La muerte feliz de William Carlos Williams

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La muerte feliz de William Carlos Williams
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Marta Aponte Alsina


Marta Aponte Alsina nació en Cayey, Puerto Rico, en 1945. Ha publicado las novelas Angélica furiosa (1994), El cuarto rey mago (1996), Vampiresas (2004), Sexto sueño (2007, Premio Nacional de Novela del Pen Club de Puerto Rico), El fantasma de las cosas (2009), Sobre mi cadáver (2012) y Mr. Green (2013); los libros de relatos La casa de la loca (2001) y Fúgate (2005); y los ensayos Somos islas (2015) y PR3 Aguirre (2018) entre muchos otros.

Ha sido editora de numerosos libros y revistas, como la antología Narraciones puertorriqueñas publicada por Fundación Biblioteca Ayacucho. En 2014, el Programa de Estudios de Mujer y Género de la Universidad de Puerto Rico le otorgó la cátedra Nilita Vientós Gastón. Cristina Rivera Garza la incluyó en una selección de 12 autoras imprescindibles de América Latina, publicada en la revista Publisher’s Weekly en 2018.

Candaya Narrativa, 79

LA MUERTE FELIZ DE WILLIAM CARLOS WILLIAMS

© Marta Aponte Alsina

Primera edición impresa en la Editorial Candaya: febrero de 2022

© Editorial Candaya S.L.

Carrer de la Bòbila, 4 - Barcelona

08004 Barcelona

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

Núria Tomàs Mayolas

Maquetación y composición epub

Miquel Robles

BIC: FA

ISBN:978-84-18504-44-0

Depósito Legal:B 2885-2022

Índice

Portada

Autor

Créditos

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Página final

She is a creature of great imagination. I might say this is her sole remaining quality. She is a despoiled, molted castaway but by this power she still breaks life between her fingers.

William Carlos Williams

1

Tiembla. De un puñetazo feroz, hunde las teclas de la máquina de escribir. La luz lunar rebota de un lado a otro. El ático se inunda de resplandores.

El ay estremecedor lo devuelve a una infancia de terrores. En aquel tiempo, en la casa vieja, el padre salía al pasillo y escupía una orden seca a los demonios que gritaban por las bocas de un animal de tres cabezas. La abuela olía a sustancias anteriores al cine y a los automóviles, incrustadas en el pelo decadente. El tío Godwin parecía un monstruo mordiendo sus cadenas. Raquel, la madre escapada de la cama del marido sumaba aullidos al coro de voces parásitas en créole y en español.

En una noche de aquel otro tiempo, el padre impartió el latigazo de su autoridad y las voces regresaron al interior de los cuerpos. William Carlos ha practicado el arte del látigo solo en rencillas de poetas. En su oficio cotidiano es un virtuoso de la nalgadita que provoca el primer llanto, pero de su voz no sale el grito autoritario del padre.

Cuando escribe es un sol. Es posible seguir escribiendo en el mundo de los animales, al completar las rondas diarias llevando en el maletín el estetoscopio, las pinzas y las gasas. Ha tatuado tantas páginas que con ellas podría empapelar la fachada de la casa, los troncos de los árboles, las aceras. Si las alineara una tras otra en una vereda hacia los humedales del río Passaic y de ellas se desprendiera una balsa de letras para sortear mares, llegaría a un país que es otro planeta, ese que solo se deja empapelar en la oreja de un poeta loco.

Años atrás ocupó el espacio del ático para escribir en el silencio de la noche. Y ahora, ante sus ojos, el empapelado de rayas cruzadas se ha convertido en alambre de púas.

Desfallece. El abismo de la locura de la madre no da señales de cerrarse. Lo persigue al lugar más alejado de la casa.

Con lentitud, reacomoda las varillas de la Underwood. Saca el forro de una gaveta del escritorio y cubre la máquina. Se levanta sin enderezar la espalda, apoyando las manos en los brazos de la silla. Baja la escalera estrecha, entre la pared del lado del sol naciente y la del cuarto de Raquel, con un paso medido que se opone al desgreño de los gritos, cuidándose de no añadir ruido. Ya en el rellano del segundo piso, donde están los dormitorios, lo espera Florence cruzada de brazos, en bata y chinelas: el traje de gala. No quiere mirarla ni entrar en conversaciones sensatas con esa pizca de rabia que se muerde el rabo. No quiere mirarla y recordar que ya es el día señalado para entregar a su madre. Va al encuentro de la otra mujer de la casa.

Se mete de perfil en el dormitorio. Cuando sus rodillas tocan el borde de la cama de pilares, la vieja se alza: el torso enarcado, los brazos al aire, la carita sudorosa, el pelo blanco erizado. Despertará atontada, boqueando en el pantano donde se hunde y al cual, alargando la mano hasta el cuello del hijo, pretende llevárselo. Él vuelve a recordar el grito autoritario del padre, el hombre que, si no supo quererla con la vehemencia que tanta fuerza reclamaba, sí tenía una forma resistente de cuidarla y un protocolo de comportamientos domésticos. Ante el cuerpo de la madre, un conocimiento silvestre lo empuja hacia el método que el viejo le disputaba a las curas parlantes del Dr. Freud.

¿Quién habla? ¿Quién eres?

Quejidos, contorsiones. Se le acerca sabiendo que una vez escuche la voz del hijo no correrá peligro de muerte. No confía en el hijo, pero respeta al médico que hay en él. Moja en Agua de Florida el pañuelo que un mecánico de automóviles guardaría en el bolsillo trasero del pantalón y se lo pasa a la vieja por las sienes. Ella manotea su rechazo, él aprieta el pañuelo, dejando caer una gotita del perfume en los ojos desorbitados con una delicadeza cruel que lo compensa un poco de estar perdido en los caminos del infierno.

La vieja grita su espanto de ojos lastimados. Él le refresca las sienes con el pañuelo. Acerca una oreja. Cree escuchar la palabra casa. A veces piensa que ya no es posible recibir una imagen viva de aquel cuerpo.

Escuchar y apuntar son hábitos. Suele llevar papeles en los bolsillos. Echar a la basura un papelito equivale a despreciar a los humildes. Por más que los hubieran destinado a la esclavitud de los recibos, al dorso estaban en blanco. Un dorso en blanco puede salvarle la vida a un poema. Le parece demasiado solemne el cuaderno de apuntes, casi tan almidonado como T. S. Eliot, el poeta que ha detestado con lealtad.

Desde las cartas que se habían cruzado antes de la muerte del padre, cuando él era un estudiante de medicina y ella una mujer todavía deseosa, él se dedicaba a consolarla con descripciones apresuradas del día y declaraciones de que estaba dispuesto a ser, más que hijo, hermano y amante. Ella se dejaba adorar; el mundo, salvo París y algunos parajes de Mayagüez, era una porquería. Pero se volvió más huraña al regreso de aquel verano en la costa. Su mano temblorosa se agotaba en escribir notitas pidiendo dinero con que pagar los impuestos y al carpintero. Pies hinchados, sordera. Rota la corriente de palabras, el hijo y su madre chocan, sufren.

 

Él sabe de palabras, él no cesa de intentar consolarla con palabras. Su aprendizaje fue en aquella casa de voces dolientes. Pero las madres no necesitan que los hijos hablen. A las madres no les interesa escucharlos. La madre sabe que los hijos no son del padre, sino suyos. Si son varones alargan el dominio de ella, porque el padre ausente no tiene más potestad sobre sus hijos que la otorgada por la madre. Él reconoce a veces, en sus propios desamparos, que siempre fue el hijo de las mujeres de la familia. A la madre ni siquiera le interesaba que el hijo conservara sus palabras. Quería arrebatárselo a las artimañas de la otra seductora de la familia. La abuela. La madre sabe lo que se trae entre manos el hijo. Una trampa. Quiere escribirla, no porque la quiera, sino para poder quererla. El hijo solo quiere lo que le salta de los dedos a las teclas. El destilado de su insufrible vanidad de optimista.

Él se sienta en el borde de la cama, acaricia el pelo de la mujer. Ella solloza, habla con los ojos cerrados. Podría maldecirlo. Otras madres maldicen a los hijos crueles, pero Raquel no es capaz de olvidar el empaque de su dama interior. En un escenario teatral no sabría interpretar la fragilidad de una desvalida común. Es una reina expulsada de su reino y sabe pesar cada palabra con una intensidad que la poesía del hijo envidia. Recoges mis palabras, ni que fueran muestras de excreta, le dice la vieja, que ha liberado en su locura senil un sentido grotesco de la vida. Y lo mira con los ojos bien abiertos, sin parpadear, con la esclerótica dominando el centro. Cuando él se le acerca a tomarle el pulso, ella se levanta sin esfuerzo y le planta en el oído un beso ruidoso. Frío.

Entonces la inyecta. Despertará tarde, cuando él suba con el desayuno y las medicinas. Él desayunará con Floss. Floss entenderá que el tema de la madre no forma parte del cereal y las ciruelas frías, de las citas, de los pacientes, de la limpieza de la casa, de la decisión inaplazable. Porque ese mismo día entregará a su madre cuando los del asilo vengan a buscarla.

Regresa al ático. Piensa que escribirá “gracias a Dios por la poesía viva. Es el único motivo de satisfacción”. Pero en la calma loca no es posible escribir. El aire no circula. Reorganizado para abrir un espacio sin perder la función de depósito de sobrantes familiares, el ático sigue repleto de baúles, cajas de cartón, muebles desencolados, álbumes de fotos, marcos. Se siente niño en el refugio del ático. Le avergüenza, en momentos de debilidad, la ambientación pueril. La idea de morirse de repente, sin antes recoger sus juguetes. Ha decorado las paredes con cartulinas: avisos de exposiciones, tarjetas postales con vistas de París o del campo inglés, enviadas por el poeta loco –¡cabrón, aquí es donde tendrías que estar!–. El poeta loco nunca tuvo problemas de identidad. Era hijo de una aristócrata y nieto de un aventurero. Ezra Pound. En el nombre llevaba la raza. En cambio, ¿qué raza lleva el nombre de William Carlos?

El ático es el lugar de la locura femenina, pero para William Carlos, que es mujer solo en parte, es la habitación propia que rescató y mantiene. Mientras él escribe, sus hijos combaten. Abre la ventana que da al jardín, se consuela saludando las ramas altas del arce, respira el aire frío. Se toma el pulso. Ya es tarde para alargar la parte negra del día en los comienzos del siguiente. Se acuesta en el piso, mirando el árbol. Era un arbolito joven cuando compraron la casa. Se ve menos gastado que el hombre, porque no se enfrenta con la misma urgencia al placer y al espanto.

Desde aquellas noches fue la poesía. Nació vestida de terrores. Le ha costado, cuando escribe, deshacerse de esa carga. También ha pagado el precio de la compasión que le inspira la música de las palabras débiles, esos gatitos enfermos que exigen la vida que no merecen. Anota palabras, no podría dar un paso sin llevarlas a la tinta. Persigue una poesía que no se contenta con ser lo radicalmente hermosa que es, como si el cuerpo más agraciado del mundo no se resignara a la belleza y prefiriera vestir andrajos. Anota las voces de cuanto le rodea: de las casas de los pobres en sus cortinas, pisos sucios, vasos rotos, olores e infamias; de las flores cuyo suelo nutricio ha visto desaparecer ahogado por desperdicios que tiñen el río de colores venenosos, a lo largo de una vida que ha tenido el pie del nacimiento por allá lejos, cuando no existían ni la luz eléctrica en cada hogar ni el automóvil que ahora lo transporta casi a la velocidad con que lo invaden las palabras. Pero hay voces invencibles y también ha sabido dejarlas en paz.

No quisiera saberlo, pero sabe que Raquel, la madre, ese cuerpo desordenado por los espíritus, es lo más cercano al contacto poético.


2

En el piso cubierto con alfombras baratas compradas en Macy’s hay un trofeo auténtico: una piel de jaguar, pobre criatura de la selva donde lamía sus rasguños de cada día sin presentir el disparo. El pellejo del animal pasó por una tenería de jaguares, si es que existe tal cosa. De ahí al baúl reservado para los tesoros que el padre coleccionaba en sus travesías por la América del Sur. Sobre la chimenea, separada de las manos de los niños por una pantalla de hierro, se exhibían jarrones hincados de plumas.

El padre, William George Williams, era viajante de la casa Lanman y Kemp. La compañía tenía su sede en el sur de Manhattan y una enorme factoría en La Habana. El viajante llevaba en sus muestrarios aromas para todos los gustos. Dominaba el Agua de Florida, cuya fórmula databa de los tiempos del presidente Thomas Jefferson. Según sus inventores el Agua de Florida expresaba la esencia nacional de los Estados Unidos de América.

(William George abría las maletas y cubría la cama matrimonial con plumas de ñandúes, guacamayos y cóndores. Para sus hijos, William Carlos y Edgar, traía flechas y boleadoras. Cuando estaba en casa se protegía de la intensidad de sus mujeres cultivando un huerto de parras y manzanos).

Las orquídeas coleccionadas en las rutas del viajero se iban quedando por el camino. Un souvenir para las niñas que morían de amor, porque William George siempre volvía a los brazos de Raquel, su esposa, y de Emily. Emily Wellcome era el nombre de la madre de William George Williams. El nieto poeta valoraba su apellido de soltera: Dickinson.

Las reuniones de los Williams con familiares y amigos se celebraban ante el resplandor danzante de la chimenea. En ausencia del padre se hacía sentir más el alboroto de los visitantes de las islas. Parientes de Raquel, parientes de la abuela Emily y de su segundo marido, el difunto fotógrafo Wellcome, un retratista itinerante con casa en la isla de St. Thomas. El padre, William George, tenía cinco años cuando el fotógrafo se casó con Emily. (De ese matrimonio nacieron Godwin Wellcome e Irving Wellcome, tíos paternos de William Carlos).

Los adultos jugaban brisca o tute con grandes naipes españoles. De mal humor y en ánimo de invocaciones, ordenaban la retirada de los niños hacia los cuartos bañados de luna. Los niños no les hacían caso y los isleños de Puerto Rico, de Puerto Plata y de St. Thomas dejaban de hacerles caso a los niños. El rigor no era el fuerte del tío Godwin ni de la abuela Emily. Contra Raquel se confabulaban todos.

Algunas veces celebraban sesiones. Formado el círculo, los niños se escondían debajo de la mesa para protegerse de las necedades de los espíritus atrasados. En aquel tiempo prevalecía una comunicación fantasmal entre los migrantes y las islas caribeñas. Cuando los mayores se agarraban las manos y el piso empezaba a vibrar al son de las trémulas piernas de Raquel y las patadas de la abuela, Carlos hundía la cabeza entre las rodillas. Édgar, su hermano menor, se divertía. Con la punta de un dedito rozaba un tobillo frío. La garganta del niño travieso añadía un silbido de pájaro ronco al pandemonio.

Las mujeres dominaban bajo cuerda, pero si había varón presente le correspondía la jefatura de la mesa. El espíritu protector del enardecido Godwin tenía inclinaciones literarias y filosóficas. A Emily Wellcome se le había metido en la cabeza darle ese nombre a su segundo hijo por razones oscuras. En ocasiones insinuaba que el protector de Godwin tenía que ver con el filósofo anarquista del mismo nombre. A la oscura filiación se debía que Godwin soliera traer a la mesa algún plan milagroso de reconstrucción social y utopía sexual, hasta que desafiando su autoridad irrumpía en los bosques de Rutherford un espíritu más poderoso. Ese espíritu de la contradicción y numen tutelar de Emily Wellcome era nada menos que una negra madama de las islas caribeñas. La madama le había hecho jurar a Emily que nunca revelaría las circunstancias de su origen, “porque las mujeres no tenemos origen; somos el origen”. A cambio de borrar su pasado en Inglaterra y servir al fotógrafo sin chistar y, muerto este, seguir al hijo mayor, William George, sin dejar de chistar, Emily tendría una vida larga y dominante.

Las mesas espiritistas repetían el monótono curso de un sainete en tres actos: Godwin, encarnando al fantasma licencioso del filósofo, exigía el cuerpo de su cuñada Raquel. La madama que ocupaba el cuerpo de la abuela lo azuzaba hasta que, invocando el emblema de su corta autoridad, el lunático se sacaba el miembro del pantalón. Llegado ese momento, el espíritu de la negra levantaba de la silla el corpachón de Emily que, chancleta en mano, golpeaba a Godwin y volvía a encerrarlo junto al filósofo homónimo en la agonía de su calabozo mental. Raquel terminaba sollozando su abandono. Irving los abanicaba con plumas de marabú y Carlos se orinaba hasta dejar un charquito que, según Irving, presagiaba una muerte por agua para el patriarca George en las corrientes del Orinoco.

El círculo se interrumpía y cesaban los trances. La abuela mojaba las sienes de la desfallecida Raquel con Agua de Florida. Luego acostaba a los niños dándole a cada uno una botella de leche con mamadera. La alfombra del comedor olía a orines de niño melindroso. La abuela la ponía a secar al sol. Carlos dejó el biberón cuando tenía cinco años. Fue en público y sobre aguas fluviales. Viajaba escondido en las faldas de la abuela, en un transbordador que cruzaba las aguas del río Hudson. Se dijo que sería el hijo del padre, todo un hombre, y lanzó el biberón por la popa. Era muy joven para intuir que, al contrario del padre, nunca abandonaría mucho tiempo la región natal, esa franja de luces delicadas que languidece a un paso del monstruo neoyorquino.

En una ocasión el comportamiento de la madre fue tan vergonzoso que su hijo no lo olvidó nunca. Tampoco lo describió en sus memorias. Pero ha tatuado tantas páginas que sin duda el rastro está ahí, en algún verso. Disimulado; igual que la carta robada que no se distingue de otras cartas.

La familia de William Carlos Williams era pródiga en secretos. Cada quien se aferraba al suyo; tumor duro con redes lejanas. Los secretos del padre siguen trancados. Son constelaciones familiares que viajaron al sur en un muestrario de aromas.

El secreto de la abuela, que le hizo jurar al padre que jamás lo confesaría. El padre cargó con el secreto de Emily, y se lo llevó a la tumba. Emily murió después y se llevó los secretos del padre y los suyos.

Carlos suspira. A veces es mujer, y para colmo lo es doblemente, porque se acerca a la edad en que el cuerpo del varón se afemina. Todavía duerme en la habitación marital, en camas separadas. El cuarto matrimonial ocupa el lado contrario del pasillo, casi en la esquina diagonalmente opuesta al dormitorio de la madre. El empapelado verde menta envejece con las cortinas. Las lámparas de las mesitas de noche adornaban las mesas de noche de los padres de ella. Iban a botarlas y Florence, la muy práctica, se empeñó en rescatarlas con cambios de pantalla. Las antiguas eran pequeñas, parecidas a gorros de bañista. Estas no llaman la atención. Son redondas, anchas, útiles. La luz lunar, la misma que entra por las ventanitas del ático, baila sobre el verde pálido del empapelado. Él alza los dedos y pretende alcanzarla. Como cuando era niño, con la misma rigidez, después de algún castigo, se acuesta sin ganas. Y se queda dormido pensando que está despierto.

 

Florence. Floss. La esposa del poeta.

Floss no duerme. Es la más apasionada de sus mujeres, la que él formó en el catecismo venéreo de sus ideas sobre las hembras. Quiso eternizarla en sus libros; lo mismo haría con Raquel y con la abuela. Escribió tres novelas protagonizadas por un personaje inspirado en Floss. La literatura es también cementerio familiar e ira apalabrada; confusa expresión de cariño. En White Mule el personaje de la bebé, un fantasma de la infancia de Florence, apenas despierta la ternura del padre, el deseo vampírico de la tía solterona, el sentido común de la nana y el total desprecio de la madre. Y qué crueldad el maltrato del cuerpecito, el enema de jabón, el ensañamiento de la escritura suelta. Decía Carlos que a Virginia Woolf no la entendía, que le parecía un personaje de cuento de hadas. Se explica esa incomprensión. Imposible entender el habla de las hadas entre tanto excremento. Demasiada sangre, leche y mierda. Blood, milk and shit. ¿Por qué estos torcidos homenajes a las mujeres de su vida? ¿Se sentía incómodo con todo lo que no fuera flor? Para colmo su esposa se llamaba Florence. Floss.

Hay escritores estreñidos, atildados. Él no.