Czytaj książkę: «Los Continentes del Adentro»

Czcionka:

los

CONTINENTES

del

ADENTRo

María Elena Morán


Los Continentes del Adentro

Primera edición, 2021

Del original portugués Os Continentes de Dentro,

Porto Alegre 2021, © Editora Zouk.

© María Elena Morán

Diseño de portada:

© Sandra Delgado

Fotografía de portada:

© Rafael Trindade

Diseño del mapa:

© Maria Williane

© Editorial Ménades, 2021

www.menadeseditorial.com

ISBN: 978-84-123354-8-4


en colaboración con


Agradecimientos

En la historia de este libro caben varias décadas, países, lenguas, árboles genealógicos, áreas de conocimiento, incontables personas. Tengo, por lo tanto, una deuda vital tan grande que no logra ser rastreada, mucho menos nombrada; una deuda circular, que solo puedo pagar escribiendo páginas-homenajes que la multiplican.

Pero hubo también ofrendas cercanas, como la de mi papá, Rodolfo Morán, sonrisa rodeada de hombre, a quien le agradezco por enseñarme a amar la vida y los libros, y por escribir Dulce Naufragio, regalándome, sin saber, la idea de esta novela. Sé que me estás leyendo desde el Adentro.

A Marisela Atencio y Oriana Morán, mis mujeres, les soy grata hoy y siempre por ser, además de mi madre y mi hermana, lectoras atentas, universos y diálogos posibles.

A Los Atencio y a La Moranera, dejo aquí mi reverencia; ustedes son mi fuente inagotable de motivos.

Tengo una deuda grande con mi profesor y amigo, Luiz Antonio de Assis Brasil, por el incentivo y por la generosidad de acompañar la creación de esta novela de inicio a fin.

Agradezco los apuntamientos imprescindibles de Ciro Nogueira, Marianela Díaz Cardoso, Maria Eunice Moreira y Byron Vélez, primeros lectores de esta novela, junto con Julia Dantas.

Infinitas gracias a Taiane Santi Martins, Ángela Cuartas, Arthur Telló y Davi Boaventura, por las conversas sobre el libro en nuestra asamblea literaria particular. A mis amigos de siempre, Jesús Salvador Millán, Neomar Semprún y Ana Lourdes Colina, por apoyar mi trabajo de las más diversas y amorosas maneras.

Toda mi gratitud y admiración para las Ménades, por creer en mí y en mis Continentes.

Cierro esta lista de deudas con la mayor de todas, la que tengo con Rafael Trindade, mi amor, por el apoyo incesante, el diálogo sincero y el encaje siempre fascinante de su abrazo, que hizo este recorrido infinitamente más leve y feliz. Por eso, y por todo lo que no cabe en este texto condenado a la insuficiencia, gracias, mi amor. Hicimos este libro juntos.

Los Continentes del Adentro

Para mi papá

explicar con palabras de este mundo

que partió de mí un barco llevándome.

Alejandra Pizarnik

1.

De aquel episodio maldito yo recordaba retazos, fragmentos sueltos que mi familia supo completar con miedo. Dijeron que Ella intentó matarme y no admitieron atenuantes. La extirparon de nuestra vida y quedó decidido que yo debía odiarla. Entre el silencio y los años, lograron este olvido cruel y conveniente, más cómodo que el odio.

—Ella tenía tu edad cuando empezó a volverse loca —dijo mi madre, cuando le conté que buscaría a mi abuela Aída.

Y como Ella no se mencionaba, no se recordaba, no se invocaba, Ella sonó a bofetada. Pues Ella era escombro y de escombros nadie hablaba porque hablar de ellos hacía que un cierto olor a naftalina, cucaracha o alcanfor impregnara todo lo que aún sobrevivía y con esos olores nadie aguantaba existir. Por eso Ella debía continuar silente en el cadalso al que la mandamos, a pesar del descubrimiento de esos papeles pretéritos, súbitamente futuros, que ahora yo tenía en las manos.

Mi día había comenzado en la casa del abuelo Ignacio, que estaba mudándose para un apartamento más moderno y más fácil de mantener. Fui allí con una maleta, dispuesta a llevarme apenas lo que cupiera en ella, y salí con el peso de un aniquilamiento. Abuelo quería deshacerse de la insana cantidad de muebles y chécheres acumulados. Por chécheres, léase: libros. Aquellos que en una era previa a la tragedia fueron el tesoro de la casa, habían sido inútiles durante todos esos años y ahora la verdad era que estorbaban. Por fin, el abuelo asumía el carácter decorativo de las centenas de títulos que cubrían las paredes de la sala desde que Ella no estaba para leerlos.

A mi madre le daba igual lo que él hiciera con los libros, se había ofrecido para donarlos a alguna biblioteca local, pero antes tuvo la inusitada delicadeza de dejarme escoger los que yo quería para mí. Ella y yo sabíamos, aunque ninguna lo dijera, que esos libros eran el último rastro de la presencia de Ella en nuestras vidas.

Como yo estaba viviendo en un apartamento compartido desde que me separé de Franco, no quería llevarme muchas cosas, pues acabarían atiborrándome el cuartico que había alquilado. Los doce tomos de la Enciclopedia Salvat quedaron de inmediato excluidos de mi selección. Los bajé por grupos, les sacudí un poco el polvo y los metí en una de las cajas para donaciones. El peso del último trío de tomos me sorprendió; mis músculos estaban preparados para levantar el mismo peso que ya habían levantado otras tres veces, pero se quedaron con las ganas. La levedad inesperada, sumada al impulso innecesario que mis brazos prepararon, me desequilibró. Libros, silla y yo acabamos en el piso.

Libros caídos, abiertos, desnudos. Libros preñados de hojas ajenas. Mutilados con sumo cuidado, cada uno de los volúmenes conservaba el borde de todas las hojas intacto, pero el cuadrado central había sido removido, haciendo de cada obra un cofre y de cada cofre un lamento textual de la innombrable que, dieciséis años después, se atrevía a convocarme.

Diccionario Enciclopédico Salvat

Varios autores, 1972

Hojas en libro cofre

17/09/1981

Todo lo que sabes del mundo es mentira y te lo voy a probar. Mi secreto es secreto de Estado. El doctor Urbino quiere que le cuente por escrito lo que no le digo en las consultas. Pero mi secreto es secreto de Continentes. Los habitantes de los Continentes del Afuera no sabrían lidiar con lo que yo sé. El doctor Urbino no es estúpido. Si él quiere saber es porque quiere evitar que mi misión tenga éxito. Pero en caso de que eso ocurra, lo cual es muy probable, será mejor dejarle orientaciones a mi Sirena. Doctor Urbino, contaré por escrito lo que no cuento en las consultas, pero usted nunca sabrá leerme. Hoy le parezco una persona incompetente para la vida. Si usted supiera, si supieran todos, que mis capacidades son gigantes y no paran de crecer. Doctor Urbino, usted hace bien su trabajo. Por eso, usted nunca conocerá mi caligrafía.

Sofía, mi Sirena, estas páginas que él quiere para sí, son solo tuyas. Hablan de ti y de mí, pero son tuyas. Para que, si yo fracaso, sepas cómo llegar a casa. Yo soy tu Centinela de Mar. Ha sido una tarea ingrata y tengo miedo de lo que puedan hacer conmigo, pero, sobre todo, temo lo que puedan hacer contigo. Como sé que es difícil de entender, voy a empezar por el comienzo. Por aquel día en que dejé de ser Aída, la señora de Montiel, y volví a ser Aída Rojo, comisionada para grandes hechos y mujer con derecho a su alegría completa. A.

17/09/1981

Era una noche caliente a pesar de ser invierno. Un viaje a Argentina y Brasil que debía ser lindo. Pero no lo era. Estábamos ahí solo para que se me olvidara lo de mis cuadros. Lo de la fogata que tu abuelo hizo con mis cuadros cuando Anselmo dijo que había una galería interesada en ellos. Íbamos de la mano, pero yo iba sola. Mi marido, el navegante. Su mujer, pintora de la puerta para adentro. Pasamos días caminando por las playas, conociendo Florianópolis. Y a mí a veces se me olvidaba la fogata. Ignacio es Ignacio, para lo bueno y para lo malo. Ignacio es un cobarde. Paseamos en barco al atardecer. Ignacio no me pidió perdón. Pero yo lo miraba y ahí estaba mi Ignacio. Él cree que tiene razón, pero se arrepiente de la fogata. Todo en silencio. Callada, le dije que la vida seguía y que él era mi Ignacio. Volvimos al hotel y entonces comenzó todo. Yo pregunté si en Florianópolis había metro e Ignacio dijo que no. Entonces qué será ese murmullo. A.

17/09/1981

Veníamos de conocer Buenos Aires, de revisitar Montevideo, de amar Porto Alegre. Hacía dos días que estábamos en Floripa, como los brasileños llaman a Florianópolis. Era temporada baja. Mejor, porque no nos gustan las multitudes. Sin embargo, un gentío ya debía saber que hacía calor en ese sábado de invierno en Santa Catarina. Ya se escuchaba. Ignacio decía que no se escuchaba nada, que la playa era solo nuestra. Que no, que ya están cerca, vienen como de allá. Que no viene nadie de allá ni de ningún lugar y que en el horizonte no hay ni un barquito pesquero. Entonces qué será ese murmullo que viene de abajo. A.

17/09/1981

Nos fuimos para Curitiba antes de lo planeado porque no me gustaron los sonidos de Floripa. Ignacio dijo que eso pasaba porque yo nunca había estado en una isla y no estaba acostumbrada a estar rodeada del arrullo del mar desde todos los puntos cardinales. Si Ignacio lo decía, debía ser verdad. Concordar y sonreír. Concordar, sonreír y no joder. Tres consejos de mi madre. Curitiba, qué ciudad bonita, Aída, mira qué moderna, mira qué buen gusto. Y yo, que solo quería decir escucha la multitud, escucha cómo habla la gente de abajo, concordé, sonreí y no jodí. Pero si en Curitiba no hay metro ni hay agua en todos los puntos cardinales, entonces qué será ese murmullo que viene de abajo, como del propio centro de la tierra. Exijo silencio. Yo soy Aída Rojo. Mujer de Ignacio, el navegante. Madre de una hija que dejó de necesitarme rápido de más. Ama de casa impecable. Pintora incendiada. Yo soy Aída Rojo y exijo silencio. Yo soy Aída Rojo y bajo ningún concepto puedo volverme loca. A.

18/09/1981

Cuando desperté Ignacio ya no estaba en la cama. No estaba tampoco en el desayuno. Recordé que dijo algo sobre ir a pescar. Me senté en una de las bancas del jardín del hotel. Un espectáculo de verdes. A mi alrededor, una extensión enorme de grama podada, tan uniforme que parecía artificial. Una variedad impresionante de plantas que ya empezaban a florecer, confundidas con ese invierno caluroso. Me olvidé de Ignacio, quería apenas quedarme ahí y que el sol me terminara de despertar. Yo soy Aída Rojo y no debo escuchar lo que estoy escuchando. Qué boba, son huéspedes y funcionarios en el desayuno. No, no son. Son mis oídos. No son tus oídos. Algo les pasa a mis oídos, que me están jugando una broma pesada. No son tus oídos, Aída. No tengas miedo, solo escúchame. Yo soy Aída Rojo y no tengo derecho a volverme loca. Pronto vas a entender todo y vas a sentir tu alegría completa. Yo soy Aída Rojo. Eres Aída Rojo y, aunque el mundo diga lo contrario, tienes derecho a tu alegría completa. Tengo derecho a mi alegría completa. Hasta que al fin nos entendemos, Aída.

Ino es el nombre de ella, la voz que me habla desde ese momento. Ella dice que esto que he estado experimentando se llama «escucha activa». Es un talento que escasas personas poseen y que todas envidian. La mediocridad funciona así. Ellos están al tanto de que tu percepción es mucho más fértil que las piscinas de pelotas en las que ellos arrastran sus pensamientos. Tu marido, por ejemplo, dice que te ama, pero te anestesia la inteligencia desde hace años. Ignacio me ama, me entiende y casi siempre me ha estimulado. Tu marido te ama, es un buen Vigía de Tierra y hace su trabajo tan bien que ni tú ni él lo perciben. A.

18/09/1981

Dos semanas atrás, yo era una artesana, un ama de casa con pasatiempo, una pintora aficionada a pesar de todos mis empeños. A pesar de los cursos. A pesar de la práctica cada vez más intensa. Después de la quema de mis cuadros, fui volviéndome artista, importante. Fui prohibida de tan peligrosa. Fui insoportablemente buena. Tanto, que tu marido teme que te le pierdas en giras por Europa. Por Europa o por los pantalones de los grandes pintores del mundo, que bajarán sus pinceles ante tu genialidad. Ino concuerda conmigo y ahora sentimos juntas lástima de Ignacio. Pero Ino no se conforma con que yo deje a Ignacio ser lo que él es. Ino tiene prisa por hacerme revelaciones y para eso exigió que volviéramos a casa, entonces fastidié hasta que Ignacio adelantó el viaje. Después sigo, que viene gente. A.

18/09/1981

En el vuelo desde São Paulo hasta Caracas le dije a Ignacio que no me hablara, que quería dormir. Ignacio creyó que aún era por la fogata y, hasta cierto punto, tenía razón. Pero era, sobre todo, para escuchar lo que Ino me decía. Mi escucha activa no daba tregua. Estaba aterrada pero maravillada, como si mi vida estuviera bajo una lupa, ya no para examen, sino para reparación. Soy Aída Rojo, mujer bienaventurada y talentosa, escogida por autoridades del Mundo Inicial. Soy Aída Rojo y, apenas ahora, soy capaz de Ver.

Llegamos a casa y allí estabas tú con Taís esperando ansiosa. Me esperabas incluso con un regalo, un pequeño lienzo que pintaste para mí en el kinder. Tu madre me explicó los cambios que había hecho en mi casa, sin mi permiso, como si fueran una gracia. Y mientras tanto, todo lo que Ino dice tiene sentido, ella tiene acceso a cosas de mí que yo no sabía y todavía no sé encontrar. Yo estoy todavía un poco anestesiada. A ti también te costará al principio. El primer paso es aprender a entender no solo con la cabeza, sino también con la piel, que está llena de millones de receptores espíritu conceptuales.

La noticia que no me esperaba es que Ignacio es nuestro enemigo. Taís también. Y también tu padre. Pero yo quiero confiar en los treinta y cinco años de matrimonio con Ignacio, que me subió las maletas y, si lo dejase, era capaz hasta de arreglarme la ropa. Aún la fogata y sus infinitas consecuencias. Yo quiero seguir casada con él. Quiero ser alegre, completa o no, pero con él. Ino no está de acuerdo, dice que mi destino es otro. A.

23/09/1981

Ahí estás tú, corriendo alrededor de mi falda, poniéndote mi chal como vestido, e Ino me explica que eres una criatura de otros mundos, no hay quien te vea y sea capaz de negarlo. Ino dice que tú, Sofía, eres una Sirena. Que yo tengo la misión de llevarte de vuelta al Adentro y que nadie más es capaz de entender esto que nos une.

Tú y yo sabemos, desde siempre, que es verdad, que tú eres otra cosa, que tú eres mayor que estas minucias, que tú estás hecha para otros rumbos. Ino lo único que ha hecho es ponerle nombre a tu majestad. A.

2.

Visitar a mi madre duele.

—¿Vas a querer el tuyo con mayonesa?

—No, yo no tengo hambre.

—Tú te lo pierdes.

Soy una ex habitante vilipendiada de ese lugar. Fue violada aquella ley no escrita que otorga a una ciudadana el derecho a sentir que la casa en la que vivió toda la vida es aquel lugar seguro al que uno no necesita ponerle pronombres posesivos porque decir apenas «voy a casa» o «estoy en casa» es suficiente. Yo creía que esa casa era nuestra, pero la verdad es que siempre fue suya. Por eso ahora sentía que mamá me agredía amparada y hasta azuzada por aquel espacio. Todo en la casa era una acusación, empezando por una madre que no lograba mirarme a los ojos. Vergüenza del nosotras que no somos.

—Mamá, por favor.

Mi madre se movía por la cocina, de la nevera a la mesa y de la mesa a la nevera, buscando primero el queso, después el salami, después la mayonesa.

—La metieron en el San Simeón, ¿verdad?

Doña Taís, siempre dueña de una elegancia envidiable, atacaba el sándwich con mordiscos mayores que su propia boca.

—¿Quieres un quesito? ¿Aceitunas? —preguntó, cubriéndose la boca con una servilleta.

—Mamá, por favor. Responde.

Después de masticar mucho y muy rápido, logró tragar el gran bolo que tenía en la boca. Sirvió un vaso de agua, se lo bebió de un tiro y lo puso con violencia sobre el gabinete, esperando que el estruendo del vidrio contra la piedra hiciera su trabajo apabullante.

—Me visitas una vez por cuaresma y, cuando vienes, me sales con esto.

Arrugó la servilleta hasta volverla una bolita apretada de cólera con mostaza.

—Ya fui al Clínico y al Álvarez y ella nunca estuvo ahí. Tiene que ser en el San Simeón.

Guardó las cosas de vuelta en la nevera y se refugió en el lavaplatos que, con su ventana al frente, ofrecía un repertorio de imágenes en las cuales fijarse como alternativa a esta idiota que exigía, con arrogancia adolescente y sin derecho alguno —ahora lo sé— respuestas.

—¿Qué quieres con todo esto, Sofía?

—No sé. Pero voy a buscarla.

—Esa mujer no existe. No existió los últimos dieciséis años y no va a empezar a existir ahora.

—¿Está en la Isla de Salos o no?

Terminó de lavar el único plato sucio y comenzó a subir las escaleras, dejándome ahí, sola, en mitad de aquella cocina amenazante. Antes de trancarse con un portazo en el cuarto, una última indecencia:

—¿Hace cuánto que no ves a la doctora Sandra? Ponte atenta, Sofía. Todo esto que estás haciendo no es normal.

Para mi madre, cualquier discusión podía y sería explicada a través de la diabólica, omnipresente y genética tendencia familiar a la turbulencia psíquica. La doctora Sandra, psiquiatra y no médico general, era nuestra médica de cabecera, aquella cuyo teléfono uno pone entre los números de emergencia pegados con un imán en la puerta de la nevera. Ella veía en mi madre una potencia hipocondríaca que salía de la consulta y se volvía estudio de caso y proyecto de especialización y línea de investigación médica en psiquiatría. Una potencia no llamada locura sino miedo a perder la cabeza, que aprendí a ejercer al mismo tiempo que aprendí a leer y escribir y hacer operaciones matemáticas básicas. Bajo esa luz turbia aprendimos a evaluar nuestras humanidades, bajo esa luz mi padre se fue de la casa para nunca más volver, bajo esa luz ofrezco para donación una madre incapaz de vínculos y me declaro huérfana por vocación.

—Ella tenía tu edad cuando empezó a volverse loca.

Y entonces fui yo la que dio el portazo y dejó la casa temblando. Hacía tiempo que la hostilidad era recíproca.

Relato de un náufrago que estuvo diez días A la deriva en una balsa sin comer ni beber,

que fue proclamado héroe de la patria,

besado por las reinas de la belleza

y hecho rico por la publicidad, y luego

aborrecido por el gobierno

y olvidado para siempre

Gabriel García Márquez, 1970

Libro pequeño cuya totalidad de páginas

fue substituida por hojas escritas a mano

30/11/1981

Ino vino conmigo a hablar con el doctor Urbino y ella me escogió, una a una, las palabras que debía decirle. Fue en ese momento que confirmé mi sospecha de que, entre muchas otras habilidades, los Agentes de Transición de hecho tienen acceso ilimitado a nuestro archivo mental, tanto al procesado como al oculto. Bloqueamos todo lo que tenía que ver con la Sirena, ya había sido bastante catastrófico el haberle contado a Ignacio y no podíamos seguir poniendo en peligro el plan. A.

24/12/1981

Nos encerraron tres semanas. O cuatro, ya ni sé. Nos durmieron. Nos bañaron. Nos dieron de comer. Nos volvieron a dormir. Me quisieron obligar a estar sola. Pero Ino es más fiel que tú, Ignacio, más fiel que tú, Taís, que tienes el descaro de traer a la niña a este cementerio de vivos y la impudicia de asustarte. Ino es tan fiel como Sofía, que lo único que hizo fue llorar cuando vio el gesto sonso en el que convirtieron mi sonrisa. Feliz Navidad. Y que Dios los perdone. A.

08/01/1982

El doctor Urbino es un humano común. Tan común que da vergüenza ajena. Ahora lo visito una vez por semana y él insiste en que escriba y yo le digo que lo pensaré, mientras me duelen los dedos de escribirte varias páginas por día, Sofita, para que, caso falle el plan A, tengas por lo menos la opción de llegar allá por tus propios medios. Eso, si es que logras superar la anestesia creciente a la que te someterán. A.

3.

Frente al diálogo imposible con mi madre, Franco siempre había sido el mejor de los mediadores. Hacía meses que no hablábamos y esa noche lo extrañé, reconozco que de una forma bastante utilitaria. Habíamos quedado en que continuaríamos en contacto; al final, después de cinco años de relación y con mis escasos dotes para socializar, él se había convertido en mi mejor amigo, por no decir el único. Pero en Londres ya era tarde y yo había perdido el privilegio de ser atendida en el teléfono a cualquier hora, después de hacerle lo que le hice.

Nos conocimos en la clase de francés. Yo tenía diecinueve y estaba a mitad de la carrera de periodismo, sin grandes méritos, pero con mucho amor por la profesión, que había comenzado a ejercer un tiempo atrás, como radioaficionada. Él no llegaba a los treinta y ya daba clases en el posgrado de Ecología, del que era el egresado más prometedor. Poco a poco fue soltando detalles de su vida familiar y yo entendí que toda esa prodigalidad profesional había servido como relleno para ciertos vacíos dolorosos —de estómago y de parentesco— y era intocable. Me costó seguir su ritmo. Me costó, sobre todo, aceptar gustar de un hombre que mi madre aprobaba. Ella me controlaba y el hecho de que a ella le gustara Franco era lo mismo que decir que Franco servía a los efectos de ese control. Sin embargo, lo único mayor que mis ganas de desafiarla era la anemia emocional a la que ella misma me condujo. Él supo ser una oferta de amor que avanzó igual a como comenzó: arregladita y discreta, tan despojada de esfuerzos y dramas excesivos, que me entregué a la inercia de ser en dos aun sabiendo que yo solo lograba ser una, y a duras penas.

Juro que no quería que las cosas con él terminaran así. Arrastrábamos el ser novios desde hacía más de cinco años, mucho más tiempo del que ambos merecíamos y, cuando él logró una beca para hacer su doctorado de genio en Cambridge, orientado por el oceanógrafo post, post, post, postdoctor de sus sueños, lo que tocaba era casarse. En Londres, yo buscaría algún curso con el que entretener mi no tan importante carrera de periodista, tendríamos un apartamento en el Bloomsbury, un vecindario de gente vieja, pálida y mal vestida, y sonrisas sosas como las de la boda que no llegó a ocurrir se multiplicarían en nuestros álbumes y la gente diría «qué felices esos dos, que parejita más bella» y todos seguirían sin saber cómo es mi verdadera sonrisa. Lo abandoné en plenos preparativos de la boda y, aunque todos quisieron hacer de eso una tragedia, él tuvo el temple para aceptar que nuestro amor se había vuelto burocrático y que, en vez de matrimonio, lo que ambos necesitábamos era más sangre en las venas.

Yo quería querer irme a Londres con él y tener una vida publicable. Yo quería querer, pero yo era una madera llena de comején. A las maderas llenas de comején no se les contesta el teléfono cuando llaman en la madrugada para hablar de las heroínas trágicas de la familia y de hallazgos de palimpsestos delirantes, porque esas nuevas heridas que acosan a la madera son los mismos vacíos de siempre que van creciendo hasta que ella, sin saberlo, deja de ser una madera con llagas y se vuelve una llaga cuya salud sufre de un leve enmaderamiento.

4.

La alarma tocó sin que yo hubiera dormido más de dos horas. Como cada uno de mis últimos mil días, a las cinco y media de la mañana, me levanté hecha un robot, tomé un café, un agua de avena, prendí el carro, cuatro semáforos, buenos días, Pedro y aló, aló, un, dos, tres, rueda viñeta: tun-tun-tun-chin-chin tu-cu-tún, Despertando con la noticia, tu-cu-tún, sujeto mata a tres en el Barrio Cuatricentenario, tu-cu-tún, profesora que vendía marihuana a estudiantes afirma que funcionarios de la Secretaría de Educación tenían conocimiento del esquema, tu-cu-tún, los Cardenales de Lara derrotan por segundo año consecutivo a los Leones del Caracas y conquistan el máximo título del béisbol venezolano, tu-cu-tún, tu-cu-tún, yo soy Sofía Paz y los estaré acompañando hasta las siete de la manãna. Tu. Cu. Tún. Maldita viñeta amarillista de los mil demonios.

Los madrugadores de turno escuchaban de mi voz las malas noticias nacionales e internacionales, que poco después olvidarían entre sus pequeños eventos no noticiables. Me disolvía en sílabas de papel, tinta, garganta, lengua, fonemas, ondas hertzianas, en los que sonaban igual las quejas sobre el tránsito y un bebé envenenado con estricnina y el horóscopo que yo misma escribía para no tener que financiar a esos astrólogos de medio pelo cuyo vocabulario no pasaba de quinientas palabras. Yo era Sofía Paz, una máquina sin sangre ni ovarios ni lóbulo frontal, pero con licencia de locución y un buen horario en radio conseguido gracias a los contactos de mi madre, que me lo recordaba siempre que tenía oportunidad.

De lunes a viernes, Sofía Paz, una madera llena de comején. Los sábados, de dos a cuatro de la tarde, hacía una pausa en el horror; instantes de lo mejor de mí, en los que me dedicaba a existir al margen de la angustia, con buenas noticias locales y poetas y cantoras, de preferencia suicidas, exiliadas o torturadas, en sus momentos más inspirados. «Las horas gentiles» se llamaba el programa y no podía tener un nombre más pertinente. Estaba convencida de que le hacía bien a quienes me escuchaban y de que nuestro estar juntos era tan perfecto, como inexacto y nublado; nuestro amor gozaba de las ilimitadas opciones de la ignorancia y carecía de los defectos que la realidad imponía, tan vulgar y específica. Era mi pequeña contribución al bienestar común. Fuera de ese horario y de esa frecuencia del espectro radioeléctrico, una versión nefasta de mí tomaba el control y desgastaba el nombre Sofía Paz en horas sin sustancia. Ella desamaba a Franco. Desatendía a su familia. Desmotivaba sus placeres. Y esa versión era todo lo que había sobrado de mí, ahora que ya se cumplían tres meses desde que, por falta de lucro y de guáramo, me habían cancelado la única ventana de satisfacción, mis horas gentiles.

Acabadas las razones —lo que en realidad era un plural condescendiente, pues yo solo tenía un motivo para quedarme en la ciudad, y era hacer mi programa—, decidí un mevoypalcoño y exigí las vacaciones que había estado acumulando por no saber qué hacer con ellas. Yo no quería más comejenes ni inercias ni esa languidez maldita que me alejaba de mí misma, si es que todavía había algo para llamar mí misma dentro de ese lodazal. Yo quería querer mi alegría completa, tener aunque fuera un poquito de aquella inmensidad, de aquella potencia que mi abuela veía en mí cuando yo era una semilla de gente y que yo había perdido el mismo día que la perdí a ella. Quería encontrar a la abuela Aída y ofrecerle algunas de las horas gentiles que le negamos.

Relato de un náufrago

Gabriel García Márquez, 1970

Libro pequeño cuya totalidad de páginas

fue substituida por hojas escritas a mano

13/03/82

Todo lo que sabes del mundo es mentira y te lo voy a probar. El mundo de antes no era este mundo. Antes todo era junto. La superficie del planeta era tierra continua, sin nada de agua. Una bola de tierra. Toda el agua permanecía en el centro. Como un bombón relleno. Un terremoto quebró la enorme bola de tierra e hizo que todo se reorganizara: parte de la tierra fue succionada hacia dentro, parte del agua vino a la superficie. El agua no se derrama porque la gravedad la sostiene. La gravedad viene siendo algo así como un bol invisible. Con la mezcla de agua y de tierra, surgió la vida.

En la superficie, los territorios pasaron a llamarse Continentes del Afuera, esto que conocemos. Pero lo mejor queda allá. Kilómetros y kilómetros bajo la superficie, después del fondo marino, ocurre la vida en las ciudades sumergidas, los hermosos «Continentes del Adentro».

Grupos de investigadores del Afuera han teorizado durante siglos sobre el Adentro, siempre en círculos secretos que nadie quiere descubrir, por considerarlos sectas ufológicas, paranormales o tonterías de ese estilo. Han inventado cualquier tipo de tecnología para alcanzar a los del Adentro, pero no lo harán jamás. Los humanos del Afuera son incapaces de reconocer los portales porque no saben usar sus receptores.

Las criaturas del Adentro son parecidas a los humanos del Afuera, pero tienen diferencias místico fisiológicas que les permiten respirar bajo el agua. En general, las criaturas del Adentro no pueden ir al Afuera ni las de Afuera pueden pisar el Adentro, pero algunas, como las Sirenas, pueden moverse entre los dos mundos. Las Sirenas lo pueden todo, Sofía. Ustedes son seres con poderes transformadores. Aunque su hábitat natural es el Adentro, algunas son engendradas por azar en hogares del Afuera. Creemos que esto ocurre porque es el designio divino que los continentes se unan de nuevo. Intentamos trabajar en ese sentido, pero, después de diversos fracasos, decidimos suspender las revoluciones. Dice Ino que Afuera todo siempre termina en sangre.

15/03/82

Por cada diez millones de humanos regulares, nace una de ustedes. ¿Entiendes ahora tu importancia? De cada diez Sirenas que nacen, solo dos vuelven a casa, o sea, al Adentro. Pobres, en el Afuera su diferencia salta a la vista. Desde los primeros años dan muestras de poca atención hacia los asuntos estrictamente humanos. Están más atentas a los asuntos del placer, única obligación del Adentro.

Está claro que ustedes pueden sobrevivir en el Afuera, pero ninguna ha alcanzado su alegría completa. Y cuando una de ustedes es desdichada, la felicidad general del Adentro cae de forma considerable, como si cada uno de nosotros tuviera un hermano enfermo de muerte. Entonces entra en acción uno de nuestros Agentes de Transición, que en nuestro caso es Ino, para convocar una Centinela de Mar; humanos preparados y sensibilizados, capaces de comprender este mundo que sus coterráneos nunca tolerarían. Ya habrás entendido que esa soy yo. Juntos, Agentes de Transición y Centinelas de Mar trabajan para el regreso de la Sirena al Adentro, su hogar.

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172 str. 4 ilustracje
ISBN:
9788412335484
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