Czytaj książkę: «El ingenio de los mediocres»

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EL INGENIO DE LOS MEDIOCRES

© María Antonia Quesada

© Corrección ortotipográfíca: Álvaro Martín Valcárcel

© de esta edición: Olé Libros, 2021

ISBN: 978-84-18759-41-3

Producción del ePub: booqlab

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KALOSINI, S. L.

Grupo editorial

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Para Almudena, Ana y Belén, rompedoras de moldes,

y para Pedro, siempre.

Soñé mi muerte para descubrir

que podía cambiar mi vida.

«Renacimiento», poema V, Memoria poética

CAPÍTULO 1

La forma en que mi hermano ha comunicado que se casa le ha sentado a Nino como un mazazo. Barrunto que va a haber problemas, aunque no me sorprende porque la relación entre ambos está deteriorada desde mucho antes de que muriese mamá el pasado 7 de octubre, hace ocho meses ya. Llamo Nino a mi padre porque así lo conocen en la empresa desde los ejecutivos a los obreros de la fábrica, la gente de Burgos y los empresarios y políticos con los que se codea en Madrid. Yo trabajo con él y, aunque nunca lo hemos hablado, existe un pacto tácito entre nosotros que hace que le llame por su nombre cuando estamos en el trabajo y papá en casa.

Comprendo que se haya ofendido a los pocos segundos de descolgar el teléfono. A medida que hablaba se ha ido dibujando en su rostro una expresión de malestar y el tono de voz se le ha agriado totalmente al preguntar:

—¿Me tienes que contar por teléfono que te casas? —Acto seguido no ha podido más y le ha soltado el reproche que guardaba desde hacía meses—: No has venido a verme desde la muerte de tu madre, quizás piensas que no necesitaba de ningún consuelo.

La conversación se ha hecho tan bronca que temo que alguno cuelgue sin despedirse. No sé si papá me ha leído el pensamiento, pero desde luego sí que ve la preocupación en mi rostro porque me alarga el auricular con gesto hastiado y me pide que atienda a mi hermano. Me sorprende su contención, con Javier hace años que perdió la paciencia, claro que colgarle habría sido decirle que no va a su boda y eso no sé qué consecuencias tendría. Empeoraría una relación que ya está muy deteriorada y reavivaría una pelea de la que, como cuando era niña, trato de mantenerme al margen; por eso me fastidia cuando me meten en medio de sus contenciosos e intentan hacerme juez de sus quejas. Sé que, si trato de mostrarme conciliadora, saldré malparada y ambos se enfadarán conmigo, por lo que aprovecho las novedades que me cuenta Javier para limar asperezas y con fingida alegría le pido a mi hermano que me ponga al tanto de los pormenores de la boda, mientras él insiste en que no comprende que papá se ofenda cuando esperaba que se alegrara y lo felicitara. En realidad, él sabía que no iba a ser así, pero simula sorpresa por la frialdad de Nino y alimenta su resentimiento sin entender el daño que nos causa con su forma de actuar.

Es cierto que han pasado ocho meses sin aparecer por casa, sin descolgar el teléfono, demostrando una falta de interés total hacia nosotros, y ahora pretende que nos pongamos tan contentos, y en esto me incluyo porque a mí también me duele su indiferencia y el hecho de que piense que es el único al que ha afectado la muerte de nuestra madre. Me resulta difícil hilvanar una explicación para nuestro estado de ánimo porque no ha pasado tiempo suficiente y el dolor nos impide ver con claridad. Tengo la impresión de que papá, al igual que Javier, vierte su frustración en sacar a colación en cuanto puede la lista de agravios que le hace, le hizo y le seguirá haciendo mi hermano; quejas que escucho hasta la saciedad porque soy la única persona con la que Nino se desahoga.

La noticia de la boda de Javier en poco más de un mes hubiera colmado las ilusiones de mamá, quien, de estar todavía viva, habría redoblado la presión para que yo le imitara. Ahora que ella ya no está incluso echo en falta su entrometimiento, que se había ido suavizado con los años, quizás porque al fin se convenció de que nunca voy a ser la madre y esposa solícita con la que ella pretendía que yo continuara su estirpe de mujeres resignadas. Pero está muerta y me produce melancolía imaginar cómo habría disfrutado con los preparativos de este enlace, de cuyos detalles me va informando Javier por teléfono.

—Todo es una locura, te puedes imaginar —me comenta—, pero el abuelo nos está ayudando mucho.

El viejo, como le llama papá cuando estamos él y yo a solas, todavía tiene ímpetu a sus noventa y un años y ha convencido a Javier y a su novia Rosa, otra más con ese nombre en la familia, de que celebren la boda en Saldisetxea. Miro a mi padre porque no sé cómo se tomará que la celebración tenga lugar en la casa de la familia Arlaiz-Saldise en el Pirineo navarro. Nino, que aparentemente se había desentendido de la conversación, capta mi expresión y enseguida me pregunta qué sucede con la mirada y una leve elevación de barbilla. Yo le pido también con un gesto de la mano que espere.

Volver a Saldisetxea no va a ser nada fácil para él, aunque mis padres también celebraron allí su boda. A pesar de sus desavenencias estuvieron casados treinta años y, después de tantos desencuentros y de una relación que yo pensaba rota, resulta que desde que murió mamá Nino se ha hundido. No reconozco a mi padre cuando de noche deambula por la casa y se refugia en el cuarto que ella ocupó en sus últimos años. Claro que a mí me sucede algo similar: la casa de El Viso en Madrid se va haciendo cada vez más grande, mientras que los que permanecemos en ella empezamos a parecer las sombras de una familia que un día dio vida a todas las estancias. En el piso de Burgos sucede otro tanto: mi padre y yo podemos pasar en él todo el día sin encontrarnos más que para comer o cenar. Hasta en esos momentos papá se ha vuelto más taciturno; antes hablaba y hablaba de lo que le había sucedido durante el día y ahora permanece en silencio.

Personalmente me alegro de que Javier le dé el gusto al abuelo de celebrar la boda en su casa, eso lo va a animar. Embargada por mi propio dolor, casi no me doy cuenta de lo que ha supuesto la pérdida de mi madre para el abuelo, que va acumulando ausencias y vive solo en su caserón, refugiado en los recuerdos. Ignoro si papá y Javier son conscientes de que al desparecer mamá han descargado sobre mí la responsabilidad de establecer un puente de entendimiento entre ellos. Una tarea inútil, que ella tampoco pudo resolver, porque la lucha soterrada que mantienen los hombres de la familia los enemista tanto como los hace disfrutar. Mamá se dio por vencida y optó por situarse en una ambigua equidistancia, aunque sin ocultar su preferencia por el hijo aun cuando no estuviera de acuerdo con sus actuaciones. Me molestaba esa conformidad de mi madre no exenta de cinismo que mezclaba con su rollo sobre la familia, el sentido del deber y la resignación cuando venían mal dadas. La asimilación de ese mantra me ha convertido en una persona responsable, lo cual considero una cualidad siempre que no me lleve a la sumisión con que ella aceptó su destino y el fracaso de su matrimonio, gracias a los rígidos principios que le habían inculcado.

Me despido de Javier diciéndole que me alegra mucho que por fin haya buenas noticias en la familia. Me hubiera gustado hablar con mi hermano en esos días en que la enfermera y yo pasábamos la mayor parte del tiempo junto a mi madre inmóvil, contarle los sentimientos tan confusos que tenía, quizás muy parecidos a los suyos, pero él estaba tan tenso, tan afectado, que ante cualquier comentario sobre mamá se mostraba suspicaz e irritable. La situación había alterado nuestras vidas y estábamos todos muy susceptibles. A mí me parecía absurdo que Javier viniera a diario a visitar a mamá cuando sabía que papá no estaba en casa para no encontrarse con él. El origen de su enfrentamiento es profundo, aunque hasta hace poco yo creía que radicaba en el empeño de papá de que Javier fuera ingeniero y mi hermano decidiera estudiar cualquier carrera menos una ingeniería. La tozudez de Nino resulta incomprensible en una persona que también torció los planes de su padre, dueño de un taller mecánico en Aranda de Duero, que aspiraba a que su hijo mayor trabajara en la Michelin de la localidad. Papá dice que cumplió la voluntad de su progenitor hasta los veintiún años y que, al morir prematuramente el abuelo Teodosio, dejó su puesto en la fábrica para hacerse cargo del taller y más tarde, sacando tiempo de donde no lo había, completó los estudios de formación profesional superior en automoción.

Mi hermano también reivindicó su derecho a elegir y, aunque dio muchas vueltas antes de acertar con la carrera, al final se graduó en Económicas y se orientó hacia la cooperación internacional. Fue una decisión con la que dejó claro que no quería saber nada de la fábrica de papá. Durante algún tiempo Javier estuvo viajando por distintos países africanos colaborando en el diseño de proyectos de desarrollo y de salud pública, y así conoció a Rosa en Nigeria, donde ella estaba haciendo un estudio clínico en su calidad de médico especialista en enfermedades tropicales. Aunque ella ha vuelto varias veces a ese país, sé que su objetivo es conseguir una plaza fija en el hospital y terminar con la sucesión de contratos temporales que lleva firmando hace años. Por eso, desde el inicio de su relación ambos olvidaron los viajes y se centraron en conseguir una situación más estable.

Con la ayuda de mamá y del abuelo, Javier accedió a un puesto de coordinador de proyectos en una ONG de la Iglesia católica. Con ese movimiento, mamá vio culminada en su hijo la proyección de sus sueños: emplear el talento en el bien de la humanidad. ¿Qué otra cosa podría desear ella para presumir ante sus amistades? Y como premio de consolación ahora se casa con la doctora. No me extraña que el abuelo Iluminado se haya empeñado en celebrar la boda en su casa; para él es una alegría que nadie del resto de la familia le habría podido dar. A ver qué pasa cuando conozca a la novia, porque Rosa no es tan dócil como Javier: muy suavemente impone siempre su criterio. Bueno, quizás es el tipo de mujer que le va a mi hermano, a quien le gusta que le resuelvan los problemas sin complicarse demasiado la existencia. Me pregunto por qué a veces me invade esta amargura. Es posible que sea yo la que está equivocada, la que se ha descarriado del camino de una forma que nadie puede entender; pero no voy a utilizar un lenguaje que no es mío. Eso es lo que diría mi madre. Yo tengo veintiocho años y nadie de mi entorno sabe lo que siento y cómo soy.

Mi padre trata de mostrarse ocupado repasando unos papeles de la fábrica, pero espera ansioso que le cuente lo que hemos hablado. Yo demoro mis explicaciones porque hay más novedades y no sé cómo se las va a tomar. Decido que no es mi problema y le doy la enhorabuena porque, además de casar a su hijo, va a ser abuelo. Se queda con el bolígrafo suspendido entre los dedos, me mira incrédulo y de repente se le llenan los ojos de lágrimas. No me lo puedo creer; se abraza a mí y por primera vez no soy yo la que busca refugio en él. No hacen falta palabras, entiendo lo que pasa por su cabeza. Ambos sabemos que no hay forma de racionalizar los sentimientos. Mi padre humedece mi hombro con sus lágrimas y yo comprendo que está empezando a envejecer. Seguramente se acuerda de mamá, de lo mucho que le habría gustado acunar un nieto entre los brazos, aunque al principio no le habría hecho gracia que se casaran de penalti, como decían ella y sus amigas.

***

A mi hija le sorprende que la abrace emocionado, todavía ignora lo duro que es hacerse viejo y estar solo. Le doy a ella el abrazo que me hubiera gustado darle a Javier, pero mi hijo está molesto conmigo porque es otro que me responsabiliza de sus errores. De acuerdo que nunca he sido efusivo en mis afectos, pero creo que he sido un buen padre y merezco que me muestre un poco de respeto. Yo nunca necesité que mi padre me halagara para sentir que me quería, pero Javier siempre estuvo demasiado mimado por su madre y por el viejo, que ve en mi hijo al varón que le hubiera gustado tener. Espero que Javier al casarse y tener descendencia no cometa los mismos errores que yo. Claro que al principio todo son buenos propósitos, recuerdo la alegría que sentí cuando nació y pensé que ya había alguien que continuaría mi obra. Un engaño más, como tantos, lo cual no impide que sienta la llegada de un nieto como una nueva oportunidad para hacer las cosas mejor, aunque me pregunto para quién. ¿Para mi hijo o para mí?

Consigo reprimir la emoción y le digo a Carmen que mejor me detalle en casa lo que le ha contado su hermano por teléfono, que ahora estoy muy ocupado. Algo me dice que quizás debería llamar a mi hijo más tarde, pero inmediatamente me arrepiento y evito la mirada de ella, que me conoce bien y puede que me adivine el pensamiento. No tengo ganas de darle explicaciones, mi hija lo comprende y se marcha a su despacho no sin antes terminar la conversación que manteníamos sobre la reunión del próximo jueves acerca de los nuevos proyectos.

Carmen está ansiosa por convencer al consejo de que asumamos eso que ella llama de forma muy visual «el espíritu de los feriantes», que no es otra cosa que plantar nuestro negocio donde están nuestros clientes. Es una gran directiva y con los años lo va a ser más, hasta lo reconoce Manolo Arlanza, que siempre le pone peros a todo. Con Carmen el grupo va a consolidar su presencia internacional, ese es el reto que tiene en mente y que mi hija está dispuesta a asumir en unos años, cuando le traspase el mando por el que está peleando. Ella sí que tiene ilusión por dirigir la empresa. He ido madurando esta decisión con mis hermanos y las personas clave del grupo, entre otros Manolo, para que haga correr el rumor de la sucesión entre los trabajadores. Arlanza sabe bien cómo manejar estos asuntos.

No he tenido un representante sindical más duro e inteligente que él y tampoco más honesto, por eso lo ascendí a jefe de personal; ahora se dice director de recursos humanos. Se resistió a mi oferta durante años porque no quería que su sindicato y los trabajadores a los que representaba se lo tomaran como una traición. Claro que cómo iba a considerar que se ponía del lado del «enemigo» si yo nunca he sido el enemigo de nadie, soy Nino. Algunos criticaron a Manolo diciendo que había sido un caballo de Troya de la empresa en el corazón del sindicato y que su cargo era el premio por los servicios prestados, pero los que realmente le tenían afecto se alegraron de su ascenso y al resto se le fue pasando el cabreo con el tiempo. Fue una jugada maestra por mi parte para quitarme de enfrente un oponente de peso y unirlo a mi causa aun siendo consciente de que Manolo nunca dejará de decirme lo que realmente piensa.

Este grupo no sería lo que es sin la gente que trabaja en él y, aunque sean cosas que parece que se dicen de boquilla, yo así lo siento a pesar de los reproches y exabruptos que he tenido que oír de boca de muchos de ellos en estos años de crisis. No fue fácil, nunca lo es cuando hay que reducir plantilla, y ahí Manolo jugó bien sus cartas y con gran habilidad negoció la congelación de sueldos, las bajas incentivadas de gente a la que le faltaba poco para jubilarse y una suspensión temporal de empleos. El próximo ejercicio espero que se empiece a normalizar la situación, aunque no creo que sea suficiente para recuperar salario como quieren algunos. Ha supuesto un gran esfuerzo superar el bache en un panorama industrial devastado; nuestro mérito ha sido adelantarnos, ir de frente y tratar a la gente como se merece. No como hacía Iluminado y muchos otros como él, y así les fue. Me pregunto si mi hija y mis sobrinos, así como sus futuros hijos y descendientes, sabrán llevar este grupo de la misma forma. Pero ¿qué sabemos de lo que nos deparará el futuro? Posiblemente cuando llegue no me importe tanto lo que pueda suceder o simplemente ya no esté para dar mi opinión.

Me apesadumbra recordar estas cosas cuando debería estar contento porque mi hijo se casa y voy a tener un nieto, pero no me gusta haber sido el último en enterarme y, además, por teléfono. Casi ni conozco a la que va a ser su mujer, me la presentó en el funeral de Rosa como por compromiso y porque fui yo el que se acercó a ellos. Mi mujer, que estaba fascinada con el noviazgo de Javier, me había hablado bien de ella, pero yo no puedo decir mucho al respecto, solo que tiene buena apariencia, es alta como mi hijo y, sin ser una belleza, resulta en conjunto agraciada con su larga melena oscura y sus grandes ojos castaños. Y ahí concluye mi conocimiento sobre mi futura nuera, no conozco nada de su familia, si es que la tiene, y por las cuatro palabras que intercambié con ella ese día sé que se dedica a la investigación de enfermedades infecciosas en uno de los grandes hospitales de Madrid, aunque se quejaba de que carecía de plaza. Voy a ser un cero a la izquierda en la boda de mi hijo, tampoco debería extrañarme, pero aun así no me queda más remedio que tragar y hacer de tripas corazón para ir a finales de junio a Saldisetxea, la guarida del viejo, que a este paso nos va a enterrar a todos. Javier ni se ha parado a pensar lo que me va a costar fingir estar a gusto en esa casa.

***

No se escucha absolutamente nada más que el rumor del agua y los cantos de los pájaros que inician con revuelo el apareamiento de primavera. La respiración se me corta a veces porque estoy muy gastado. ¡Maldita vejez de mierda! Cada vez me cuesta más llegar hasta aquí, pero vengo bien provisto y tengo que darle la razón a Jon cuando se empeña en que me traiga el móvil, un artilugio detestable que nos roba la poca independencia que nos queda, pero que en caso de apuro me sería de gran ayuda. Y si se da esa circunstancia, me pregunto para qué quiero yo ayuda. Este cacharro me habría venido bien si lo hubiera tenido en mis buenos tiempos; ahora acepto que me impongan acarrear este chisme a cambio de que me dejen en paz y de que Amaia no me agobie con sus cuidados. Esa mujer, aunque es eficiente, se excede en sus competencias y me trata como a un chaval, todo el día dando la murga con que ya no tengo edad para andar solo por el monte, donde puede surgir cualquier imprevisto. «¿Y qué? —le contesto— ¿No te parece que ya he vivido demasiado?». La veo escandalizarse y, para calmarla, le digo: «Además, Dios me acompaña y Él es el único que gobierna mi destino». Con estas palabras la dejo sin argumentos y la pongo en su sitio, aunque soy viejo no soy estúpido.

Menos mal que Jon siempre tiene ideas para todo, ese chico tiene claro el lugar que ocupamos cada uno y nunca se propasa. ¡Qué bien hizo su padre en cederle la responsabilidad de ocuparse de mis asuntos! Ignacio Monreal siempre me sirvió bien, pero él sí que está viejo y su hijo Jon, que es un chaval de la edad de mi nieto, es mucho más listo y procura hacerme la vida más fácil. Jon sabe que yo he sido un hombre de mundo y que no me voy a amilanar por un teléfono sin cable, aunque tiene tantas funciones que me complica la vida. Por eso lo uso únicamente para lo que me interesa. Cuando vengo aquí le quito el sonido, no tolero que me molesten en este lugar donde solo la naturaleza tiene derecho a hablar, algo que ignoran todos esos turistas incapaces de saber cómo comportarse. Únicamente el tiempo lluvioso y frío nos libra de esas hordas de gente zafia y charlatana que en su vida ha pisado un monte y que cuando ven esto por primera vez empiezan con sus exclamaciones. Me entran ganas de empujarlos al río para ver si la corriente se los lleva y los hunde definitivamente al llegar al lago. Lástima que no pueda andar tan lejos como antes por esos senderos que casi nadie recorre, las piernas no me responden, pero estoy convencido de que las caminatas por esta selva de hayas son las que me mantienen vivo. No obstante, desde lo de Rosa me pregunto si no debería tirar la toalla, apenas me quedan motivos para seguir en este mundo. Sé que es una blasfemia lo que digo y, si diera el portazo definitivo, ofendería al Cielo; por eso acepto estar aquí hasta que el Señor me lleve con ellas. Las dos, madre e hija, me esperan, pero antes debo dejar resueltos y bien atados los asuntos terrenos.

Lo primero, celebrar esa boda, que ha sido la única alegría después de esta mala racha que, aunque peque al decirlo, me ha hecho sentir la vida como un castigo. ¿De qué me ha servido llegar a tan viejo para estar rodeado de soledad y lleno de ausencias que hacen que la muerte parezca un consuelo? Han transcurrido ocho meses desde que murió Rosa de los Ángeles. ¡Hay que ver cómo pasa el tiempo, ya estamos en mayo de 2011! Quién me iba a decir a mí que sobreviviría a una guerra y llegaría a cumplir los noventa y uno, pero así es la vida y debo centrarme en lo que importa: la boda de mi nieto. Me ocuparé de que se celebre por todo lo alto porque quizás sea lo último de provecho que haga en este mundo. Ni siquiera me planteo si llegaré al nacimiento de ese niño que me anuncian, pero tendrá un padre que sabrá cuidarlo, aunque antes debo convencerlo de que, ahora que la ley permite hacerlo, cambie el orden de sus apellidos. Javier es un Arlaiz de los pies a la cabeza y ese debería ser su primer apellido. Le quiero porque siempre se preocupó de mí y en estos meses tan duros me ha llamado, hemos hablado mucho y él se ha desahogado conmigo porque sabe que soy el único que entiende el vacío que ha dejado su madre. De su padre qué va a esperar, nunca estuvo donde debía, fui yo quien en los momentos difíciles le echó la mano que necesitaba y quien ha conseguido que, a pesar de ese desgraciado, Javier haya salido adelante. Me siento orgulloso de mi nieto, que me da una gran alegría casándose en Saldisetxea. No esperaba menos de él y me hubiera enfadado si hubiera decidido otra cosa. Hay que llamar a Ignacio para que los case y tengo que hablar con Jon de dinero para ver de cuánto habrá que disponer… Pero ¿qué digo? El padre Ignacio no podrá casarlos, también hace poco que ha muerto. Todos van dejándome solo, abandonado, hasta los recuerdos se van perdiendo.

No puedo seguir lamiéndome las heridas, nunca lo he hecho ni quiero volverme blandengue como todos los viejos, pero esta boda sin duda me va a dar fuerza y me permitirá descansar en paz. Solo te pido, Señor, que no me empiece a fallar la cabeza, no soporto la idea de convertirme en un ser que pueda manejar cualquiera. Nadie tomará decisiones por mí y menos el miserable de mi yerno. Mi nieto no me fallará, nunca lo ha hecho. Debo hablar con él sin demora. Aprovecharé la boda y esos días en que la casa volverá a cobrar vida para hacerlo. Temí durante algún tiempo que nunca llegaría este momento; llegué a verlo tan dubitativo, tan mal orientado por su padre, que ni de eso supo ejercer, que pensé que iba a malograrse, pero Javier tiene temple y se ha sobrepuesto a la adversidad. De lo contrario habría tenido que depositar mis esperanzas en Carmen, una chica lista, pero a la que veo mejor en otros cometidos, como su abuela y como su madre, que han dirigido la familia en circunstancias muy difíciles, bien sabe Dios, y han conseguido que todo funcionara. Sin embargo, mi nieta se acerca a los treinta años y ahí sigue sin casarse ni con trazas de hacerlo. Si Nino hubiera sido un padre como es debido, ya le habría encontrado marido; sé que eso ahora no se dice, pero se hace. Lo que cambia es la forma de hacerlo, porque las familias siguen presentando a sus hijos para que se emparejen y hagan buenos casamientos, pero Nino siempre se despreocupó de los suyos y nunca tuvo en cuenta estas consideraciones. Propio de la gente de su clase. Al fin y al cabo, aunque la mona se vista de seda, mona se queda, y Nino siempre será un desgarramantas. ¡Qué gran error cometiste, Rosa de los Ángeles! Claro que bien lo has pagado. Si yo hubiese estado a tu lado, no habrías muerto. Te habrían atendido enseguida, te habría llevado al mejor hospital y seguro que habrías salido adelante, pero Nino nunca te cuidó ni se ocupó de ti. Reconozco que cumplió su promesa y te ofreció dinero y una posición que nunca imaginé que pudiera procurarte, pero le falta clase y no lo ha podido compensar con la suerte que tiene para los negocios. Este país está en manos de gente así, arribistas sin educación ni principios y por eso nos va como nos va. Gente que se ha subido a la parra y ocupa puestos que no le corresponden.

Para Nino siempre fui un obstáculo, por eso nunca me quiso a su lado cuando podría haber aprovechado mi experiencia y mis conocimientos. Me ha apartado deliberadamente, pero hay que saber esperar porque, cuando menos se piensa, a todos nos llega nuestro momento. La vida nos pone a cada uno en su sitio y Nino tiene muchas facturas pendientes.

***

El viejo se ha detenido en medio del bosque, la irritación que siente le ha llevado a mantener consigo un diálogo en voz alta. Al darse cuenta, se calla bruscamente y trata de calmarse. Eleva la vista hacia el cielo y contempla con el mismo placer de siempre la luz que se filtra entre las ramas de las hayas que forman un entramado semejante al plomado de las vidrieras de una catedral gótica. Irati le inspira un fervor y una paz que no encuentra en ninguna otra parte. Se pasa la mano huesuda por el cabello aún bastante tupido y totalmente blanco, en un gesto que suele repetir cuando quiere alejar algún mal pensamiento que lo contraría, como el hecho de constatar que no solo ha perdido fortaleza física, sino también buena parte de la influencia y el poder que ejerció sobre su entorno, sus negocios y las personas que de él dependían. Se siente como un árbol viejo que cualquier día puede abatir una tormenta.

Amaia se ha asomado al portón a esperar al señor. Siempre lo hace porque no le gusta que vaya solo al monte y respira aliviada cuando ve aparecer por el camino su figura alargada, que aún conserva las trazas del hombrón que fue hasta no hace muchos años. La muerte de la señora fue para él como un hachazo del que, sin embargo, se repuso pronto; peor fue lo de la hija. Desde entonces el señor anda más encorvado, se ha vuelto taciturno y se encierra durante horas en el despacho haciendo que se interesa por alguno de los asuntos que despacha cada día con Jon después de la siesta. Amaia observa su mirada ausente cuando le lleva el café a media tarde y se da cuenta de que está muy lejos, hasta el punto de que no se entera de que sin su permiso lleva un tiempo sirviéndole descafeinados, porque con tantas tazas como bebe a lo largo del día no quiere que la cafeína le haga daño ni le altere el sueño.

Ya en el portón, el anciano mira a Amaia con reproche.

—¿No tienes nada mejor que hacer?

Es la pregunta de siempre y Amaia no se inmuta al escucharle ni tampoco se lo toma a mal. El señor es así, brusco, como todos los señores que ella ha conocido, porque hay cosas que nunca cambian y Amaia lleva tantos años en la casa que conoce mejor que nadie el humor y las rutinas diarias de los que la habitan. En Saldisetxea se madruga siempre. A las siete y media ya tiene preparado un desayuno que el anciano toma antes de salir al bosque. Cuando no llueve, Iluminado Arlaiz aprovecha y se interna en él hasta media mañana para regresar a casa a la hora de almorzar. Esta costumbre de andar la practica desde joven cuando vivía en Neguri. Allí era un vecino que todos conocían de verle realizar cada mañana el mismo recorrido desde su casa por todo Getxo, incluso hubo un tiempo en que por el puente colgante llegaba hasta Portugalete. De eso hace años porque ya le van fallando las fuerzas; lo que le extraña a Amaia es que todavía se pueda adentrar en Irati como lo hace, aunque cuando quiere acercarse hasta el lago Jon tiene que llevarlo y volver unas horas más tarde a recogerlo. El señor es arrogante y, cuando eso ocurre, se baja un kilómetro antes de llegar a Saldisetxea porque, aunque no lo dice, no le gusta que le vean regresar en coche como si ya no pudiera andar. Por las tardes habla del ganado y de las cuentas con Jon, antes de pasar a comentar la prensa económica que llega a media mañana al caserío. Después Amaia le sirve su último café del día y permanece encerrado en el despacho ensimismado en sus recuerdos hasta la hora de la cena. Amaia piensa que es una lástima que Ignacio Monreal ande tan delicado de salud, a pesar de ser bastante más joven que el señor. Siempre se entendieron bien y fue el primero que empezó a controlar el negocio del caserío, una responsabilidad que desde hace dos años ha recaído en su hijo Jon, el mediano de los tres que tuvo Ignacio y el único que, a juicio de Amaia, le ha salido bien.

Cómo ha cambiado todo en Saldisetxea donde desde hace más de un siglo viven los Saldise y los Monreal, los señores en el caserío y los pastores devenidos en administradores en una casa también dentro de la finca, en la que los abuelos de Ignacio y su familia ya vivían en el siglo XIX cuando el padre de la señora, Pedro Saldise, heredó el caserío. Los antiguos propietarios habían muerto sin descendencia y su sobrino Pedro era el pariente vivo más directo. Al principio tuvo que superar algún que otro conflicto que resolvió con habilidad, pues a diferencia de los antiguos dueños, que vivían en Pamplona y apenas pisaban la propiedad más que para recoger beneficios, el padre de la señora quiso tomar las riendas del caserío. Lo primero que hizo fue ponerle el nombre de Saldisetxea para que quedase claro quién era el amo, un gesto que los Monreal consideraron una amenaza a su futuro en aquellas tierras. Para aplacar las hostilidades, Pedro Saldise mandó restaurar la casa grande e hizo reparaciones en la más pequeña, que perdió su primigenio aspecto de choza; para terminar de contentarlos garantizó a la familia Monreal que seguirían siendo los encargados de cuidar la finca y los ganados. El bisabuelo Pedro también se ocupó de que Ignacio Monreal, que entonces era un niño seis años mayor que su nieta Rosa de los Ángeles, fuera a la escuela en Pamplona para hacer el bachillerato. Lo hizo con miras de futuro pues ya era un hombre mayor y sabía que a su hija y a su yerno, Iluminado, que tenía que atender su acería en Bilbao, les vendría bien alguien que controlase la actividad del caserío y llevase las cuentas. Iluminado apoyó la idea de su suegro, convencido de que necesitaba una persona de toda confianza para mantener una propiedad que un día sería suya y de su mujer y a la que durante muchos años solo pudieron acudir en los veranos y las grandes celebraciones familiares.

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