Czytaj książkę: «La pareja imperfecta»
MARIOLINA CERIOTTI MIGLIARESE
LA PAREJA IMPERFECTA
¿Y si los defectos fuesen parte del amor?
EDICIONES RIALP
MADRID
Título original: La coppia imperfetta
© 2020 by EDIZIONI ARES
© 2021 de la versión castellana realizada por ELENA ÁLVAREZ
by EDICIONES RIALP S. A.,
Manuel Uribe 13-15, 28033 MADRID
Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN (edición impresa): 978-84-321-5418-8
ISBN (edición digital): 978-84-321-5419-5
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A mis padres
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
DEDICATORIA
INTRODUCCIÓN
PRIMERA PARTE. PARA VOLVER A ENTENDERSE
1. UNA MIRADA AL CONTEXTO: IMÁGENES Y PALABRAS
Dos historias breves
Pensamientos y sugestiones
2. EL CUERPO
Ser carne
3. EL SEXO
¿Qué hay de malo?
Como en una película
4. EL ABURRIMIENTO
¿Qué es el aburrimiento?
Creatividad
5. PROMESA Y SENTIMIENTO DE CULPA
¿Por qué hay que mantener las promesas?
El sentimiento de culpa
Sentido de culpa sano y patológico
SEGUNDA PARTE. EL DESAFÍO DEL MATRIMONIO
1. ENAMORARSE - AMAR
La historia de Anna
De quién enamorarte
Elegir
2. LA CONVIVENCIA Y EL MATRIMONIO
¿Por qué convivir?
¿Por qué casarse?
Otros problemas
3. CONVERTIRSE EN PADRES
Una revolución copernicana
¿Para qué tener hijos, si el futuro no tiene sentido?
Cuando nace un niño
Mamás y papás
4. LOS EJES DE LA FAMILIA
El eje horizontal: ¿pero el matrimonio es para siempre?
El eje vertical: los hijos
El eje vertical: la relación con la familia de origen
5. EL PERDÓN
Equívocos sobre el perdón
La cólera y la venganza
Interpretar la ofensa
¿Tiene todo esto un sentido?
6. PARA TERMINAR...
¿Mejor o único?
BIBLIOGRAFÍA
AUTOR
INTRODUCCIÓN
LA FAMILIA SIEMPRE TIENE SU ORIGEN en el “sí” pronunciado por dos personas que toman la decisión de amarse. Su destino depende de la capacidad que ambas tengan de construir entre ellos una relación realmente significativa.
Cuando mis padres celebraron sus 40 años de matrimonio, éramos muchos: siete hijos con maridos y mujeres, hijos y nietos… había confusión y también alegría.
Recuerdo que, en un determinado momento, mi padre, guiñando el ojo a mi madre y dirigiendo su mirada hacia nosotros, con gesto divertido, exclamó: «¡Mira la que hemos montado!». Se refería al asombro y a la felicidad de una vida que, a lo largo de los años, se había ido multiplicando de una forma imprevisible, a pesar de las muchas dificultades, incertidumbres y también de alguna que otra incomprensión. Y con esfuerzos y momentos oscuros, que solo ellos podían conocer en toda su profundidad.
He vuelto a pensar muchas veces sobre este sencillo episodio; el asombro divertido de mi padre es el mismo asombro que siento yo cuando me encuentro ante la evidencia de que la vida, si se la acoge sin reservas, sabe responder con una riqueza inesperada y es capaz de devolver, multiplicado, todo lo que has puesto a su disposición.
Pero, para que esto pueda suceder, en primer lugar, es necesario tener un horizonte temporal. O, quizá mejor, un horizonte de eternidad. Es necesario aprender a moverse en la dimensión del romance y no en esa otra dimensión, actualmente más común, del relato breve. Solo en su dimensión más amplia es posible ver cómo se despliega poco a poco la trama compleja que permite la entrada en escena de nuevas generaciones, y también seguir el desarrollo de eventos que descubren su verdadero significado si tenemos el valor de no abandonar el escenario antes de tiempo...
Cuando nos enamoramos, todos tenemos la experiencia de que el amor pide un horizonte de eternidad. Un signo sencillo y evidente de ello son todas las poesías de amor y todas las canciones, que son una forma actual de poesía. Hoy como ayer nos acompañan, sin cambios sustanciales, a pesar del tiempo. Hoy, igual que ayer, las canciones y las poesías hablan del deseo de un amor capaz de desafiar al tiempo, que nos haga sentirnos acogidos por lo que somos, que vaya más allá de las apariencias; hablan del profundo dolor de quien se ve abandonado, de la aspiración profunda del corazón al confiarse plenamente al otro.
¿Por qué, entonces, se ha vuelto tan difícil moverse en el surco de este deseo? ¿Por qué los matrimonios no duran, y se rompen con tanta facilidad? Es más: ¿Por qué nos estamos dirigiendo hacia un mundo en el que las personas renuncian incluso a casarse y prefieren limitarse a hacer inversiones modestas en pequeñas historias, en las que cada uno estará muy pendiente de no entregarse demasiado al otro, para no acabar herido?
El matrimonio parece haber perdido su significado fuerte de promesa y de novedad. La mayoría de la gente lo considera una realidad superada, inútil, cuando no falsa y perjudicial para el amor entre dos personas. Se considera que, solo en muy pocos casos y especialmente afortunados, es posible seguir amándose toda la vida y que, después de unos cuantos años, lo más probable es que sigan juntos “solo por los hijos” o “por costumbre”, mientras se cultiva una extrañeza progresiva en la cual ambos buscan en otro lugar la verdadera respuesta a sus deseos. Desde esta lógica parece que las personas más honestas son aquellas que no hacen grandes promesas de amor eterno, o aquellas que, si han sido tan temerarias como para casarse, tienen después la “valentía de separarse” en cuanto el sentimiento se debilita o se apaga.
Este libro nace del deseo de ofrecer algunos puntos de reflexión para volver a entender el sentido convincente de aquella “relación para siempre” que tendría que ser el matrimonio, y que por desgracia se ha perdido: creo que no hay aventura humana más profunda, enriquecedora y apasionante que la que puede desarrollarse en la vida de dos personas que deciden seriamente unirse hasta la muerte. Ciertamente, no se trata de una aventura fácil ni siempre agradable, porque como todas las grandes aventuras incluye insidias, momentos de desorientación, dolor, incertidumbre. En todo caso, se trata de una gran aventura, o por lo menos contiene todas las características para poder serlo si volvemos a interpretarla en su significado originario, saliendo de la banalidad complaciente en la que se ha ido deslizando la relación hombre-mujer.
En el matrimonio religioso del pasado se pronunciaba la fórmula «hasta que la muerte os separe». Actualmente la fórmula ha cambiado y los esposos se prometen de forma más simple «amarse y respetarse para toda la vida». Me parece una pena la desaparición de aquella referencia tan explícita a la muerte, porque estoy profundamente de acuerdo con Georges Bataille cuando afirma que «la vida necesita mantenerse a la altura de la muerte. La suerte de un gran número de vidas privadas es la mezquindad. Pero una comunidad no puede durar si no es al nivel de intensidad de la muerte. Se descompone desde el momento en que desatiende la grandeza particular del peligro»[1].
Nuestro verdadero riesgo, hoy en día, es permitir que se marchite por completo el sentido de la profundidad de las cosas, dando primacía a la cantidad de experiencias, en detrimento de su intensidad. Esta falta de consistencia de la experiencia hace que hoy en día todo sea más difícil y frágil.
Nos faltan la imaginación, la paciencia, y el valor: sobre todo, nos falta el valor necesario para esperar, para mantener la fe en las promesas, para buscar nuevas vías, cuando las más conocidas se revelan como equivocadas. Nos falta esa referencia a la muerte como horizonte ineludible de la vida, que nos permite situar cada cosa en su justo orden y disfrutar al máximo y en toda su belleza de cada momento de la vida.
Dice Fabrice Hadjadj: «El amor puede hacerse verdadero a este precio: cuando se asegura de que acompañará a la tumba el cuerpo muerto de quien tanto nos atrajo cuando estaba vivo». ¿Pero quién puede, hoy en día, defender una idea como esta? La vulnerabilidad de las cosas y de las personas es parte integrante de su precioso carácter, y tendría que empujarnos a tratar de multiplicar nuestra capacidad de amarlas y de cuidar de ellas. El miedo, en cambio, nos empuja a apartar la mirada lejos de lo que es frágil, a esconder lo que en nosotros es imperfecto, y a evitarlo cuando el otro está presente.
La relación de intimidad entre un hombre y una mujer pone al desnudo su vulnerabilidad recíproca y por eso, sobre todo hoy en día, supone un gran desafío que pocos están dispuestos a acoger.
Desde hace bastantes años, me dedico a escuchar y acompañar a parejas en crisis. Cuando hablan conmigo, muchas veces las personas atraviesan una profunda desconfianza recíproca. Acudir al especialista se les presenta como el último recurso antes de una separación, a lo mejor ya prevista, cuando no ya decidida por uno de los dos.
La posición del psicoterapeuta no es sencilla: tiene que salir de la acostumbrada alianza con uno de los dos que sufren, para establecer una alianza con su relación. Es necesario reinterpretar, tras las ruinas de la casa común, lo que era el proyecto originario, dar un sentido a las incomprensiones recíprocas, activar en cada uno los recuerdos que todavía están presentes y disponerles a emprender un nuevo proyecto realista, en el que a ambos merezca seguir invirtiendo. Además, es necesario poner de manifiesto de modo tangible que la familia que han construido es una criatura viviente con su propia identidad, sobre todo cuando hay hijos. El desafío es alto y no siempre tiene éxito; pero cuando, implicándose a fondo, son capaces de hacer que la relación vuelva a empezar, es frecuente que ese nuevo trato entre ambos sea más valioso y sólido que antes. Perdonarse mutuamente es arduo y muy doloroso, pero puede valer la pena hacer la experiencia.
Hablar del matrimonio hoy exige, en primer lugar, un trabajo de “limpieza”: se parece a tener que liberar un objeto precioso de las incrustaciones del tiempo, o a redescubrir un fresco antiguo bajo estratos de pintura acumulados durante siglos: solo entonces el fresco originario vuelve a aparecer en toda su sencillez y belleza, como el autor lo había pensado.
Pasa lo mismo con el matrimonio. Su naturaleza más profunda y originaria es la de una alianza íntima y fuerte entre el hombre y la mujer, que desafía su diversidad y les hace capaces, juntos, de crear y de hacer que crezca la vida. Sin embargo, con el paso del tiempo este designio se ha desvaído y se ha vuelto confuso, y han prevalecido los aspectos que reducen el matrimonio solo —o sobre todo— a un contrato social, y acaban transformando la pareja y la familia en lugares de abuso mutuo.
Como sucede con cualquier realidad que se pone en discusión, los oponentes tienen buenas razones. ¿De qué matrimonio estamos hablando? Quizá vale la pena limitar el uso de esta palabra tan comprometedora y hermosa a quienes quieren penetrar en sus secretos, y acepten el desafío de un encuentro con el otro.
“Matrimonio” es, en muchos casos, una palabra de significado marchito, al igual que muchas otras palabras que constituían la trama de una cultura compartida. A nuestra vida diaria se ha ido añadiendo una dificultad nunca vista: la pérdida de capacidad para entenderse mediante códigos comunes a todos, que no hace falta explicitar.
De vez en cuando, al final de una conversación larga y trabajosa con padres o con una pareja, percibo un cansancio muy especial, que se suma al que suele sentir quien busca comprender los procesos de la mente. Es un cansancio similar al de quien se esfuerza por hablar con quien no conoce su idioma: exige comprobar continuamente que nos hemos entendido, también en lo que consideramos obvio. Cuando el tema es la familia, las relaciones de pareja, el matrimonio, la educación, frecuentemente somos incapaces de entendernos porque partimos de presupuestos no solo diferentes (lo cual es legítimo) sino contradictorios y confusos entre sí, que hacen improbables la comprensión y el intercambio.
Educar hijos, lograr que florezca un matrimonio, establecer buenas relaciones con los demás, no son resultado de habilidades técnicas, sino de un arte de vivir que solo puede desarrollarse en un contexto de sentido. Si esto falta, hay riesgo de desorientación, porque deja de ser posible encontrar respuestas válidas cuando uno no es capaz de hacerse antes buenas preguntas.
Nada de lo que es complejo puede encontrar una solución adecuada si no aprendemos antes a ampliar la mirada más allá de lo inmediato y de lo contingente, para orientar nuestros pasos hacia una meta.
Hoy, en cambio, todas las cuestiones más importantes se afrontan buscando soluciones técnicas más eficaces: técnicas para educar (pero ¿educar para qué?), técnicas para tener relaciones sexuales satisfactorias (pero ¿en el contexto de qué relación?), para reforzar la autoestima (pero ¿con qué valores se relacionan?) e incluso para amarse y construir un buen matrimonio. ¿Pero qué entendemos por matrimonio?
Ya no compartimos los mismos puntos de partida, o quizá ya no hay un verdadero punto de partida ni un punto de llegada identificable. Entonces ¿cómo es posible dar indicaciones sobre cómo responder a preguntas, o compartir una interpretación sobre lo que sucede?
Como afirma Pier Giorgio Liverani en su libro La società multicaotica, «la confusión de los significados, la incomunicación entre los hombres es caos, tragedia». Y añade: «Para hacer amable el paso de una cultura bastante unitaria y compartida —al menos en sus valores—, a la sociedad actual multicaótica... era necesario un instrumento que lo permitiera; y este es la manipulación cultural del lenguaje» (p. 27).
Comparto por completo esta interpretación, que la experiencia clínica me confirma continuamente. Tras la manipulación cultural del lenguaje, que es una operación sutil, mistificadora, pero bastante difícil de desenmascarar, ha cambiado mucho nuestro modo de ver la realidad.
Todo lo que pensamos y sentimos forma parte, inevitablemente, del clima cultural de nuestro tiempo. Este es un poco como el aire que respiramos y que entra en nuestros pulmones más allá de nuestra voluntad y de nuestra conciencia, constituyendo el humus en el que se estructura la experiencia y toman forma los pensamientos: nuestra sensibilidad hacia las cosas ha cambiado mucho, pero en el fondo no sabemos ni cómo ni por qué ha sucedido.
Mi punto de partida no es filosófico ni sociológico, pero tiene su origen en la relación con tantas personas cuyas historias he compartido en tramos amplios de su recorrido. Es, por tanto, un punto de vista clínico, pero no puede dejar de ser a la vez humano, porque quien hace un trabajo como el mío, por mucho que se esfuerce, nunca puede ser totalmente neutral: compartir las historias, los pensamientos, los deseos, los dolores de las personas en ningún caso nos puede dejar indiferentes, y todo lo que le sucede a otro nos interroga también a nosotros en el plano personal, obligándonos a adoptar una posición.
El libro nace al hilo de estas reflexiones. Cada capítulo hace referencia a historias clínicas reales, aunque modificadas parcialmente por motivos de privacidad. Cada una de estas historias permite entrar de forma más concreta en los temas tratados.
He dividido el libro en dos partes: la primera está dedicada al intento de ampliar el horizonte, revisando de modo crítico algunas temáticas que constituyen el telón de fondo de la relación de pareja; una sensibilidad demasiado diferente sobre estos temas puede suponer un malestar y una incomprensión profundos.
El primer tema se refiere al cuerpo como base de la experiencia del yo, y a la forma, muchas veces contradictoria, con la que hoy lo consideramos y lo vivimos. El segundo, igualmente fundamental, se refiere al sexo y a nuestro modo de interpretarlo.
Después, he tratado sobre el aburrimiento, enemigo sutil de las largas relaciones. Constituye una emoción difícil de descifrar, que acaba con numerosos matrimonios.
Al final, me he preguntado por dos palabras difíciles e importantes: “promesa” y “culpa”. Si se pretende que un matrimonio dure, me parece decisivo volver a valorar el sentido de la promesa, perder el miedo a reconocer los errores y sentir malestar por ellos.
La segunda parte del libro trata de forma más directa de la relación de pareja. He decidido centrarme solo en algunos aspectos que considero decisivos. ¿Qué significa enamorarse, desde el punto de vista psicológico? ¿Es posible enamorarse de personas diferentes? ¿Convivencia y matrimonio son lo mismo desde el punto de vista de la psicología de las relaciones? ¿Cómo se organizan, en la familia, las relaciones entre el eje horizontal de la pareja y el eje vertical, formado hacia lo alto por los abuelos y hacia abajo por los hijos?
Por último, he querido dedicar un capítulo también a las dinámicas del perdón, porque considero que es importante y está maltratado, y que el equívoco y la incomprensión que lo rodean son muchas veces determinantes.
Quisiera finalizar con una frase de Hadjadj: «Encontrar a Dios en un monasterio es algo bastante evidente. Pero encontrar a Dios en Michelle, esa que acaba de quemar el asado, es bastante inexplicable».
Me parece que es una frase perfecta como síntesis del desafío que supone el matrimonio: unir los aspectos más prácticos y prosaicos de nuestra vida con los más elevados y espirituales, siempre dentro de la cotidianidad.
¿No es acaso este un reto realmente especial?
[1] Citado por Maurice Blanchot en La communità incofessabile, Feltrinelli, Milán 1984.
PRIMERA PARTE
PARA VOLVER A ENTENDERSE
«Las mentiras son como las monedas falsas: acuñadas por cualquier truhan, las gastan luego personas honestas, que perpetúan el crimen sin saber lo que hacen.
Así también la mentira, sobre todo cuando la dice una persona con autoridad, es capaz de correr en todas las direcciones, siendo imposible descubrirla. Y lentamente se transforma en verdad para aquellos que se no someten al esfuerzo de la verificación y de la crítica».
JOSEPH DE MAISTRE
1.
UNA MIRADA AL CONTEXTO: IMÁGENES Y PALABRAS
Dos historias breves
Madurar las propias convicciones sobre los temas importantes nunca ha sido fácil: cada uno va construyendo sus sistemas de referencia a partir de lo aprendido en la infancia y en su ambiente familiar, contrastándolo luego con su experiencia precedente.
Tradicionalmente, el psicoanálisis define al Yo como «aquella parte del aparato psíquico que se puede denominar razón y sentido común, en contraste con el Ello, que incluye las pasiones… En su relación con el Ello, el Yo es como un hombre sobre un caballo, que debe mantener bajo control la fuerza superior del caballo» (Freud, 1923). Me parece que esta comparación ilustra muy bien la dificultad del ser humano para desarrollar su razón, manteniendo bajo control, en la medida de lo posible, los numerosos impulsos que proceden de su componente emotivo: no se trata de una habilidad innata, sino de una capacidad que solo se puede adquirir con el tiempo y gracias al proceso educativo. Así, poco a poco vamos aprendiendo a esperar, a distanciarnos de lo instintivo e inmediato, y a pensar.
Pero nuestra emotividad siempre está activa, lista para trastocar el pensamiento, sobre todo cuando este no recibe un entrenamiento regular para mantenerse activo y por medio de un ejercicio que requiere constancia, y cansa: seguir los instintos y los impulsos siempre es lo fácil, sobre todo si el contexto social alimenta nuestra emotividad y no nuestra razón. A causa de nuestra condición de “criaturas racionales”, el pensamiento individual siente la necesidad de apoyarse en el pensamiento del grupo al que pertenecemos, y sacar de él fuerza y aliento. A falta de compartir, nuestro pensamiento se debilita, se confunde, y las convicciones corren el riesgo de verse arrolladas, sin que lleguemos a entender bien qué ha pasado.
Sucede entonces como en el caso de las “monedas falsas” de De Maistre: las ideas que poco a poco surgen en nuestro contexto cultural se hacen poco a poco predominantes, y acaban pareciéndonos obvias y condicionando nuestro comportamiento.
Veamos dos ejemplos.
Anna y Luigi tienen una hija de 16 años, Laura, una chica estudiosa y tranquila que nunca les ha dado especiales preocupaciones. Con frecuencia, por la tarde, Laura estudia con un compañero de clase, Giovanni, que también es un buen chico y con el que poco a poco se ha creado un vínculo especial, que no disgusta a los padres.
Un sábado por la tarde Anna se da cuenta de que los dos chicos se han ido a estudiar a la habitación de Laura, y poco después se cierra la puerta. Siente entonces un sutil malestar, y no sabe cómo actuar: permanece junto a la puerta preguntándose si debe abrirla, si será mejor llamar, o si tiene que pedir a Luigi, su marido, que intervenga. Después de media hora se vuelve a abrir la puerta y los chicos están ahí, tranquilos, como si nada hubiera pasado. Anna se dice que sin duda su aprensión es exagerada. Los chicos solo han buscado un poco de intimidad, sin hacer nada malo.
Pero desde aquel día los dos jóvenes vuelven a quedar todas las tardes en la habitación de Laura, con la puerta rigurosamente cerrada. Anna y Luigi discuten, les molesta la puerta cerrada y tienen la sensación de ser padres demasiado a la antigua: en el fondo, Giovanni es realmente un buen chico, y su niña tal vez sea ya mayor como para empezar a conocer el amor…
Lucia y Franco tienen un hijo de 26 años, Andrea. Hace poco que ha terminado los estudios universitarios y ha encontrado un trabajillo, todavía poco remunerado, pero que le da cierta autonomía. Desde hace unos dos años Andrea sale con Marina, una chica simpática que va mucho a su casa: trabaja como empleada en una empresa de transportes y vive sola, de modo que no es un peso para sus padres.
Un domingo, durante la comida con toda la familia, Andrea anuncia: «Marina y yo hemos decidido irnos a vivir juntos. A partir de la próxima semana voy a empezar a llevar mis cosas a su casa. ¿Quién me echa una mano?».
Lucia y Franco se sienten desplazados: naturalmente, se imaginaban que la relación entre los dos jóvenes ya era bastante íntima. Pero de alguna forma habían evitado pensar en ello y la noticia les ha pillado desprevenidos. No saben cómo reaccionar: ambos son creyentes y se sienten traicionados por la decisión de su hijo, a quien creían haber inculcado la idea de la familia basada en el matrimonio. Por otro lado, Andrea ya tiene edad para decidir por sí mismo, ¡y parece tan seguro y feliz! Saben que muchos hijos de sus amigos han tomado ya la misma decisión: a lo mejor solo hay que aceptar que el mundo ha cambiado, y que lo más importante es que los jóvenes se quieran realmente: lo demás llegará a su tiempo…
Estos dos fragmentos breves nos hablan de historias muy comunes hoy en día: padres desplazados por las decisiones afectivas de sus hijos, y confusos sobre la oportunidad de tomar una posición ante ellas. Se sienten divididos: el instinto les sugiere que eduquen como ellos han sido educados, algo que todavía posee un enorme valor para ellos; y por otro lado, no están tan seguros de qué conviene decir y hacer. Les gustaría decirle a Anna que, en su casa, la puerta de la habitación hay que dejarla abierta, por respeto hacia ellos; y a Andrea que, aunque respetan su decisión, no están de acuerdo y preferirían que tuviese el valor de casarse.
Querrían hablar pero no saben cómo hacerlo, porque su pensamiento se ha vuelto incierto. Tienen miedo de ser padres poco preparados, incapaces de entender las exigencias de los jóvenes. Por eso prefieren el silencio, que las cosas se aclaren por sí mismas. Así respetarán la libertad de sus hijos y evitarán condicionarles.
Pero hoy, igual que en el pasado, los hijos siguen necesitando que los adultos muestren su posición ante las cuestiones importantes, no para acomodarse a ella, sino para tener un punto de referencia que les ayude a madurar de forma adulta su propio pensamiento. Los hijos tienen que conocer cuáles son nuestros valores y por qué los consideramos importantes: no se quedarán callados, pero les obligará a pensar antes de dejarse arrastrar por la moda.
Pero ¿por qué pasa esto? ¿Por qué hombres y mujeres que se consideraban muy seguros de sus convicciones abdican hoy de esta forma, cuando se trata de tomar una posición ante los hijos?
¿Qué ha cambiado en nuestra forma de sentir, que nos ha vuelto tímidos para defender las cosas en las que creemos?
Habrá que preguntarse cómo se construyen las opiniones, cómo se difunden y cómo influyen sobre nosotros, para ejercitar de nuevo nuestro espíritu crítico sin sentimientos de inferioridad.
Pensamientos y sugestiones
Desde siempre, el ser humano se caracteriza por su capacidad de construir pensamientos y razonar sobre las cosas a partir del lenguaje. Es el instrumento, refinado y exclusivo, específico de la raza humana.
Hasta hace unos decenios, la vía maestra para dar valor al propio pensamiento y difundir las propias opiniones era construir sistemas coherentes de pensamiento a través del lenguaje: era necesario hacer propias las palabras y su significado, encontrar las más adecuadas, aportar argumentos lógicos y convincentes que se pudieran contrastar con los del otro, hasta que el argumento se hiciera evidente por la verdad que contenía.
Pero la palabra, que es capaz de acompañarnos a grandes profundidades de razonamiento, solo se puede desarrollar de forma lineal. La palabra necesita tiempo para transmitir el pensamiento y exige más esfuerzo cuando trata las emociones. Por eso la acompañamos con la expresión y el gesto.
Solo se pueden decir las cosas manteniendo un orden y una secuencia. Es más fácil transmitir contenidos complejos o contradictorios dentro de un discurso, porque siempre nos vemos obligados a elegir qué decir primero, qué queremos destacar, qué es central y qué no lo es para nuestro razonamiento. La tesis y la antítesis no se pueden expresar más que en forma de secuencia, y un razonamiento complejo solo se puede comprender cuando ha terminado.
Esta limitación de la palabra es, al mismo tiempo, la razón de su fuerza, porque precisamente esta lentitud, esta necesidad de elegir, esta necesidad inevitable de encontrar un orden y una secuencia sirven como guía para profundizar en el pensamiento, hacen que este sea posible y lo estructuran.
Pero la lentitud, hoy en día, es un elemento problemático: vivimos en un tiempo de velocidad e impaciencia, porque el uso de las máquinas ha hecho increíblemente veloz una gran cantidad de operaciones que antes eran lentas. Nos predisponen a la rapidez, y la reclamamos en todo caso. Así el lenguaje, que necesita tiempo para poder ser dicho y entendido, cae progresivamente en desgracia, aunque parezca lo contrario: en efecto, asistimos a un gran ruido de palabras, pero el lenguaje ya no es el vehículo privilegiado de lo que creemos y pensamos, ya no es lo que más contribuye a crear opiniones y construir un consenso en torno a ellas.
Observemos con atención un debate televisivo. Entre dos contendientes, quien se lleva la mejor parte muchas veces no es el más lógico, el más coherente en el razonamiento, el más documentado, sino el más simpático, el que tiene capacidad de transmitir imágenes más fuertes, o todavía mejor: el que es capaz de hacer referencia con mayor convicción a elementos emotivos que hagan resonar en nosotros las cuerdas de la afectividad, más que las del pensamiento. Por este motivo tienen tanto impacto los relatos de casos personales, que muchas veces se usan intencionada e incorrectamente para avalar tesis complejas y de carácter general. Un eslogan bien acuñado tiene una eficacia muy superior que un razonamiento profundo pero complejo, y tiende a fijarse sólidamente en nosotros, sobre todo cuando va acompañado por un adecuado adorno emotivo.
Todos sabemos que la nuestra es la civilización de la imagen, y lo aceptamos. Pero tal vez no hemos reflexionado con suficiente profundidad sobre el significado de vivir de imágenes, y sobre las consecuencias que tiene en nuestras vidas esta full immersion en el mundo visual.
La principal característica de las imágenes es su capacidad de transmitir de una forma sintética y, por tanto, rapidísima, una gran cantidad de informaciones, significados y emociones, sin plantear siquiera el problema de darles un orden o una prioridad. Explicar una cosa por medio de la palabra requiere tiempo y paciencia por partes de quien procura explicarse y por quien escucha. Las cosas solo se pueden decir de una en una, según un cierto orden. El lenguaje solo permite transmitir la complejidad siguiendo una línea ordenada de informaciones sucesivas.