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La península ibérica

en la Baja Edad Media


Contenido

México 500 Presentación

Introducción

La revolución Trastámara

El matrimonio de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón

El reinado de Isabel y Fernando: entre la innovación y la tradición

La guerra de Granada

El inicio de la expansión ultramarina y la política internacional

A modo de conclusión: ¿Hispania o España?

Bibliografía

Aviso legal

Colección México 500

Contraportada

México 500
Presentación

En el marco de la agenda conmemora­tiva de la Universidad Nacional Autónoma de México en ocasión de los 500 años de la caída de México-Tenochtitlan y la fundación de la ciudad de México, la Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial y el Instituto de Investigaciones Históricas unen sus esfuerzos editoriales y académicos para crear la colección México 500.

La caída de Tenochtitlan en 1521 detonó procesos que transformaron profundamente el mundo. Tanto las sociedades mesoamericanas y andinas como las mediterráneas, es decir, europeas y africanas, y aun las subsaharianas y asiáticas, se vieron inmersas en una larga e inexorable historia de integración. Una vez superadas las lecturas nacionalistas que colmaron los relatos oficiales, las leyendas negras y doradas de los siglos XIX y XX, resulta necesario y pertinente difundir los problemas, enfoques y perspectivas de investigación que en las décadas recientes se han producido sobre aquellos aconte­cimientos, reconociendo la complejidad de sus contextos, la diversidad de sus actores y las escalas de sus repercusiones.

La colección México 500 tiene por objetivo aprovechar la conmemoración para difundir entre un amplio público lector los nuevos conocimientos sobre el tema que se producen en nuestra Universidad. Tanto en las aulas del bachillerato y de las licenciaturas como en los hogares y espacios de sociabilidad, donde estudian y residen los universitarios, sus familias y personas cercanas, se abre un campo de transformación de los significados sobre el pasado al que se deben las cotidianas labores de investigadores, docentes y comunicadores de la historia.

El compromiso con esa invaluable audiencia activa y demandante resulta ineludible y estimulante. Por ello, las autoras y autores de los títulos de la colección, integrantes de la planta académica universitaria, ofrecen desde sus diversas perspectivas y enfoques, nuevas miradas comprensivas y explica­tivas sobre el significado histórico de lo acontecido en el valle de Anáhuac en 1521. Así, los contextos ibérico y mesoamericano son retomados junto a las preguntas por la diversidad de personas involucradas en aquella guerra y sus alcances globales, el papel de sus palabras y acciones, la centralidad de las mujeres, las consecuencias ambientales y sociales, la importancia de la industria naval y el mar en aquellos mundos lacustres, la introducción de la esclavitud occidental, la transformación urbana, el impacto de la cultura impresa, la memoria escrita, estética y política de aquellos hechos, por mencionar algunas de las temáticas incluidas en México 500.

En las actuales circunstancias de emergencia sanitaria y distanciamiento social, nuestra principal preocupación es fomentar en el alumnado la lectura y la reflexión autónomas que coadyuven a su formación, con base en herramientas accesibles, fundadas en la investigación científica y humanística universitaria. Por ello, nuestra intención es poner a disposición del lector un conjunto de títulos que, al abordar con preguntas nuevas un tema central de la historia nacional, problematice el significado unitario y tradicional que se le ha atribuido y propicie la curiosidad por nuevas posibilidades de interpretación y cada vez más amplios horizontes de indagación.

Instituto de Investigaciones Históricas

Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial

Introducción

El 13 de agosto de 1521 la ciudad de México-Tenochtitlan se rindió ante el ejército aliado conformado por soldados castellanos e indígenas procedentes de distintos altepeme. El sitio había durado tres meses, y fue la experiencia desarrollada por los ejércitos castellanos durante los siglos xiii, xiv y xv —en su guerra contra los musulmanes que habitaban la península ibérica— la que les aconsejó la mejor estrategia para derrotar a la poderosa capital del señorío mexica: el corte de los suministros de agua y víveres para vencer a los habitantes de la ciudad por hambre.

Este hecho hace necesario insertar el proceso de reconocimiento, conquista y colonización de los diversos señoríos indígenas de Mesoamérica en una perspectiva histórica de larga duración con el fin de explicar en qué medida las experiencias, las estructuras y las formas de organización política, económica, militar, ideológica, religiosa y cultural de la península ibérica determinaron las maneras de actuar de Hernán Cortés y sus soldados castellanos.

En los libros escolares de nuestro país suele explicarse la Conquista en términos nacionalistas, por lo que, según esta interpretación, España conquistó México en el siglo xvi. Sin embargo, los países que hoy en día llamamos España y México no existían en aquella centuria y su formación fue producto, precisamente, de un contacto continuado y una influencia mutua a lo largo de los tres siglos en que las tierras que hoy conforman la nación mexicana fueron parte integrante de la monarquía hispánica.

Es por ello que hablar de “España” en la Baja Edad Media es inexacto pues, en realidad, en el siglo xv existían en la península ibérica cinco entidades geopolíticas: el reino de Portugal, la Corona de Castilla —conformada a su vez por distintos reinos—, la Corona de Aragón —integrada por los reinos de Valencia, Aragón, Sicilia, Mallorca, Menorca y el condado de Barcelona—, el reino de Navarra y el emirato de Granada. Fue gracias al hecho de que los reyes de Castilla, Isabel y Fernando —conocidos también como los Reyes Católicos—, apoyaron el primer viaje de Cristóbal Colón (1492) y a que el papa Alejandro VI les concedió la soberanía sobre las islas y tierras que descubriese Colón —y que acabarían llamándose América— que el Nuevo Mundo quedó sometido a la jurisdicción de los soberanos castellanos. Así pues, Castilla —y no España— fue la que en realidad impulsó el proceso de conquista e integración de los pueblos indígenas de Mesoamérica a la monarquía hispánica.

Ahora bien, en el momento en que ocurrió la conquista de Tenochtitlan, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón habían muerto y desde 1516 su nieto, Carlos de Gante, los había sucedido en el trono con el título de Carlos I, dado que había heredado las coronas de Aragón y Castilla. Carlos era hijo de la reina Juana, quien a la vez era hija de los Reyes Católicos, y de Felipe de Habsburgo, hijo del emperador alemán Maximiliano de Habsburgo y Margarita de Borgoña, por lo que, en 1519, al morir su abuelo paterno, heredó el título de Rey de Romanos y se convirtió en virtual emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, de tal suerte que sus dominios se extendieron por buena parte de Europa.

Frente a la parte alemana, borgoñona e italiana del imperio, los habitantes de la península ibérica desarrollaron un sentido de identidad y pertenencia anclado en una rica herencia cultural y una historia compartida que se remontaba a los tiempos en que Hispania formaba parte del imperio romano y en los que su extensión geográfica se correspondía con la de la península ibérica. Es por ello que en el siglo xvi muchas personas identificaban a la península con España, al tiempo que la Corona de Castilla, la más extensa y la más poblada, pretendía erigirse desde la época de los Reyes Católicos en rectora de los destinos peninsulares, asimilándose también con España. Como consecuencia de estas concepciones, a lo largo de los siglos se ha repetido que España conquistó América, cuando en realidad, y jurídicamente, fue una conquista castellana.

El presente libro tiene como objetivo central ofrecer un panorama histórico sobre la península ibérica a fines de la Edad Media que permita al lector inte­resado conocer y comprender el contexto del cual procedían los capitanes y soldados castellanos que a partir de 1519 se internaron en el actual territorio de nuestro país y que acabarían por fundar una nueva entidad geopolítica: el reino de la Nueva España.

La revolución Trastámara

El 14 de marzo de 1369 tuvo lugar una de las batallas más importantes de la Baja Edad Media castellana. En ella, el monarca Pedro I de Castilla (quien reinó entre 1350 y 1369) se enfrentó a su hermanastro Enrique, conde de Trastámara, quien, apoyado por el rey de Francia, diversas familias de la alta nobleza castellana y un ejército mercenario, desconoció al rey legítimo acusándolo de tiranía. Para evitar un derramamiento de sangre, los hermanastros decidieron combatir cuerpo a cuerpo. Finalmente fue Enrique quien se hizo con la victoria al asestar una puñalada letal a Pedro.


La península ibérica a finales del siglo XV.

Enrique II (cuyo reinado abarcó de 1369 a 1379) fue reconocido como soberano de Castilla por la nobleza y la Iglesia a cambio de conceder tierras, rentas, títulos y privilegios a quienes lo habían apoyado. Estas donaciones, conocidas como “merce­des enriqueñas”, empobrecieron el patrimonio regio pero permitieron que el nuevo monarca consolidara su posición política y que sus descendientes fuesen reconocidos como reyes de Castilla. La instauración de la dinastía Trastámara vino acompañada de una serie de medidas tendientes a afirmar el poder del rey tanto frente a las familias que lo habían apoyado, y que se creían con el derecho de dictar las políticas del soberano, como ante aquellas que lo acusaban de regicida.

Entre las medidas más relevantes pueden señalarse la reorganización del Consejo Real, la creación de nuevos cargos como el de Canciller Mayor del reino, que recayó en Pedro López de Ayala, el aumento de la fiscalidad, el nombramiento de corregidores —representantes reales en las ciudades con la capacidad de impartir justicia en primera instancia— y la concesión de una serie de privilegios a las urbes más importantes de la Corona a cambio de que éstas le otorgaran su apoyo económico y político frente a la nobleza. Los cambios operados a partir de la entronización de Enrique II fueron de tal magnitud que el historiador Luis Suárez Fernández no dudó en designarlos como “la revolución Trastámara”.

Enrique de Trastámara fue sucedido por Juan I (quien reinó de 1379 a 1390), quien intentó infructuosamente conquistar el reino de Portugal y fue vencido en la batalla de Aljubarrota en 1385; éste por Enrique III (1390-1406), bajo cuyo reinado se realizaron los primeros intentos de conquistar las islas Canarias y tuvieron lugar diversas matanzas de judíos en 1391; y luego siguió Juan II (periodo de reinado: 1406-1454), considerado uno de los mo­narcas que mayor impulso dio al desarrollo del humanismo al tiempo que hizo frente a las pretensiones aragonesas de hacerse con el trono castellano; al concluir su gobierno asumió el poder Enrique IV (periodo de reinado: 1454-1474), durante cuyo reinado Castilla se desangró en diversas guerras civiles y la monarquía tuvo que hacer frente a otras tantas rebeliones nobiliarias; finalmente ascendió Isabel I de Castilla (periodo de reinado: 1474-1504), quien llevó a cabo un proyecto político que buscaba el fortalecimiento del poder monárquico, el sometimiento de la nobleza y el ensanchamiento de las fronteras del reino.

En la Corona aragonesa, por otra parte, la línea dinástica se mantuvo ininterrumpida desde 1157, año en que nació Alfonso II de Aragón (1164-1196), hijo de la unión de Petronila de Aragón (1136-1173) y Ramón Berenguer IV de Barcelona (1131-1162), hasta 1410, año en que murió sin descendencia el monarca Martín I el Humano (quien gobernó de 1396 a 1410), cuyo sobrenombre se debió al impulso que había dado a la introducción de las corrientes humanistas en sus dominios.

La muerte del soberano aragonés hizo necesaria la celebración de una junta de notables —quienes representaban a cada uno de los reinos que integraban la Corona de Aragón— en la ciudad de Caspe, en la que presentaron sus derechos sucesorios Luis de Anjou, Jaime de Urgel, Alfonso de Gandía y Fernando de Trastámara (1380-1416). Este último era hijo del soberano castellano Juan I, y como había conquistado la ciudad de Antequera en 1410 —ubicada en la frontera del reino musulmán de Granada— se le conocía como Fernando “el de Antequera”.

Tras meses de negociaciones, promesas y pactos, mediante el Compromiso de Caspe (1412), Fernando “el de Antequera” fue reconocido como rey de Aragón y conde de Barcelona, lo que permitió a la casa Trastámara implantar su hegemonía sobre las dos coronas más importantes y extensas de la península ibérica. Fernando I de Aragón fue sucedido por los monarcas Alfonso V de Aragón (periodo de reinado: 1416-1458), quien tuvo que hacer frente a diversas rebeliones campesinas y nobiliarias en sus dominios, Juan II de Aragón (periodo de reinado: 1458-1479), quien ejerció una enorme influencia en la política peninsular de su tiempo y mantuvo tensas relaciones con Francia, y Fernando el Católico (periodo de reinado: 1479-1516), quien contraería matrimonio con Isabel de Castilla en 1469 y sería conocido en dicho reino como Fernando V.

A partir de 1412 los monarcas de Castilla y Aragón pertenecieron a la misma familia y desarrollaron un proyecto político tendiente a consolidar su posición mediante uniones matrimoniales entre los miembros de la familia, favorables a sus intereses políticos y económicos y a un proyecto común: la afirmación del poder real sobre los diversos actores sociales, la adquisición de una mayor relevancia en la geopolítica de la época y el acceso a los mercados internacionales. Pero ello no significa que se buscara la unificación de las Coronas; se trataba tan sólo de la confluencia de intereses dinásticos compartidos.

La primera mitad del siglo xv coincide con los reinados de Juan II de Castilla y de Alfonso V de Aragón. Durante este medio siglo se sentarían algunas de las bases y mecanismos de gobernanza que se desarrollarían en la segunda mitad de la centuria. En el transcurso de estas décadas la alta nobleza protagonizó una serie de rebeliones en contra de la autoridad real, que hicieron ver con claridad a los monarcas que reinaron en la segunda mitad del siglo la necesidad de terminar con las guerras intestinas, fomentar la concordia, garantizar la paz y afirmar el poder real.

En palabras de Ezequiel Borgognoni, “el reinado de Juan II estuvo marcado por el continuo enfrentamiento entre la monarquía, los infantes de Aragón y los grandes linajes de Castilla”. En efecto, cuando murió el rey castellano Enrique III, en 1406, Juan II era menor de edad, por lo que su tío, Fernando de Antequera, se encargó de la regencia del reino. Cuando Fernando de Antequera se convirtió en rey de Aragón mantuvo sus dominios señoriales en Castilla, por lo que sus hijos, infantes de Aragón, tuvieron un activo papel político en el reino castellano. En el momento en que Juan II accedió a la mayoría de edad puso todo su empeño en liberarse de la tutela de sus parientes aragoneses y para ello nombró como valido, es decir, ministro favorito, a don Álvaro de Luna, quien llevó a cabo una importante reforma fiscal a fin de obtener recursos para la Corona, al tiempo que fue ganando protagonismo político. El poder obtenido por el valido generó un gran descontento entre diversas casas nobiliarias castellanas que se aliaron con los infantes de Aragón en contra del rey. El conflicto llegó a su punto culminante en 1455, cuando en las inmediaciones de la villa de Olmedo se enfrentaron el rey Juan II y sus aliados —el príncipe heredero Enrique, Álvaro de Luna y los nobles Pedro Girón e Íñigo López de Mendoza— contra los infantes de Aragón y los nobles que los apoyaban. El bando real resultó victorioso y tanto Pedro Girón como Íñigo López de Mendoza y sus descendientes tendrían un papel de primer orden en los reinados sucesivos al servicio de la Corona. No está demás señalar que el primer virrey de Nueva España, Antonio de Mendoza, era bisnieto de don Íñigo López de Mendoza.

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9786073047807
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