Czytaj książkę: «Papeles de Ana»

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papeles de ana

papeles de ana

maría inés krimer



Dirección editorial: Silvia Itkin

Diseño de tapa e interior: Donagh / Matulich,

sobre diseño de colección Estudio ZkySky

© María Inés Krimer, 2021

© Obloshka, 2021

ISBN: 978-987-47899-5-2

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Libro de edición argentina. Impreso en Argentina.

Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial

de esta obra sin previo consentimiento del editor/autor.

A Jorge.

Silencio, esa palabra también susurra sobre el papel.

Wislawa Szymborska

cartas

No lo recuerdo, pero su fama sí…

Sergio Atzeni


Moscú, 8 de mayo de 1966

Queridos padres:

Aprovecho que uno de los chicos de la delegación va al correo para escribirles estas líneas y mandarles mis noticias. Espero que estén bien de salud. Vivimos en las afueras de la ciudad, en un monoblock del Komsomol. Es un lugar muy grande, alrededor hay un campo con ovejas, plantaciones de girasol, a la bobe le hubiera gustado volver a la tierra donde nació, estoy segura. El paisaje me recuerda al Parque Urquiza pero sin islas, desde la ventana veo el río Moscova, unos barcos navegando, cuando se apagan las luces se escucha el croar de las ranas. Como estamos en el último piso, es cansador subir a la noche cuando volvemos de las actividades que organiza el Partido. No muy lejos hay otros edificios parecidos, pero no tenemos tiempo para conocer a los vecinos. A pocos kilómetros hay un parque que parece Disneylandia, pero sin el ratón Mickey, el Pato Donald ni los sobrinos. Lo vimos de pasada cuando nos llevaron al Mausoleo de Lenin; había una cola larguísima.

Pero no quiero adelantarme, pasaron tantas cosas que me apuro por contar todo junto. Cuando el tren llegó a Retiro creí que me moría. No sabía hacia dónde ir, si pasar o no los molinetes. Al reconocer a la tía Sara entre la gente suspiré de alivio. Su chofer cargó con mi valija. El piso de Caballito tiene cuatro dormitorios y pieza de servicio. Hay uno para mí sola, es la habitación de huéspedes. La cama tiene un acolchado con volados y arriba hay un póster de la astronauta Valentina Tereshkova. La shikse me prepara el desayuno, unas tostadas y café de Bonafide. Por suerte el escribano del Partido pudo arreglar la autorización del viaje con un poder hasta la mayoría de edad (es un montón de tiempo pero salía lo mismo que si lo hacíamos por seis meses) sin que ustedes tuvieran que molestarse más que en poner la firma. También me consiguió un documento nuevo y el pasaporte, porque tiene contactos con el jefe de policía.

No lo van a creer, pero el viaje a Moscú se armó de un día para otro. Una noche yo volvía de ver una película en un cine de Lavalle cuando, durante la cena, el tío me dijo: ¿Qué tenés que hacer esta semana? Nada, le contesté. A esta altura ya conocía el Obelisco, el zoológico, el Italpark, no me quedaba mucho por ver en Buenos Aires. Mis planes se habían desbaratado desde que Abelardo Castillo se negó a recibir mis cuentos (parece que el tío le ganó una partida de ajedrez y ya se sabe lo resentidos que son los escritores). Andaba en subte todo el día, la tía me enseñó cómo hacer las combinaciones. Nuestro representante para el Festival de la Paz se enfermó de varicela, ¿te gustaría ir en su lugar?, me propuso el tío. Casi me desmayo, no sabía una palabra de ruso. Él me dijo que no me preocupara, el jefe de la delegación era argentino, como muchos de mis compañeros. Me dejó en la mesa de luz unos ejemplares de Novedades de la Unión Soviética y una foto de Leonid Brézhnev, secretario del Comité Central del Partido Comunista (aunque sea secretario tiene más poder que un presidente).

Antes de viajar nos reunieron varias veces para explicarnos las reglas de castidad, no podíamos tener relaciones entre los integrantes de la delegación ni otro tipo de toqueteos entre nosotros, en eso el Partido es muy estricto. Llegamos por KLM hasta Ámsterdam y de ahí tomamos otro vuelo de Aeroflot hasta Moscú. Yo tenía miedo de que se perdiera mi valija después de lo que pasó con mi libreta cívica. Pero cuando la cinta empezó a dar vueltas la reconocí enseguida, le había atado un loro de paño lenci que compré en la calle Lavalle porque imaginé que todos los demás le pondrían algo rojo y así no me volvía loca tratando de ubicarla. La cinta dio dos vueltas hasta que apareció el loro, ya había empezado a ponerme nerviosa, estaba la ropa que heredé de la familia. El equipaje de una chica cubana se perdió, no paraba de gritar, tuvo que venir el jefe de la delegación para calmarla. Cuando llegamos al monoblock nos repartieron los dormitorios, me tocó con la cubana, una uruguaya y una venezolana.

Desayunábamos temprano, a las ocho. Café de malta y pan con manteca. Los domingos preparaban bacon con huevos, una vez probé y estuve todo el día mal del estómago. Después nos pasaba a buscar el colectivo, durante el viaje cantábamos las que sabíamos todos los latinoamericanos, Sapo cancionero, El día que me quieras y Bella Ciao. En las reuniones no hice mal papel porque me sabía de memoria párrafos enteros de las Novedades de la Unión Soviética. Causé bastante impacto cuando dije sin equivocarme los nombres de todas las repúblicas que conformaban la Unión.

Para el acto inaugural del Festival de la Paz, en el palacio del Komsomol, me puse unos de los vestidos de Raquelita. En el estrado estaba el mismísimo secretario Brézhnev, el de la foto, un hombre con cejas muy anchas y traje cruzado, parecía más alto porque estaba parado sobre una tarima. No entendí una palabra de su discurso pero algunos chicos aplaudieron con fuerza y me sentí obligada a hacer lo mismo. Hubo otros oradores y después subió al escenario la chilena Violeta Parra. Tenía el pelo atado con una trenza y sandalias, menos mal que acá es verano. Cuando interpretó Yo canto a la diferencia, el auditorio se vino abajo, hicimos ruido con los pies y con las manos. Además de la música, ella teje tapices y se dedica a los bordados. Cuando terminó el acto nos llevaron a la Plaza Roja en el subte marrón. La estación era un palacio con columnas, arcos, pinturas, lámparas de araña. Hay doscientas en todo Moscú, una más linda que la otra, son como museos bajo tierra, como si estuviera mirando el Lo sé todo. Anoté el nombre de algunas estaciones en mi cuaderno Rivadavia porque a mi regreso a la Argentina tengo que hacer un informe.

La Plaza Roja es inmensa, grande como una ciudad. De un lado está la Catedral San Basilio, con unas torres altas que parecen decoradas por Doña Petrona. Del otro, el Kremlin, una fortaleza de color rojo con un obelisco verde: no tuvimos que hacer mucha cola porque el jefe de la delegación se encargó de todo. El Kremlin es para los rusos como la Casa Blanca de los Estados Unidos. Ahí está la tumba de Lenin, vestido como para salir, en un ataúd con tapa transparente. El guía nos contó que, cuando murió, el gobierno recibió como diez mil telegramas que le pedían que conservara el cuerpo. Lenin tiene la cara rosada, parece dormir el sueño eterno. Nos explicaron que para embalsamarlo llamaron a los mejores especialistas y cada dos meses le tienen que hacer un retoque para que no se pudra. En la puerta hay dos guardias las veinticuatro horas, con unos sobretodos de corte perfecto.

Después tuvimos encuentros con científicos que nos explicaron los avances de la Unión Soviética en la carrera espacial, eso era bastante aburrido. Primero lanzaron el Sputnik, los yanquis el Explorer, los rusos pusieron en órbita a Yuri Gagarin. Yo me quedé dormida en plena conferencia pero me despertó un codazo de la cubana cuando se abrió la puerta y subió al estrado Valentina Tereshkova. Después de un silencio prolongado, estallaron los aplausos. Es una mujer muy elegante, alta, pecosa. Llevaba un saco de corte militar y muchas condecoraciones colgadas en el pecho. Sentía los latidos de mi corazón mientras nos contaba que durante el vuelo estuvo bastante descompuesta y no pudo llevar el diario de a bordo. Me la imaginaba sola en el espacio, dando vueltas alrededor de la tierra, sin poder escribir una palabra. La cubana me apretó fuerte la mano. Lloraba, estaba emocionada. Se llama como yo, dijo, hasta ese momento no sabía su nombre, para mí ella era la cubana, yo era la argentina. Con Valentina nos hicimos amigas, como había perdido el equipaje y usaba siempre lo mismo le regalé dos vestidos. Ahora andamos todo el tiempo juntas, somos como carne y uña. El día libre me arrastró hasta la plaza Komsomolskaya, ahí las kurves se acercan a los hombres para ofrecerles sus servicios a plena luz del día, pero a Valentina no se le movió un pelo porque eso es muy común en Cuba. Ella está muy interesada en la Argentina. Me pregunta todo el tiempo por el Che, para sus compatriotas es un héroe, hay fotos por todos lados. Tuve que inventar que lo conocía aunque no figuraba en ninguna de las revistas del tío. También fuimos al mercado para comprar unas mamushkas, había de todos los precios y tamaños. Ahí solucioné el tema de los regalos, elegí de distintos colores para cada una de las tías y otras para la vecina. Todavía tengo pendiente el de ustedes, no les iba a comprar lo mismo. Valentina es una luz para los números, hizo las sumas y las restas, se las arregló para regatear con un ruso y hasta me sobraron unos rublos. Me invitó a pasar unos días en La Habana.

No tengo mucho más para contarles. Espero que estén bien, les mando un abrazo y saludos a todos en la calle Diamante.

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P.D.: La Fede me invitó a publicar un cuento en la revista Juventud.

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Queridos padres:

Hace unos días que pensaba escribirles esta carta y lo que me detenía era que no estaba muy convencida de lo que iba a decirles. Recién recibo la que ustedes me enviaron. Paso por alto mucho de las cosas que me dicen porque entiendo que para unos padres es doloroso que su única hija se quede con sus tíos en Buenos Aires después de un viaje tan largo. Deben pensar que la tía Sara no solo se quedó con la propiedad de la casa de la calle Diamante sino que, como escuché en una conversación por teléfono, ahora es una robahijas. También entiendo la preocupación de ustedes porque mi estadía se estira demasiado y puedo perder el año del secundario, pero la tía dice que lo rindo libre y listo. Les mando estas líneas para que se queden tranquilos en ese sentido.

Siento mucho la muerte de la hija de la vecina. Recuerdo lo mal que la pasó esa chica con la polio, la pierna entre las barras de metal. A veces charlábamos sentadas en el escalón de la casa. Le gustaban los caramelos mentolados y la madre me agradecía las Radiolandias viejas. ¿Hubo misa de cuerpo presente en la iglesia del Carmen? Perder a un ser querido es terrible, no quiero ni pensarlo. ¿Recuerdan a Valentina, la chica cubana? Les conté que durante el viaje a Moscú nos hicimos íntimas, andábamos juntas para todos lados. La despedida nos costó un montón. Yo le propuse venir a la Argentina, en el piso de Caballito sobran habitaciones, ahí puede dormir un regimiento. Pero el gobierno cubano no la deja salir, así que ahora el único consuelo es escribirnos.

Pero dejémonos de cosas tristes, les cuento la fiesta que organizó el Partido para agasajar a los que viajamos al Festival de la Paz, era bastante pobretona, solo empanadas, gaseosas y vino. Todo se tuvo que hacer a escondidas porque acá los festejos están prohibidos desde que derrocaron al presidente Illia, ahora el que manda es el general Onganía. A mí me dio lástima que lo sacaran porque era un viejito simpático, aunque no conocí al zeide me lo imaginaba parecido. Según el tío, la revista Primera Plana publicó los dibujos de un humorista donde presentaban a Illia como una tortuga y a nadie le gusta que el país esté conducido por un animal que camina tan despacio.

Para disimular ante las autoridades, la fiesta se hizo en el Peretz de Villa Lynch. Unos días antes la tía me llevó a Harrod’s y me compró ropa y zapatos nuevos, fuimos en el auto del tío. El chofer se quedó esperando en el estacionamiento mientras nosotros paseábamos por los pisos tapizados con alfombras rojas. Nunca vi tantas cosas lindas juntas en mi vida. ¡Un uniformado manejaba el ascensor! Después tomamos el té con masas en la confitería del primer piso. Ahí la tía Sara me contó que cuando ella era chica la hermana de la bobe, la tía Malke, las llevaba con todas sus hermanas una vez al año a esa misma tienda y las vestía de pies a cabeza. Me parece que esa parienta misteriosa es la de la foto que había en el cajón de la bobe, la mujer del collar de perlas (qué raro que ustedes nunca me contaran esa historia).

Cuando volvimos al piso de Caballito, nos esperaba la cena en el comedor principal. Individuales de lino, platos de porcelana, copas de cristal. La entrada era un pionono con atún y después venían los varenikes de papa, de postre, helado de sambayón. Ya casi reviento con el té de Harrod’s, igual probé de todo un poco. Como les contaba, el piso de Caballito tiene cuatro dormitorios, yo duermo en el de huéspedes, debajo del póster, le pegué la foto de mi amiga cubana con chinches, ¡las dos Valentinas juntas! El de los tíos tiene un baño en suite, es uno privado para que no te vean cuando hacés pis y lo otro. Los placares son tan grandes como la pieza de servicio. En la cocina hay dos heladeras, una es para la familia y en la otra se guarda la comida de las shikses. Hay una Osterizer, importada de Estados Unidos, que es como una licuadora orquesta, hace jugos, pan rallado, pela arvejas, rebana papas y hace mayonesa, no sé para qué la tía Sara necesita dos empleadas si la máquina hace de todo.

Pero lo mejor es la biblioteca, paso muchas horas ahí adentro, como lo hacía en la de Paraná, ¿se acuerdan?, esa que tenía un busto de Florentino Ameghino en la entrada. Solo que acá no hay olor a humedad. Me instalo en un sillón de pana color bordó, leo todo lo que se me antoja. Hay estantes de roble con libros que van del techo al piso. Una máquina de escribir casi sin uso, en el estudio jurídico las cambiaron todas. El sector del tío tiene los tres tomos de El capital y las obras escogidas de Lenin, pero hay un mueble más chico donde están los de la tía, ahí encontré Un cuarto propio de Virginia Woolf. Copié un párrafo en el cuaderno Rivadavia donde ella anticipa las dificultades que tendrá una escritora si se casa: primero están los nueve meses anteriores al nacimiento del bebé. Después nace el bebé. Luego se dedican tres o cuatro meses para amamantarlo. Después hay que pasar cinco años jugando con el niño, al parecer no se puede dejar que anden corriendo por ahí. Quienes los han visto correr como salvajes dicen que no es un espectáculo muy agradable.

No sé bien por qué escribo todo esto, otra vez me voy por las ramas. En la entrada del Peretz de Villa Lynch había unos custodios, nos dejaron pasar sin pedirnos documentos, solo con la tarjeta de invitación. Nos sentaron en la mesa de la cabecera. El tío me presentó a los miembros del Comité Central, entre todos sumaban más de mil años: Es mi sobrina, fue nuestra representante en el Festival de la Paz. Los hombres tenían los dientes amarillos. Mientras comía una empanada, el tío se puso a discutir con el que estaba al lado el precio de un cuadro que un tal Berni iba a donar para recaudar fondos. Yo me di cuenta de que por acá circulan muchos artistas, en el Partido hay escritores y no todos serán tan resentidos, espero, como Abelardo Castillo. También me enteré de que a nosotras nos resulta difícil publicar, el Comité tiene mayoría de hombres y se ríen mucho de las mujeres con ciertas aspiraciones literarias. Hay un responsable que determina qué se publica y qué no, tiene un ojo de águila y no te deja pasar una. A una amiga de la tía Sara la criticaron desde que escribió una novela, y eso que está casada con uno de los dirigentes del Partido. El responsable dijo que el libro no respetaba las directivas del Central y el suplemento literario del diario La Nación (el tío lo compra todos los días) opinó: bastante bueno para ser escrito por una mujer, pobre Virginia Woolf si hubiera nacido en Argentina. Desde que estoy acá escribí otro cuento porque no tengo nada más que hacer que leer y pasear, entre la tía Sara y las shikses se encargan de todo.

Después de que terminaron los discursos, empezaron los números en vivo. Cuando Los Trovadores aparecieron en el escenario, la tía Sara me dijo que me podía sentar en la mesa con los jóvenes. Suspiré de alivio, me dolía la boca de sonreír a tanto vejestorio. Me tocó al lado de un chico que no conocía. Al principio no me dirigió la palabra y como tampoco podíamos hablar porque la música estaba muy alta me pasó un papelito con su nombre y un número de teléfono. Yo le escribí el del tío en una servilleta de papel. Norberto Grossman me llamó el fin de semana para invitarme a pasear por Palermo. Me puse uno de los vestidos de Harrod’s, me pellizqué las mejillas como hacía la bobe y le robé a la tía Sara un poco de color para los labios, estuve como una hora arreglándome en el baño. Llegué sin problemas porque me sabía de memoria todas las combinaciones de los subtes. El bosque de Palermo es una belleza, los cisnes se desplazan como barcos, hay un rosedal y árboles por todos lados. En el medio hay un lago con unos botes a pedales. Norberto alquiló uno. Después de lo que me pasó en la balsa, aseguré bien el cierre de la cartera. Me ayudó a subir y nos sentamos uno pegado al otro. Yo lo miraba de reojo, tiene unas pestañas preciosas. Me hacía acordar un poco a José, ese chico que vivía a la vuelta de la calle Diamante. Norberto me contó que estudia para ser abogado y va a luchar por los pobres. Me explicó que la toma del poder por la clase obrera en Rusia fue el momento histórico más importante del siglo. Desde entonces el capitalismo no cesó la embestida contra el pueblo, aumentando la explotación de los desprotegidos (eso me lo acuerdo de memoria porque lo repitió como tres veces, colorado por el esfuerzo de hablar y pedalear al mismo tiempo). Después se quedó callado. Solo oíamos el ruido de las paletas chocar contra el agua. Los cisnes se desplazaban a nuestro lado. Me parece que somos novios, pero primero tenemos que pedir el permiso del Partido.

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Querida tía Dora:

No lo vas a poder creer, pero el otro día la crucé a Graciela Borges en la Richmond. Tomaba un té en una mesa cercana a la vidriera acompañada de un churro bárbaro. El vestido le quedaba pintado, el escote tenía la forma de corazón como el que te conté, el que le hizo la modista. Di una vuelta manzana. Al volver, ella terminaba su merienda. Se limpió las manos con una servilleta de tela, extendió los dedos, se paró y los dos salieron del salón. Ahí me fijé bien en él, me parece que es el marido, Juan Manuel Bordeu, vi su foto en la Radiolandia. Se despidieron con un beso. La seguí a lo largo de Florida. Pese a que había quedado en encontrarme con mi novio (ya te cuento), no quería perderla de vista. Por un momento se paró y miró hacia atrás, hacia el lugar donde estaba. Me quedé congelada. Quería pedirle un autógrafo pero seguí como un poste. Ella continuó en dirección a Santa Fe, de tanto en tanto se paraba en una vidriera para mirar los maniquíes, acá está el último grito de la moda. Se detuvo en un kiosco y compró una Tita (yo no me la podía imaginar haciendo las mismas cosas que hacemos todos). La vi abrir el papel metalizado. Siguió caminando. Se detuvo al cruzar Córdoba, el semáforo tardó una eternidad. Ahí me fijé en los zapatos, de charol, tacos altos, las medias con la costura derechita. Casi la pierdo entre el amontonamiento de turistas. Pasamos por Harrod’s. Cuando me quise acordar estábamos en la plaza San Martín. Se sentó en un banco y una paloma le picoteó el zapato.

Como te habrán contado mis padres, estoy de novia con Norberto Grossman. Lo conocí en la fiesta del Festival de la Paz, es hijo de un médico del Partido, la madre es la secretaria en el consultorio (igual que la tía Ester). Los padres son conocidos de la familia, así que no hubo problema con los permisos. La primera salida fue a los lagos de Palermo, él insistió en alquilar un bote y yo no la pasé muy bien porque ahora le tengo miedo al agua y él no paraba de hablar, dale que dale. La segunda estuvo mejor, fuimos a comer panqueques a la Cabaña del Tío Tom, en Corrientes y Talcahuano. Son redondos, gruesos y sin arrollar y en el centro le ponen como un kilo de dulce de leche. Acá otra moda es el Candy, un helado de crema chantilly. Si sigo así voy a terminar rodando.

Después fuimos al cine a ver Pasaron las grullas, Norberto no me soltó la mano en toda la película (de esto ni una palabra a mamá). Me conmovió mucho con la historia de amor de Verónica y Boris, la más triste que vi en mi vida. Al empezar la guerra ellos están por casarse. A él lo mandan al combate. Un bombardeo en Moscú mata a los padres de ella y se refugia en la casa de su novio. Cansada por no tener noticias y quedarse para vestir santos, se casa con el primo, que resulta un malvado. Se separan y ella sigue esperando el regreso de Boris. Pero al final, mientras los soldados bajan del tren, ella se entera de que su amor murió en el frente. Esa escena me partió el corazón, no paraba de llorar. Norberto me pasaba servilletas de papel. Seguí moqueando cuando prendieron las luces, mientras salíamos del cine. Norberto me besó cuando nos despedimos en la puerta del piso de Caballito. Yo estaba tan emocionada y no aguanté que en la cena el tío hablara del Partido. Cómo habla. Me fui a tomar aire a la cocina. Una de las shikses, Ramona, está de novia con un obrero de la construcción. La otra es paraguaya y tiene una hija que cuida la abuela, mientras lavaba los platos no paraba la mitakuñá aquí, la mitakuñá allá. Las dos trabajan con cama y salen los domingos, así que los fines de semana tardan en emperifollarse. Las escuché contar que van a los piringundines del Bajo (no entiendo qué quiere decir esa palabra, pero parece que ahí la pasan bárbaro) o a la Enramada, en Plaza Italia. Ramona se metió en un lío de la madona y quedó embarazada, pero los tíos solucionaron todo.

Te escribo ahora para que me ayudes a convencer a mis padres, aunque no tengo la menor idea de cómo hacerlo. Sé que a mamá le va a dar otro patatús, no me animo a decirles. No voy a volver a la calle Diamante, al menos por ahora. Ellos tienen derecho a pensar que soy la peor del mundo, pese a que no se hablaban con la tía Sara un día mamá agarró el teléfono y le gritó otra vez robahijas tan fuerte que la tía alejaba el tubo de la oreja. Me encerré en la biblioteca para no ver ni escuchar más, todo es muy doloroso. No puedo darte más detalles por carta, pero quiero mandarla de una vez y sé que debería haberla escrito hace unos días.

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P.D.: Adentro va otra para mi prima, ni se te ocurra abrirla.

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Objętość:
123 str. 6 ilustracje
ISBN:
9789874789952
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Bookwire
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