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67 Reglamento interior de las Cámaras legislativas, Capítulo VI: De las sesiones, artículo 3.

68 Reglamento interior de las Cámaras legislativas, Capítulo I: Disposiciones generales, artículo 12.

III. EL MARCO LEGISLATIVO NACIONAL ENTRE 1860-1870:

CONSTITUCIONES Y SISTEMAS ELECTORALES

Como se vio en el primer capítulo, desde los años sesenta Perú y Ecuador entraron en una nueva fase en términos políticos, sociales y económicos. Estos cambios les impusieron la necesidad de redactar también nuevos textos legislativos que dieran sustento a sus respectivos proyectos de representación parlamentaria. La nueva legislación se basaba fundamentalmente en la elaboración de una constitución. Pero este texto fundamental estaba acompañado también de otras leyes, proyectos de ley o decretos en los que se desarrollaban las características que definían la ciudadanía y el sufragio durante esta época, y cuyo análisis resulta fundamental para entender el imaginario sociopolítico de las culturas políticas liberales en cada marco temporal y espacial. Entre dichos documentos, cabía destacar las leyes electorales, las leyes educativas o los códigos civiles y penales. A pesar de que muchos de ellos no llegaron a promulgarse y quedaron en meros debates parlamentarios, las polémicas que suscitaron entre los miembros de las cámaras nos permiten acercarnos a las sensibilidades políticas que albergaban los diferentes representantes de la nación.

En este capítulo me voy a centrar en dos de los textos legislativos más interesantes a la hora de definir la ciudadanía y la representación: la constitución y la ley electoral. El análisis de la constitución resulta fundamental, pues actuaba como marco normativo básico, en el que se recogían aspectos tan trascendentales como la forma de gobierno –por ejemplo, república o monarquía–, el reparto de poderes o las garantías individuales básicas. La ley electoral, por su parte, se encargaba de establecer los derechos políticos de los individuos, lo que nos permite reconstruir las categorías de ciudadano, elector o representante. Además, las elecciones eran el mecanismo por el que se articulaba la conexión entre el poder y la ciudadanía. Por tanto, a través de las siguientes páginas se realiza un análisis de los textos constitucionales y las leyes electorales promulgados en Perú y en Ecuador a lo largo de la década de 1860, prestando atención a las diferencias que presentaron ambos sistemas políticos y electorales. Por último, se incluye una reflexión acerca de la relación de los procesos electorales con la corrupción y el fraude, un elemento siempre presente en las elecciones decimonónicas.

LA CONSTITUCIÓN COMO FUNDAMENTO BÁSICO DEL SISTEMA POLÍTICO

Como ya se ha mencionado, el marco normativo básico venía determinado en cada caso por la redacción y promulgación de una constitución que sentara los pilares fundamentales del sistema representativo. En el caso de Perú, el 10 de noviembre de 1860, después de varios meses de intenso debate parlamentario sobre cada uno de sus artículos, los diputados firmaron una nueva constitución, que fue promulgada tres días más tarde, siendo presidente de la república Ramón Castilla. Por su parte, en Ecuador el 10 de marzo de 1861 se redactó también un nuevo texto constitucional, que tampoco estuvo exento de polémicas parlamentarias previas, y que vería la luz un mes más tarde, el 10 de abril, siendo presidente de la república Gabriel García Moreno. No obstante, hay que señalar que una de las diferencias principales entre los textos constitucionales que se establecieron en Perú y en Ecuador a comienzos de la década de los sesenta fue su perdurabilidad y vigencia. En el primer país, la Constitución de 1860 actuaría como el marco normativo básico de la segunda mitad del siglo XIX, ya que, como se mencionó en el capítulo anterior, estuvo vigente hasta 1920. Aunque el 29 de agosto de 1867 se redactó una nueva Constitución, esta solo estuvo en vigor durante unos pocos meses (hasta enero de 1868).1 Por tanto, se puede afirmar que el de 1860 fue el texto constitucional más duradero de todo el siglo XIX. Esto podía deberse a que el texto definitivo resultaba ser una fórmula de consenso entre varias tendencias, ya que uno de los objetivos de sus redactores había sido «interponerse entre las dos ideas dominantes», entendidas como la de los defensores de la libertad y el progreso –los liberales– frente a los valedores de la tradición y la religión –los conservadores–.2 Por su parte, en Ecuador se produjo una mayor oscilación constitucional. Así, la Constitución ecuatoriana de 1861 sería sustituida en 1869, año que marcaba el inicio del segundo mandato de García Moreno, caracterizado por el protagonismo de la religión católica, elemento que podía apreciarse también en el nuevo texto legislativo.

En Perú, la confección de la Constitución de 1860 venía a representar una nueva etapa desde el punto de vista legislativo, en consonancia con las transformaciones que se estaban produciendo en los ámbitos político, social y económico. Así, esta constitución se sustentaba en la ideología conservadora en el poder –cuyo principal artífice era Bartolomé Herrera y su plasmación práctica la acción política del presidente de la república Ramón Castilla–y en el favorecimiento del modelo corporativo en el que se basaba el «Estado Guanero».3 Por ello, aunque se trataba de una reforma de la anterior Constitución de 1856, en realidad el texto resultante incluía diferencias sustanciales con respecto al precedente, por ejemplo, en torno al sistema de sufragio. Esto se debía a que, como vimos en el capítulo anterior, en la asamblea constituyente de 1860 predominaron los elementos conservadores, mientras que la promulgación del texto de 1856 se había debido fundamentalmente a la labor político-ideológica que habían llevado a cabo los liberales.

La Constitución de 1860, por tanto, venía a dar el pistoletazo de salida al desarrollo de una nueva etapa política y legislativa, que trataba de alejarse de la «anarquía» a la que había conducido la Constitución de 1856 –según la visión de las élites políticas conservadoras–, y pretendía erigirse en «salvadora de las instituciones y del orden público».4 El discurso de los legisladores que le dieron forma y de los representantes que se encargarían de llevar a cabo el cumplimiento de sus artículos se encontraba plagado de términos que hacían alusión al patriotismo, la estabilidad, la democracia, la prosperidad, la paz, los derechos, la armonía, etc. En esta línea se situaban las palabras pronunciadas por el vicepresidente de la República, Juan Manuel del Mar (1805-1862), tras jurar la Constitución:

He prestado con júbilo el juramento de obediencia a la Constitución, porque cumpliendo con la voluntad de los pueblos, habéis hecho la reforma con detenido estudio e imparcialidad procurando que las instituciones estén en armonía con la actual situación del país, y con los principios democráticos que profesan los peruanos.

Una vez conocido el bien todos suspiran por poseerlo; y espero que la Constitución será aceptada con entusiasmo, para que la República se salve de las calamidades de la guerra civil y se logre la concordia que ha de afianzar la paz y abrir ancho campo al establecimiento del régimen representativo. Hermana la libertad con el orden, la justicia y demás garantías protectoras del ciudadano no serán ilusorias.

Republicano de corazón y firmemente persuadido de que fuera de las leyes, no puede existir con honra la sociedad, prometo respetar y cumplir la Constitución; y como peruano felicito a los ilustrados Representantes del Congreso de 1860 que, animado del más puro patriotismo han fijado las bases para la prosperidad y bien estar de la patria.5

El juramento de la Constitución era considerado un acto de tal relevancia por parte de los representantes peruanos que se decidió fabricar medallas de oro y de plata para conmemorar a los diputados y senadores que en él participaron, responsables de la reforma del marco constitucional.6

En lo que respecta a Ecuador, los representantes encargados de elaborar la Constitución de 1861 –que tomaba por base la anterior Constitución de 1852– estaban igualmente convencidos del bien que este texto traería al país, y esperaban acabar con la etapa anterior de crisis política, en la que el futuro de Ecuador como nación unida e independiente había sido profundamente cuestionado. Por ello, mediante el siguiente discurso planteaban los objetivos que los miembros de la comisión encargada de redactar el nuevo texto se habían marcado:

[...] sus deseos solo se dirigen a contribuir de algún modo a mejorar las instituciones del país, a dar toda la respetabilidad e inviolabilidad posibles a las garantías sociales y a sacar al Ecuador del estado de postración y desmayo a que una prolongada serie de sufrimiento tiene reducido.7

No obstante, como ya se ha mencionado, la Constitución ecuatoriana de 1861 no gozaría de tan amplia vigencia como su homóloga peruana. Así, en 1869 sería sustituida por un nuevo texto constitucional en el que se reforzaba el poder del Gobierno y de la Iglesia católica. De hecho, en el discurso que realizó García Moreno para presentar el proyecto de Constitución ante la Convención Nacional afirmaba que estos eran los objetivos fundamentales de la nueva etapa política que se iniciaba en 1869: «dos objetos principales son los que he tenido en mira: el primero, poner en armonía nuestras instituciones políticas con nuestra creencia religiosa; y el segundo investir a la autoridad pública de la fuerza suficiente para resistir a los embates de la anarquía».8

Resulta interesante realizar un análisis de todas estas constituciones en la medida en que nos permitirá acercarnos a los elementos que definían la nación peruana y ecuatoriana desde el punto de vista de los parlamentarios que dieron forma a estos textos legislativos. Así, los textos normativos establecían los fundamentos básicos del sistema político que estaban construyendo: una nación unitaria, independiente, republicana y representativa.

Los dos textos constitucionales que iniciaban el marco normativo básico en la década de 1860 en ambos países establecían que la nación era una, libre e independiente.9 Los llamamientos a la unidad de la nación cobraban sentido en un contexto en el que, además de la construcción del sistema político representativo, se estaba llevando a cabo la consolidación del Estado nación. En el caso de Ecuador, de hecho, varios autores coinciden en señalar que es precisamente a partir del Gobierno de García Moreno (iniciado con la Constitución de 1861) cuando se empezó a desarrollar el nacionalismo ecuatoriano.10 No obstante, frente a lo señalado en las constituciones, la realidad resultaba muy distinta, ya que tanto Perú como Ecuador se caracterizaban por una serie de contradicciones sociales, económicas y territoriales que sin duda conducían a una fragmentación de la conciencia nacional. A ello contribuyó un deplorable sistema de comunicaciones internas que mantenían inconexas las zonas más deprimidas del interior. Por supuesto, no debemos olvidar la polémica que producía la presencia de un elevado porcentaje de población indígena que, no obstante, quedaba al margen del concepto de nación.11 Todo ello ponía de manifiesto la existencia de una concepción orgánica de la nación, que se entendía como una asociación de cuerpos de menor tamaño, como la familia o la provincia.12

Junto al concepto unidad, la Constitución ecuatoriana de 1861 incluía también el término indivisible para definir la nación. El representante Vicente Cuesta (1830-1883) explicaba la aparición de este calificativo de la siguiente forma: «aunque consta de individuos, de provincias, etc., es una indivisible en cuanto al Poder Supremo y a las leyes generales». Así, en su discurso primaba esa visión orgánica de la sociedad, ya que comparaba a la República con un cuerpo, que es uno e indivisible aunque tiene partes (cabeza, brazos, piernas, etc.). Además, este parlamentario señalaba que «la palabra “indivisible” encierra una garantía para la nación, pues de lo contrario una provincia podría separarse o independizarse, dividiéndose y fraccionándose de esta suerte la República».13 Desde luego, en la mente de este diputado se encontraba el problema del fuerte regionalismo que azotaba a Ecuador –y que amenazaba con la división en frecuentes ocasiones–, así como el nítido recuerdo de la fragmentación política y territorial recién experimentada en la crisis nacional de 1859-1860. Una vez más, por tanto, este alegato ponía de manifiesto la característica fragmentación territorial que definía no solo a Ecuador, sino a la mayoría de repúblicas latinoamericanas a lo largo del siglo XIX.

Por su parte, la invocación a la libertad e independencia de la nación tampoco resultaba un aspecto trivial, ya que las repúblicas latinoamericanas prácticamente estaban estrenando su independencia. Para legitimar la existencia independiente de sus nuevas naciones, las élites políticas latinoamericanas idearon un discurso en el que la nación aparecía como un ente anterior a la emancipación política respecto a la metrópoli; no obstante, se encontraba sometida u oprimida por el «yugo español».14 El momento de la independencia, por tanto, resultaba fundamental en la narrativa histórica de cualquier país de América Latina. En la construcción de los nacionalismos latinoamericanos resultaba fundamental la conmemoración de ciertas fechas claves, batallas y personajes –los grandes próceres de la patria o «libertadores»–, que se convertían en mitos y en torno a los cuales se levantaban estatuas y monumentos, creando de esta forma un imaginario colectivo que hacía extensivos los principios nacionales a toda la sociedad. Todos estos elementos, además, ocupaban un espacio principal en la enseñanza de la historia patria de cada país.15

En el caso de Perú se conmemoraba el 28 de julio de 1821, fecha en la que se obtuvo la independencia de la nación, gracias a la ejecución de batallas de gran relevancia como las de Junín o Ayacucho.16 El propio presidente de la república, Ramón Castilla, al haber participado en las guerras de independencia en su condición de mariscal, se intitulaba como «Libertador». Por su parte, el Congreso de 1860 no quería que cayeran en el olvido los acontecimientos que hicieron posible la independencia de Perú, y para ello promulgó algunas leyes que ponían de relieve la importancia de tales sucesos, así como de los individuos que los hicieron posibles. De este modo a pesar de que desde 1828 se habían venido dando diversas leyes que premiaban la labor de los soldados que participaron en las guerras de independencia, el Congreso de 1860 consideraba que estos reconocimientos habían perdido valor con el tiempo, puesto que otros militares habían obtenido los mismos premios por distintos servicios, incomparables al de obtener la independencia de la nación. Por ello, se decidió que «los veteranos de la Independencia calificados disfrutarán una tercera parte más de sueldo sobre el que gozan, como última recompensa que les otorga la nación [...], como un recuerdo indeleble de la memorable jornada de Ayacucho y justicia del Congreso del año de 1860».17 Resulta de gran interés observar cómo, de esta forma, el Congreso de 1860 se revestía de legitimidad, creando lazos de unión con los libertadores de la patria. En palabras de Nikita Harwich, «la patria se confundía con el régimen republicano que salió de su seno y que debía ser un parangón de probidad y de virtud cívica».18 El discurso que justificaba la promulgación de esta ley incluía la conmemoración de un día nacional, el establecimiento de una conexión entre la labor de los «héroes» con la que posteriormente realizaban los políticos republicanos, y un llamamiento a la «justicia»:

Que las memorables batallas de Pichincha, Junín y Ayacucho y segundo sitio de Callao afianzaron para siempre la independencia del Perú, proclamando el día 28 de julio del año de 1821.

Que los heroicos esfuerzos de aquellos que con denuedo combatieron al ejército español para conseguir la libertad del Sud-América, se hallan actualmente produciendo abundantes frutos para el porvenir del sistema Republicano, y es un acto de justicia el acordarles un premio en el último tercio de su vida.19

En lo que respecta a Ecuador, también este país tenía sus fechas y batallas conmemorativas: en este caso, el proceso de independencia comenzó con la Revolución de Quito del 10 de agosto de 1809, tuvo su punto álgido en la Revolución independentista de Guayaquil (9 de octubre de 1820) y culminó con la batalla del Pichincha (24 de mayo de 1822).20 Como señalaba el representante Tomás Hermenegildo Noboa (1805-1872), el 10 de agosto o el 24 de mayo, junto a otras fechas significativas como el 12 de octubre, eran unos «días de gloria nacional en los que tienen lugar las fiestas, los bailes cívicos, y en los que se derrama por decirlo así el corazón».21 En concreto, la batalla del Pichincha guardaba tal relevancia en el imaginario de los legisladores ecuatorianos de mediados del siglo XIX que en 1869 el representante Pedro Ignacio Lizarzaburu (1834-1902) proponía que «se ordene levantar un monumento, aunque sea modesto, que indique el lugar de la batalla de Pichincha», ya que «no debía relegarse al olvido una batalla que fue tan importante para el tiempo de la independencia».22 Junto a este monumento, se solicitaba la «formación de un mausoleo en donde se conserven los restos del gran Mariscal de Ayacucho», es decir, Antonio José de Sucre, el líder del ejército independentista, debido a que hasta entonces «los restos del general Sucre se conservaban en el convento de San Diego, y era justo darles una colocación que honrara la memoria de aquel general».23 Como vemos, al igual que ocurría en Perú, también en Ecuador algunos parlamentarios alzaron la voz en favor de realizar actos honoríficos para con los que habían protagonizado las guerras de independencia. Este era el caso también de Felipe Sarrade (1830-1878), que proponía levantar estatuas en honor de «los mártires que han sellado con su sangre la independencia de la Patria».24

Por otro lado, las constituciones de ambos países señalaron su decantación por un modelo político republicano. Así, en el caso de la Constitución ecuatoriana se especificaba que la nación no podía «ser patrimonio de ninguna familia ni persona», mientras que el artículo 5 de la Constitución peruana señalaba que «nadie puede arrogarse el título de soberano».25 En este sentido, ambas naciones dejaban claro que renunciaban al sistema monárquico, siguiendo de esta forma la tendencia mayoritaria de los países latinoamericanos tras su independencia. Aunque no hubo grandes debates en torno a la forma de gobierno en el contexto latinoamericano, existieron algunas excepciones por parte de Brasil y México, países que presentaron algunos titubeos en relación con este tema.26 No obstante, tanto Perú como Ecuador se acogieron a la tónica general y desde el principio de su emancipación se proclamaron como repúblicas. Las culturas políticas liberales de estos países, además, otorgaban a la forma republicana ciertos valores como la libertad. En este sentido, en un folleto ecuatoriano de 1861, titulado El triunfo de los principios sobre la barbarie, se podía leer: «Estamos en la época de la libertad [...], ya es tiempo que el espíritu republicano empiece a desarrollar sus virtudes».27 A ello se unía la existencia de una idea generalizada entre las élites intelectuales latinoamericanas por la cual se identificaba al continente americano con el sistema republicano –cuyo mayor ejemplo era Estados Unidos-, mientras que se asociaba a Europa con regímenes monárquicos; lo nuevo y lo viejo, el presente y el pasado. Entre los parlamentarios latinoamericanos de mediados del siglo XIX existía una creencia en el progreso y en la evolución positiva de la historia de la humanidad, cuyo fin último era la búsqueda de la felicidad. El final del progreso de la civilización lo representaba el sistema republicano, considerado más perfecto que la monarquía.28 Frente a este sistema, la monarquía se relacionaba con el despotismo y con la herencia española de la que querían deshacerse las nuevas repúblicas latinoamericanas. Por tanto, existía un rechazo generalizado por parte de los parlamentarios hacia todo lo que tuviera que ver con este anticuado sistema político.

No obstante, en ocasiones persistían algunos elementos propios de los sistemas monárquicos que muchos de los convencidos republicanos criticaban. Por ejemplo, el otorgamiento de títulos nobiliarios era considerado por algunos intelectuales peruanos como una reminiscencia del pasado que, sin embargo, estaba muy presente en la segunda mitad del siglo XIX:

El sistema republicano, que es el nuestro, aun cuando es bueno en su forma y en su esencia, está demasiado desacreditado, máxime entre nosotros, donde se conservan todavía los humos de la nobleza. [...] demasiado presenciamos que la sociedad está dividida en tres clases distintas: la aristocracia, la democracia, y el bajo pueblo. Como sabemos también, los honores, títulos y condecoraciones, atributos especiales de la monarquía, se conservan entre nosotros todavía, y hasta el mismo Congreso nacional, cuerpo que representa la Soberanía popular, ha permitido a determinados individuos el uso de esos donativos, proscriptos y borrados del seno de toda asociación republicana.29

En la misma línea, se desarrolló un fuerte debate en la asamblea ecuatoriana en torno a un decreto que establecía el levantamiento de estatuas en conmemoración de la labor llevada a cabo por algunos miembros del Gobierno anterior, lo que a ojos de algunos representantes, como Miguel Albornoz, se consideraba «más bien propio de las monarquías y nada conforme a las instituciones republicanas». Sin embargo, otros representantes, como Daniel Salvador o Antonio Sanz, rebatieron la opinión de Albornoz mediante el siguiente argumento:

Muy lejos de ser propio de las monarquías esta especie de premios, ellas son muy avaras en concederlos. Ellas levantan estatuas a sus reyes, o cuando más a sus más fieles servidores, pero en las Repúblicas, las estatuas han servido para perpetuar la memoria de los que han prestado grandes e importantes servicios a la patria.30

Junto al término republicano, los textos constitucionales añadieron una serie de adjetivos que definían el sistema político que debía implantarse en cada caso. Así, la Constitución peruana de 1860 especificaba que este sistema era «democrático, representativo, fundado en la unidad». Por su parte, en Ecuador los adjetivos que lo definían eran: «popular, representativo, electivo, alternativo y responsable».31 Si en algo estaban de acuerdo ambos países, por tanto, era en establecer un régimen representativo. Además, la elección de los representantes se convertía en un elemento principal en el sistema representativo, por lo que Ecuador incluía entre los calificativos que definían su sistema de gobierno el de «electivo». En este sentido, junto a la promulgación de constituciones, los parlamentarios encargados de construir los sistemas representativos en la década de 1860 se apresuraron a redactar también leyes electorales que definieran cómo debería llevarse a cabo el proceso de selección de los representantes políticos y quiénes podían participar en ella.

¿DIFERENTES SISTEMAS ELECTORALES PARA DIFERENTES SOCIEDADES?

En Perú, siguiendo el artículo 38 de la Constitución, el cual establecía que una ley posterior arreglaría el ejercicio del derecho al sufragio, el 17 de abril de 1861 fue promulgada una nueva ley orgánica de elecciones acorde a los planteamientos estipulados por el Congreso de 1860 y en sintonía con la Constitución que se acababa de proclamar. Los meses anteriores a dicha promulgación se caracterizaron por el continuo debate en el Parlamento sobre cada uno de los puntos del proyecto de ley electoral. La cuestión tenía tal relevancia que las cámaras de senadores y diputados se unieron para ello, lo que generó la constitución del Congreso Pleno. Además, se acordó que, este no debería tratar otros asuntos hasta que la ley electoral fuera aprobada, pues se entendía como un asunto de máxima prioridad.32 Esta ley electoral no sería reformada hasta 1896; si bien previamente, en 1892, se dio una ley municipal que alteraba en gran medida las condiciones de sufragio establecidas en 1861.33

Por su parte, en Ecuador, el artículo 15 de la Constitución de 1861 también determinaba que las elecciones deberían realizarse en «los términos que señale la ley».34 Por ello, dos meses después de la promulgación de la carta fundamental, el 13 de junio de 1861, se promulgaba también una ley de elecciones. Pero al igual que ocurría en lo referente a las constituciones, las leyes electorales ecuatorianas también fueron más basculantes que las peruanas. Así, el 23 de octubre de 1863 tenía lugar la promulgación de una nueva ley de elecciones, que sería modificada mediante una ley adicional el 15 de abril de 1864. Por último, la llegada de un nuevo texto constitucional en 1869 vino acompañada también de una nueva ley en materia electoral publicada el mismo año.35

La ley de elecciones peruana de 1861 establecía un sistema de sufragio indirecto de dos grados. Así, el título II de esta ley dejaba claro que «la elección [...] no podrá hacerse directamente por el pueblo, sino por medio de electores reunidos en colegio».36 El sistema indirecto había sido la norma desde la creación de la República del Perú, y lo seguiría siendo a lo largo de todo el siglo XIX, con contadas excepciones en las que se estableció un sistema directo.37 De esta forma, se continuaba con la tradición establecida en las leyes electorales de muchos de los países de América Latina –como México o Brasil– y de algunos europeos que, a su vez, procedía del modelo electoral gaditano. Este modelo se caracterizaba, además de la elección indirecta, por las cualidades restrictivas de los electores, la organización «localista» de los procesos electorales y la tendencia a equiparar el tradicional concepto de «vecino» con el término republicano y liberal de «ciudadano».38 Así, el modelo electoral indirecto mediaba entre la concepción corporativa tradicional de la sociedad y los nuevos principios representativos del liberalismo.39 No obstante, en Perú no se quiso imponer el complejo sistema de elección instaurado en la Constitución de Cádiz, sino que se optó por el modelo francés de dos grados. Como explica Gabriella Chiaramonti, esto se debía a «la necesidad de acabar de una vez con el vínculo colonial y de reafirmar el carácter nuevo de la República».40 Es decir, los legisladores del momento estaban convencidos de que uno de los principales objetivos debía ser alejarse de la herencia colonial y, por consiguiente, de toda influencia española.41 En este sentido, el sufragio en el Perú de 1861 se organizaba en dos niveles: en el primero de ellos los colegios parroquiales elegían como electores a unos individuos que poseían unas determinadas características; en el segundo nivel, se organizaban los colegios electorales de provincia y estos electores llevaban a cabo la elección final de los representantes. Este era el procedimiento que debía seguirse para la elección de los cargos de senadores, diputados, presidente y vicepresidentes de la República.

No obstante, la instalación del sistema de sufragio indirecto a comienzos de los años sesenta no fue algo que se impuso sin trabas, sino que fue precedido de un largo debate en el Parlamento, donde existían posturas muy heterogéneas sobre este asunto. El problema radicaba en el hecho de que la Constitución de 1860 no se había pronunciado sobre el sistema electoral –como sí lo había hecho la anterior Constitución de 1856, que había instalado un sistema de votación directa–, dejando a una ley posterior y secundaria la decisión sobre el sistema que debía adoptarse. Esta cuestión no había sentado demasiado bien a algunos miembros del Parlamento, como Miguel Zegarra, que aseguraba que este era «un vacío de grande importancia», ya que sin especificar el tipo de sufragio no se llevaba a cabo una reforma constitucional completa. Igualmente, Juan de los Heros opinaba que la cuestión de la naturaleza de la elección –«el modo de formarse la mesa receptora, la forma en que debe aceptarse el sufragio, y las calidades que ha de tener el sufragante»– era un asunto que debía fijarse en la Constitución. Sin embargo, uno de los miembros encargados de redactar el proyecto de Constitución, José María Pérez, explicaba que se había tomado esa decisión para garantizar la perdurabilidad de la carta fundamental:

La comisión [...] cree firmemente que la Constitución del Estado, no debe comprender sino aquellos preceptos generales y primitivos, que perteneciendo a todas las épocas, y siendo los ejes inamovibles sobre los que rueda el mecanismo constitucional, forman en todo evento la salvaguardia del sistema gubernativo y le imprimen el sello de perpetuidad que corresponde a la carta fundamental de una Nación. El derecho de sufragio constituye el principio de la representación nacional –principio que debe ser fijo, estable y exento de toda alteración posterior. El modo de ejercer este derecho, deberá cambiar a merced de los tiempos que corran, pudiendo suceder muy bien que lo que ahora es funesto y perjudicial, llegase a hacerse benéfico y aceptable.42

En el Congreso de 1860, el debate sobre el sistema de sufragio se desarrolló en torno a tres ejes fundamentales que con frecuencia se ofrecían como argumentos o evidencias para defender un sistema directo o indirecto: la mayor o menor representatividad de los elegidos, el nivel de ilustración de los sufragantes y la relación del proceso electoral con la corrupción y el fraude.

En cuanto al primer elemento, los defensores del sistema de sufragio directo aseguraban que de esta forma habría una mayor correspondencia entre la voluntad de los electores y la elección de los elegidos, entre la voluntad popular y la representación parlamentaria; en definitiva, entre los representados y los representantes. Además, la elección en dos niveles, afirmaban, dejaba sin representación a buena parte de la población. Consideraban que este era un modelo «más conforme y análogo al sistema democrático, es la señal de la libertad, y de que el hombre piensa por sí, y no por medio de otro».43 En esta línea se encontraba, principalmente, el jurista liberal José Silva Santisteban, el cual aseguraba que «la elección directa es el principio en que descansa la soberanía popular». Por el contrario, desde este punto de vista, la elección indirecta presentaba más vicios que la directa, pues de ella se obtenía una escasa representatividad de la voluntad de la nación:

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