Czytaj książkę: «Siempre tú. El despertar»
Primera edición: octubre de 2021
© Copyright de la obra: Marina Marlasca Hernández
© Copyright de la edición: Angels Fortune Editions
Código ISBN: 978-84-123754-0-4
Código ISBN digital: 978-84-123754-1-1
Depósito legal: B-7988-2021
Ilustración portada: Celia Valero
Corrección: Teresa Ponce
Maquetación: Cristina Lamata
Edición a cargo de Ma Isabel Montes Ramírez
©Angels Fortune Editions www.angelsfortuneditions.com
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SIEMPRE TÚ. EL DESPERTAR
Marina Marlasca Hernández
A mi hijo Genís.
A todos los que, como él, han afrontado o tienen que afrontar una realidad adversa y dura de un día para otro.
Tan pronto como confíes en ti mismo, sabrás cómo vivir.
Goethe
PRIMERA PARTE
Jugar con vosotros
INFANCIA
Antecedentes
Ona. Este es el nombre que ha alborotado mi vida siempre.
Una vida cuyo inicio fue una singular trashumancia. Un peregrinaje trimestral de casa de mis abuelos paternos a casa de mi abuela materna y viceversa. Debo decir, sin embargo, que tuve suerte, ya que todos ellos vivían en poblaciones costeras. El mar estuvo siempre presente en mi vida y pronto empecé a quererlo como parte de mí mismo. Durante el verano pasaba unos días en casa de mi padre, aprovechando que él estaba de vacaciones y aún no se había ido de viaje con su amiguita de turno. Mientras estaba con él, llevaba una vida solitaria y bastante independiente. Me refugiaba en mi habitación y leía. Me encantaba leer. Podía fantasear con mundos y lugares diferentes y simulaba que era el personaje principal de las historias. Era como vivir fuera de aquellas cuatro paredes. Tenía una vida propia y llena de aventuras. Además, podía escoger la vida que más me gustara.
Mi padre se preocupaba poco de mí. Estaba demasiado ocupado con sus negocios. Siempre decía: «Ahora no Álex, esto que estoy haciendo es más importante». Alguna vez, fingía una rabieta. Reconozco que me ponía insoportable, pero nunca conseguí nada. Llegó un momento en que comprendí que era inútil.
A mi madre la veía muy poco. No tengo recuerdos de ella estando en casa. Mi memoria la sitúa siempre en la clínica donde sigue internada por una enfermedad mental grave. Desde entonces, siempre que he ido a verla, ella me reconoce y sale de su mundo para acariciarme. Parece que se alegra de verme y me repite una y otra vez que soy su tesoro. A veces le cuento cosas, pero ella nunca me contesta.
Los abuelos siempre mostraron más interés y preocupación por mí. Me contaban cuentos (cosa que me encantaba), me llevaban al parque... Pero a pesar de que recibía su estima, el hecho de que me fueran pasando de unos a otros me hacía sentir que aquel amor era circunstancial. No comprendía que alguien que me quisiera se desprendiera de mí tan fácilmente. No me cuadraba... Empecé a pensar que era por algo que había hecho mal y me esforzaba en ser un niño obediente. Pero, fuera como fuera, al final siempre acababa marchándome de donde estaba.
No era una situación buscada y deseada por mí, y la asumía más bien a regañadientes. Vivía aquellas separaciones de forma traumática. ¿Por qué no podía tener unos padres como todo el mundo? ¿Por qué no podía tener un lugar al que pudiera considerar mi hogar? Alguna vez lo había preguntado abiertamente, pero saber que mi madre estaba enferma y mi padre tenía que trabajar mucho no me consolaba. Después de un tiempo, me habitué a mi trashumancia familiar, pero nunca la acepté. Estaba rebotado y mi comportamiento empeoró notablemente. Reconozco que les compliqué mucho las cosas. Les contestaba, no obedecía, les llevaba la contraria... En el cole empecé a insultar y a zurrar a algún compañero, mis calificaciones bajaron estrepitosamente y los avisos y notificaciones escolares informando de mi mal comportamiento llegaban a casa cada dos por tres. Esto provocó que mi padre me viniera a ver un par de veces para darme un buen sermón, que yo, después del susto inicial, me pasaba por el forro. A partir de entonces, cuando iniciaba una nueva estancia con alguno de mis parientes, estos me acogían con caras largas y llenas de preocupación, mientras que los que se despedían de mí lo hacían con un alivio nada disimulado. No soportaba aquel rechazo y se lo hacía pagar con mi rebeldía. Se creó una dinámica extraña en la que cada vez me sentía más rechazado y por tanto cada vez me comportaba peor para mortificarlos aún más. Pero esa dinámica se rompió mientras pasaba una temporada con mis abuelos paternos. Yo aún no tenía once años.
Empecé a conocer gente del barrio, chicos de mi edad y algunos bastante más mayores. Yo prefería la compañía de estos. Me parecía que hacían cosas más interesantes y nuevas. Hablaban de temas que no entendía y parecían secretos, fumaban... De vez en cuando, alguno traía alguna cosa que se había «encontrado», como una botella de cerveza ―que ellos llamaban birra―, una navaja, algún cómic, un reloj, unas gafas de sol demasiado grandes, una pelota de baloncesto y otras cosas que siempre «encontraban» en los lugares más insospechados. Después de un tiempo me di cuenta de que esas cosas no las encontraban exactamente como yo me imaginaba, pero no me importó.
Fumar resultó fácil. Al principio tosía mucho, pero después me acostumbré. Me enseñaron a hacer la letra O con el humo.
Un día, el cigarrillo que me pasaron tenía un gusto diferente. Era de otra marca. Una marca más fuerte. «Para hombres», dijeron. Me mareé de tal manera que vomité. Casi no me aguantaba de pie. Los otros rieron y se alejaron de mí. Quedé bien mareado y frustrado para todo el día.
Al día siguiente les pedí que me dejaran fumar otra vez de aquella marca más fuerte de tabaco. Los otros me miraron con cara burlona, pero Paco, que era el mayor y el que mandaba, me dio unas caladitas. Me volví a marear y tenía la cabeza como un bombo, pero no vomité y supe disimular para aparentar que lo aguantaba bien. No sé por qué, pero me dio por reír... Me sentía mareado, divertido y relajado. Desde entonces Paco me daba una caladita de vez en cuando. Aquello cada vez me gustaba más. Ya no me mareaba y descubrí que me ayudaba a soñar y a sentir cosas diferentes. Era parecido a lo que conseguía con los libros, pero fumando las sensaciones eran más vívidas. Paco nunca me dijo que aquellos cigarrillos eran en realidad droga, pero yo lo intuía. Me daba igual.
Cuando llegó el verano y me tuve que ir con mi padre echaba de menos aquellos cigarrillos. Estaba enganchado a la maría. Para pasar el ansia de fumar le pispaba, de vez en cuando, algún cigarrillo. Pero no era lo mismo. Aquellos cigarrillos no eran «de la misma marca». A pesar de todo, el día de mi cumpleaños lo celebré fumando unos cigarrillos que mi padre dejó olvidados en un pantalón que iba a ir a la tintorería. Lo consideré mi regalo de aniversario, ya que pasé el día solo y nadie se acordó de mí.
Después del verano, quedé varias veces con Paco cerca de la casa de mi otra abuela para que me enseñara a hacer aquellos cigarrillos y empezó a cobrarme por darme droga. Acabé con mis ahorros y cuando volví a casa de los abuelos empecé a robar pequeñas cantidades de dinero. Ellos ya eran mayores y algo despistados. El uno por el otro, nunca sabían exactamente cuánto dinero había en casa. Al menos, eso era lo que yo quería creer.
Un día, Paco trajo un polvo blanco que se aspiraba por la nariz. Decía que aquello era mejor que el tabaco. Ya me había calado y sabía lo que yo buscaba en la droga. Me dijo que con aquella sustancia vería cosas maravillosas que nunca antes había sentido. Solo había un problema. Valía más dinero, mucho más dinero que la maría.
Tenía que probar aquel polvo como fuera... Estaba preocupado pensando cómo conseguiría el dinero cuando, un día, se presentó la oportunidad delante de mis narices.
Había ido al supermercado de al lado de casa a comprar lo que me había pedido mi abuela para poder hacer la cena. Estaba en la cola de la caja, esperando que una mujer mayor pagara a la cajera. Cuando se disponía a pagar, le resbaló de las manos el billetero y se le cayó al suelo. Al caer salió disparado un billete de dos mil pesetas que fue a parar bajo el mueble de la caja. Me agaché rápidamente y mientras con una mano cogía el billetero con la otra cogí el billete y, con un gesto rápido, me lo guardé en el bolsillo del pantalón disimuladamente. Fue un gesto instintivo y, cuando me levanté para devolverle el billetero a la mujer, no podía creer lo que acababa de hacer. Estaba petrificado. Pensaba que todo el mundo me había visto coger el billete y, además, ¡era plenamente consciente de que estaba robando! No me gustaba nada la idea. Y menos el hecho de robar a una señora tan mayor como mi abuela que, por lo que reflejaba su aspecto, no iba demasiado sobrada de dinero. Pero ya estaba hecho y no había marcha atrás. Sacar el billete del bolsillo en aquel momento era como sacar la prueba del delito. Me quedé quieto como un pasmarote, esperando que alguien reaccionara. No pasó nada. La mujer me dio las gracias, pagó y se fue mientras la cajera registró mi compra y me pedía doscientas pesetas.
Al salir del supermercado corrí como un poseso hasta el portal de casa y entré rápidamente. Después de un rato, ya más sereno, me di cuenta de que... ¡lo había conseguido! Estaba muy contento y nervioso, sabiendo que pronto probaría aquel polvo tan especial. Esa noche casi no dormí.
Al día siguiente llegué el primero al parque antes que el resto de mis amigos. Estaba impaciente. Al cabo de un rato, que me pareció eterno, llegó Paco. Fui directamente hacia él con el billete de dos mil pesetas en la mano. Me sentía triunfal y lo iba exhibiendo para que lo viera bien.
—¡¿Qué haces estúpido?! ¿Quieres que nos pillen? —dijo.
Con urgencia me llevó detrás de unos matorrales. Nos sentamos y cogió el billete. Sacó un paquetito de papel con una pequeña cantidad de aquel polvo blanco. En otro papel que tenía puso una parte y, tras envolverlo con cuidado, me lo pasó. Me dio una rápida explicación de cómo debía tomarlo. Después, hizo una demostración práctica simulada, comprobando que no nos veía nadie. Por último, me dijo: «Hazlo en casa cuando no te vea nadie». Y, rápidamente, se alejó.
No podía volver a casa tan temprano, mi abuela lo encontraría extraño. Yo era de los que intentaban siempre alargar al máximo el tiempo establecido para el juego y, si volvía demasiado pronto, se preocuparía pensando que estaba enfermo o que me pasaba algo y no me perdería de vista en todo el día. Me quedé jugando solo al balón. De vez en cuando comprobaba si en el bolsillo llevaba aún el apreciado paquetito de polvo blanco.
Al llegar a casa fui directamente a mi habitación. Mi abuela me avisó que íbamos a cenar en diez minutos. ¡Tenía tiempo suficiente! Desenvolví el paquetito con mucho cuidado para no tirar su contenido al suelo. Lo coloqué sobre el escritorio, hice una raya bien dibujada pasando una regla por ambos lados y luego, con la parte exterior de un bolígrafo de plástico que había partido en dos, aspiré el polvo por la nariz como Paco me había enseñado. Bien. Solo recuerdo una explosión en el cerebro y de repente todo estaba blanco y en silencio.
Cuando me desperté estaba en la sala de un hospital, lleno de tubos y rodeado de monitores. Nunca olvidaré la cara de todos los que me vinieron a ver mientras estuve en esa especie de habitación de paredes de vidrio y llena de máquinas extrañas. Todos, absolutamente todos, empezando por el mismo médico, las enfermeras que me vigilaban día y noche, mis abuelos, mis tíos y mi padre, me mostraron su rechazo. Estaban decepcionados, tristes, frustrados y enrabiados. Yo no acababa de entender qué me había ocurrido y pensaba que habían descubierto el robo de las dos mil pesetas. El día en que me trasladaron a una habitación, con parte de mi familia delante, intenté hablar para meter aún más la pata.
—Devolveré el dinero —comenté con voz débil y apagada.
Al decir esto, mi padre enrojeció, soltó unos cuantos tacos de los gordos y salió de la habitación sin mirarme. Me sentía aún muy cansado y débil y con su reacción me acabé de hundir.
—¿Qué he hecho? —pregunté de forma casi inaudible y los ojos llorosos.
—¿Qué has hecho? —dijo mi abuelo en voz alta.
Mi abuela le puso la mano sobre el brazo en un intento de apaciguar su reacción y él calló. Entonces habló ella.
—Has estado a punto de morir por una sobredosis de cocaína y, por lo que la policía ha encontrado en tu habitación, parece que eres adicto a la marihuana. Sin contar el dinero que debes haber robado para poder pagarla. ¡¡Eres un delincuente de once años!! ¡Dios mío! ¿Cómo es posible? Todo esto es demasiado gordo para nosotros, Álex.
Se tapó la cara con las manos para contener los pensamientos y las emociones que le brotaban de su interior.
Unos inspectores de policía vinieron un par de veces para preguntarme cómo había conseguido la droga y quién me la había proporcionado. Yo les respondí a todo, lleno de miedo, temiendo que me metieran en la cárcel y con el alma rota de sentir cómo molestaba todo aquel asunto a mi familia. Realmente, esa estupidez mía marcó la vida de todos. A partir de ese momento sentí que había perdido la confianza de los que me querían y la libertad.
Inglaterra
Cuando salí del hospital ―afortunadamente sin tener que ir a la cárcel―, mi padre ya lo tenía todo decidido y organizado. Llegamos a casa y tuvimos la única conversación o el único monólogo que se dignó a dirigirme. Yo le escuchaba sin tener el valor suficiente de contradecirlo. Me informó de que iría a estudiar a Inglaterra, en un internado especial para «chicos difíciles como tú», dijo. Me explicó también que, a la mañana siguiente, me llevaría para que me despidiera de mi madre, mis abuelos y tíos. Por la tarde iríamos al aeropuerto a coger un vuelo que nos llevaría a ese país y, desde ese otro aeropuerto, alquilaríamos un coche para llegar a Chelmsford, donde, a diez kilómetros de distancia, se encontraba el internado. Después de explicarme todo esto, no volvió a dirigirme la palabra en ningún momento. Tampoco me habló en el avión, donde la excitación no me dejaba estar quieto y le preguntaba sobre todo lo que para mí era nuevo, ya que era la primera vez que volaba. Al final, me hizo callar dedicándome una dura mirada y todas mis preguntas quedaron sin respuesta. Permanecí mudo el resto del viaje y durante el trayecto en coche, consciente de que, si abría la boca, solo sentiría mi voz y su mirada llena de odio. Intenté fijarme en el paisaje, pero estaba ya demasiado oscuro para apreciar nada. Así pues, terminé mirando por mirar sin ver nada, únicamente para no verlo a él.
El internado era un edificio antiguo, de piedra gris y oscura, sucia por los años y la humedad. Su techo estaba formado por dos vertientes muy pronunciadas. Era una construcción desangelada, rectangular, de planta baja y dos pisos, con hileras de pequeñas ventanas en cada piso. La edificación estaba rodeada por un enorme jardín, cuyos setos, esmeradamente recortados, dibujaban formas rectilíneas y curvas, circundados por caminos de grava hábilmente trazados. A pesar de ello, en aquel momento me pareció un lugar muy lúgubre y desagradable. El recinto, a su vez, estaba rodeado de una gran reja de barrotes negros terminados en punta de lanza de color dorado. Paramos ante la gran puerta de entrada. Mi padre bajó del coche y dijo algo por el interfono. La doble hoja se abrió de par en par, chirriando ruidosamente. Cuando ya estábamos en el interior del recinto se cerró de la misma manera, golpeando fuertemente al juntarse de nuevo las dos partes. Resultó bastante siniestro y tenebroso.
Al llegar a la entrada del edificio mi padre paró el coche. No parecía que allí pudiera molestar a nadie. Subimos la escalinata y, cuando se disponía a pulsar el botón del timbre, la puerta se abrió. Un señor muy estirado y bien vestido salió a recibirnos. Habló con él en un idioma que yo casi no conocía y, para sorpresa mía, mi padre pareció entender y le contestó. Nos hizo pasar a un despacho mientras esperábamos a alguien. Nos sentamos ante una gran mesa que parecía tener más años que el propio edificio. Nuestros asientos y el sillón orejero del otro lado de la mesa evocaban, también, un pasado anticuado y rancio. Eran oscuros, retorcidos y forrados de una tela aterciopelada y deslucida que en su tiempo debió ser del color de la sangre. La tela estaba ribeteada por unas chinchetas doradas y gastadas. Incluso la mesa estaba forrada de esa tela en la parte que se utilizaba para escribir.
Un poco más allá, en una esquina de la habitación, destacaba un archivador donde debían estar los historiales de todos los internos. Unos estantes repletos de libros cubrían las despintadas paredes y una única e insignificante ventana era su exigua fuente de luz natural. En aquel momento, la estancia estaba iluminada por un doble fluorescente, dando una luz pálida y fría que no favorecía en absoluto las ganas de estar allí dentro.
Entró otro señor de edad más avanzada que el primero. También tenía un aspecto muy pulido y también iba con traje chaqueta. Saludó a mi padre con un apretón de manos y se sentó al otro lado de la mesa. Empezaron a hablar en aquel idioma que no entendía. De vez en cuando, aquel hombre me miraba con severidad para después volver a dirigir la mirada a mi padre mientras conversaban. Pasado un buen rato, el señor sacó de un cajón unos documentos y un bolígrafo de plata y se los ofreció a mi padre para que firmara. Por su parte, mi padre sacó un fajo de billetes desconocidos para mí. Se los acercó mientras le daba las últimas indicaciones y se levantó para irse. Yo intenté hacer lo mismo, pero me cogió del hombro, con fuerza, para obligarme a permanecer sentado mientras él se marchaba sin decirme nada. Sentir que me abandonaba así me dolió mucho, pero su reacción no me extrañó. Siempre me había tratado mal y, en sus momentos más oscuros, me acusaba abiertamente de ser el culpable de la enfermedad de mi madre. Más tarde averigüé que los primeros síntomas de esa enfermedad aparecieron justo antes de mi nacimiento y lo que en un principio pareció ser una severa psicosis posparto con el paso de los meses fue derivando a una grave y crónica enfermedad mental. Pero yo no fui el culpable.
Aquel señor cogió mi maleta e hizo que le acompañara. Subimos una ancha y desgastada escalera de caracol hasta el segundo piso donde parecía que estaban las habitaciones y paró ante la puerta de una de ellas. Al abrirla, siete cabezas se levantaron de sus almohadas para mirarme. Fueron siete miradas intensas y hostiles, desagradables. Aquello era todo menos una bienvenida. El hombre me indicó una cama vacía y sacó mi exiguo equipaje de la maleta para colgarlo en un pequeño armario que había al lado. Después de ponerme el pijama me acosté. Y así, sin cenar y sintiendo las miradas de mis compañeros de habitación como una losa, cerré los ojos para apartar de mi vista la tiniebla en que se había convertido la realidad. El cansancio acumulado a lo largo del día de viaje me ayudó, y poco rato después ya dormía profundamente. Al día siguiente, el ruido de unas voces me despertó. Algunos de los chicos se estaban vistiendo, otros habían salido de la habitación para ir al baño y lavarse. Yo me dispuse a hacer lo mismo. Fui al armario donde estaba mi ropa, pero todo había desaparecido. Empezaron a reírse de mí y a hablar en tono burlón en aquel idioma que no entendía. Algunos chicos de otras habitaciones miraban desde la puerta, como si allí hubiera un espectáculo. El espectáculo era yo. Los que estaban más cerca empezaron a darme empujones y a tirar del pijama para quitármelo. Empecé a dar patadas mientras intentaba aferrarme fuertemente al pijama, adivinando lo que pretendían hacer. Los chicos que estaban en la puerta se sumaron a la juerga y, aunque ofrecí toda la resistencia de que fui capaz, en un momento me habían desnudado y llenado de golpes. El alboroto que se produjo debió alertar a un hombre que, cuando entró en la habitación, solo me encontró a mí desnudo y meado en el suelo, sangrando por la nariz y visiblemente conmocionado. Recuerdo que me cogió para meterme en la cama mientras yo volvía a cerrar los ojos a la realidad.
De alguna manera capté que a mis compañeros de habitación les habían castigado por la bienvenida que me habían dado, no sé decir si lo deduje por las miradas que me dedicaban cargadas de odio después del incidente; porque todo el mundo se apartaba de mí y callaba, como si fuera un apestado; porque mi ropa volvía a estar en su lugar y nadie nunca más se atrevió a tocarla, o por todo a la vez.
En clase no entendía casi nada. A los compañeros tampoco los entendía. No solo por el idioma, sino también por su actitud hostil. Cuando no había ningún profesor o adulto cerca me daban patadas, me escupían o me hacían la zancadilla. En la habitación no se atrevían a hacerme nada, ya que los podían identificar. Pero fuera de allí aprovechaban cualquier oportunidad. Para ser sincero, debo decir que entre ellos tampoco parecía que se apreciaran demasiado. Todos aquellos muchachos eran como enchufes sobrecalentados, de los que salían chispas por cualquier motivo. Todos estaban frustrados, enojados y amargados. Todos luchaban para ser el más feroz y poder pasar por encima de los demás, a pesar de la firme disciplina que se imponía en aquella institución.
Nadie se molestó en explicarme cómo funcionaban las cosas allí. Todo lo aprendí a base de observar lo que hacían o no hacían mis compañeros y también a base de recibir algún tortazo.
Fue duro, muy duro. Añoraba las historias de mis libros, la comida casera de la abuela, la calle, el clima, el mar... Lloraba. Lloraba mucho cuando nadie me veía y no tardé en ponerme enfermo. Allí no estaban para tonterías y me encerraron en la enfermería, que era una triste habitación de paredes amarillentas con una pequeña ventana igual a las de todo el edificio. La ventana daba a la parte norte de la finca y, como mobiliario, únicamente una cama donde me encontraba postrado y que pronto se convirtió en una herramienta de tortura por su incomodidad.
Peter, el doctor que me venía a ver cada día, sabía un poco de español y me explicó que tenía una neumonía importante. También me hizo saber que mi familia estaba al tanto de mi enfermedad, pero que habían dicho que no vendrían, alegando alguna excusa. De mis abuelos puedo entender que no viajaran hasta allí, pero de mi padre… Así pues, tuve que pasarlo solo. Peter procuraba quedarse un poco más de la cuenta para hacerme compañía e intentaba distraerme haciendo juegos de magia y malabares. Sabía un montón y pronto empecé a esperar al doctor con ansia para disfrutar de sus habilidades. Él aprovechaba mi entusiasmo para hacerme chantaje y así conseguía que me dejara pinchar y me tomara toda la medicación. Finalmente me fui recuperando de la enfermedad. ¡Recuperar el peso resultó imposible! Quedé escuálido, pero yo sentía que después de aquella enfermedad era más fuerte.
Plantaba cara a los que se metían conmigo. No siempre lo conseguía, pero llegué a zurrar duro a seis de mis compañeros y recibí el mismo número de castigos, que, básicamente, consistían en estar encerrado en una habitación, esta vez sin la ventana de siempre, durante unos días. Una luz que se apagaba indicaba cuándo era la hora de ir a dormir a la sencilla cama que allí había. También había un minúsculo apartado que se podía considerar el baño. Yo aprovechaba mis estancias en aquella habitación para salir de la oscuridad de mi vida y dar un paseo por las historias y aventuras que recordaba de mis queridos libros y de mis sueños más felices.
Después de aquello, los compañeros me dejaron en paz. Algunos no se atrevían a mirarme a la cara, donde se veía claramente reflejada mi resolución de enfrentarme a cualquiera. Sencillamente, me dejaron de lado. No tenía amigos, pero tampoco enemigos. Comencé a hacer lo que quería dentro de la más estricta vigilancia institucional, claro. Pero tenía momentos para mí y los aprovechaba para disfrutar a mi manera. Empecé a leer. Al principio resultó muy complicado. Iba a la pequeña biblioteca del recinto, en la que nunca había nadie, y cogía un libro. Me ayudaba con un diccionario españolinglés inglésespañol que me había dado Peter antes de abandonar la enfermería. Todo el tiempo estaba con el diccionario arriba y abajo, buscando el significado de las palabras y la lectura se hacía muy lenta y pesada. Pero con el tiempo empecé a entender, a leer, a escribir y a hablar el inglés. Y lo más importante de todo, empecé a entender aquellos libros con historias increíbles y a soñar en inglés, of course.
En aquella biblioteca encontré historias interesantes que me llevaron a protagonizar aventuras inesperadas. Uno de esos hallazgos fue la historia de Robin Hood. Era divertido y reconfortante ver que un ladrón podía ser querido por los demás, aunque fuera en la ficción, solo por el hecho de que daba lo que robaba a los pobres. Esa historia me inspiró una idea.
El caso era que allá imperaba un orden superior a la disciplina feroz que nos imponían a los internos. Esa fuerza suprema estaba encabezada por uno de los bedeles del instituto, mister Green. Aquel hombre escuálido por la envidia, con nariz de buitre y mirada pequeña y fugitiva, ocupaba oficialmente un cargo medio entre el director, el profesorado y los internos, pero ejercía su poder a voluntad. Tenía un ayudante, Jeremy, el interno más malintencionado, salvaje y temido de todos. Mister Green se ganaba un sobresueldo con el dinero que, bajo coacciones y amenazas, robaba de los internos. Jeremy era su ayudante y, a cambio de unas cuantas libras, le hacía el trabajo sucio atemorizándonos o descargando su rabia a base de golpes con todo aquel que no accedía a pagar. El bedel, para reforzar su posición de poder sobre nosotros, nos atemorizaba diciendo que nos vigilaba y que, si intentábamos delatarlo, el chico se encargaría de nosotros. Todos conocíamos la fuerza de Jeremy. Yo mismo sufrí alguno de sus ataques y tengo que decir que fue uno de los pocos que pudieron conmigo.
Decidí que yo también podía ser como Robin Hood, defendiendo un tipo de justicia social. Por lo menos, sería un ladrón que se vengaría de otro. Parecía divertido. No esperaba que los compañeros lo apreciaran, pero quizá lograría sentirme un poco menos solo. Tenía claro que no podía acusar abiertamente a mister Green sin tener pruebas. Además, no tenía amigos. Así que debía idear algo que pudiera hacer yo solo. Mister Green guardaba el dinero que nos robaba en su habitación y aprovechaba su día de fiesta para llevárselo. Lo guardaba escondido entre sus pertenencias, dentro de un maletín de cuero blando, desgastado y negro, similar al que utilizan los médicos que visitan a domicilio. Un día, aprovechando una de mis estancias en solitario en la biblioteca, me deslicé dentro del despacho del director para hurtar el bolígrafo de plata que guardaba en su cajón. Él, tal vez pensando que su autoridad lo amparaba, nunca cerraba la puerta del despacho ni los cajones. Luego, con cuidado de que nadie me viera, subí escaleras arriba para llegar al segundo piso donde el bedel ocupaba la última de las habitaciones. Normalmente aquella estancia estaba cerrada con llave, pero dos mujeres de la limpieza venían cada quince días para dar un repaso y tenían permiso para entrar. Mientras una de las mujeres estaba haciendo los cristales de la habitación de al lado y la otra estaba limpiando el baño, cogí el llavero que estaba encima del carro de la limpieza para introducir una llave tras otra en la cerradura hasta que la puerta se abrió. Dentro, todo estaba en penumbra y tuve que esperar a que se me habituaran los ojos para poder buscar el maletín. Como suponía, estaba cerrado. No sabía si el dinero estaba ya en su interior o no, pero parecía estar preparado, ya que se veía bastante lleno. Lo volteé para, con una de las llaves que parecía más afilada, apretar fuertemente y rasgar la piel en un lado de la base que se veía más desgastado, siguiendo la costura interna. Introduje el bolígrafo de plata por la incisión y la cerré con un poco de adhesivo. A simple vista no se notaba nada y esperaba que el bedel no se diera cuenta.
El día siguiente era el día de fiesta de mister Green. Habitualmente, antes de marcharse se despedía muy educadamente del director. Mientras el bedel todavía estaba en su habitación, me dejé pillar saliendo del aula de música con un metrónomo escondido bajo la ropa. Me condujeron al despacho del director y allí me obligaron a cantar. Cuando me preguntaron por qué había robado el metrónomo, les comenté que mister Green me obligaba a hacerlo. Les dije que Jeremy y yo extorsionábamos a los demás internos para que nos dieran su dinero y que, después, se lo entregábamos al bedel, el cual lo sacaba de allí escondido en su maletín. El director, incrédulo, me hizo esperar en el despacho y ordenó ir a buscar a Jeremy, que al encontrarse en presencia del director parecía atemorizado. Lo interrogó. El chico lo negaba todo, pero su nerviosismo le delataba y el director empezó a dudar de su inocencia. Cuando llegó mister Green para despedirse, le hizo entrar en el despacho con una expresión muy seria. El bedel se mostró un poco sorprendido al vernos retenidos allí a Jeremy y a mí. El director le explicó lo que había pasado y que yo les acusaba abiertamente de obligarme a ser su cómplice. Mister Green lo negó todo, muy enfurecido y defendiendo también la inocencia de Jeremy. Todos me miraron con mala cara, pero a mí únicamente me hizo falta sugerir que lo comprobaran y dar a conocer la cantidad exacta de dinero que había robado aquella semana, aunque no mencioné el bolígrafo de plata. Mister Green cambió su expresión, que se tornó en un gesto congestionado y lleno de terror. El director tuvo que insistir para que le dejara comprobar el contenido del maletín. La tensión se podía palpar en el ambiente cuando empezó a sacar lo que había dentro. Mister Green fue capaz de sobreponerse y consiguió dar una explicación más o menos creíble de por qué llevaba, justamente, aquella cantidad de dinero escondido entre sus cosas. Pero, cuando el director extrajo del maletín el bolígrafo de plata que reconoció inmediatamente, mister Green se puso pálido y su rostro se desencajó, ofreciéndonos una imagen esperpéntica. Cuando se repuso, de nada le sirvió intentar defenderse diciendo que alguien se lo había puesto en el maletín. El director sabía que el bedel cerraba siempre la puerta de su habitación y que la llave que abría el maletín la llevaba colgada del cuello.