El eco de las máscaras

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El eco de las máscaras
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Vélez Upegui, Mauricio

El eco de las máscaras : estudios sobre la tragedia griega antigua / Mauricio Vélez Upegui. – Medellín: Editorial EAFIT, 2020

456 p.; 24 cm. -- (Colección Académica)

ISBN: 978-958-720-654-8

ISBN: 978-958-720-655-5 (versión EPUB)

1. Tragedia griega – Historia y Crítica. I. Tít. II. Serie

882.0109 cd 23 ed.

V436

Universidad EAFIT – Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas

El eco de las máscaras

(Estudios sobre la tragedia griega antigua)

Primera edición: febrero de 2021

© Mauricio Vélez Upegui

https://orcid.org/0000-0002-9359-7429

© Editorial EAFIT

Carrera 49 No. 7 sur - 50

Tel.: 261 95 23, Medellín

http://www.eafit.edu.co/fondoeditorial

Correo electrónico: fonedit@eafit.edu.co

ISBN: 978-958-720-654-8

ISBN: 978-958-720-655-5 (versión EPUB)

DOI: https://doi.org/10.17230/9789587206548lr0

Edición: Cristian Suárez Giraldo

Diseño y diagramación: Alina Giraldo Yepes

Imagen de carátula: Relieve de un poeta sentado (Menandro) con máscaras de la nueva comedia (siglo I a.C. - principios del siglo I d.C.). Mármol blanco, 48,5 cm. de alto, 59,5 cm. de ancho y 8,5 cm de D. Hace parte de la colección del Museo de Arte de la Universidad de Princeton. Autor: Dave y Margie Hill / Kleerup. Disponible en https://bit.ly/3a0yAVZ

Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad: Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia. Reconocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia. Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional hasta el 2026, mediante Resolución 2158 emitida el 13 de febrero de 2018

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial

Editado en Medellín, Colombia

Diseño epub: Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Griego es encontrar belleza en lo espantoso

Hermann Bahr

La poesía épica relata las hazañas de los héroes; la tragedia dramatiza sus ocasos

Carlos García Gual

La sola frase “tragedia griega” carga el peso de una inmensa heredad cultural y crítica

Ruth Scodel

Contenido

Agradecimientos

Liminar

Tragedia y reaprehensión mítica

Introducción

Selección y modificación

Reestructuración

Codificación

Conclusiones

Referencias

El drama ático clásico: un marco de referencia

Introducción

Dimensiones de la fiesta dionisíaca

Especies del género dramático

Ditirambos

Tragedias y dramas satíricos

Comedias

Juicio y premiación

Conclusiones

Referencias

La tragedia ática clásica: el pasado en presente

Introducción

Escarbando en el pasado: las fuentes “literarias”

El agón (o enfrentamiento)

El significado de la acción dramática

Conclusiones

Referencias

La mímesis de la acción a la luz de la Poética de Aristóteles

Introducción

El ámbito de “la representación figurada”

Los “ídolos sagrados”

La estatuaria religiosa

La actividad mimética en Platón y Aristóteles

La República de Platón

La Poética de Aristóteles

La imitación dramática según Aristóteles

El obrar humano

El obrar trágico

Conclusiones

Referencias

Tres atributos de la acción trágica

Introducción

Primer atributo: esforzada

Segundo atributo: completa

Tercer atributo: acción de cierta amplitud

Conclusiones

Referencias

El principio de la alternancia en la tragedia ática

Introducción

Coro-Actor (héroe)

Actor (héroe)-Coro

Dicotomías y sentido

Conclusiones

Referencias

Catarsis: el efecto trágico

Introducción

¿Una cláusula ambigua?

Dos pasiones del alma

Pasiones y catarsis

El modo estético-estructural

El modo pragmático-terapéutico

 

Conclusiones

Referencias

Notas al pie

Agradecimientos

Deseo expresar mi gratitud a aquellas personas que han tenido que ver, de una u otra manera, con el resultado del proyecto académico e investigativo que ahora presento.

Al señor rector de la Universidad EAFIT, Juan Luis Mejía Arango, en su calidad de director del Comité Editorial de la Editorial EAFIT y como entusiasta impulsor de la Colección Académica.

Al señor Jorge Alberto Giraldo Ramírez, exdecano de la Escuela de Ciencias y Humanidades, quien en su momento contribuyera a validar la propuesta de trabajo que presenté a mediados del año 2018 ante el pleno del Consejo de la Escuela de Humanidades y parte de cuyo producto es este material.

Al actual decano de nuestra escuela, señor Adolfo Eslava Gómez y a nuestra jefa de Departamento, señora Liliana María López Lopera, quienes nunca han dejado de ver con buenos ojos el hecho de que los profesores demos a la luz pública el producto escrito de nuestros intereses y preferencias de estudio.

Gracias y reconocimiento, igualmente, a mis colegas del Departamento de Humanidades –Alba Clemencia Ardila de Robledo, recientemente jubilada pero intelectualmente activa, Sonia Inés López Franco, María Rocío Arango Restrepo, Alba Patricia Cardona Zuluaga, Julder Alexander Gómez Posada, Germán Darío Vélez López, Juan Manuel Cuartas Restrepo, Juan Camilo Suárez Roldán, Alejandra Toro Murillo, Efrén Alexander Giraldo Quintero, Jorge Uribe Lozada, Andrés Felipe Vélez Posada, Juan Pablo Pino Posada, Fernando Iván Mora Meléndez– por estar siempre dispuestos a remozar el espíritu inherente al quehacer académico y la amistad que hemos consolidado más allá de los espacios institucionales.

Cómo no extenderles mi aprecio, así mismo, a los estudiantes de las Maestrías en Estudios Humanísticos y Hermenéutica Literaria por haberse dispuesto a leer y discutir en su momento, con atinados y críticos comentarios, algunos de los textos que aquí se publican, ya corregidos y ampliados.

Me place agradecer, desde luego, a la jefa de la Editorial EAFIT, Claudia Ivonne Giraldo Gómez, por acoger gentilmente mis páginas, presentarlas ante el Comité Editorial, someterlas a revisión y, finalmente, reunirlas en forma de libro.

Extiendo mi gratitud, además, al señor Cristian Alejandro Suárez Giraldo, editor de la casa editorial de EAFIT, por leer el conjunto de los textos, llamarme la atención sobre algunas repeticiones, incoherencias, oscuridades y demás faltas en que se incurre al escribir y por mostrarme no pocas vías de solución para remediar dichos problemas.

Manifiesto también mi agradecimiento a la estudiante del programa en Ciencias Políticas Ana María Peralta Vélez, por haberse hecho cargo de los escollos tecnológicos contra los que a menudo choqué, en mi intento por familiarizarme con algunos de los múltiples comandos que ofrece el computador.

Sería cometer una imperdonable insolencia de mi parte si no le manifestara mi más sincero aprecio, respeto y gratitud a la magíster en Estudios Humanísticos, y en la actualidad profesora de cátedra de los Departamentos de Humanidades y Gobierno y Ciencias Políticas, Laura Fuentes Vélez, por fungir de primera lectora y correctora de mis líneas y por obrar de archivista de muchas de mis búsquedas y consultas bibliográficas, en momentos en que ella podría haber dedicado su tiempo a estudiar, a seguir aprendiendo lenguas extranjeras (“vivas” y “muertas”) y a preparar sus clases con el juicio que la caracteriza.

Por último, no sobra subrayar que a nadie más que a mí deben ser atribuidas las debilidades filológicas, léxicas, sintácticas, temáticas, argumentativas y bibliográficas que este trabajo pudiera contener.

Como sea, me anima la esperanza de que algunas de las ideas que aquí ventilo les puedan resultar “dulces y útiles” (en el sentido horaciano de los términos) a algunos lectores.

Liminar

¿Acaso está al tanto de que su actividad, sustentada por igual en palabras y melodías, arrastra consigo una promesa incierta de mudanza existencial o, si se prefiere, de recambio de vida y vislumbre de otros destinos, enaltecidos en algunos casos y deslustrados en la mayoría? ¿Por ventura tiene claro que lo que hace, en jornadas que alteran la rutina de las mañanas y las tardes, no es más que un serio ejercicio de simulación, o de mímesis –según un lozano vocabulario que ya empieza a calar entre las gentes de la época–, en virtud del cual la ficción suplanta a la realidad y los falsos semblantes a los rostros naturales? ¿Quizás intuye que el oficio que realiza, inicialmente en parajes campestres y luego en el marco urbano de festividades religiosas patrocinadas por ciudadanos, constituye un bálsamo espiritual cuyos efluvios afectan de manera diferente el alma de los espectadores? Está demás contestar cualquiera de estas preguntas, pues si de su vida apenas quedan menciones vacilantes, de su obra –no digamos fundacional, pero sí precursora– solo contados versos han escapado a la voracidad del olvido; pero ninguno de los que se conservan, en estado fragmentario, refleja la intimidad de sus vivencias, pensamientos o esbozos artísticos.

Si hay verdad en decir que el tiempo entraña variación, también la hay en sostener que las señas de identidad de no pocas personalidades del pasado pueden variar con el tiempo. Tespis no se sustrae a esta danza y contradanza de atribuciones. Quien durante años fuera visto como un hombre legendario, después habrá de adquirir realce histórico. Fuentes inactuales así lo atestiguan. La Suda, esa monumental biblioteca bizantina del siglo X, informa que era oriundo de Icaria, población situada en la región del Ática, y que Temón, su padre, le habría puesto dicho nombre con el fin de sugerir un vínculo especial con la divinidad. No en vano, en él parece latir la creencia de que los dioses conceden a unos cuantos mortales, y solo a unos cuantos, sabiduría moral, iluminación poética y espíritu educador. Y el Marmor Parium, la afamada inscripción en piedra del siglo III a. C. que registra eventos memorables griegos, revela que Tespis da a conocer su primera obra dramática ante un conjunto de circunstantes atenienses durante el último tercio del siglo VI a. C., justamente en la época en que Darío consolida su dominio sobre los centros urbanos que se alinean a lo largo de la costa occidental del Asia Menor.

Sin desdeñar que el origen de la tragedia constituye, aún en nuestros días, y tras décadas de arduos debates caracterizados por las más disímiles posturas –algunas irreconciliables–, un problema en espera de solución (o uno, en últimas, insoluble, dada la escasez de la evidencia empírica disponible o a causa del precario estado de la documentación conservada), no sobra anotar que muchos eruditos, buscando colmar las lagunas que el tiempo se empeña en vaciar, se remontan hasta la figura de Tespis para fijar dicho origen. Y ello a despecho de otros nombres, igualmente envueltos en oscuridad, que muy a menudo son mencionados en lugar de aquel: un tal Epígenes de Sición, compositor de los primeros “coros trágicos” elaborados en recuerdo del héroe local Adrasto; y cierto Arión de Metimna a quien Heródoto, lacónico en explicaciones al respecto, adjudica la creación de los ditirambos literarios que servirán de base –de acuerdo con el señalamiento de Aristóteles– para la consolidación de la tragedia como obra que se apuntala en una “reproducción imitativa” destinada a explorar la complejidad inherente a las acciones humanas.

Sea como fuere, unas cuantas voces antiguas se empeñan en asignar a Tespis, respecto del arte dramático que abrigará de esplendor el espacio teatral de la Atenas del siglo V a. C., varios desarrollos artísticos (o varias innovaciones respecto de la poesía trágica naciente): en principio, tomar narraciones heroicas de carácter oral y tonadas corales previas hasta fusionarlas en una composición unitaria, regulada por la alternancia del canto y el recitado; después, introducir la máscara humana, en reemplazo de la satírica empleada hasta entonces, e incluso como sustituto del primitivo maquillaje elaborado a base de capas de albayalde o blanco de plomo, como parte de los aderezos del actor, a fin de provocar en el público el espejismo de una personalidad desdoblada y la fantasmagoría de un sino salpicado de infortunio; y, por último, incorporar a la estructura de la pieza trágica, según una noticia trasmitida por Temistio, escoliasta griego de Platón y Aristóteles, el prólogo –o la sección inicial de la obra que, antes de la primera intervención del coro, expone los aspectos principales de la situación de partida de la intriga– y la rhesis –o el articulado discursivo de los personajes–.

En su Ars Poética (o Epístola a los Pisones), Horacio imagina a Tespis recorriendo parte del territorio ático, montado sobre una carreta tirada por bueyes, en compañía de otros que, como él, se han consagrado a convertir episodios de vida ajena en espectáculo público; pero no un espectáculo que induce a la relajación de las costumbres o que hace flaquear los principios morales en los cuales se fundamenta la cohesión de un grupo social determinado (acre juicio formulado por Solón, si hemos de creer a un dudoso rumor difundido por Plutarco), sino uno que suscita placer, sortilegio o entretenimiento al tiempo que utilidad, conocimiento o morosa reflexión. Desde entonces, semejante espectáculo constituiría el evento principal de las fiestas celebradas en honor de la deidad a la cual los griegos otorgan las funciones cultuales del goce de vivir, la embriaguez que alivia los pesares de la vida, la renovación de los ciclos de la naturaleza, “el amor más enardecido” o la identidad ambigua, a saber: Dioniso (“el dos veces nacido” o, también, el dios que está próximo a marcharse tan pronto anuncia su llegada a una población cualquiera).

Es difícil sustraerse a la idea de que lo que comenzó siendo –o pudo comenzar siendo– una manifestación cultural espontánea, surgida de lo que Nietzsche llamara “el impulso primaveral” (es decir, la captación del discurrir ordenado del cosmos y su decisivo influjo en la conducta de los hombres), con el tiempo hubiera adquirido un carácter más formalizado, o menos instintivo, y acabara transformándose en la piedra de toque de una nueva actividad demiúrgica: la actividad teatral, valorada como signo, causa y efecto de un magisterio individual al servicio de la mancomunidad. Gracias al trabajo de Tespis, y de quienes luego seguirían el rastro de este dando a conocer similares producciones del espíritu (Quérilo, Frínico, Esquilo…), la escena gana el favor de la ciudad de Atenas, que no solo la patrocina, sino que además la somete a concurso, a fin de implantar en el presente la vocación agonal de los viejos duelos heroicos homéricos (sin duda, uno de los rasgos de identidad más relevantes de la cultura griega). En el marco ficticio creado por el drama que es auspiciado por el régimen democrático vigente, los ciudadanos y los residentes extranjeros contemplan y oyen los cambios de fortuna de unos seres del pasado remoto cuyas vidas excepcionales revelan la esencia de la fragilidad e inseguridad humanas.

Imparable, la carreta de Tespis sigue su marcha. No importa que el vehículo haya renovado su apariencia y que el traqueteo de sus ruedas ya no suene a lo lejos para hacerle saber a las gentes de la llegada de nuevos dramaturgos, epígonos de quien hubiera nacido en Icaria. Tampoco interesa que las intrigas, otrora entresacadas de la mitología –ese amplio y contradictorio conjunto de leyendas orales en el que dioses y mortales traban contacto entre sí, dando a conocer sus poderes, sus pasiones y sus designios–, ahora se lleven a las tablas despojadas de aquella misteriosa sacralidad y aparezcan, en cambio, impregnadas de una familiaridad cotidiana que no por resabida es menos inquietante o brutal. Y, por último, poco afecta el hecho de que las condiciones de representación relacionadas con la puesta en escena, el vestuario, la música, los libretos, los útiles de tramoya y demás aspectos técnicos incumban solo a los historiadores del teatro. Lo que es relevante, lo que de verdad es significativo es que, a pesar del tiempo transcurrido, curtidos directores y noveles dramaturgos representan, año tras año, y en distintas locaciones del planeta, las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides, espoleados por el pensamiento de que, en ellas, como proclama De Romilly, la “reflexión sobre el ser humano brilla con una fuerza primordial” o continúa centelleando con una luz imperecedera.

 

En fin, siete textos, escritos a lo largo de varios años bajo circunstancias académicas diferentes, conforman este volumen que está dedicado a tratar el tema de la tragedia griega antigua, o, mejor, de la tragedia ática (pues, como no deja de insistir Castoriadis, no hay constancia de que el género naciera y se desarrollara más allá de las fronteras de la tierra de Erecteo, Cécrope o Egeo). Cuatro de ellos, ahora retocados y ampliados, fueron acogidos por revistas indexadas; los otros tres son inéditos y se publican por vez primera. Una convicción y una esperanza me han movido a reunirlos en forma de libro y darlos a la imprenta: la convicción de que esas piezas dramáticas denominadas tragedias, lejos de haber agotado su enorme potencia de sentido, todavía destilan vida, y, más, configuran fecundos horizontes de referencia para comprender muchos de los problemas en los que se ve implicado con frecuencia el hombre de nuestros días; y la esperanza de que otros lectores, amantes del mundo griego, encuentren en estas páginas dos o tres consideraciones o apuntes cuyo contenido les sirva para reavivar el diálogo que, juzgado de un modo desapasionado, el presente merece tener con el pasado.

Permítaseme una nota de cierre: no escapará descubrir, a un lector atento y perseverante, que en algunos de los textos aquí reunidos incorporo las mismas citas o las mismas referencias bibliográficas, e incluso algunas ideas similares (por no decir idénticas). Aunque sé que dicha práctica puede despertar no pocos señalamientos críticos, me gusta creer que la repetición, ejecutada en contextos cambiantes, tiene la virtud de suscitar diferencias de percepción y, a veces, también, diferencias de sentido.

Tragedia y reaprehensión mítica *

Introducción

En la historia de las ideas es frecuente que dos autores que se conocen entre sí, al ocuparse de un mismo objeto de estudio (llámese texto, pieza de arte, documento o monumento), discrepen en sus apreciaciones y se vean forzados a reconocer, por escrito o de viva voz, un ineludible desacuerdo. Razones de índole dispar contribuyen a explicar este hecho: el distanciamiento conceptual que media entre ambos, los hábitos de pensamiento que cada cual cultiva y da a conocer a través de alguna forma de comunicación, las sendas metodológicas que uno y otro siguen en su afán por comprender y explicar la cosa elegida. Si bien no imposible, más inusual es que, situados en contextos culturales diferentes, coincidan, aunque no sea más que parcialmente, en algunos juicios. Un ejemplo de esto último lo hallamos en el caso de la tragedia ática. Ya en el siglo IV a. C.,1 Aristóteles, en esas notas de clase que la tradición literaria ulterior conocerá con el nombre de Poética, deja constancia sobre el hecho de que los poetas, al momento de componer sus obras, podían atenerse tanto a las tramas inventadas como a las leyendas tradicionales o mitológicas (9, 1451b, 20-25). Y a poco de comenzar el siglo XXI, Kadaré, en un libro consagrado a estudiar el mundo trágico de Esquilo, no vacila en afirmar que, así como Homero “se sentó a la mesa repleta de un inmenso festín llamado mitología griega (criatura común de un pueblo que despertó al alba de nuestra civilización) […]”, también Esquilo y “el resto de los grandes poetas trágicos participaron del mismo festín” (2009, p. 26). Nótese cómo Aristóteles y Kadaré, pese a la distancia espacial y temporal que los separa, exponen una tesis similar, aun cuando sea con expresiones que no coinciden, a saber, que el sustrato del cual se nutre la tragedia –una vez se realiza artísticamente bajo la forma dramática– no es otro que el pasado remoto, y, especialmente, las narraciones míticas referidas por Homero, Hesíodo y demás cantores anónimos de ciclos épicos.

Con ser razonable y difícil de contrariar, la tesis calla más de lo que dice, pues a cualquiera que se adentre por vez primera en la lectura de una tragedia griega antigua no tendría por qué escapársele el hecho de que esta apunta a una edad desaparecida (matizada simultáneamente de majestad y sordidez divina y humana), cuando no es que podría comprobar con prontitud que las tramas dramáticas se asientan en un pasado remoto, del cual dan fe innumerables alusiones que remiten a ámbitos heterogéneos de un tiempo irrecuperable, con ser razonable, decimos, la tesis calla más de lo que dice. No hay que forzar demasiado la letra para darnos cuenta de que ella, así enuncie la existencia de un estrecho vínculo entre el mito y la tragedia, deja de pronunciarse sobre la naturaleza de dicho vínculo y se priva de hablar, por añadidura, de las circunstancias sociales, políticas y religiosas que lo determinan; y así afirme implícitamente que el autor de una tragedia hace reaparecer en el seno del género teatral naciente una parte de la herencia mítica griega, guarda un terco silencio respecto del modo a través del cual tal proceso se cumple artísticamente. Ni siquiera volviendo a situar las afirmaciones de Aristóteles y Kadaré en el contexto respectivo en que aparecen, y cuya síntesis da pie a la formulación de la tesis que mencionamos, tendríamos forma de encontrar el contenido de habla que cabe atribuirle a dichas omisiones. No lo hallaríamos puntualmente en Aristóteles, porque su libro constituye más un examen “racional del fenómeno poético” (García Bacca, 2000, p. XVIII), contemplado desde una perspectiva ontológica, que una averiguación dedicada a describir las condiciones del acto creador y las exigencias formales que este reclama. Y tampoco lo descubriríamos en Kadaré, ya que su texto se centra en el análisis de las siete piezas de Esquilo y culmina con una nueva teoría sobre el origen de la tragedia con la cual pretende rebatir las aproximaciones vigentes desde hace siglos.

Las páginas que siguen pretenden ofrecer sendas respuestas –desde luego provisionales– a los dos interrogantes que se desprenden de la situación referida: en principio, ¿qué circunstancias sociales ayudan a esclarecer la naturaleza de la relación que existe entre el mito y la tragedia?, y, luego, ¿de qué modo o mediante qué procesos artísticos el autor trágico se sirve del acervo mítico para producir formalmente esa pieza dramática denominada tragedia?

Vaya, de entrada, una célebre noticia referida por Heródoto. Cuenta este que cuando Frínico, poeta trágico contemporáneo de Esquilo, hace representar, en 492, La toma de Mileto, obra en la que recrea el evento histórico de la destrucción de la ciudad por parte del ejército de Darío luego de la revuelta de los milesios en el 494, los espectadores, asombrados y perturbados por lo que ven y escuchan, se deshacen en llanto. El efecto causado por la tragedia no para ahí, pues quienes fungen de árbitros le imponen al autor una doble sanción: lo conminan a pagar una suma de mil dracmas al tiempo que lo privan de la posibilidad de volver a representar su obra. ¿Cuál es la falta que le atribuyen? Heródoto es explícito al respecto: “Haber evocado una calamidad de carácter nacional” (Historia, VI, 21, 2). Quizás haya razones para sospechar que detrás del severo dictamen de los jueces se escondan otros motivos que desconocemos; solo que hasta la fecha no se ha encontrado ningún catálogo oficial de dramaturgos y obras (didascalia) que aclare lo ocurrido. Como sea, el dato ofrecido por el historiador es revelador en dos sentidos: de un lado, nos da a conocer una de las primeras muestras de censura pública producida en el terreno del arte, en medio de una democracia naciente que se precia de fomentar, entre otros principios ideológicos, el libre curso de las opiniones humanas; y, de otro, nos hace comprender que Atenas no ve con buenos ojos que un autor trágico lleve a escena acontecimientos históricos recientes2 cuya representación toca vivamente el sentir colectivo de los ciudadanos. Dejando aparte lo que concierne al expediente de los jueces, ¿se impone decir que el arte trágico, al parecer, huye del presente, hace a un lado los temas de actualidad y busca en otro tiempo y lugar las fuentes de las que pueda alimentarse para llevar a cabo su tarea?

Escribimos “al parecer”, y no sin razón, pues en 472, pocos años después de concluida la batalla de Platea (479), última de las denominadas Guerras Médicas, Esquilo lleva a las tablas Los persas, tragedia con la cual hace visible el choque entre Oriente y Occidente, de incontestable vigencia para los atenienses. Si antes Homero, en la Ilíada, al hilo de la narración épica, ha contado un segmento de esta confrontación, ahora Esquilo, al amparo de una forma sustentada en la imitación, retoma el tema y lo pone delante de los ojos del público que asiste al teatro. ¿Acaso el contenido de Los persas es menos actual que el de La toma de Mileto o, incluso, está compuesto de tal modo que logra dirigir y controlar anticipadamente la respuesta de los espectadores? Tal como ha llegado a nuestras manos, la obra de Esquilo detenta tanta actualidad como la de Frínico, y su carga emotiva, enhebrada a base de motivos misteriosos, entre los que se destaca el sueño de la reina Atosa y el fantasma de Darío, no sería inferior a la de este.

Nos encontramos, pues, ante dos informaciones de valor contrario. El drama de Frínico, al ocuparse de un evento real ocurrido dos años antes de ser transformado en obra literaria, suscita la irritación y el veto de Atenas; en cambio, la pieza de Esquilo, al volver sobre un conjunto de sucesos bélicos acaecidos a lo largo de dos décadas, es admitida por el arconte epónimo para hacer parte del concurso dramático anual. ¿Qué es lo que está en juego aquí? ¿Acaso un ejemplo palpable de lo volátil y mudable que puede llegar a ser el ánimo de los asistentes al teatro? ¿Por ventura una caprichosa manifestación de poder, excluyente en el primer caso e incluyente en el segundo? Es difícil saberlo. Si el tiempo (de los acontecimientos y de la representación) es una variable a tener en cuenta, entonces lo que estaría comprometido en la contradicción mencionada guarda relación, según Kadaré (2009), con el arduo problema de las predilecciones artísticas. Atenas se habría visto abocada a decidir entre dos alternativas opuestas: alentar un tratamiento trágico de temas actuales o favorecer el uso artístico de temas mítico-históricos (pp. 100-101). En el primer caso, las situaciones vividas cotidianamente por los ciudadanos atenienses proporcionarían a los tragediógrafos motivos suficientes para componer el tejido discursivo de sus obras; en el segundo, los autores dirigirían su mirada hacia el pasado mediato o remoto para convertirlo en veta fecunda de creación dramática. Actualidad o tradición mítica estarían en la base de esta disyunción electiva.

Independientemente de que se haya presentado o no dicho dilema, una cosa es incontestable: salvo las dos obras mencionadas, y excepción hecha de la conexión que pueda establecerse entre las Euménides de Esquilo y la reforma del Areópago emprendida por Efialtes en el 462, ninguna otra tragedia, de las 32 que conservamos, detenta una trama referida a hechos históricos conocidos o relacionada con avatares de su propio tiempo. Situación, sin duda, digna de sorprender, ya que cálculos aproximados –y desde luego inciertos– nos hablan de más de 150 autores de tragedias, diferentes de Esquilo, Sófocles y Eurípides, y “de más de 1.200 piezas representadas solo en el siglo V” (Zimmermann, 2012, p. 49). “Solo en el siglo V”, anota el estudioso alemán, y con razón. Hoy está fuera de duda que el género continuó cultivándose hasta mediados del siglo III, época en la que el rey Ptolomeo Filadelfo II actuó como mecenas de los llamados “trágicos alejandrinos” (Scodel, 2014, p. 15). Mientras un hallazgo arqueológico imprevisto o un descubrimiento bibliográfico aleatorio no alteren el estado de la cuestión, obligándonos a reconsiderar la naturaleza del material existente o la situación vivida por Atenas durante aquellas jornadas, es forzoso atestiguar que el sello distintivo de la tragedia reside en la extemporaneidad. Dicho con mayor énfasis: el arte trágico, en relación con el tiempo, se apuntala en el atavismo y en relación con el espacio, en el anatopismo.3 Si la tragedia descansa, abreva, rebusca en los tiempos idos para plasmar el resultado de su quehacer poético, ¿de qué tiempos hablamos? Respuesta llana: de aquellos que son inherentes al mito o, si se prefiere, a la mitología, entendida en el sentido de “conjunto de relatos que conciernen a los dioses y a los héroes, es decir, a los dos tipos de personajes a los que las ciudades antiguas les dedicaban un culto” (Vernant y Vidal-Naquet, 2002, p. 100). De inmediato, una pregunta brota por sí sola: ¿por qué la tragedia habría de apelar al mito, a estos relatos venidos de lejos, cuando es razonable pensar que “el impulso de la democracia hubiera debido conducirla […] hacia el presente y las realidades atenienses [?]” (De Romilly, 1997, p. 160).