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Es la hora de la formación de proyectos políticos para la construcción de la nación a partir del control de la población98. En esta época se comenzó a establecer un imaginario colectivo de las clases bajas y populares que fue caldo de cultivo para la posterior recepción del psicoanálisis en Chile, el que estaba basado en una mirada orgánica de la sociedad y específicamente veía a la ciudad como un gran ser vivo. Así el “[…] prestigio del que gozaban las ciencias biológicas, el evolucionismo spenceriano, las ampliamente compartidas creencias racialistas y el organicismo del pensamiento positivista explican la preferencia por las metáforas biológicas para describir y explicar la sociedad. Éstas se encargaron de tematizar abiertamente al nuevo actor, las masas, a las que consideraban distintas al individuo imaginado por la acción de la racionalidad y las luces. De hecho, eran vistas como puro cuerpo y emoción, impulsivas e irracionales, sensibles sólo a los estímulos burdos y sanguinarios y desconocedoras de sus verdaderos intereses. Política y psicológicamente eran considerados niños: inestables, emocionales y bestiales” (Lvevich & Bohoslavsky 2009, p.5). El costado irracional que las elites le adjudicaron a los sectores populares, fue un punto clave desde donde se engarzaron las ideas freudianas en Chile. Su validación social y científica residió en su supuesta capacidad para explicar y manejar el costado irracional de todo individuo. En resumen, se podría llegar de decir, que el clima social que existió en Chile en esa época facilitó la recepción del darwinismo social99, la eugenesia y, más tarde, el psicoanálisis. Isabel Torres (2010) muestra la radiografía de este tipo de construcción social de parte de las elites nacionales: el temor frente a la degeneración y los vicios de finales del siglo XIX, dio paso al miedo ante la revolución, los disturbios, la sublevación maximalista o bolchevique, a principio del siglo XX100.

Estos antecedentes ayudan, claramente, a entender mejor la intervención que el Estado como organizador de la Higiene Pública, donde el Intendente de Santiago Benjamín Vicuña Mackenna, durante los años 1872 y 1875, fue uno de sus máximos representantes. Vicuña Mackenna, un liberal que admiraba profundamente la cultura europea, representa los códigos autorreferentes de la elite, quienes conceptualizaron al menos dos tipos de intervención sobre la masa popular: la represión en alianza con los poderes gubernamentales y políticos –cosa que paso en los intentos de protestas y reivindicaciones populares– o la exclusión y el rechazo en la ciudad –que se tradujo en la construcción de un verdadero cordón sanitario en Santiago. La ciudad era vista como el espacio a conquistar por los principios de la Higiene Pública, pero en beneficio de los mismos miembros de la parte dorada de ella. Era una acción autoreferencial más que filantrópica. Como lo señalan Leyton & Huertas (2012) desde finales del siglo XIX, y con mayor fuerza y vigor a comienzos del siglo XX, se produjeron en Santiago un número importante de reformas urbanas con objetivos modernizadores, las que reflejaban una especie de cruzada civilizatoria para la transformación urbana de Santiago101. Se tomaron como pilares el positivismo francés y el ejemplo parisino de Haussmann, implantando de paso claras representaciones sociales que tuvieron consecuencias en la convivencia nacional. Se distinguieron dos claros y excluyentes sectores sociales: el Santiago de las elites, construido como el “París de Sudamérica” y el arrabal, esa especie de “aduar africano” -en palabras de Vicuña Mackenna- donde habitaba la muchedumbre enferma. El Camino de Cintura era el llamado a separar la ciudad propia, llena de actividad e intercambio de todo tipo, de los suburbios que, infectados de pobreza, corrupción y enfermedades, sintetizaba los males de los que la elite quería huir. El Intendente describe a estos sectores de la ciudad diciendo:

“Conocido es el orijen de esa ciudad completamente bárbara, injertada en la culta capital de Chile i que tiene casi la misma área de lo que puede decirse forma el Santiago propio, la ciudad ilustrada, opulenta, cristiana. Edificada sobre un terreno eriazo legado desde hace medio siglo por el fundador de una de nuestras más respetables familias, desde que el canal San Miguel comenzó a fecundar esa llanura, no se ha seguido ningún plan, no se ha establecido ningún orden, no se ha consultado una sola regla de edilidad i menos de hijiene. Arrendado todo el terreno a piso, se ha edificado en toda su área un inmenso aduar africano en que el rancho inmundo ha reemplazado a la ventilada tienda de los bárbaros, i de allí ha resultado que esa parte de la población, el más considerable de nuestros barrios, situado a barbolento de la ciudad, sea solo una inmensa cloaca de infección i de vicio, de crimen i de peste, un verdadero ‘potrero de la muerte’, como se le ha llamado con propiedad” (Vicuña Mackenna, 1872, pp. 24-25).

Este punto me parece muy interesante porque, como lo desarrollaré más adelante, la irrupción del psicoanálisis como discurso social de amplio espectro, sirvió para invertir en esta situación al menos desde un ángulo teórico, impactando fuertemente la visión de ser humano en la sociedad chilena: la cloaca no está solamente afuera, sino que dentro del mismo sujeto. Hasta acá, por lo menos, la ciudad era vista como el espacio donde se plasmaban los valores de la modernidad, generando una construcción social utópica de lo que se quería lograr, acompañada por claras coordenadas simbólicas que ordenaban a los invidiuos en la sociedad chilena. El orden y el progreso debían guiar la construcción de la capital, generando acciones concretas para llegar a conquistar la construcción de una ciudad burguesa, limpia, ordenada y cristiana (Leyton & Huertas, 2012). La defensa de la sociedad de los vicios y la degeneración, estuvieron en la agenda del mundo médico y político en lo que quedaba del siglo y fuertemente en las primeras décadas del venidero.

La instalación de la idea de la defensa de la sociedad fue un elemento duradero a través de la época, condimentada también con elementos de tintes claramente racistas y segregacionistas. Ya lo confirma María Angélica Illanes (2010)102 al considerar que si se habla de la sociedad de la época, hay que calificarla como una “sociedad desgarrada” donde se contrastaba el lujo y la abundancia con la miseria y el abandono en los que se encontraba buena parte de la población chilena. Problemas como la mortalidad infantil, la fiebre palúdica, tétrica, catarros, pulmonar y el tifus se contaban dentro de las causas más comunes de sufrimiento de los chilenos y chilenas. Un ejemplo de la visión que el mundo político tenía sobre estos problemas, la encontramos en Illanes cuando cita al Diputado por Valparaíso Juan E. Mackenna, quien presidió la Junta de Beneficencia, y que en 1888 declaraba ante la Cámara de Diputados lo siguiente:

“Honorable Cámara: Las condiciones generales de alimentación y de insalubridad en que vive la mayoría de los habitantes de nuestro país, no pueden ser más deplorables. Me refiero a las condiciones de alimentación del pueblo en general, a la carestía de todos los artículos de primera y más indispensable necesidad y las consecuencias necesarias e inevitables que ella produce. Sabe la Cámara que con frecuencia se desarrollan epidemias que diezman a nuestra población, llevándose miles de brazos de valor inestimables para el progreso y la riqueza del país, siendo siempre como origen principal las mismas causas a que hemos apuntado” (Mackenna en Illanes, 2010, p. 28).

Por último, tal como lo comenta Sergio Grez en el prólogo del estupendo estudio del historiador argentino Luis Alberto Romero titulado “¿Qué hacer con los pobres?103 (2007), en esa época se conjugan una serie de miradas que las elites dirigentes tenían acerca del mundo popular: una paternalista con otra horrorizada que veía a los pobres como seres desmoralizados, llenos de vicios y corruptos. La respuesta tradicional, consistente en obras de caridad, no estaba a la altura del tremendo desafío que planteaba la “cuestión social”. En esta línea, la clase dirigente buscó una solución en la moralización y la “regeneración del pueblo104. La mirada moralizante se proponía educar, instruir, inculcar hábitos, reglas prácticas y una ética de mejoramiento individual. ¿Un posible terreno para comenzar a hablar después de dominio personal de las pulsiones? Yo creo que sí.

2.6 La “cuestión social”: una parte de Chile se lamenta en medio de las celebraciones.

Como lo refiere Norbert Elias, si el habitus nacional es un producto de la historia del devenir de la nación, me interesa rastrear si los elementos vistos hasta aquí fueron producto exclusivo de la coyuntura de una época –el Centenario– o están impregnados de manera más íntima con la identidad nacional, constituyéndose como rasgos definitorios de ser chilenos y chienas. Así, tal como lo plantea Sergio Grez (1995)105 es casi un consenso historiográfico afirmar que los debates sobre la “cuestión social”, entendida como –y en esto se basa en James O. Morris–, las […] consecuencias sociales, laborales e ideológicas de la industrialización naciente: una nueva forma de trabajo dependiente del sistema de salarios, la aparición de problemas cada vez más complejos pertinentes a la vivienda obrera, atención médica y salubridad; la constitución de organizaciones destinadas a defender los intereses de la nueva ‘clase trabajadora’: huelgas, y demostraciones callejeras, tal vez choques armados entre los trabajadores y la policía o los militares y cierta popularidad de las ideas extremistas, con una consiguiente influencia sobre los dirigentes de los trabajadores” (Morris en Grez, 1995, p. 9), surgieron en Chile a partir la década de 1880, periodo que coincidía con el primer proceso industrializador del país, el que venía sucediendo a partir de la década de 1860. Luego, el proceso de maduración y auge de estas coyunturas, el que se producirá en a finales del siglo XIX y, sobretodo, a comienzos del siglo XX en Chile, generó una fuerte sensación de una profunda crisis social, política y económica.

Sin embargo, no se puede decir que este tipo de problemas aparecieron sólo en esta época, sino que ya venían discutiéndose en el corazón de la elites locales mucho antes de esta fecha. Se podría reconocer que su existencia data de la época de la llamada Patria Vieja (1810-1811), coincidiendo así con el proceso independentista106. Un ejemplo son los escritos del educador y patriota Manuel de Salas quien describe la existencia de problemas relacionados con las condiciones de vida, salarios, emigración de peones al extranjero, la migración campo-ciudad, mendicidad, inquilinaje, mantención del orden social y la relación entre diferentes clases social, entre otros107. Estas dificultades constituían “[…] verdaderas lacras, cuyo origen era atribuido a defectos estructurales de la comunidad nacional, a la propagación de las disolventes o a factores coyunturalmente negativos, como el comportamiento de ciertas clases de grupos” (Grez, 1995, p. 10), entregando, a mi modo de ver, elementos definitorios para la formación del habitus nacional.

Los principales afectados eran los integrantes del estrato más humilde y vulnerable de la sociedad: labradores, artesanos, mineros y jornaleros, los que denunciaban con su sufrimiento la deuda que la tradicional y conservadora sociedad colonial había contraído con ellos. Sin embargo, como se verá, las “estrategias” de la época se basaron en los métodos propios de la conquista: azote, cepo y trabajos forzados, los que aseguraban el tan ansiado orden social. Como grupo social, las clases populares eran calificadas de degradadas y no había otra forma de relacionarse con ellos más que utilizando el premio y el castigo. Así por ejemplo, el famoso “Organizador de la República” el Ministro Diego Portales Palazuelos en una carta a su amigo Fernando Urízar, el 1 abril de 1831 comentaba: “[…] veo que tiene usted la prudencia y la firmeza, y que entiende el modo más útil de conducir al bien a los pueblos y a los hombres. Palo y bizcochuelo, justa y oportunamente administrados, son los específicos con que se cura cualquier pueblo, por inveteradas que sean sus malas costumbres” (Portales en Grez, 1995, p.13). La visión de Portales era una especie de retrato hablado construido por las elites gobernantes sobre el bajo pueblo y su respectivo malestar. En la época, no existía ningún tipo de reflexión más acabada de los problemas de la nación, ni menos alguna responsabilización de parte de la clase gobernante. Si bien el país, según Portales, tenía cierta estabilidad, era gracias al llamado “peso de la noche”, el que lleva a la masa al reposo diario en vez de la exaltación y la revuelta. Por lo tanto, el país vivía en un cuasi orden, ya que la barbarie estaba siempre presente, lo que justificaba la su cruzada civilizadora del Estado, único garante de la paz social.

Como reacción los ya mencionados liberales Francisco Bilbao (1844) y José Victorino Lastarria108 (1849) denunciaron los privilegios que tenían las capas superiores, vociferando que su existencia era producto del vínculo con la España feudal y el catolicismo, perpetuando una sociedad de sometimiento y abusos. Para Bilbao –quien fuera excomulgado en 1844 por sus constantes ataques a la iglesia católica– en su trabajo Sociabilidad Chilena declaraba que “[…] la sociedad está dividida en dos clases: una que todo lo puede y lo goza todo, y otra que nada vale” (p.295). Del mismo modo, Lastarria en su Manuscrito del Diablo expresaba que los ricos son dueños de la tierra y los demás son vistos como: “[…] plebe, gente inmunda, vil, que debe servir” (p. 311).

Este “afán por el orden” será un articulador importante en la historia de la nación y conjugando elementos simbólicos que definieron la relación que las elites locales tuvieron con las clases populares durante el siglo XIX y principios del siglo XX. Esto formó parte de la estructuración de lo que Salazar & Pinto (2010) denominan como el Proyecto de orden y unidad nacional109, el que ha recorrido la historia del país desde su Independencia. Este proyecto que ha ido mutando según las épocas, gobiernos y coaliciones políticas de todo tipo, tenía un espíritu totalizante donde generalmente las elites gobernantes –quienes suponen que son los elegidos y adecuados para detentar el poder– construyeron objetivos de carácter nacional tratando de guiar unitariamente al resto del país, definiendo lo que debía ser o no la nación. Eso sí “[…] sino se consigue que el conjunto de la nación se pliegue a estos objetivo nacionales diseñados y dirigidos por una minoría gobernante, se llega a la conclusión de que la estabilidad y los “destinos” del país están en jaque; la crisis de una clase o del proyecto de dicha clase es la crisis de un país en su conjunto” (p.17).

Lo anterior define un elemento valioso para entender la marcada crisis que se fue expresando en el país a partir de la década de 1880, en virtud de la denuncia de los problemas sociales que aquejaban a buena parte de Chile. Este periodo se caracterizó por el acelerado crecimiento y modernización capitalista, lo que trajo un fuerte crecimiento económico, más un difícil proceso de complejización y diferenciación social. Hay que recordar que la Guerra del Pacífico (1879-1883) –o mejor llamada Guerra del Salitre en virtud de sus reales causas– ayudó a que Chile se apropiara de los centros salitreros del norte del país, los que antiguamente pertenecían a territorios peruano y boliviano, especializando con ello la actividad económica e impulsando una importante migración interna, que los incipientes conos urbanos tuvieron que absorber con mucha dificultad110. Como consecuencia, la guerra trajo el enriquecimiento de las clases altas del valle central, relacionadas con latifundios, el mundo bancario y las escasas industrias existentes en esa época, generando así una oligarquía que concentraba el poder económico y político del país.

2.7 La Belle Époque Chilena, la época parlamentaria y la república oligarca: “los franceses de Sudamérica”.

Durante la década de 1880 el mundo se encontraba en plena revolución industrial y Chile se preparaba para su inclusión en los mercados capitalistas internacionales. La extracción y exportación del salitre fue el principal motor económico del país, generando una prosperidad que se concentraba principalmente en las clases altas de la sociedad. La centralización del poder económico y político en Chile confluyó en un único grupo social: la oligarquía, que en este tiempo se renovó, asimilando a banqueros, comerciantes y propietarios de latifundios donde los inquilinos se vinieron a desempeñar como trabajadores. Los epicentros laborales del país estaban ubicados en la zona central y el norte.

El ejemplo de lo que ocurrió en el norte del país, convencía cada vez más a la clase dirigente de que ella era la única capaz de dirigir a Chile hacia el camino del éxito, acercándose al sueño de ser un país desarrollado. Desde que Chile se independizó definitivamente de España a comienzos del siglo XIX, hasta la Guerra Civil de 1891, su historia como Estado Nacional - en palabras del historiador Cristian Gazmuri (2012)- , permite configurar un balance al menos positivo. A pesar de haber sido una de las colonias menos importantes y más pobres de la Corona Española, Chile logró durante ese periodo un bienestar económico –muy mal distribuido claro está111– gracias al auge de la plata, del trigo, del cobre y finalmente el salitre, el que será la principal fuente de riqueza del país durante finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Esta estabilidad económica estuvo acompañada, según este autor, de una seguridad institucional, donde los gobernantes se caracterizaron por ser probos, sobrios y con un firme sentido público.

Una cuestión diferente se vivió en la llamada República Parlamentaria (1891-1925) periodo caracterizado por la incubación de un malestar social alimentado por las profundas desigualdades socioeconómicas y facilitadas por una serie de gobiernos de clase, donde la oligarquía buscó su beneficio a través del ejercicio del poder político, perdiendo, según varios críticos de la época, su calidad “moral” ante el pueblo. El poder del Presidente de la Reública era reducido112, ya que tras las reformas a la Constitución de 1833, el control de las acciones políticas se concentraba en el Congreso Nacional. El parlamento tenía atribuciones para derribar los gabinetes presidenciales gracias al recurso de la interpelación, retardar las leyes periódicas demorando el presupuesto de la nación y dilatando también infinitamente las discusiones ante los proyectos de ley. La utilización abusiva de estos mecanismos hizo que la tarea legislativa fuera lenta y extra contemporánea, produciendo también una constante rotativa ministerial113 que significó un freno para las políticas de gobierno. El desprestigio de la política se combinó con denuncias de cohecho, intervención electoral y cacicazgo político como vicios que impregnaban las acciones de los honorables. La participación en el mundo político era muy pequeña, ya que sólo podía votar cerca del 5% de la población del país, lo que hablaba de la escasa representatividad ya que los elegidos eran parte de una oligarquía homogénea, emparentada normalmente a través de lazos familiares. Así por ejemplo, los presidentes Federico Errázuriz Echaurren (1896-1901) y Pedro Montt (1906-1910) eran hijos de presidentes que gobernaron durante el siglo XIX. Germán Riesco (1901-1906) era cuñado de Errázuriz Echaurren. Lo anterior, también se reproducía a nivel parlamentario o ministerial y los ejemplos se multiplicaban de manera exponencial. Aún así, este periodo se caracterizó por la regularidad política: todos los gobiernos del periodo se sucedieron utilizando mecanismos constitucionales, a pesar de que las elecciones estuvieran llenas de los vicios.


Retrato del Matrimonio Fernández- Milicevic (1924). Archivo Fotográfico Museo Histórico Nacional

En esta época muchas de las decisiones importantes para el país no se discutieron ni en el Congreso ni en la Moneda, sino en lugares como el Club de la Unión, el de Septiembre, el Club Hípico o en las Logias Masónicas114. Lo mismo pasaba con los círculos ligados a la Iglesia Católica, que era por esos años, la religión oficial del país. Existía un vínculo indisoluble entre el Estado y la Iglesia que desde el tiempo de la Colonia marcaba las posibilidades del país para hacerse cargo de muchos de los problemas sociales que aquejaban a la población.

Los partidos políticos en esta época tuvieron escasas diferencias ideológicas, en gran parte, por lo reducido de su espectro. Fue más tarde cuando el radio político incluyó a otros sectores, como las capas medias y las clases populares, especialmente obreros y trabajadores, diversificando el panorama. El eje central y articulador del mundo político era la cuestión laico-religiosa, dando forma al Partido Conservador, el que representaba a la derecha clerical, el Partido Radical, por la izquierda laica, y finalmente el Partido Demócrata. En el centro se ubicaba el Partido Liberal, con varias fracciones y el Partido Nacional, de inspiración liberal. Los dos grandes bloques políticos se constituían cuando el Partido Liberal participaba de la Alianza Liberal junto a los radicales o de la Coalición en compañía de los conservadores.

Las ocho presidencias y tres vicepresidencias correspondientes a este periodo, a saber Jorge Montt Álvarez(1891-1896), Federico Errázuriz Echaurren (1896-1901), Aníbal Zañartu (Vicepresidente 1901), Germán Riesco Errázuriz (1901-1906), Pedro Montt (1906-1910), Elías Fernández Albano (Vicepresidente, 1910), Emiliano Figueroa Larraín (Vicepresidente, 1910), Ramón Barros Luco (1910-1915) y Juan Luis Sanfuentes Andoneagui (1915-1920), transcurrieron sin mayores sobresaltos, las ganancias de la explotación del salitre se mantuvieron estables –siendo la principal fuente de financiamiento estatal– enfocándose principalmente a la inversión en obras públicas: muelles, malecones, edificios estatales y administrativos, caminos y líneas férreas.

Antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, la clase dirigente vivió según los cánones europeos, buscando asimilar los modismos que se llevaban en el viejo continente. De esta manera Europa, y específicamente Francia, fueron las referencias obligadas para la vida pública y privada de las principales familias de las elites chilenas. Las formas de sociabilidad, las costumbres y el refinamiento galo llenaron de frivolidad y manierismos a buena parte de los repertorios de la parte alta de la sociedad. Era el auge de la belle époque chilena115, en la que dominaba un ambiente despreocupado y alegre –según Villalobos (2010)–, propenso a la diversión y la vida fácil116. Las familias más prominentes vivían en el centro de Santiago, en el barrio República, donde se construyeron palacios lujosos al estilo árabe, neoclásico o gótico. El ideal masculino en la clase alta era una mezcla entre el gentleman inglés y el bon vivant francés. “Se admiraba lo intelectual, lo artístico, el título universitario o la profesión liberal, pero se admiraba más un tren de vida dispendioso. Mantener el ‘buen tono’ significaba llevar un estilo de vida liviano y frívolo” (Aylwin, Bascuñán, Correa, Serrano, & Tagle, 1990, pp. 56-57). Como coincidencia la ciencia hacía lo suyo impresionando a todos por la fuerza de sus descubrimientos y lo novedoso de sus avances, lo que generó un ambiente de sorpresa permanente gracias a la difusión de sus conquistas.

Las elites oligárquicas tenían el dominio del país, gozaban de sus privilegios y se jactaban de ellos públicamente, cimentando todavía más descontento en las clases populares. Ejemplo de esto son las declaraciones al diario El Pueblo del abogado y senador Eduardo Matte Pérez, miembro de una familia de banqueros, en 1899:

“Los dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo; lo demás es masa influenciable y vendible; ella no pesa ni como opinión ni como prestigio” (Matte en Reyes del Villar, 2004, p. 19)117

2.8 El cambio de siglo y la fiesta del Centenario: cuando se apagan las luces se enciende el nacionalismo118. ¿Somos realmente una nación iluminada?

Enrique Mac-Iver, político radical y Ex Gran Maestro de la Gran Logia de Chile, en el Ateneo de Santiago en 1900, pronunció su famoso discurso titulado La crisis moral de la República119. Donde hacía una clara denuncia:

“Me parece que no somos felices; Se nota un malestar que no es de cierta clases de personas ni de ciertas rejiones del país, sino de todo el país i de la jeneralidad de los que lo habitan. La holgura antigua se ha trocado en estrechez, la energía para la lucha de la vida en laxitud, la confianza en temor, las expectativas en decepciones. El presente no es satisfactorio i el porvenir aparece entre las sombras que producen” (Mac-Iver, 1900, pp. 4-5).

La distancia que mantenían las elites con los sectores medios –todavía muy incipientes– y las clases populares, principalmente trabajadora, era enorme. Ya lo señala Felipe Portales (2006)120: la posibilidad de realizar cambios sustanciales en favor de la clase media y del pueblo era casi imposible en esa época. La llamada “cuestión social121 - entendida como la visualización pública de muchos de los problemas sociales, en el contexto capitalista, la incipiente industrialización del país y las penosas condiciones que afectaba al trabajador urbano- tuvo que esperar recién hasta la década de 1920 para que tener alguna respuesta oficial de parte del mundo político.

La celebración del Centenario estuvo marcada por la inauguración de varias obras insignes, las que buscaron reflejar el desarrollo económico del país y que se traducía en una serie de adelantos. Se multiplicaron las redes ferroviarias, los puentes, viaductos, los edificios céntricos con aires europeos y el puerto de Valparaíso fue tomando forma como centro neurálgico de los intercambios comerciales, gracias a la construcción de un molo de abrigo, reparado luego del terremoto de 1906. Hubo visitas de delegaciones de muchos países y se hicieron grandes fiestas para la ocasión122.

Lamentablemente la crisis que había en el ambiente se materializó en tragedia, cuando el presidente Pedro Montt murió poco antes de las celebraciones en agosto de 1910 en Alemania. Había viajado a Alemania en búsqueda de un tratamiento médico para la arritmia que lo aquejaba. Luego, curiosamente, su sucesor Elías Fernández Albano también falleció a los pocos días de haber asumido, generando un manto lúgubre ante las celebraciones. Fue el tercer sucesor Emiliano Figueroa quien encabezó las festividades.

Por otro lado, Chile era un país enfermo y muchas vidas eran presa de los males que los atacaban. En este sentido, comienzó una sensibilización del escenario público sobre el estado del país y especialmente de la incapacidad de los dirigentes locales de hacer frente a la situación. En estos años dominaron los sentimientos de pesar, frustración y un profundo revisionismo. El país ya había enfrentado a finales del milenio pasado dos momentos bélicos significativos: la Guerra del Pacífico –con los vecinos Perú y Bolivia– y la Guerra Civil de 1891. Estos eventos dejaron una impresión de pesar y crisis social en los habitantes. En esta época se encuentra el primer indicio de la llegada de las ideas de Freud a tierras nacionales. Años en los que se publicaron una serie de ensayos, que según Muñoz (1999)123, daban cuenta del estado de crisis en el que la sociedad chilena se encontraba en esa época. Por ejmplo, el Doctor Valdés Cange publicó en 1910 Sinceridad. Chile íntimo en 1910124 donde afirmaba: “Pero nosotros, los que vivimos entre los de abajo, vemos todas las miserias, todos los vicios, todas las angustias de este pueblo que se gloria de ser el más noble i viril de los nacidos en América!” (Valdés, 1910, p. 2). Tancredo Pinochet Le-Brun, por su parte, afirmaba en 1909125Nuestro país va a cumplir cien años de vida independiente, va a ser luego un adulto mayor de edad. Su existencia se ha deslizado hasta ahora como la de un muchacho varonil, inquieto, valiente i jeneroso. Todavía no ha tomado bien en serio la vida i no ha pensado casi nada para mañana” (Pinochet, 1909, p.6). Lo mismo, Luis Emilio Recabarren, insigne hombre de izquierda, fundador del Partido Obrero y luego del Partido Comunista, en plenas festividades declaró: “Hoy todo el mundo habla de grandezas y de progresos y les pondera y ensalza considerando todo esto como propiedad común disfrutable por todos. Yo quiero también hablar de esos progresos y de esas grandezas, pero me permitiréis, que los coloque en el sitio que corresponde y que saque a luz todas las miserias que están olvidadas u ocultas o que por ser ya demasiado comunes no nos preocupamos de ellas” (Recabarren, 1910, p. 166). Por último, en 1904 Nicolás Palacios publicó su trabajo más famoso, Raza Chilena, en el que señaló que el pueblo chileno era de una estirpe superior, combinación de los godos y los mapuches, sintetizados en la figura de el Roto. Esta obra es un ejemplo de los intentos de unificación de la población tras un imaginario común.

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