Czytaj książkę: «Una canción de juventud»
MARÍA CASAL
UNA CANCIÓN DE JUVENTUD
Mi vida tras los pasos de san Josemaría
EDICIONES RIALP, S. A.
MADRID
© 2019 by MARÍA CASAL
© 2019 by EDICIONES RIALP, S. A.
Colombia, 63. 28016 Madrid
Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN (versión impresa): 978-84-321-5138-5
ISBN (versión digital): 978-84-321-5139-2
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Me tropecé con un querer
que sin saber
de luz me cegó.
Y al despertar de aquel soñar
yo vi, como tú,
que mi ilusión era verdad
en mi canción de juventud.
[versos de una canción compuesta y cantada ante san Josemaría, sobre el modo alegre de responder a la llamada de Dios]
ÍNDICE
CRÉDITOS
DEDICATORIA
PRÓLOGO
I. INFANCIA EN ANDALUCÍA. LA GUERRA CIVIL
II. LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
III. VOCACIÓN PROFESIONAL
IV. ESTUDIOS DE MEDICINA. ENCUENTRO CON EL OPUS DEI
V. LEJOS DE LAS DOS ORILLAS
VI. REMANDO EN LA NUEVA ORILLA
VII. EL GERMEN DE UNA AVENTURA
VIII. LA ESCUELA DE ENFERMERAS
IX. LA CERCANÍA DE UN SANTO
X. A ROMA “DEFINITIVAMENTE”
XI. SUIZA, UN VOLCÁN CUBIERTO DE NIEVE
EPÍLOGO
ARCHIVO FOTOGRÁFICO
AUTOR
PRÓLOGO
HAY EN ESPAÑA UN DICHO POPULAR que dice que «es de bien nacidos ser agradecidos», por lo que, reconociendo mis orígenes y mirando mi vida hacia atrás, he querido escribir este libro. No es una autobiografía, es —como dice el título—un modo de expresar mi agradecimiento. ¿Agradecimiento a quién? Agradecimiento a todos los niveles de la paternidad:
En primer lugar a mi Padre Dios, que jugó conmigo a la «parábola del hijo pródigo». Ningún libro puede bastar para poner de relieve todas las gracias, algunas grandes y otras —en apariencia— pequeñas, que Dios da a cada uno de los hombres, pero intentaré en estas páginas “cantar” un poco las maravillas de mi Padre Dios.
Agradecimiento también a san Josemaría, el Padre, nuestro Padre, como le llamamos habitualmente los fieles del Opus Dei. Gracias a él descubrí esa paternidad divina cuando menos lo esperaba; y también, gracias a él, aprendí a querer más a mi padre, como se lo conté a san Josemaría en cierta ocasión en una carta que le envié:
Mi padre me pregunta mucho por usted. ¿Sabe que desde que le tengo a usted quiero mucho más también a mi padre? Fue un descubrimiento de lo que es la filiación, también en la tierra[1].
Y agradecimiento también a mi padre que, con su gran corazón, puso en mí, sin advertirlo, la semilla para que pudiese germinar —y echar raíces duraderas— la alegría de saberme hija de Dios.
Quisiera centrarme en este libro, de modo especial, en la figura de san Josemaría[2]. Con gran gozo escribiría una biografía detallada sobre él, pero, aunque para mi inmensa suerte lo conocí personalmente, no tuve ocasión de coincidir con él durante demasiados años. Por eso, los datos directos que puedo ofrecer sobre el fundador del Opus Dei y que aquí recojo —desde la primera vez en que alguien me habló de él, hasta el día en que recibí la noticia de su fallecimiento en el año 1975— son escasos, y solo trataré algunos de los datos indirectos, puesto que han sido ya relatados por muchas otras personas. Sin embargo, reconozco que la trayectoria de mi vida —unida al Opus Dei desde hace casi setenta años— sí puede reflejar la personalidad de san Josemaría a través del cúmulo de gracias que me llovieron por su fidelidad a la paternidad que Dios le había confiado. Así, mi relato —como decía— no es una autobiografía, sino un modo de expresar mi agradecimiento a este santo, reconociendo la impronta que han dejado en mí su vida y enseñanza en la tierra y su continua intercesión desde el Cielo.
San Josemaría decía que el Señor le había hecho ver cómo lo había llevado —a lo largo de su vida— de la mano. Del mismo modo, a medida que pasan los años, al mirar mi propia vida hacia atrás, contemplo admirada las pequeñas “casualidades”, las distintas circunstancias, los pasos más o menos conscientes que me han conducido a un determinado camino y a una determinada meta. Cuando, además, una está persuadida de haber tenido una vida afortunada, que la ha hecho feliz, el panorama contemplado se hace aún más nítido y se ve en todo la mano de Dios. Y solo queda ya agradecer, como aprendí del propio san Josemaría: ¡Hay que romper a cantar!, decía un alma enamorada, después de ver las maravillas que el Señor obraba por su ministerio. —Y yo te repito el consejo: ¡canta! Que se desborde en armonías tu agradecido entusiasmo por tu Dios[3].
Para el hilo de esta historia, he contado con puntos de Camino, el libro que, con solo leerlo, ya me cambió la vida. Durante muchos años, fue la única publicación de san Josemaría, por lo que ha sido —junto con el Evangelio—alimento continuo de mi trato con Dios y línea de trazo para mi vida cristiana. Finalmente, quisiera dar las gracias a quienes han contribuido a que este libro llegara a su término, especialmente a María Del Rincón, que ha revisado y enriquecido el texto. También quiero agradecer a quienes, desde el Archivo histórico de la Prelatura del Opus Dei, me han facilitado el acceso, en primer lugar, a las cartas que durante años —mes tras mes— escribí a san Josemaría, en las cuales he podido comprobar —sin que los meros recuerdos me engañaran— que siempre he sido feliz en el Opus Dei, y, en segundo lugar, a documentos históricos donde he comprobado datos, nombres y eventos.
He empezado hablando de paternidad, pero como todo padre supone también una madre, no quiero dejar de mencionar, ya desde la primera página, a mi Madre del Cielo —Madre de Dios y Madre nuestra, decía siempre san Josemaría— que me ha mimado hasta en mi nombre, y a mi madre de la tierra, de cuya fortaleza y abnegación tanto pudimos aprender sus hijos.
[1] Carta dirigida a san Josemaría en marzo de 1960.
[2] También por eso, he querido resaltar visualmente en el libro las palabras de san Josemaría con un estilo diferente al del resto de citas.
[3] Camino, n. 524.
I.
INFANCIA EN ANDALUCÍA. LA GUERRA CIVIL
NACÍ EL 22 DE FEBRERO DE 1929 en el sur de España, en el seno de una familia suiza protestante, cuando el Opus Dei tenía apenas cinco meses de vida, y san Josemaría, veintisiete años recién cumplidos, la gracia de Dios y buen humor[1], como él solía decir. Era el día de la cátedra de San Pedro, cuya belleza y trascendencia había yo de descubrir veintiún años más tarde: las pequeñas “casualidades” empezaban bien.
Con el apellido de la familia, Casal, tuvimos mucha suerte, pues parecía español, y con él era siempre más fácil presentarse a los ibéricos que otros suizos que se llamaban Ehrensperger o Eisenring. Nuestro apellido tiene su origen en el cantón suizo de los Grisones, donde aún hoy día se hace sentir con fuerza la influencia romana. Quizá signifique casa salis, “la casa del sauce”, aunque en el escudo familiar figura más bien una rueda de molino, que según otras versiones sería una rosa o un círculo con una cruz encerrada dentro. Mis padres, Emilio y Trudi —don Emilio y doña Gertrudis, como los llamaban en España—, eran la segunda generación de Auslandsschweizer (suizos en el extranjero) de la familia, pues ambos habían nacido en Florencia, Italia. Al casarse decidieron que seguirían hablando italiano entre ellos, para que los hijos pudieran aprenderlo. Me pusieron el nombre más bonito que pueda llevar una mujer, y no es jactancia: María. No es un nombre muy frecuente en familias suizas protestantes, y, en efecto, la razón de que me llamara así no fue en este caso la Doncella de Nazaret, sino una primera novia de mi padre, católica y francesa, que no se quiso casar con un protestante, y sobre quien mi padre habló a mi madre poco antes de su boda. Mi madre, con su habitual generosidad, prometió que, si tenían una hija, se llamaría María. Cuento esto porque a mis padres les divertía evocarlo, y porque demuestra que muchos detalles decisivos de mi vida sucedieron sin que los protagonistas conocieran su importancia. A la primera hija, sin embargo, le pusieron el nombre de la madrina de mi padre, a quien él quería mucho: Ana Margarita.
Mi padre trabajaba como ingeniero electricista en la Compañía Sevillana de Electricidad, y llegado el momento de fundar una familia, se acordó de su antigua compañera de juegos de Florencia —que tenía su misma edad—, a quien siempre había tenido gran cariño, pero con quien de pequeño nunca hubiera pensado en casarse, entre otras cosas, porque ella era de familia muy acaudalada. Pero, por aquella época, mi abuelo materno perdió todo lo que tenía y se vio obligado a mantener incluso a la viuda de su socio, culpable de la quiebra y que se había suicidado. Mi padre no vio ya obstáculo y decidió pedir la mano de mi madre. La boda fue en junio de 1924, en Gibraltar, ante un ministro anglicano, porque la presencia del protestantismo en España era entonces prácticamente inexistente.
A la joven pareja le tocó vivir en diversos lugares en que mi padre dirigía la construcción de centrales eléctricas, con el pantano correspondiente. Se puede decir, exagerando un poco, que, al principio, en cada uno de esos pantanos nacía un hijo. Mi hermano Federico (Fritz) abrió la marcha, pero por ser el primero nació en Suiza. El segundo falleció al nacer, debido a una grave infección que tuvo mi madre; le siguió mi hermana Anita, cuando mis padres vivían en la central eléctrica de Buitreras, cerca del pantano de Montejaque, cuya construcción había dirigido mi padre a los pies de Ronda (provincia de Málaga). Yo fui la cuarta. Nací en un lugar que ni siquiera es pueblo: se trataba del campamento para los trabajadores que construían el pantano de Cala, a unos kilómetros de Sevilla. El pueblo más cercano se llama Guillena, y es el que figura como mi lugar de nacimiento, aunque jamás he estado allí. La casa en que nací era muy bonita y espaciosa, y se destinaba al ingeniero jefe. Pasado el tiempo, algún sucesor de mi padre debió preocuparse, con muy buen sentido, de la atención religiosa de sus trabajadores, y habilitó la casa como capilla. Me conmueve pensar que ahí, en mi casa, ha querido el Señor estar realmente presente en el Sagrario.
Tenía yo apenas un año cuando, llegado el momento en que los dos mayores debían empezar a ir al colegio, mis padres decidieron trasladarse a la capital, Sevilla, donde nacieron los otros dos hijos: Mirta y Bernardo. También en Sevilla vivíamos en un bonito chalet, la villa Ana María, en las afueras, en el barrio Nervión, bastante lejos del centro. Mi padre no quería ahorrar en lo que le parecía importante para sus hijos: en este caso, espacio suficiente para una vida de familia agradable, y jardín para corretear. Nos enseñó a plantar flores y cada uno tenía su pequeño arriate, organizado a su gusto. A mí me encantaba plantar girasoles porque crecían más deprisa. En la fachada anterior de la casa, en el balcón central, mi padre había mandado poner unos azulejos; una imagen de Cristo con la cruz a cuestas: un Jesús del Gran Poder, la escultura más conocida de las procesiones de la Semana Santa sevillana. Lo había encontrado en Triana, donde solía ir porque le gustaban mucho los azulejos. Delante de la imagen colgaba un pequeño farol que no recuerdo haber visto nunca encendido. Estaba tan acostumbrada a ver esta preciosa imagen que no me paré nunca a pensar en su significado hasta que fui católica.
Mis padres no practicaban mucho la fe, pero sí nos inculcaron —a mis hermanos y a mí— una serie de virtudes humanas que ellos vivían con naturalidad: honradez, sinceridad —aunque nos costara algún castigo—, respeto a todas las personas de cualquier raza, credo o posición social... Recuerdo la cara de desencanto —más que de enfado— de mi padre, al descubrir que uno de nosotros le había mentido por miedo a que le riñesen: le importaba menos el hecho de que se hubiera estropeado algún objeto, que la falta de sinceridad por parte de un hijo suyo. Tampoco olvidaré nunca la reacción airadísima de mi padre —estaba lívido de ira— un día que alguien vino a proponerle un negocio sucio. Enseguida lo puso “de patitas en la calle”, no entrando a ningún tipo de diálogo con aquella persona.
En cuanto a mi madre, tenía un corazón “universal”: lo mismo atendía las quejas o las súplicas de la mujer de algún trabajador, que las de cualquier persona de alto rango. Aconsejaba del mismo modo a alguna de nuestras amigas sobre cómo arreglarse o cómo encontrar marido, como a la mujer y la niñita de un colega de mi padre recién llegadas a España. Recuerdo que mi madre ayudó a una madre de familia cuya criatura acababa de fallecer por la escarlatina. Tiempo antes, mi madre había insistido a la mujer de que avisara al médico, pero aquella señora —de origen muy humilde y un tanto supersticiosa— había preferido curar a su hija con “brujerías”. A pesar de todo, mi madre no le recriminó nada y asistió a la madre a la hora de amortajar a la pequeña, aunque esto le supuso contagiarse también ella de la escarlatina. Tiempo antes de la fiesta de Reyes, solía preparar un regalito para los niños del campamento, pensando individualmente en cada uno, cosiendo vestiditos de muñecas o pintando de colores vivos cualquier otro juguete para mejorarlo: juguetes siempre nuevos, no los desechados por sus hijos. Todo el mundo quería a mis padres y los respetaba, a pesar de que el ambiente hostil hacia los que llamaban “ricos” era cada vez más marcado en la España de entonces.
Mi padre decía a veces de mi madre, en broma, que era la “sirvienta de las sirvientas”. Lo suyo era siempre lo último. La única vez que se compró un vestido —mi padre tenía que traerle siempre telas a casa para que se los hiciera ella misma— fue cuando a él lo nombraron cónsul de Suiza en Sevilla. Su abnegación era ejemplar: aún la recuerdo, a los ochenta y cuatro años, corriendo por la calle, a las siete de la mañana y en pleno invierno, poco antes de morir de una gravísima enfermedad cardiaca, para que a mi padre no le faltasen los panecillos calientes en el desayuno. Para no hacernos sufrir, no nos había dicho nunca una palabra sobre su enfermedad, que yo descubrí tras su muerte al encontrar una radiografía entre sus cosas.
Mis padres vivían un auténtico y sano paternalismo cuando estábamos en el “campamento” del pantano, en aquel lugar de trabajo a pie de obra, cuando éramos pequeños, o también más adelante, cuando íbamos allí durante las vacaciones. Así, por ejemplo, mi padre no se perdonaba nunca no recoger a un obrero en el camino, cuando él pasaba en coche. No dudaba ni un instante en ofrecer su coche si había que trasladar a algún trabajador al hospital con urgencia. Sé también que más de una vez tuvo que apaciguar una reyerta entre dos buenas mujeres que se habían enfrascado en una discusión airada, del mismo modo en que trataba de que sus hijos no discutieran. Admiraba mucho a los Hermanos de San Juan de Dios, vecinos nuestros de Sevilla, dedicados al cuidado de niños pobres enfermos, a quienes también extendía su cuidado paternal. Cuando los hermanos hospitalarios venían a pedir ayuda económica, nunca se marchaban sin una limosna, por pequeña que fuese, aunque no nos sobraban los medios.
En la familia había además otro miembro muy notable: mi abuela materna, la nonna, que había venido para ayudar a mi madre cuando nació su segundo nieto. Era una mujer muy recia y fuerte, de baja estatura, llena de energía y de sentido común. Había salido a los dieciocho años de casa de sus padres, campesinos acomodados que vivían en el cantón de Neuchâtel con su numerosa prole, para ganarse la vida como institutriz. Poco antes de emprender su marcha se había prometido con un joven de Kloten, localidad cercana a Zúrich. Estuvo en Viena, Praga y Budapest, sin ver a su novio más que una sola vez —en Venecia— en catorce años: ¡esto se llama fidelidad! Después de la boda se instalaron en Florencia. En la Primera Guerra Mundial, mi abuela organizó guarderías para los hijos de los soldados italianos que luchaban en el frente. Durante la Guerra Civil, vivía ya en España, pero seguía siendo la misma mujer fuerte y valiente. Una vez nos sorprendió una batalla naval cuando atravesábamos en barco el estrecho de Gibraltar. Lógicamente, la reacción de los pasajeros fue de pánico, pero mientras algunos corrían a refugiarse en las bodegas, mi abuela, en cubierta, reloj en mano, contaba los segundos que transcurrían desde el destello de cada disparo hasta que se escuchaba el cañonazo. Calculaba la distancia del atacante, llegando a la conclusión de que estaba a kilómetro y medio. Ni el mar ni el aire suponían un impedimento para ella. A los ochenta y ocho años tuvo su bautizo del aire, embarcando por primera vez en avión para ir a Suiza. Mi tía, que fue a recogerla al aeropuerto, no la encontró enseguida porque la nonna estaba en el bar, con los pilotos, celebrando aquella “hazaña” con una copita. A pesar de una dolencia cardiaca que la aquejaba desde muy joven, murió a los noventa y nueve años. Bastante tiempo después podíamos los nietos tropezar en cualquier rincón de Andalucía con andaluces de edades muy diversas, que preguntaban por la nona, como se la conocía allí.
Formaban parte de la familia, además, Agustina, la niñera, y sus primas Carmela, la “cuerpo casa” e Isabel, la costurera. Carmela era también una mujer de una pieza, recia como mi abuela. La recuerdo durante la guerra, en Punta Umbría, contando conchitas de todas las formas, tamaños y colores que había recogido a la orilla del mar mientras se escuchaban las bombas en la lejanía. La cocina, sin embargo, era dominio indiscutido e inexpugnable de la nonna. Teníamos mucho cariño a las tres mujeres, cariño al que ellas correspondían. Ninguno de los cinco hermanos —hace muchos años que dejamos todos de vivir en Sevilla— regresaríamos nunca a esa ciudad sin hacer todo lo posible para visitarles. Había también en la casa otros habitantes: el perro Tenorio y su sucesor Tabú, el gato Mini y algún que otro inquilino ocasional, como tortugas, palomas, gallinas y gusanos de seda, y hasta renacuajos que traíamos de la calle cuando la lluvia había formado charcas en la carretera.
Los niños Casal, por tanto, no podíamos quejarnos de que nos faltaran buenos ejemplos que imitar. El hogar de mi infancia fue, siempre lo he pensado, un buen entrenamiento para lo que el Señor me tenía preparado. Al echar la mirada atrás, comprendo que todo lo aprendido en mi familia fue crucial. Como decía san Josemaría a los miembros de la Obra, yo debería a mi familia el noventa por ciento de mi llamada al Opus Dei, puesto que ellos me educaron y me enseñaron a ser generosa[2]. En mi casa éramos una familia feliz. El ruido de cinco niños en la mesa solía ser considerable, pero en vez de regañarnos, cuando el tono alcanzaba niveles difíciles de soportar, mi padre decía en voz aún más alta: Ora, un minuto di silenzio! («¡Ahora, un minuto de silencio!»). Naturalmente, no era fácil obedecer a esta orden en lugar de estallar de risa, pero nos ayudaba saber que, acabado el minuto de esfuerzo, iba a seguir una segunda orden: E ora, Mirta —se dirigía a mi hermana, que era muy alegre—, una bella risata! («Y ahora, Mirta, ¡una buena carcajada!»). Y entonces todos reíamos como locos, sin saber bien por qué: debía ser de felicidad.
En aquella época, prácticamente toda la colonia suiza de Sevilla, que era bastante numerosa, enviaba a sus hijos a la escuela primaria alemana de la ciudad. Aquella escuela tenía muy buen nivel docente y, además, facilitaba familiarizarse con la lengua germana desde una edad muy temprana. Los suizos-sevillanos teníamos la suerte de aprender otros muchos idiomas con facilidad. Así, durante unas vacaciones de verano cuando tenía nueve años, aprendí también el dialecto suizo-alemán jugando con mis primos. Este dialecto es bastante distinto del Hochdeutsch (alto alemán o alemán estándar). Una vez terminados los años de la primera escuela, cuando los chicos llegaban a los catorce o quince años, era una tradición muy arraigada enviar a los hijos a Suiza. Si por algún motivo esto no era posible, se consideraba como una renuncia grave. La felicidad pronta y espontánea que vivíamos empezó a tener pequeñas fisuras cuando mi hermano mayor, y poco después también mi hermana, se marcharon a “la patria” —así decíamos siempre al nombrar a Suiza— para estudiar, con el inconveniente de que las circunstancias —pronto estalló la Segunda Guerra Mundial— les impidieron venir de vacaciones, de modo que tardamos cuatro años en volver a verles. Mis padres los echaban muchísimo de menos, aunque no lo decían, y todos notábamos que la familia no era la de antes. Como era necesario para su bien, todos tratábamos de cargar con aquella pena con soltura y, en realidad, nadie habría podido cambiar el curso de los acontecimientos. Más tarde, con visión sobrenatural, comprendí que incluso aquellas pequeñas dificultades, aquellas contrariedades, formaban parte del cuadro hermoso que Dios pintaba en nuestras vidas. San Josemaría sabía ver detrás de los detalles dolorosos la mano amorosa de Dios: ¡Qué alegría damos a Dios cuando sabemos renunciar a nuestros garabatos y brochazos de maestrillo, y permitimos que sea Él quien añada los rasgos y colores que más le plazcan! [3]. Como suele ser normal en la vida, la familia había de sufrir también por enfermedades, especialmente la de mi padre y la de una de mis hermanas, que nos afectaron mucho a todos y, en cierto modo, también nos ayudaron.
Aquella primera experiencia, un poco indirecta, de la guerra, nos preparó para los eventos que viviríamos más tarde.
En verano, repartíamos los días de vacaciones entre alguna playa andaluza del Atlántico (unos años fuimos a Rota, otros a Punta Umbría) y alguna central eléctrica en la que mi padre hubiera construido el muro de contención. Mientras estábamos de vacaciones en Punta Umbría estalló la Guerra Civil española, en julio de 1936. Hasta ese momento, por mi edad, no me había hecho mucho cargo de la gravedad de la situación política y social del país. Un día llegó mi padre con la expresión muy alterada y nos dijo que no podíamos volver a Sevilla, que teníamos que hacer enseguida las maletas y huir a Gibraltar. Viví aquel momento como si me hubiese despertado de golpe, y a mis siete años me di cuenta de que aquello no iba a ser tan solo una aventura divertida. Recuerdo a la gente colgando banderas o trapos rojos en las fachadas, porque iban a llegar los milicianos. Un día aparecieron en nuestra casa dos hombres de aspecto muy sencillo y preguntaron a mi madre por qué nosotros no habíamos puesto esas banderas, y al decirles mi madre que porque éramos suizos, uno preguntó al otro: «Dicen que son suizos. Y eso, ¿qué es?». También recuerdo a mi madre entregando toda la comida que había en la casa a una de las sirvientas, que por ser de allí, no venía con nosotros como las demás; y tengo grabada en la memoria la extraña sensación de dormir en un estrecho banco de madera, en el camarote del marinero inglés en cuyo barco de carbón cruzamos el estrecho de Gibraltar. En pleno Estrecho nos pasaron a un buque de guerra, también inglés, el Wild Swan, y nos llevaron a Tánger, una ciudad situada en el extremo norte de Marruecos. Permanecimos allí poco más de un mes. A las mujeres y a los niños nos alojaron en un internado italiano que, por ser época de vacaciones escolares, estaba vacío.
Cuando la situación se calmó un poco, pudimos volver a Punta Umbría sin más inconvenientes. El hecho de que Sevilla fuese tomada muy pronto por el general Queipo de Llano nos ahorró parte de las penalidades más crudas de la guerra. Aparte de algún bombardeo esporádico, en que teníamos que salir al campo porque la casa no tenía sótano —mientras la nonna se quedaba preparando la comida para que estuviese lista a la vuelta—, gracias a Dios, no nos tocó vivir de cerca los horrores de la guerra. Recuerdo de aquella época, una ocasión en que mi madre —que de cobarde no tenía nada—, al oír un bombardero se puso muy pálida y exclamó: Le bombe! («¡Las bombas!»). La nonna, que estaba leyendo el periódico, le dijo: Bambina, tu lo sai, siamo in guerra («Hija, tú ya lo sabes, estamos en guerra»), y siguió leyendo tranquilamente la Neue Zürcher Zeitung.
Sin embargo, aunque nos salvamos de momentos crudos, nuestra infancia de esa época estuvo marcada por la preocupación y la tristeza de los adultos, que había comenzado ya antes de la guerra. En el año 1931 habían ardido en Sevilla —ciudad dominada entonces por la izquierda extremista— los primeros conventos e iglesias. En la Semana Santa de 1934, por ejemplo, solo salió en procesión la cofradía de la Estrella, y hubo alguien que disparó contra la imagen de Nuestra Señora. También recordaré siempre el semblante desencajado de mi padre una vez que volvió a casa contando cómo, unos minutos antes, había visto asesinar a un colega suyo en la calle. Su amigo aún había tenido tiempo de dirigirle una sonrisa de despedida... Siendo ya un anciano, mi padre contaba sucesos tristes de esa contienda fratricida, y siempre se emocionaba profundamente.
Cuando los militares del bando nacional fueron avanzando por el sur del país, mi padre empezó a acompañarlos con otro señor suizo, no como militar, sino con la misión de restablecer servicios e instalaciones. La Sevillana de Electricidad tenía centrales por casi toda Andalucía, y ellos debían conseguir que volvieran a funcionar con normalidad, para devolver a aquellas tierras, que habían sido disputadas en la contienda, una cierta estabilidad. A la vez, gracias a su trabajo, tuvieron ocasión de salvar a muchos de sus obreros de la cárcel o de la muerte, explicando que los conocían, que se trataba de buenas personas que habían sido arrastradas por los acontecimientos, o alegando que tenían muchos hijos, o cualquier otro argumento que pudiera servir. Muchas veces se arriesgaban seriamente ellos mismos, pues ni el uniforme del ejército de Franco —sin grado militar—, ni el fajín con la bandera suiza que llevaban en el brazo ofrecían mucha protección en un tiroteo ocasional o ante las autoridades militares a quienes acompañaban. El capitán que encabezaba el pelotón llegó a amenazar a mi padre, tratando de disuadirle de realizar aquella labor para salvar a los obreros: «Don Emilio, si sigue así, le va a tocar a usted».
A mis padres, como a tantos en esa época, les preocupaba mucho que algún suceso inesperado dispersara a la familia y que algún hijo pudiera perderse en una huida precipitada o en un bombardeo. Por eso, mi padre nos hizo unas fotografías individuales bastante grandes, escribió detrás el nombre de cada uno y nuestra dirección, y las sujetó con una cinta para que pudiésemos colgárnoslas del cuello. Al acabar el día, las dejábamos cada noche al pie de la cama, junto con el abrigo y los zapatos, por si había que salir corriendo. Aun con la inconsciencia propia de la niñez, estos detalles no dejaban de impresionarnos. Las noticias del frente de personas conocidas que morían por la guerra; los discursos en la radio (la televisión aún no existía) —como los famosísimos del general Queipo de Llano—; las escenas bélicas en el NODO, el reportaje de actualidad que solía proyectarse en el cine antes de las películas… Todo aquello, sin duda, ayudaba a reflexionar sobre el sentido de la vida y de la muerte ya desde edades muy tempranas.
Aquellos años duros en España, comprendí más tarde, me ayudaron a profundizar un poco y a tomarme más en serio la vida. Creo que en tiempos de violencia, escasez y tensión, como los vividos en momentos de guerra, uno busca menos la satisfacción inmediata de caprichos y bienes materiales, y empieza a preocuparse de asuntos más trascendentales. En aquellos años, aprendimos a vivir sin alimentos como los huevos y las patatas, que hoy parecen absolutamente imprescindibles. El año 1940, el primero de la posguerra, fue terriblemente duro, tanto, que los andaluces le llamaron el “año de la jambre[4]”. El racionamiento de víveres, por ejemplo, duró hasta los años cincuenta. A temporadas, cada familia recibía una cierta cantidad mensual de algunos alimentos, como harina o aceite. Mi madre, que sufría como todas, por no poder alimentarnos debidamente —las únicas proteínas que recibíamos venían del bacalao y del tiburón—, nos repartía el azúcar (morena, de grano muy gordo) y cada uno se lo administraba como quería, de modo que a los más golosos se les acababa siempre mucho antes del fin de mes. Había que alegrarse si, como producto al que sacarle un poco de dulzor, se disponía de algarrobas (de esas por las que suspiraba el hijo pródigo), de las que teníamos un árbol en el jardín, o de boniatos, que sustituían a las patatas. Aunque fuesen dulces, se freían como su sucedáneo y se condimentaban con sal. Y, como siempre, el sentido práctico de la nonna hizo también milagros: en el jardín desaparecieron las flores para dejar sitio a patatas, verduras y otros vegetales para ensaladas. Se aprovecharon muy bien los melocotones, membrillos, nísperos, granadas y la uva del jardín. Fue entonces cuando llegaron las gallinas, y hasta se instalaron unas colmenas en el techo del garaje. Uno de los empleados de mi padre, que era un experto apicultor, recogía la miel, y con la cera, mi abuela hacía velas para solucionar los frecuentes apagones que dificultaban el estudio de sus nietos. Desde esos años me ha quedado la sensación de que es fácil prescindir con naturalidad aun de cosas que parecen importantes: No lo olvides: aquel tiene más que necesita menos. —No te crees necesidades, dice san Josemaría, siempre muy amigo de la pobreza evangélica, en el punto 630 de Camino.