: porque es capaz de tomar decisiones sobre el curso de su vida y de ser responsable de las consecuencias que acontezcan con motivo de su comportamiento. Sin libertad no seríamos responsables de nuestro actuar ético. Pero afortunadamente no somos marionetas ni papeles llevados por el viento. Cada uno está al volante de su vida y con el mapa o el GPS que escoja decide el itinerario que le conviene para llegar al destino deseado.

Dentro del abanico de posibilidades que permite la libertad se encuentra la de poder inclinarse hacia el mal. Esta idea está muy presente en No te daré mi voto. En la teología católica la posibilidad de hacer el mal entra dentro de lo que el hombre puede realizar en función de su libertad, pero no se ejercita con ello la verdadera libertad, que es aquella que se orienta hacia el bien, que respeta y perfecciona a la persona[15]. Es en definitiva la idea que se expresa en las palabras de Jesús: “La verdad os hará libres” (Jn 8, 32). Es decir, la libertad (la auténtica libertad) no se ejerce a espaldas de la verdad. Este tema del mal, tanto el mal moral como el mal físico, ha estado muy presente en los estudios de teología y también en la literatura cristiana. Y pone de relieve las limitaciones del propio ser humano, no sólo porque es capaz a través de sus actos de ir a mejor o de destruirse, sino también porque el mal no deja de ser un misterio que no puede ser comprendido in toto con la pequeña caja de cerillas de su razón.

En la novela se refleja muy bien ese dramático choque de trenes que se produce entre, por un lado, el cumplimiento de una orden o una norma jurídica y, por otro, la conciencia, ilustrado con los ejemplos del abogado y del militar. En el caso del partido usatuvoto.com este contratiempo acontece cuando el representante político debe ser no sólo portavoz de sino defender posturas que son contrarias a los dictámenes de su moral.

Desde luego que la conciencia es ese ámbito personalísimo donde cada ser humano cultiva el juicio con el que califica las acciones o las normas como buenas o malas. Todas las personas de algún modo tienen, aunque a veces no lo parezca, su conciencia. Hay muchos tipos de conciencia: errónea, dudosa, ligera de cascos, mediopensionista, exagerada, etc. Cada uno tiene la suya. A diferencia de los regímenes totalitarios, en los que el poder quiere invadirlo todo, incluso la conciencia de los ciudadanos, los sistemas democráticos deben caracterizarse por tratar con respeto ese ámbito de privacidad de la persona que es la libertad de conciencia. Para ello se emplean normalmente las figuras de la objeción de conciencia (con la que se pretende, de forma personal, que se evite el cumplimiento de un deber por motivos de conciencia o, una vez que se ha incumplido ese deber, que no se aplique el castigo previsto) y de la desobediencia (con la que se aspira a denunciar de forma pública el carácter inmoral o injusto de una actuación o alguna norma con la intención de que no se realice o se derogue. El caso paradigmático de desobediencia civil quizá sea Gandhi). El hombre debe tener alguna herramienta para tratar de poner su conciencia a salvo, pero también es verdad que la conciencia no puede ser una coartada para incumplir todas las normas que uno quiera por capricho. Por eso la justificación de la objeción y la desobediencia toma fuerza cuando operan como un último recurso, después de haber agotado otras vías, y en casos muy concretos, porque si no estaríamos dejando una puerta abierta a la inseguridad o a la anarquía.

La teología católica ha insistido en el dictum evangélico acerca de que hay que distinguir las cosas del César de las cosas de Dios (Mt, 22, 21), de modo que no podemos identificar la comunidad civil con la comunidad religiosa, entre otras razones porque el reino de Dios no es un reino político (por eso no se puede reducir el mensaje religioso a una mera liberación social o política). Pero también ha defendido claramente que en caso de choque hay que obedecer a Dios antes que a los hombres (Hch 5, 29), de modo que es Dios quien tiene la primacía.

Un tema que me ha llamado la atención en la novela es el de la repercusión social de nuestros actos y también el de la justicia de Dios. Es verdad que las consecuencias de nuestros actos no quedan atrapadas en el pequeño círculo de quienes nos rodean, sino que tienen ramificaciones que van más allá de nuestros cálculos. Uno es capaz de prever algunas posibles consecuencias, pero muchas de nuestras actuaciones (y de nuestras omisiones) desatan consecuencias que no hemos previsto o incluso contrarias a las queridas. Esto sucede sobre todo en el ámbito de la política, en el que el político dicta leyes buscando unos objetivos determinados (por ejemplo facilitar el acceso a la vivienda a los jóvenes o incentivar el ingreso en el mercado de trabajo a los que están en el paro). En el ámbito individual somos seres responsables pero también es verdad que no podemos prever todo lo que se derivará de nuestra actuación de una manera supermatemática. Y desde luego que la práctica del bien engendrará más bien. Podemos traer aquí a colación una conocida máxima de San Juan de la Cruz: donde no hay amor, pon amor y encontrarás amor[16].

El tema de la justicia de Dios también aparece en la novela. Es la idea de que en este mundo llegamos a sentir insatisfacción en el sentido de que no podemos encontrar una respuesta a todas nuestras necesidades y entre ellas, además de la ser amados en plenitud, figura con luz propia la de la justicia. No hace falta comentar cómo se resuelve (cuando se resuelve, claro está) la práctica de la justicia humana, pues basta con echar una ojeada a los periódicos y escuchar las noticias. Recuerdo que una de las ideas que más me sorprendió cuando leí la penúltima encíclica de Benedicto XVI, titulada Spe Salvi, fue, precisamente, que la necesidad de que se haga justicia es el argumento más fuerte para creer en la vida eterna. Merece la pena transcribir un pequeño párrafo de esa encíclica: “Estoy convencido de que la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte a favor de la fe en la vida eterna. La necesidad meramente individual de una satisfacción plena que se nos niega en esta vida, de la inmortalidad del amor que esperamos, es ciertamente un motivo importante para creer que le hombre esté hecho para la eternidad; pero sólo en relación con el reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede ser la última palabra en absoluto, llega a ser plenamente convincente la necesidad del retorno de Cristo y de la vida nueva”[17].

Al hilo de esta cuestión la Iglesia ha insistido, precisamente, en la existencia de que el juicio tendrá un desdoblamiento: el primero o juicio particular será a la hora de la muerte, donde cada uno recibe el premio o el castigo por lo que ha realizado, y el segundo o juicio universal será con motivo la de segunda venida de Cristo (la llamada Parusía, que se vincula con el fin del mundo), donde Jesucristo pronunciará “su palabra definitiva sobre toda la historia” y se verán todas las consecuencias de lo que uno ha hecho o haya dejado de hacer durante su vida terrena (CEC, 1039 y 1040). De este modo, en este último juicio se pondrá de relieve las posibles consecuencias cósmicas o la influencia o la relación de nuestras acciones con las de los demás[18], porque no somos átomos alojados en nuestra propia individualidad. Porque todo lo que hacemos (y lo que dejamos de hacer) tiene unas enormes ramificaciones que, de forma consciente o no, salpican a los demás…

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191 str. 2 ilustracje
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9788493908584
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