Czytaj książkę: «El libro negro del comunismo chileno»

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Para nunca más vivirlo, nunca más negarlo.

Ricardo Lagos

El comunismo no cayó con el Muro de Berlín. Esa ideología sigue viva en el mundo, en estados y partidos que se declaran abiertamente comunistas, y en un pensamiento político y cultural que minimiza e intenta borrar los crímenes del comunismo, como si se tratara de una buena idea que coincidió solo accidentalmente con un régimen brutal tras otro, a través de las décadas y los continentes.

Llamamiento por un Juicio de Nuremberg al Comunismo

Índice

Prólogo

I. De la profecía comunista a los regímenes totalitarios

La profecía de Marx

La dictadura del proletariado

Marx y la sociedad total

Lenin y el partido totalitario

Formas de lucha y moral comunista

La revolución bolchevique

II. La dictadura soviética y el pecado original del comunismo chileno

Recabarren y la democracia verdadera

En la patria de los soviets

La negación de la democracia chilena y la dictadura preferible

El mito de la democracia superior después de la caída de la Unión Soviética

III. Contra el partido de Recabarren: Bolchevización y estalinización del Partido Comunista de Chile

Las 21 condiciones de la Internacional Comunista

El asalto al partido de Recabarren

El partido marxista-leninista-estalinista

IV. El partido estalinista en acción: Intentonas insurreccionales y soviets

El viraje hacia la política insurreccional

La sublevación de la marinería y la Pascua Trágica

Soviets y lucha contra el “grovismo”

El levantamiento de Lonquimay

V. El pacto de la vergüenza y el apoyo encubierto al nazismo

La larga complicidad germano-soviética

El pacto y la colaboración nazi-comunista

El derrotismo comunista

Los comunistas chilenos y el apoyo encubierto al nazismo

El enfrentamiento entre socialistas y comunistas

VI. Del culto a Stalin a las invasiones fraternales y el derrumbe soviético

Celebrando al gran dictador

El informe de Jruschov

Tanques soviéticos contra la Revolución Húngara

Aplaudiendo el aplastamiento de la Primavera de Praga

Afganistán: el Vietnam soviético

Polonia: el golpe militar amigo

El Muro y la Casa

VII. El partido insurreccional y el Frente Patriótico Manuel Rodríguez

De la vía pacífica a la rebelión popular de masas

La insurrección fracasada

El brazo armado cobra vida propia

La historia no los absolverá

VIII. La luz viene del Caribe: Cuba, Venezuela, Nicaragua y el Foro de São Paulo

Cuba: el faro que ilumina

Venezuela: la piedra en el zapato

Otras dictaduras amigas y el Foro de São Paulo

Con los sátrapas nicaragüenses

Epílogo sobre Daniel Jadue y el camino chavista

Referencias

Prólogo

Chile enfrenta un desafío de extraordinaria trascendencia. Una coalición de izquierda radical en la que el Partido Comunista es una pieza clave tiene una posibilidad real de conquistar la Presidencia de la República. No se trata de algo trivial. A diferencia de otros partidos, el Partido Comunista de Chile tiene una larga historia, de la que no se ha distanciado, que lo asocia con ideales y regímenes de corte totalitario que han causado sobrecogedores niveles de sufrimiento y muerte donde han imperado.

La lista es muy larga y comienza con una temprana identificación con la dictadura soviética implantada por Lenin en Rusia, que representará, por más de siete décadas, un ideal de sociedad para los comunistas chilenos. Esa identificación los llevará a una dilatada complicidad con un régimen de terror que hará de la falta absoluta de libertad y la violación sistemática de los derechos humanos una práctica cotidiana. Las víctimas, entre las cuales también se cuentan decenas de miles de comunistas disidentes o simplemente sindicados como tales por la paranoia criminal de Stalin, sumarán millones. Esta complicidad se extenderá también a hechos tan gravosos como el pacto de la vergüenza firmado en agosto de 1939 entre la Unión Soviética y la Alemania nazi; las invasiones fraternales de Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968 por las tropas soviéticas; la invasión de Afganistán a finales de los años 70, que conduciría a una de las guerras imperialistas más siniestras que se conocen; y el golpe militar del general Jaruzelski en Polonia en 1981 a fin de reprimir a los trabajadores que se alzaban contra la dictadura comunista que los gobernaba.

Todo ello y mucho más fue aplaudido entusiastamente por los comunistas chilenos que, además y sin la menor ambigüedad, se pusieron del lado de las dictaduras que impuso la Unión Soviética en Europa del Este. Y cuando cayó el Muro de Berlín y se hundió el régimen soviético, siguieron apoyando a las pocas dictaduras amigas que les quedaban, como las de Cuba, Corea del Norte, Vietnam, Venezuela y Nicaragua.

Por eso es que resulta tan chocante leer declaraciones como las formuladas por el actual secretario general del PCCh, Lautaro Carmona, afirmando que desde su fundación en 1912 “la política del Partido Comunista se consagra en la lucha por las causas democráticas más nobles y libertarias" (Carmona 2020). Nada podría estar más lejos de la verdad.

Frente a un historial de complicidades tan poco edificante, los comunistas acostumbran a replicar que en Chile el partido siempre ha actuado ciñéndose a las reglas democráticas y que, por lo tanto, cualquier juicio sobre su credibilidad democrática debe atenerse a esa evidencia. Sin embargo, esta respuesta, más allá del dudoso grado de veracidad histórica de la misma, elude lo principal. La cuestión decisiva, en especial considerando la posibilidad de que uno de sus militantes llegue a ser presidente, no es lo que el partido hizo o dejó de hacer mientras no detentaba el poder, sino lo que hubiese hecho de haberlo conquistado y haber tenido la posibilidad de realizar sus ideales en plenitud.

Es evidente que se requeriría una dosis extremadamente alta de hipocresía para negar que en ese caso se hubiese implantado una sociedad al estilo soviético, es decir, similar a la de aquel país que el partido consideraba un ejemplo luminoso de progreso en todos los ámbitos de la experiencia humana. Se trata, por tanto, no solo de una complicidad, sino de una identidad de ideales y objetivos que subyace y fundamenta la solidaridad de los comunistas chilenos con las dictaduras de partido único instauradas ya sea en Rusia, el este europeo, el sudeste asiático o el Caribe. Esta complicidad e identidad de ideales aún perdura, como es notorio, en el caso de Cuba, el “faro que ilumina día a día nuestros empeños y esfuerzos colectivos”, como lo planteó el XXIII Congreso Nacional del Partido Comunista de Chile (PCCh 2006).

Esta es la historia que se recorre en este libro, donde también se analizan las repercusiones que esta complicidad e identidad de ideales con regímenes totalitarios tuvo para el accionar del partido en Chile, en especial cuando ello condujo a violentos enfrentamientos y hechos de sangre. De todo ello surge una pregunta obvia sobre la credibilidad democrática de un partido que no solo cuenta con semejante pasado, sino que lo reivindica y se siente orgulloso del mismo.

El Partido Comunista de Chile sigue identificándose con el comunismo fundamentado en el marxismo-leninismo1, la doctrina que durante los últimos cien años ha sido una de las que más crímenes políticos ha inspirado. Solamente el nazismo puede medirse con el comunismo de raigambre marxista en cuanto al nivel de barbarie que ha desencadenado sobre los pueblos que ha sometido.

Todo eso está hoy muy bien documentado gracias a la apertura, al menos parcial, de los archivos de la ex Unión Soviética y los países que formaron parte de su órbita de poder. Hacia finales de los años 90 aparecieron los primeros balances globales sobre el costo humano de la experiencia comunista. El libro negro del comunismo, publicado en 1997, fue un ejemplo notable de ello, estableciendo una cifra de alrededor de cien millones de muertos como consecuencia de la política de regímenes que, “a fin de sustentarse en el poder, erigieron el crimen en masa en un verdadero sistema de gobierno" (Courtois 2010: 16). El 30 de octubre de ese mismo año, el diario Izvestia de Moscú redondeaba en 110 millones el total de víctimas fatales, en tiempos de paz, atribuibles a los 23 países que hasta 1987 habían estado sometidos a regímenes comunistas (Jiménez 2018). Estas y otras cifras similares pueden, sin duda, discutirse, pero de lo que hoy no cabe duda alguna es de que estamos ante una tragedia de proporciones extraordinarias. La ideología que prometió construir un paraíso terrenal terminó creando verdaderos infiernos de opresión y crimen.

Esta es la terrible “cosecha de tristeza”2 del comunismo internacional. Sin embargo, a diferencia de lo ocurrido con el nazismo, nunca se ha realizado algo parecido a un juicio de Nuremberg que juzgue y condene a los principales culpables de semejantes crímenes de lesa humanidad3. El silencio, la impunidad y el negacionismo han sido la regla. Por cierto que existen importantes condenas internacionales del comunismo, como la célebre declaración del Parlamento de la Unión Europea del 19 de septiembre de 2019 que nos recuerda que “los regímenes nazi y comunista cometieron asesinatos en masa, genocidios y deportaciones y fueron los causantes de una pérdida de vidas humanas y de libertad en el siglo XX a una escala hasta entonces nunca vista en la historia de la humanidad” (Parlamento Europeo 2019). Pero aún queda muchísimo por hacer en la tarea de clarificar plenamente lo ocurrido y, no menos, establecer las responsabilidades por estos hechos luctuosos. Ello se refiere, obviamente, a sus responsables directos, pero también a todos aquellos que aplaudieron a los regímenes criminales y negaron, acallaron, justificaron o incluso se solidarizaron con los crímenes cometidos. Fueron sus cómplices y su culpabilidad es ineludible. Este es el caso del Partido Comunista de Chile (PCCh). Nunca se escuchó de su parte una condena y ni siquiera una crítica de hechos extremadamente brutales cuyos siniestros entretelones empezaron a ser conocidos ya desde comienzos de la era soviética4. Esa ha sido su conducta inmutable con las dictaduras amigas de ayer y de hoy.

La elección decisiva que tenemos por delante no trata de un programa de gobierno o de lo que el candidato y su partido puedan decir. En política, las palabras se las lleva el viento con extraordinaria rapidez. Lo que queda son los hechos, la imborrable huella de cómo se ha actuado. En este caso, se trata de una historia centenaria que nos permite juzgar, con una base sólida, la credibilidad democrática del Partido Comunista.

· · ·

El presente libro se inicia con una exposición de los fundamentos de la ideología que ha inspirado y aún inspira al PCCh, el marxismo-leninismo, a fin de poder comprender las raíces conceptuales de los totalitarismos que se han construido en su nombre. Luego se revisa la formación y características del régimen que será la gran fuente de inspiración y guía de los comunistas chilenos, la Unión Soviética. El partido nace, como sección de la Internacional Comunista, del impulso de la revolución bolchevique de 1917 y es imposible comprender su matriz ideológica y su conformación orgánica sin darle una mirada al modelo de partido de Lenin y a la forma en que se ejercerá el poder en los territorios de lo que alguna vez fue el vasto Imperio Ruso.

A continuación se estudia lo que se define como el pecado original del comunismo chileno, es decir, su identificación con el régimen totalitario instaurado en la Unión Soviética que será visto como modelo de sociedad y realización de la democracia verdadera. La recepción de la revolución bolchevique por parte del gran líder del comunismo chileno, Luis Emilio Recabarren, es clave a este respecto. A partir de él se establecerá el eje central de la historia del partido: su admiración ilimitada, su seguidismo perruno y su complicidad a toda prueba con el régimen soviético.

El capítulo siguiente trata de la transformación orgánica e ideológica del PCCh en una copia criolla del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS). Para lograrlo, el partido deberá bolchevizarse en lo orgánico y estalinizarse en lo ideológico mediante un proceso conducido directamente por los enviados de la Internacional Comunista que identificarán en la herencia de Recabarren y su modelo más abierto y tolerante de partido el gran enemigo a derrotar. El partido de Recabarren se transformará así en aquel partido que será conocido por su disciplina férrea y su absoluto dogmatismo en torno al credo soviético.

Esta transformación del comunismo chileno en un fiel destacamento del movimiento comunista internacional dirigido desde Moscú tendrá un impacto decisivo sobre las políticas que a continuación adoptará el PCCh, lo cual se manifiesta con claridad ya durante la primera mitad de los años 30. Ese es el tema del capítulo que se le dedica a las intentonas insurreccionales frustradas y a las propuestas de crear soviets en el Chile de esa época.

Después de ello, se pasa a estudiar uno de los hechos más bochornosos de la bochornosa historia del comunismo internacional: el pacto firmado entre la Unión Soviética y la Alemania nazi en agosto de 1939, que le abre las puertas a la Segunda Guerra Mundial e inaugura una política comunista, obedientemente seguida por el PCCh, de neutralidad pronazi que se mantendrá hasta la entrada de la Unión Soviética en la contienda en junio de 1941.

El siguiente capítulo recorre, después de un inicio sobre el delirante culto a Stalin y el impacto del informe de Jruschov sobre sus crímenes, la seguidilla de solidaridades vergonzosas de parte del PCCh con las invasiones y golpes de estado que la Unión Soviética lleva a cabo o promueve durante las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Aquí se pasa revista al aplastamiento de la Revolución Húngara y de la Primavera de Praga, a la invasión de Afganistán que terminó convirtiéndose en el Vietnam de la Unión Soviética y al golpe militar del general Jaruzelski contra el movimiento de los trabajadores polacos que se oponía a la dictadura comunista. Este capítulo se cierra con una remembranza del impacto que el derrumbe del Muro de Berlín y de la Unión Soviética -“la Casa”, como la denominaban los comunistas chilenos- tuvo sobre los dirigentes y militantes del PCCh.

Luego se pasa a analizar uno de los momentos cruciales de la historia del Partido Comunista: el intento de llegar el poder mediante el derrocamiento insurreccional de la dictadura militar y la creación de un aparato militar propio que pudiese jugar un rol decisivo en su realización, el Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Se trata de un intento inédito en la larga historia del partido que debía culminar el año 1986, que los comunistas denominaron el año decisivo y también el año de la victoria. El resultado fue muy distinto al imaginado por el partido y por los líderes comunistas cubanos, cuyo apoyo fue una pieza esencial del proyecto insurreccional del PCCh. Al final del día, el brazo armado formado por el Partido Comunista chileno en las escuelas militares cubanas y de otros países de la órbita soviética terminó abandonado por sus promotores, que nunca han asumido su plena responsabilidad por el accionar y el triste destino de su creación.

El último capítulo está dedicado a estudiar la creciente identificación de los comunistas chilenos con la dictadura cubana, así como su apoyo al régimen chavista de Venezuela y su participación en el Foro de São Paulo, órgano coordinador de las fuerzas comunistas latinoamericanas y sus aliados. Ello permite detenernos en lo que han significado estos nuevos referentes del PCCh, en especial Cuba, que se ha transformado en el principal sostén de los comunistas chilenos y el modelo de sociedad que más admiran.

Un epílogo sobre Daniel Jadue y la nueva estrategia de conquista del poder del Partido Comunista bajo su liderazgo cierra este trabajo. Se trata de un cambio radical en la línea de los comunistas chilenos que sigue la orientación diseñada hace ya más de diez años por Jadue bajo el impacto del chavismo o socialismo del siglo XXI, que en esos momentos experimentaba su momento de mayor auge. Esta nueva orientación recibió un impulso decisivo a partir de los hechos de octubre de 2019 y se plantea una línea de ruptura democrática y constitucional, como se dice en las Resoluciones del XXVI Congreso del PCCh (2020), que rechaza los consensos amplios, promueve la movilización confrontacional de la calle y se lanza contra la así llamada socialdemocracia neoliberal con una violencia que recuerda los peores momentos del sectarismo estalinista de los años 30. Una eventual conquista del gobierno por parte de una coalición de izquierda refundacional en la que el Partido Comunista tiene un rol protagónico lanzaría a Chile por un camino de insospechables consecuencias.

Finalmente, cabe hacer una precisión necesaria. El comunismo chileno abarca y ha abarcado un sector más amplio que aquel representado por el Partido Comunista. Corrientes trotskistas, maoístas y guevaristas han existido y aún existen, ya sea con manifestaciones orgánicas autónomas o como fracciones dentro del Partido Socialista. Sin embargo, su rol ha sido relativamente acotado y por ello este trabajo se limita a considerar el comunismo representado por el Partido Comunista de Chile.

I. De la profecía comunista a los regímenes totalitarios

Bajo el yugo de la dictadura comunista, la misma vida es peor que la muerte.

Manifiesto de los marineros del Soviet de Kronstadt (1921)

Varlam Shalámov escribió alguna vez: Yo participé en una batalla colosal, una batalla perdida por una genuina renovación de la humanidad. Yo reconstruyo la historia de esa batalla, sus victorias y sus derrotas. La historia de cómo la gente quiso construir el Reino Celestial en la Tierra. ¡El paraíso! ¡La Ciudad del Sol! Y, al final, todo lo que quedó fue un mar de sangre, millones de vidas arruinadas.

Svetlana Aleksiévich (2015)

Discurso con motivo de recibir el Premio Nobel de Literatura

La constatación de que los regímenes instaurados por partidos comunistas hayan invariablemente derivado en dictaduras totalitarias ha generado un largo debate sobre las razones de este hecho y la conexión que podría existir entre los principios fundacionales del marxismo, el aporte leninista y la realidad de dictaduras más parecidas a un infierno que a aquel paraíso terrenal profetizado por la utopía marxista. Intentar responder a esta cuestión es clave para entender a un partido, como el Partido Comunista chileno, que desde sus comienzos ha defendido la validez de las ideas de Marx y Lenin y se ha identificado con la sociedad creada por la revolución bolchevique. Las páginas que siguen nos proporcionan una introducción a una doble transformación: la de ideales aparentemente sublimes en realidades miserables y la de revolucionarios que querían cambiar el mundo para mejor y terminaron convertidos en implacables criminales políticos5.

La profecía de Marx

El pensamiento revolucionario de Marx es un heredero ateo de la tradición milenarista cristiana, cuyo núcleo está constituido por la gran profecía del Apocalipsis acerca de un Reino de Cristo sobre la Tierra que surgiría de la gran batalla entre el bien y el mal, entre Cristo y el Anticristo, y que duraría mil años (de allí el término “milenarismo” con que se la conoce)6. Esta profecía, así como la descripción de la hecatombe que antecedería la instauración del Reino de Cristo, poco tienen que ver con el mensaje de los evangelios y menos aún con la figura de Jesús, un Mesías pacífico cuyo reino no es de este mundo, que ellos nos han legado, pero su influencia no ha sido menor.

En el Apocalipsis se recupera, con toda su fuerza, al Mesías guerrero del Viejo Testamento, dando origen a una gran cantidad de corrientes heterodoxas cristianas que predicarán y se prepararán para el fin inminente del mundo tal como lo conocemos. Muchas de ellas pasarán a la acción revolucionaria, sintiéndose como una avanzada de los ejércitos redentores y diciendo encarnar el hombre nuevo liberado del pecado que sería parte del orden divino venidero. Los excesos y baños de sangre en que concluyeron estos movimientos milenaristas militantes, como el liderado por Fra Dolcino en Italia o por Thomas Müntzer en Alemania, anunciaban, a su manera, los terribles avatares de aquel futuro milenarismo ateo que encontró su gran profeta en Karl Marx.

El Manifiesto Comunista de 1848 fue su inimitable texto fundacional y en sus palabras finales acerca de la inevitable revolución violenta que vendría a dar paso al comunismo resuena una arrolladora fuerza profética que viene de los siglos:

“Los comunistas consideran indigno ocultar sus ideas y propósitos. Proclaman abiertamente que sus objetivos solo pueden ser alcanzados derrocando por la violencia todo el orden social existente. Las clases dominantes pueden temblar ante una Revolución Comunista. Los proletarios no tienen nada que perder en ella más que sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo que ganar.” (Marx y Engels 1955: 50)

Era la renovatio mundi, la reinvención mesiánica del mundo y la instauración de un reino de armonía, abundancia y perfección tan esperada desde los tiempos de las primeras comunidades cristianas y que jugó un papel tan importante en la historia de esa fe hasta el advenimiento de la modernidad. Ahora, en los tiempos modernos y cada vez más secularizados, reapareció con fuerza la expectativa de la instauración de un reino paradisíaco sobre la Tierra, pero cada vez más despojada de sus atributos religiosos explícitos, para culminar en un relato que negaba a Dios y no esperaba ya la parusía o Segunda Venida de Cristo al final de los tiempos, sino la de un Mesías terrenal que, en la visión de Marx, sería encarnado por el proletariado, “una clase con cadenas radicales” a la que “su sufrimiento universal le confiere carácter universal” y que por ello no podría emanciparse sin emancipar también al resto de la humanidad (Marx 1978: 222).

De esta manera concluiría aquella parte de la historia de la humanidad que, como se dice en la frase inicial del primer capítulo del Manifiesto Comunista, no habría sido más que “la historia de las luchas de clases” (Marx y Engels 1955: 19). Ese era el largo “valle de lágrimas” que mediaba entre la comunidad originaria o comunismo primigenio (esa especie de Jardín del Edén del marxismo que sus fundadores llamaron “Urkommunismus”) y el paraíso terrenal futuro. Esta era una larga y dolorosa peregrinación que la humanidad debía necesariamente atravesar para crear las condiciones de existencia del comunismo venidero.

Esta poderosa trasposición del mensaje bíblico bajo ropajes propios de un mundo que perdía la fe religiosa y adoraba a la ciencia le dio al marxismo su potente caja de resonancia: casi dos milenios de expectativas de redención que ahora, al fin, podían cumplirse y liberarnos de las miserias y tribulaciones que siempre han sido el pan de cada día de la existencia humana. Y la bisagra entre la explotación burguesa, capítulo culminante y final de la historia de las luchas de clases, y el mundo redimido del comunismo venidero era el Apocalipsis revolucionario que con su violencia redentora cerraba la puerta del pasado y abría la del esplendoroso futuro.

Este momento supremo de la transformación revolucionaria del mundo no trataba solamente del derrocamiento de los explotadores y la toma del poder por los explotados. En ese dramático momento-bisagra debía nacer, además, el hombre nuevo, el hombre comunista, el redentor de la humanidad redimido por su propia acción revolucionaria. Esto lo estableció Marx un par de años antes de la redacción del Manifiesto Comunista en La ideología alemana (obra escrita, tal como el Manifiesto, en colaboración con Friedrich Engels), donde por vez primera expone el conjunto de su concepción “materialista” de la historia. Estas son sus palabras (los énfasis son de Marx):

“Tanto para engendrar en masa esta conciencia comunista como para llevar adelante la cosa misma, es necesaria una transformación masiva del hombre, que solo podrá conseguirse mediante un movimiento práctico, mediante una revolución, y que, por consiguiente, la revolución no sólo es necesaria porque la clase dominante no puede ser derrocada de otro modo, sino también porque únicamente por medio de una revolución logrará la clase que derriba salir del cieno en que está hundida y volverse capaz de fundar la sociedad sobre nuevas bases.” (Marx y Engels 1970: 82)

La dictadura del proletariado

Este salto revolucionario, este momento-bisagra entre lo viejo y lo radicalmente nuevo, será luego elaborado por Marx y transformado en una concepción que extenderá el ejercicio de la violencia revolucionaria, de que hablaba el Manifiesto Comunista, a todo un período transicional entre la época burguesa y el comunismo que será denominado “dictadura del proletariado”. Este concepto es clave para entender el subsiguiente desarrollo del marxismo en marxismo-leninismo y fundamento teórico de los regímenes dictatoriales comunistas.

En una célebre carta dirigida a Joseph Weydemeyer fechada el 5 de marzo de 1852, Marx establece lo siguiente (los énfasis son del propio Marx):

“Lo que yo he aportado de nuevo ha sido demostrar: 1) que la existencia de las clases solo va unida a determinadas fases históricas de desarrollo de la producción; 2) que la lucha de clases conduce, necesariamente, a la dictadura del proletariado; 3) que esta misma dictadura no es de por sí más que el tránsito hacia la abolición de todas las clases y hacia una sociedad sin clases.” (Marx y Engels 1955a: 453)

Esta concepción de la violencia revolucionaria no como un hecho puntual, sino como toda una fase transicional será reafirmada posteriormente por Marx, en particular a partir de la sangrienta experiencia fracasada de la Comuna de París de 1871. En su Crítica del Programa de Gotha de 18757; Marx habla de “un largo y doloroso alumbramiento” de la nueva sociedad y luego explica:

“Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el período de la transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este período corresponde también un período político de transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado.” (Ibid.: 24)

La necesidad de esta fase dictatorial no está condicionada por las formas concretas que asuma la dominación burguesa, sino que las abarca a todas, incluyendo las formas democráticas. Para Marx, la “república democrática” no era ninguna panacea, nada que debía ser defendido o conservado, sino simplemente la “última forma de Estado de la sociedad burguesa, donde se va a ventilar definitivamente por la fuerza de las armas la lucha de clases” (Ibid.: 25).

Marx y la sociedad total

La característica esencial de aquella sociedad-paraíso que Marx llama comunismo8 es la unidad inmediata y absoluta del ser humano con su especie, es decir, del individuo con el colectivo. Se propone, pues, el surgimiento de una sociedad total, totalizante y totalitaria en el sentido estricto de la palabra. Esta idea de una sociedad en la que desaparece el individuo como tal, es decir, el individuo con derecho a una esfera propia de libertad separada de lo colectivo y lo político, fue elaborada extensamente por Marx en sus escritos de 1843-1844, en particular en Sobre la cuestión judía de fines de 1843.

En esa obra, conocida por su virulento antisemitismo9, se critica la idea misma de los derechos humanos, aquellos proclamados en Francia por la célebre Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, por representar una mera expresión del individualismo egoísta, propio de un individuo “disociado de la comunidad”:

“Ninguno de los llamados derechos humanos va, por tanto, más allá del hombre egoísta, del hombre como miembro de la sociedad civil, es decir, del individuo replegado sobre sí mismo, su interés privado y su arbitrio privado, y disociado de la comunidad.” (Marx y Engels 1978: 143)

Para Marx, los únicos derechos importantes son los derechos políticos. En su visión, el individuo queda reducido a su calidad de miembro de un colectivo político y sus derechos no deben ser otros que aquellos que este le reconozca. Esta es, exactamente, la esencia de la definición de los conceptos de Estado totalitario y totalitarismo que Mussolini acuñaría en los años veinte del siglo pasado: “Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”. Se trata, además, de la misma forma de concebir los derechos y las “libertades” de Hegel, el gran maestro intelectual de Marx, que en este sentido es el primer gran pensador totalitario avant la lettre. Conocida es su afirmación, contenida en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, acerca de que “el hombre debe cuanto es al Estado. Solo en este tiene su esencia. Todo el valor que el hombre tiene, toda su realidad espiritual, la tiene mediante el Estado” (Hegel 1980: 101).

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