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3. El nivel formal

La dispositio de Campo abierto se adecua plenamente a las características de la inventio a las que acabamos de referirnos en la descripción del nivel temático. La estructura de la novela responde a un desarrollo fragmentario de historias diversas, protagonizadas por un variado conjunto de personajes y conectadas entre sí a través de mínimos aunque suficientes nexos. Se trata, por lo demás, del mismo diseño formal que adoptan las restantes novelas de la serie en las que con la excepción de Campo cerrado (donde existe un personaje central, Rafael Serrador, aglutinador de los acontecimientos narrados, aunque su protagonismo se devalúe perceptiblemente en la parte final), la acción se fragmenta en episodios diversos con el fin de ofrecer una panorámica lo más abarcadora posible de los acontecimientos y del ambiente cuya narración constituye el objetivo del relato.

Se ha empleado, a veces, para referirse peyorativamente a ese diseño compositivo la etiqueta de «estructura caótica», equiparando los relatos aubianos a un retablo barroco organizado sobre el mero principio de acumulación de elementos diversos en torno a un motivo central. No obstante, el diseño de tales relatos corresponde más bien, como apunta Soldevila,12 al del retablo renacentista, organizado sobre la superposición de cuadros independientes, aunque conectados entre sí por la existencia de un mínimo motivo estructurador: la labor del narrador, enfrentado a la exigencia de dar cuenta de una realidad extraordinariamente compleja, pasa de modo necesario por la selección de los episodios más significativos, que, aunque se presenten aparentemente desconectados, la inteligencia del lector se encargará de establecer los necesarios vínculos entre ellos, siguiendo las pistas diseminadas por el narrador y una vez captado el diseño global en cuyo seno adquieren sentido todas las piezas del puzzle. Se trata, en definitiva, de una ejemplificación de lo que Tomachevski denomina causalidad mediata, en oposición a la causalidad inmediata, y evidente, del relato al modo tradicional: las historias de Gabriel Rojas, Vicente Dalmases y Asunción, de Manuel Rivelles, Vicente Farnals, Jorge Mustieles, Claudio Luna, Jacinto Bonifaz y la señora Romualda, de Rivadavia, Cuartero, Templado o Riquelme, unas desarrolladas con más o menos amplitud y otras simplemente esbozadas, se conectan entre sí, aparte de por la presencia de personajes comunes en casi todas ellas, por su función de elementos configuradores del microcosmos que el autor ha seleccionado como representación de la sociedad y del momento histórico que desea plasmar.

Las divisiones capitulares en que Aub distribuye la materia narrativa no ofrecen, sin embargo, una excesiva regularidad en lo que se refiere a su extensión ni a su contenido: la primera oscila enormemente desde las 7 páginas de la historia de Gabriel Rojas, que funciona a modo de pórtico, o las 5 del episodio de la emboscada donde perecen Manuel Rivelles y sus compañeros, a las 67 de la historia de Jorge Mustieles, o a las 47 del capítulo final, centrado en el momento culminante de la ofensiva fascista sobre Madrid, o a las 35 de la historia de Claudio Luna, que constituye por sí misma un núcleo relativamente independiente al estar articulada como una de las tres partes en que se divide la novela. Por lo que respecta al contenido de cada uno de tales segmentos, pueden albergar el desarrollo de una historia completa, como sucede en los casos de las protagonizadas por Jorge Mustieles y por Claudio Luna, o estar centrada, por el contrario, en algún momento culminante de ese desarrollo, como es el caso de las historias de Gabriel Rojas y de Manuel Rivelles. En otras ocasiones, los capítulos tienen un carácter fragmentario, debido a que contienen historias cuya culminación se produce en otro capítulo posterior (o incluso en otra de las novelas de la serie): es el caso de la historia de Asunción Meliá y de Vicente Dalmases, iniciada en el capítulo segundo de la primera parte y retomada en varios de la tercera; aunque el carácter fragmentario puede deberse también a que el contenido del capítulo sea fundamentalmente reflexivo, quedando la acción supeditada al intercambio de puntos de vista entre diversos personajes, lo que confiere al relato una dimensión ensayística muy común a la narrativa aubiana: es el caso, por ejemplo, del capítulo V de la tercera parte.

Esa heterogeneidad y aparente falta de transparencia del diseño compositivo de Campo abierto no responde a una incapacidad estructuradora del autor, como en ocasiones se ha dicho, sino al intento consciente de reflejar mediante la acumulación caótica de materiales heterogéneos lo complejo de la realidad que se pretende abarcar: la selección y el tratamiento de esta, en la medida en que resulta inabarcable desde una perspectiva globalizadora que posibilite una articulación coherente, reflejan su propio fragmentarismo, derivado de su condición de universo dinámico y en plena ebullición que no puede ser atrapado más que mediante la selección aleatoria de fragmentos dispersos, aunque suficientemente significativos: acontecimientos, personajes, peripecias diversas, diálogos, reflexiones, etc., transmiten esa complejidad y polifacetismo irreductibles a la visión ordenada pero artificiosa desde la que se construye el relato al modo tradicional. Rodríguez Monegal señala a este respecto cómo, en Campo abierto, Aub

ha elegido ciertos personajes, ha contado sus vidas o parte de ellas, ha intercalado una visión general de la guerra, ha vuelto a detallar la peripecia de un personaje aislado, vinculando así episodios dispersos. […] Saltando de un episodio individual a uno colectivo, de lo que es el equivalente literario de un primer plano a una vista panorámica (por emplear términos cinematográficos), Max Aub logra el efecto que busca. Cada figura está cuidadosamente dibujada y al mismo tiempo el efecto general no se debilita.13

A la dispersión y fragmentarismo de las diversas historias que integran la novela corresponde la dosificación paulatina de las informaciones sobre los caracteres y antecedentes de sus personajes, los cuales raramente son presentados de una vez, sino a través de datos espaciados a lo largo de diversos momentos del relato, e incluso de otros relatos de la serie (este es el caso de personajes como Templado, Cuartero, Fajardo o Herrera, cuya trayectoria biográfica se desarrolla en Campo de sangre, novela publicada con anterioridad, aunque los acontecimientos a los que se refiere son, como se ha señalado, posteriores a los narrados en Campo abierto). Tales informaciones pueden proceder de la fuente narrativa, que se retrotrae en ocasiones mediante el recurso de la analepsis a los antecedentes familiares o a la peripecia biográfica precedente del personaje, o bien, si se trata de caracterizaciones, las dosifica a lo largo del relato; pero, en otras muchas ocasiones, el conocimiento que obtiene el lector procede de la autocaracterización de los protagonistas, quienes a través del estilo directo, prodigado de modo notable hasta el punto de prevalecer sobre la diégesis a lo largo de toda la novela, se convierten en fuentes emisoras de discurso.

Esa prevalencia de lo mimético sobre lo diegético repercute en la configuración del espacio narrativo, que es fundamentalmente un espacio sociológico, dibujado por el entramado de las relaciones entre la multitud de personajes (más exactamente de sus voces), muchos de ellos de apariciones esporádicas, que se entrecruzan en el devenir de las diversas historias. No obstante, en algunas ocasiones, la configuración del espacio se debe a la voz del narrador, especialmente en determinadas descripciones paisajísticas, que nunca son gratuitas ni implican la suspensión del fluir de la historia, ya que se integran plenamente en ella funcionando, por extensión metonímica o por contraste, como proyección del estado anímico del sujeto al que corresponde la focalización. El ejemplo más evidente de funcionamiento metonímico del espacio lo tenemos en el paseo de Jorge Mustieles por las afueras de Valencia, tras haber votado la muerte de su padre, en el que el crepúsculo sobre las huertas y el río se convierte en un paisaje hostil, proyección del malestar ocasionado por el desprecio que siente hacia sí mismo:

Se sentó a ver morir la tarde. Una tarde blanda de calor, cansada, sin ángulos, de una pieza. Se sentía desollado, sin nervios, sin epidermis. Le sacudió un escalofrío. Unas hojas secas, en forma de yatagán, yacían en el suelo, pardas y verdes, sucias. El rosa se tornasolaba hacia los azules. Tras él pasaba, de cuando en cuando, haciéndole daño, algún tranvía con ruido de hierros y frenos. Y el timbre para parar y arrancar. El Gobierno Civil a su espalda, todavía con sacos terreros en las ventanas. Si se levanta aire gritaré de dolor.

Los troncos de los eucaliptos, desollados, con la piel arrancada a tiras. Ya está ahí un ligero aire, se estremeció: no tenía epidermis; estaba en carne viva, pero no sangraba. Se miró las manos. Le parecieron extrañas, tan llenas de arrugas (cap. «Jorge Mustieles»).

O, con una significación contraria, la evocación del paisaje de la adolescencia de Vicente Farnals, en la que el descubrimiento del amor en medio del estallido de la primavera en la huerta valenciana se transmite al lector mediante una sensación de euforia conseguida a través de la acumulación de percepciones procedentes de todos los sentidos. Como ejemplo de función contrastiva puede aducirse el tratamiento calidoscópico de la espacialidad (oscilación entre espacio presente y espacio evocado, según Liddell) que el narrador introduce cuando Vicente Dalmases, enfrentado a la desolación del paisaje manchego y acongojado por el avance de las fuerzas fascistas ante el que no cabe resistencia, rememora la feracidad y el esplendor de la huerta levantina unidos en su memoria a los días despreocupados y felices de la adolescencia:

Mira entre las piedras. Nada se ha movido. El gorrión se fue. La tierra seca, polvorienta, descolorida de sed. Cuelgan unas vainas secas de una planta que no conoce. Secas también, las semillas se marcan en el exterior, esféricas, más oscuras, como si fuesen lentejas. ¿Serán lentejas? No lo cree. Guisantes. Guisantes de olor. Y otra vez Valencia. Guisantes de olor, como mariposas rojas, carmesíes, moradas, blancas, con su suave fragancia deleitosa y sus tirabuzones de fresco verde, su corola grande, en forma de abanico, y su blanca quilla delantera. Y el olor, casi imperceptible, ese olor fresco, vegetal, ligeramente aromado de verde, de tierra buena y bien mojada (cap. «Amparo Meliá»).

De igual modo funciona, también a través de la focalización del mismo personaje, la confrontación entre el espacio ruidoso de La Granja del Henar, configurado por las confusas voces que se entregan despreocupadas a una discusión interminable, y el que, en medio de ellas, evoca un Vicente adormilado y ajeno a aquel bullicio, rememorando la pesadilla vivida los últimos días como integrante de las fugitivas fuerzas republicanas, acosadas por el empuje fascista y por la inclemencia del campo castellano.

Respecto a la temporalidad, sin embargo, hay que observar que su tratamiento en Campo abierto corresponde a la más rigurosa linealidad en el interior de las diversas historias y, del mismo modo, a la sucesión de cada una de estas dentro de la cronología general de la novela. Podría decirse que ese rigor en el tratamiento cronológico es uno de los elementos que contribuyen a reforzar de modo decisivo la conexión del puzzle constituido por materiales narrativos tan heterogéneos y dispersos. La sucesión de los acontecimientos resulta mucho más perceptible en la tercera parte de la novela, dedicada a la narración de los momentos claves de la ofensiva nacionalista contra Madrid, dado que cada fragmento, a excepción del primero, lleva como enunciado capitular la fecha del día de noviembre de 1936 en que se desarrollan los acontecimientos narrados, y en los cuales las criaturas de ficción intervienen como protagonistas junto con los personajes históricos (el general Miaja, García Oliver, el coronel Vicente Rojo, María Teresa León, Josep Renau, etc.). La cronología del relato se atiene en tales capítulos rigurosamente a la de los sucesos que tuvieron lugar en esos días, salvo un par de lapsus sin mayor trascendencia, como el de adelantar en un día la fecha de toma de posesión de García Oliver como ministro de Justicia, o el de trastocar la fecha del parte de guerra que se reproduce al final del capítulo «5 de noviembre», que corresponde, en realidad, al emitido dos días más tarde.14

En la primera parte los nexos temporales entre los diversos capítulos y entre las historias que los integran son menos explícitos, pero la aparente autonomía de cada uno de ellos, ya mitigada por procedimientos conectores como la presencia de personajes comunes o la prolongación de la historia más allá de los límites del capítulo, resulta casi anulada mediante las referencias diseminadas por el narrador, las cuales permiten al lector percibir claramente la secuencia de los diversos segmentos como un continuum temporal. Así, la primera historia, la de Gabriel Rojas, la única que aparece explícitamente datada, 24 de julio de 1936 (una semana justa después de la sublevación militar que dio origen a la guerra), sirve como punto de anclaje a las siguientes, desarrolladas en días sucesivamente posteriores correspondientes a los últimos días de julio y a los meses de agosto y septiembre; las historias desarrolladas en el capítulo II se sitúan en la primera semana de agosto (referencia a la toma de Albacete en la historia de exsacristán, o acotaciones como «hasta hace quince días Asunción ignoraba lo que era la muerte»); la de Manuel Rivelles, en el capítulo III, presupone lo narrado en el II, pues los jóvenes actores se encuentran ensayando ya en el teatro Eslava y, además, cuando se va a comunicar la decisión del protagonista de marcharse al frente, se especifica «a mediados de agosto [Rivelles] se presentó muy serio en un ensayo»; la historia de Vicente Farnals, en el capítulo III, arranca, después de una amplia analepsis, «hacia el 15 de agosto», fecha en que recibe la carta de Jaime Salas solicitando su ayuda para escapar de la España republicana, por lo que la intervención de Farnals para conseguirlo y la posterior discusión con Gaspar Requena han de tener lugar ya muy avanzada la segunda mitad del mes. De igual modo, algunos datos contenidos en el capítulo IV, dedicado por completo a la historia de Jorge Mustieles (toma de Irún y San Sebastián, llegada a Bayona en los primeros días de septiembre), nos permiten situar esta entre mediados de agosto y mediados de septiembre. Por su parte, en la historia del Uruguayo narrada en el capítulo V, la referencia a la liberación de don Ramón Mustieles «hace dos o tres días» permite fijar su arranque a continuación de la historia precedente. Por último, la historia de Claudio Luna, que ocupa el único capítulo de la II parte, está claramente datada entre el 21 de agosto, fecha del fusilamiento del Maño, y los últimos días de septiembre en que se produce el avance imparable del ejército franquista sobre Madrid; ello le permite servir de puente entre la primera y la tercera parte, la cual se inicia con los monólogos de Asunción y de Vicente que nos sitúan en la segunda mitad de octubre, cuando las fuerzas nacionalistas avanzan imparables hacia la capital.

Dentro del marco de esa rigurosa cronología son posibles la fragmentación y dispersión de varias de las historias que exceden los límites de la división capitular (la de Asunción Meliá y Vicente Dalmases, la de Jacinto Bonifaz y la señá Romualda), las abundantes y extensas analepsis que remontan el curso de algunas de las historias informando sobre los antecedentes familiares de los protagonistas (por ejemplo los casos de Vicente Farnals y de Jorge Mustieles), las suspensiones para introducir esbozos biográficos, más o menos breves, de personajes por completo circunstanciales; o bien, con mayor frecuencia, los amplios excursos ensayísticos mediante el diálogo a varias voces entre personajes que se enzarzan en interminables discusiones producto de la reflexión ante los acontecimientos en que se encuentran inmersos. Todo ello contribuye a reforzar esa sensación de estructura caótica, de ausencia de diseño compositivo, señalada por algunos estudiosos de la narrativa aubiana, pero que en el fondo responde, como hemos apuntado, al intento de abarcar la complejidad de una realidad dinámica y multiforme ante la que resultan ineficaces las estrategias de la narración tradicional.

Ese esfuerzo denodado por reflejar una realidad tan poliédrica y versátil desde todos los ángulos posibles se evidencia de modo especial cuando nos detenemos en el análisis de las estrategias focalizadoras puestas en juego por el narrador. En su artículo antecitado, Rodríguez Monegal hace referencia a una frase de la peripatética discusión que mantienen Cuartero y Templado en mitad de la noche madrileña, con la que el segundo pone en cuestión el tópico aserto sobre la imposibilidad de contemplar simultáneamente los árboles y el bosque («Desde que hay aeroplanos esta imagen es falsa. Se ven árboles y bosque al mismo tiempo») para referirse a la multiplicidad de puntos de vista que el narrador de Campo abierto pone en juego con el propósito de asediar desde todos los ángulos posibles la proteica realidad que intenta transmitirnos: «Desde muchos puntos de vista, Aub está tratando de presentar a la vez y con la precisión de un pintor holandés de interiores, cada árbol y el bosque entero. Paso a paso, las distintas y múltiples historias individuales se van coagulando hasta formar una enorme historia colectiva».15

Efectivamente, y en proporción similar a la de las otras novelas del ciclo, los acontecimientos presentados están sometidos a un tratamiento narrativo que es la resultante de la combinatoria alterna de las tres modalidades de focalización posibles: la visión omnisciente, tras la que se adivina la existencia de un narrador superinformado que cuenta una mínima parte de lo que sabe y que controla exhaustivamente la trayectoria vital de cada personaje, se restringe a menudo mediante la recurrencia a la visión limitada con la que la información que llega al lector procede de uno de ellos, que actúa como conciencia focalizadora habitualmente a través del monólogo interior en cualquiera de sus modalidades, aunque preferentemente mediante el estilo indirecto libre. Y ambas se presentan en alternancia con la focalización externa en que la voz del narrador reduce su presencia hasta casi desaparecer y convertirse en transmisor de las palabras pronunciadas por sus criaturas, permitiendo que una parte considerable de la historia llegue al lector «directamente» a través de los diálogos o soliloquios de aquellas. En muchos de estos casos podría hablarse de «narración no representada» en cuanto el discurso de los personajes se ofrece como registro de palabras, quedando el papel del narrador reducido al de mero transcriptor que, en el mejor de los casos, se limita a la escueta mención del nombre de los interlocutores.

En determinadas ocasiones incluso llega a desaparecer ese tipo de indicación, de manera que lo que llega al lector es una confusión de voces anónimas que no es sino el resultado de la superposición de los soliloquios a que cada uno de los personajes se entrega; el ejemplo más evidente lo tenemos en la escena ya citada de la Granja del Henar (capítulo III de la tercera parte), en el que se reproducen los fragmentos de conversaciones que llegan a los oídos de un Vicente Dalmases agotado y somnoliento. El procedimiento responde, como otros de los señalados, al intento de aprehender, mediante la superposición de discursos inconexos, el polimorfismo de una realidad inestable para cuya reproducción resulta insuficiente la convención de la voz narrativa como responsable única y controladora absoluta del universo ficcional. A ese intento responde, asimismo, el recurso frecuente a los subtextos, mediante los cuales, en medio del discurso de un personaje, se insertan las reflexiones, totalmente desconectadas de este, a que se entrega su interlocutor; piénsese, por ejemplo, en los pensamientos de Villegas mientras asiste a la reunión del comité de expropiación de los teatros (capítulo II de la primera parte) o en los de Jorge Mustieles mientras escucha el relato que Carratalá está haciendo de su actuación en Barcelona durante los primeros días de la guerra (capítulo V de la primera parte). Mediante este tipo de estrategias narrativas se pone en evidencia el convencimiento, antes mencionado, de Aub de que el mundo como tal no es susceptible de ser representado mediante la escritura y que a través de ella solo resulta posible representar los diversos «discursos» que constituyen el mundo. De ahí que Campo abierto resulte interpretable a partir de la premisa de una realidad constituida por una suma de discursos desconectados entre sí, de soliloquios emitidos por personajes encerrados cada uno en su propia burbuja, una barrera que no consiguen traspasar las palabras de su interlocutor.16 En definitiva, un mundo poblado más que de criaturas de sus voces, que se superponen, entrecruzan y suman y que convierten a Campo abierto en paradigma de la concepción bajtiniana de la novela como estructura polifónica, en la que la voz del narrador es tan solo el cauce a través del que circulan las voces del mundo.17

4. El nivel verbal

Señalaba Soldevila en su estudio sobre la narrativa aubiana cómo en el nivel del lenguaje el símbolo del laberinto sigue manifiesto con la misma transparencia que en los niveles temático y formal.18 En el caso particular de Campo abierto esa afirmación resulta plenamente válida en cuanto que su vocabulario, su sintaxis y la utilización que hace de los diversos recursos fónicos responden al mismo designio de asedio a una realidad poliédrica y multiforme al que me he referido en los apartados precedentes. Si la idea básica que subyace como tema nuclear de la novela es la concepción del mundo como laberinto y la estructura de Campo abierto responde, según se ha descrito, a la exigencia de un diseño formal que se presente como traducción de esa idea nuclear, el discurso mediante el que dicha estructura se materializa funciona, a la vez, como transparente metáfora de aquella: la riqueza y variedad de sus registros léxicos, la versatilidad de la sintaxis, e incluso los recursos fónicos, son otras tantas vías al servicio del objetivo de aprehender la compleja y laberíntica realidad que el autor persigue.

No considero necesario extenderme en exceso en la descripción de este nivel del texto, pues mi análisis no haría sino repetir las conclusiones establecidas por los estudiosos de la narrativa de Aub sobre las características generales de su lenguaje, las cuales constituyen una constante desde sus obras más tempranas. Solo me permitiré apuntar la dificultad que puede entrañar para el análisis la existencia de dos discursos –discurso del narrador frente a discurso del personaje– no tan nítidamente separables como se pretende, dado que explicarlos a partir de la oposición entre lenguaje literariamente marcado y lenguaje estándar no resulta siempre operante en la novela que nos ocupa ni en otros textos narrativos aubianos; y ello porque, por una parte, la voz del narrador oscila entre una amplia gama de registros de habla que van desde la expresión más elaborada y conceptista a la más próxima al grado cero; y por otra, porque, a la inversa, son varios los personajes que asumen en ocasiones la función narrativa, introduciendo relatos intercalados cuya enunciación se aleja por completo de la expresión coloquial: recuérdese, como ejemplo más significativo, la narración que en el capítulo IV de la tercera parte hace Santángel de su visita al pueblo toledano requerido para prestar sus servicios como médico a un correligionario de Azaña. Sin contar con los casos en que, mediante la utilización del estilo indirecto libre, se produce tal compenetración entre la voz del narrador y la de su personaje que resulta tarea problemática trazar una frontera nítida entre sus respectivos discursos: léanse, al respecto, algunos de los monólogos que se incluyen en la historia de Jorge Mustieles (capítulo V de la primera parte) o los de Vicente Dalmases en los capítulos I y V de la tercera parte. Puede, pues, decirse que en ambos discursos los rasgos comunes priman sobre los diferenciales y que para la descripción del plano verbal de Campo abierto cabe referirse a ambos como un conjunto uniforme.

Hechas estas salvedades, sí resulta necesario reconocer la existencia de matices diferenciales por lo que respecta a la utilización de determinados recursos. Me refiero concretamente a la sintaxis, que Aub usa a menudo a lo largo del texto para plasmar las contradicciones del universo laberíntico del que el lenguaje se pretende metáfora. Nos encontramos, así, con los extremos más opuestos: de un lado, una sintaxis pródiga en todo tipo de ramificaciones, en construcciones parentéticas, complicada además por la propensión del autor al conceptismo y al juego verbal que le lleva a perderse en paronomasias, retruécanos, figuras etimológicas, etc.; y de otro lado, páginas que están elaboradas mediante la sucesión rápida de frases por mera yuxtaposición y con ausencia de cualquier nexo conjuntivo; frases que a menudo quedan reducidas al mero elemento nuclear –el verbo– o incluso a un elemento nominal resumidor de la carga informativa. Se consigue con ello una alternancia de tempos narrativos opuestos –ralentización frente a dinamización– que no resulta aventurado interpretar como imagen de la contraposición entre el tráfago vertiginoso y sin sentido de las criaturas que pueblan el universo novelesco y el carácter esencialmente estático, por su condición de laberinto-prisión, que ese universo tiene para ellas.19 Este doble tratamiento de la sintaxis suele corresponderse con la oposición discurso de narrador / discurso de personajes, aunque no siempre ni de modo estricto porque en muchos casos resulta, como acabo de señalar, neutralizada; por ello resulta más factible hablar de dos ritmos contrapuestos perceptibles indiferentemente en ambos niveles de discurso.

A la tendencia a la morosidad sintáctica, a la complejidad de las ramificaciones envolventes complicadas, además, con la propensión al juego verbal, suele corresponder en Campo abierto un tratamiento irónico-distanciador, que se pone especialmente de manifiesto en los momentos en que el narrador somete al personaje a una visión degradadora. Léase, por ejemplo, el siguiente párrafo procedente de la historia del exsacristán, incluida a pie de página en el capítulo II de la primera parte:

Así, hasta que le tentó Belcebú, encarnado –y con creces, por donde más gusto le daba– en Vicenteta –muy ligada a su nombre, sobre todo en lo referente a las dos últimas sílabas de su patronímico, que parecía descolgarse, si no del apellido paterno, si de las ubres maternas– que en la suegra estuvo el quid: no paró hasta casarlos (cap. «Vicente Dalmases»).

O el siguiente, que pertenece a los prolegómenos a la historia de Claudio Luna (parte segunda) en donde se cuentan los inicios de la relación del Maño con la familia del notario burgalés:

Lo que importa es decir cómo, un año antes, saliendo Jaime Oliete –nombre y apellido del luego más conocido por «El Maño»– de la panadería donde prestaba sus buenos servicios, allá por el final del Coso, cerca de la Universidad, y yendo tranquilamente por la calle de Palafox hacia la Seo, camino de la casa de huéspedes donde vivía, en la plaza, frente al Seminario, doña Juana se torció un pie, el derecho, si queremos ser exactos –lo que es, por otra parte, nuestro único deseo–, saliendo de confesarse cayó en sus brazos (cap. «Claudio Luna»).

O, por citar un caso más, la presentación de Jacinto Bonifaz y de su esposa Romualda y la narración de las relaciones entre ambos que ocupan buena parte del capítulo II de la tercera parte. Esa complejidad sintáctica se resuelve, en otras ocasiones, en la mera acumulación de elementos desconectados en apariencia (enumeración caótica) pero sometidos a una consciente voluntad constructiva que los hace funcionar eficazmente como descripción expresionista de un personaje o de una situación. Recuérdese, a título de ejemplo, el párrafo del capítulo IV de la primera parte, donde se narra la monótona vida matrimonial de Vicente Farnals:

Una vida hecha de guiones: Teresa y la modista, Teresa y el carnicero, Teresa y sus padres, Teresa y los domingos, Teresa y Vicente. Series de apartes y vida en forma de collar –de cuentas–, un asunto tras otro, sin que la suma de todos formaran una suma o un total. Una vida sin explicación, sin resumen, sin interés. Zigzag de puntos sin que las cien preocupaciones del día fueran una sola preocupación. Y un día tras otro: que si la lavandera, que si el del ultramarinos, que si la portera, que si el cine, que si el organdí, que si el agua caliente, que si el carbón, que si las medias, que si la faja, que si el reloj, que si el periódico, que si el crimen (cap. «Vicente Farnals»).

Otro ejemplo de utilización de esa sintaxis aparentemente caótica pero controlada a la perfección lo tenemos en las diez apretadas páginas dedicadas a la presentación de los casi doscientos peluqueros integrantes del batallón de los Fígaros (capítulo VI de la tercera parte) sobre muchos de los cuales se incluyen informaciones sintéticas que constituyen auténticos microrrelatos.

En contraste con la complejidad sintáctica, se encuentra la fluidez del discurso oral, a través de muchas páginas en que el narrador transcribe directamente los diálogos de sus personajes, unas veces constituidos por réplicas breves y rápidas y otras por fragmentos extensos, pero siempre captando con un oído extremadamente sensible las peculiaridades del habla coloquial, que más que imitar somete a una auténtica recreación literaria, como apunta Chabás.20 Léanse, como muestra de la primera posibilidad, la escena del capítulo final, en que se presenta al general Miaja intentando organizar con los escasos medios disponibles la defensa de Madrid, y de la segunda los soliloquios de Romualda, la mujer de Jacinto Bonifaz, en los capítulos II y VIII de la tercera parte.

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