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DESPADRE

Gafas Moradas

Margarita Saona

DESPADRE

Masculinidades, travestismos y ficciones

de la ley en la literatura peruana


Despadre

Masculinidades, travestismos y ficciones de la ley en la literatura peruana

© Margarita Saona, 2021

De esta edición: © Editorial Gafas Moradas EIRL, 2021

Calle Navarra 277-301, Pueblo Libre

lizbeth@editorialgafasmoradas.com

www.editorialgafasmoradas.com

Primera edición: noviembre 2021

Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total

o parcialmente, sin permiso expreso de la editorial.

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional

del Perú N° 2021-13197

ISBN: 978-612-5058-00-3

ÍNDICE

AGRADECIMIENTOS

INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO UNO. LOS PECADOS DEL PADRE: LA CORRUPCIÓN DEL PODER EN CONVERSACIÓN EN LA CATEDRAL

CAPÍTULO DOS. RAZA , GÉNERO Y HOMBRÍA

CAPÍTULO TRES. LOS FALSOS NOMBRES DEL PADRE

CAPÍTULO CUATRO. OTRO MODO DE SER

EPÍLOGO

BIBLIOGRAFÍA

A Gonzalo Portocarrero

A Jeff, mi compañero

A Luis Ángel

A mis hermanos Pedro y Roni

A Larry, a Jorge, a Jorge Iván y a todas las personas

que me enseñaron que había otros modos de ser.

AGRADECIMIENTOS

Este proyecto me tomó muchísimo más tiempo del que yo hubiera podido imaginar y jamás lo hubiera completado sin el apoyo de distintas personas e instituciones. Aunque el agradecimiento más personal es el que suele mencionarse al final, creo que debo empezar por la deuda que este libro tiene con Jeffrey Gore, que me animó desde que escuchó mi idea más incipiente al respecto y que no ha cesado en su apoyo a este y otros de mis proyectos. En particular, su insistencia de que yo tenía cosas que decir sobre el tema me dieron impulsos en momentos en que me sentía superada por las complejidades de género, raza y clase en nuestro país.

Le debo a Patricia Ruiz Bravo las primeras conversaciones sobre los estudios de la masculinidad cuando coincidimos en Nueva York décadas atrás. Su Sub-versiones masculinas fue un estudio pionero en nuestras letras. El interés de Gonzalo Portocarrero por el ensayo inicial que le mostré hace ya mucho tiempo fue vital para inspirarme confianza en este proyecto. Les agradezco a Ronald L. Jackson y a Murali Balaji el haber publicado ese primer ensayo en su colección Global Masculinities and Manhood.

Hay un sinnúmero de colegas que me han permitido presentar mis ideas en charlas y conferencias o incluso como invitada en sus salones de clase: Jorge Coronado, Alejandra Uslenghi, Natalie Bouzaglo, Emily McGuire, César Braga Pinto, Guillermina de Ferrari. Betina Kaplan, Rebecca Saunders y Jose Castro Urioste me han dado la oportunidad de discutir mis ideas con sus colegas y estudiantes. En mi alma mater, la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), me han apoyado —desde el Departamento de Humanidades y desde la Maestría de Género— colegas y amigas queridísimas: Giovanna Pollarolo, Susana Reisz, Cecilia Esparza, Alexandra Hibbett, Fanny Muñoz y Francesca Denegri. Víctor Vich siempre ha sido un interlocutor perspicaz y alentador.

La Universidad de Illinois en Chicago (UIC), mi institución desde hace más de veinte años, ha sido enormemente generosa con su apoyo a mi investigación: becas del Instituto de Humanidades, semestres sabáticos y licencias me otorgaron el tiempo necesario para dedicarme a este proyecto, y su apoyo financiero para viajes y conferencias me permitió importantes diálogos que forman parte de este trabajo. Entre esos intercambios, quiero señalar el Congreso de Literatura Afrodescendiente organizado por Richard Leonardo y el Congreso «Arguedas: Las dinámicas de los encuentros culturales» organizado por la PUCP. Ambos congresos me permitieron publicar ponencias que fueron gérmenes para el capítulo tres de este libro. El trabajo de Richard Leonardo y el de una nueva generación de críticos ha trazado importantes avances en la investigación de la literatura y cultura de afrodescendientes. Los autores de dos importantes novelas que examino, Rafael Dumett y Gustavo Faverón Patriau, tuvieron la gentileza de leer el capítulo en el que discuto sus obras El Espía del Inca y Vivir abajo. Jorge Frisancho ha leído y comentado diversas versiones de los capítulos de este libro a lo largo de los años, y ha hecho siempre observaciones invaluables para el progreso del libro.

Mi comunidad de colegas y estudiantes en UIC me ha permitido crecer como maestra y como investigadora desde mi llegada hasta el presente: José Camacho, Anne Cruz, Tatjana Gajic, Kay González, Sara Hall, Rosie Hernández, Luis López, Steve Marsh, Ellen McClure, Dianna Niebylski, Amalia Pallares, Liliana Sánchez, Linda Vavra son algunas de las personas más cercanas que estuvieron conmigo a lo largo de este trayecto. Discutir mis ideas con mis estudiantes es siempre uno de los principales motores en mis proyectos. Agradezco su disposición para leer considerando el punto de vista que les ofrezco. Les debo un agradecimiento especial a Jhon Freddy Hernández, a Meloddye Carpio Ríos y a Tania Torres Oyarce que trabajaron como mis asistentes en distintas etapas de este proyecto.

Sé que se me escapan nombres que me han impactado personal y profesionalmente a lo largo de los años. Espero que si se reconocen en algunas de mis líneas sea de la mejor manera posible.

Por último, agradezco el entusiasmo y dedicación de Lizbeth Alvarado Campos, que, con sus Gafas Moradas, decidió embarcarse conmigo en este Despadre.

INTRODUCCIÓN

Este libro trata sobre las imágenes de los varones que surgen en la literatura peruana y que, atravesadas por un conflicto esencial como miembros de una sociedad patriarcal, deben encarnar la ley y el poder; sin embargo, estos personajes, en su mayoría, se enfrentan al hecho de que esa idea —la de encarnar la ley y el poder— es solo una ficción. Con frecuencia, en lugar de la ley, se descubre una corrupción rampante y, en general, las cosas no son lo que parecen. Es tal vez por eso que Giuseppe Campuzano, desde El Museo Travesti del Perú, proclama: «Toda peruanidad es un travestismo» (La Fountain-Stokes, 2009, s/p). Hay dos maneras de interpretar la desafiante proclama de Campuzano sobre la identidad peruana: o está hecha de ficciones y disfraces o es tal que debería reconocer el flujo y la diversidad, en contraste con la imagen estática que pretende forjar su ciudadanía en un cierto tipo de varón.

En julio del año 2018, el equipo de reporteros del Instituto de Defensa Legal (IDL) encabezado por Gustavo Gorriti publicó una serie de grabaciones telefónicas que revelaban una red de corrupción en el Consejo Nacional de la Magistratura (CNM). Este organismo había sido formado durante el gobierno de Alberto Fujimori con el objetivo de seleccionar, nombrar, ratificar y destituir a los jueces y fiscales en el país, pero fue disuelto a consecuencia de la corrupción rampante que los audios publicados por el IDL pusieron al descubierto. Otros males aquejaban al país al mismo tiempo, pero, para este estudio, hay uno particularmente relevante: la violencia de género. Según la Escuela de Gobierno y Políticas Públicas de la PUCP (2019), ese año se registraron cifras récords: 149 feminicidios y 304 tentativas de feminicidio en el país. Los dos males mencionados, la corrupción y la violencia de género, pueden parecer lacras sociales inconexas. Desde algún punto de vista, lo son. No sugiero que aquellos acusados de corrupción hayan también sido acusados de intentar matar a una mujer; sin embargo, en aquellos audios se revelan formas de homosocialidad que están en la base misma del patriarcado, de la subordinación de las mujeres y del tipo de corrupción que viene destruyendo las instituciones fundamentales para la democracia en el país. Me atrevo a sostener que el análisis de ciertos textos centrales en nuestra cultura descubren fracturas esenciales en la construcción de la masculinidad en el Perú y que estas fracturas se manifiestan tanto en el arraigado cinismo frente a las instituciones como en la violencia de género omnipresente en la sociedad peruana.

Correlación no es causalidad; sin embargo, aunque no se muestre una relación causal entre la corrupción y la violencia machista, ambas son manifestaciones de un patriarcado que carga con una herencia colonial. Ambas son formas en las que algunos hombres peruanos buscan afirmar su poder: la corrupción se normaliza y propaga mediante sistemas de jerarquías que dependen de complejas relaciones sociales ajenas a cualquier principio vinculado a un estado de derecho; la violencia sexual se presenta como una demostración de fuerza con la que muchos varones se imponen sobre quienes consideran física o emocionalmente débiles. La homosocialidad que facilitó, entre muchas otras cosas, el sistema de corrupción descubierto por los audios publicados por el IDL va de la mano de la homofobia y la misoginia. La propagación de la corrupción y de la violencia de género se sostiene en actitudes que ponen el propio poder y deseo por encima del respeto a la ley o del bienestar de la comunidad, especialmente sobre quienes se perciben como menos importantes y con menos poder.

Los audios registraron en su mayoría conversaciones entre hombres. Hay, es cierto, alguna esposa y también alguna abogada que aceptará presentarse a un cargo —al que le prometen será elegida— con la condición de votar luego siempre e incondicionalmente por el candidato del juez que la convocó. Pero casi todas estas conversaciones son asuntos entre hombres y en ellas la palabra «hermano» adquiere una particular connotación: la de reafirmar el vínculo homosocial sobre el que se erige el acceso al poder. Las transcripciones de los audios, tal como son recogidas en el artículo «Corte y corrupción», develan una relación de familiaridad que conecta espacios sociales con los espacios laborales y de la política (Gorriti, 2018). Esas conversaciones que se inician frecuentemente con un «Hola, hermano…» incluyen invitaciones a tomar un trago, a distintos eventos sociales para agasajar a un aliado político tanto como directivas explícitas que tienen con fin colocar a un recomendado en algún puesto que requeriría concurso o para desplazar a alguien que no sea un devoto aliado (Gorriti, 2018). Aunque la idea de «hermandad» no implique necesariamente corrupción, impone una filiación artificial sobre la afiliación que se supone que sea una forma más moderna y democrática de imaginar la nación (Said, 1983; Anderson, 1991). La hermandad masculina que forja las naciones latinoamericanas, ya lo había notado Mary Louise Pratt (1990), domestica a las mujeres y las excluye —junto con otros grupos subalternos— del acceso a la ciudadanía. La forma en que resurgen estos términos en uno de los escándalos de corrupción más grandes de la última década pone en evidencia el poder de la homosocialidad frente a la debilidad de nuestras instituciones.

La normalización de estructuras de poder controladas por hombres supone también el mantenimiento de las mujeres en posiciones subordinadas. La violencia física y psicológica contra las mujeres es una de las formas de control que las mantiene en esa posición de subordinación. Gonzalo Portocarrero —uno de los pensadores que reveló la complejidad de la cultura peruana contemporánea, y a cuyo trabajo le debe mucho este libro— señaló el machismo como uno de los ejes principales de la violencia en nuestra cultura. Según Portocarrero, el machismo supone la necesidad de imponerse sobre las mujeres y sobre otros hombres a través de la fuerza física, el valor y la impulsividad. «Para el hombre modelado por el machismo —dice Portocarrero— el deseo es la ley» (2007, p. 219). Más que guiarse por la norma social, la prioridad es obedecer a los propios deseos e impulsos. Así, en la base de la corrupción y de la violencia de género se encuentra un mismo origen: la displicencia y la indiferencia ante la ley. El racismo, la jerarquización de la sociedad que se sostiene sobre los constructos de raza, y las diferencias extremas en la clase social apuntaladas por esas jerarquías son también manifestaciones de la ausencia de un espíritu democrático. Ante esa ausencia impera el poder de la fuerza y de la pretendida filiación fundada en la homosocialidad. Portocarrero da una clave importante para la comprensión de la masculinidad en el Perú al establecer la indiferencia ante la ley como uno de los legados coloniales (2004, 2007, 2010). El mundo criollo era ignorado y menospreciado por la metrópoli. Esta falta de atención al cumplimiento de las normas de la metrópoli dio lugar a una amplia tolerancia para la transgresión de la ley. Esto crea un «debilitamiento general de la autoridad y de la credibilidad de los valores en los que se fundamenta el orden social» (Portocarrero, 2004, p. 211). El análisis de nuestros productos culturales muestra el trauma del mundo colonial como una castración simbólica. Siguiendo a Gayatri Spivak (1997), Portocarrero afirma que, como criollos, los peruanos quedaron atrapados en una posición poscolonial, revelándose ante la Corona española que niega su existencia, pero sin poder afirmarse sin el reconocimiento que esta les otorgaba. Los peruanos, ante el fantasma de la ley, buscan medrar en los márgenes, pero al hacerlo se menoscaban y destruyen los principios de sociabilidad (2007).

Los estudios sobre la violencia sexual en el Perú realizados por María Cristina Alcalde (2014), Jelke Boesten (2014), Mercedes Crisóstomo Meza (2017), Kimberly Theidon (2004) entre otros, insisten en cómo el racismo y la clase social están imbricados en ella. La violencia sexual de los hombres hacia las mujeres o hacia hombres que perciben como inferiores manifiesta todos los efectos de las jerarquías sociales: la voluntad de imponerse sobre el otro o de hacer valer el propio deseo sobre los cuerpos ajenos. Hablar de racismo en el Perú supone entender que las nociones de raza son simultáneamente muy arraigadas y relativas. Ya Aníbal Quijano (2014) ha mostrado que la categoría de raza y la modernidad nacen ambas del proceso colonial que permite «la codificación de las diferencias entre conquistadores y conquistados en […] una supuesta diferente estructura biológica que ubicaba a los unos en situación natural de inferioridad respecto de los otros» (p. 778). Desde las ciencias sociales se constata una persistencia de la idea de raza y de formas de discriminación en torno a estas, pero también se muestra clara evidencia de que las ideas de raza dependen de muchos otros factores que harán que se les adjudique a los mismos individuos distintos atributos raciales, según el lugar y circunstancia en que se encuentran (De la Cadena, 2000; Fuenzalida, 1970; Quijano, 2014; Santos, 2002 y 2014; Twanama, 2015). Y en relación con la jerarquía social que se establece en el sistema de dominación colonial se impondrá no solamente la idea de razas superiores y razas inferiores, sino también la feminización de la raza del grupo dominado. Richard C. Trexler, en su libro Sex and Conquest: Gendered Violence, Political Order, and the European Conquest of the Americas, presenta amplia evidencia de que «feminizar» el cuerpo de los enemigos derrotados, una práctica militar común desde la antigüedad, no era desconocida entre las sociedades indígenas de las Américas y continuó siendo utilizada durante la conquista (1995). La violación de los vencidos, la castración, circuncisión y otras formas de violencia sexual eran maneras de marcar al enemigo con una masculinidad mancillada para así feminizarlo. Estas prácticas continúan activas, aunque funcionen únicamente de manera figurativa, en los distintos sistemas simbólicos de origen patriarcal como puede verse en el estudio de Eduardo Archetti sobre los insultos entre los hinchas de fútbol argentino: las imágenes utilizadas para degradar a los oponentes provienen de referencias a la sodomización, la emasculación u otras formas de «feminizar» al adversario (2002). En su artículo «Altering Masculinities: The Spanish Conquest and the Evolution of the Latin American Machismo», Michael Hardin (2002) añade que la violación de mujeres en un contexto en que son tratadas como propiedad de los hombres es también una forma de ejercer poder sobre los hombres vencidos.

Rocío Silva Santisteban resume la confluencia de racismo y dominación patriarcal en el Perú de la siguiente manera:

la modernidad se ha basado en relacionar estas formas de dominación: un patriarcado racionalizado por la estructura laboral y centrado en un imaginario que justificó la esclavitud y la servidumbre dentro de las lógicas eurocentradas y le achacó a la «inferioridad racial» de los indígenas dominados la justificación de la violencia de su propia dominación. Esta situación significó, entre otras estrategias de subalternización, la de feminizar al indígena (2018, pp. 106-107).

Silva Santisteban reconoce que las estructuras patriarcales que persisten en el país, si bien tomaron tal vez su forma más virulenta con la conquista española, ya aparecían en el territorio que hoy reconocemos como peruano desde la expansión inca frente a las culturas locales. De hecho, Irene Silverblatt (1987), en su libro Moon, Sun, and Witches, muestra hasta qué punto el Imperio incaico supuso una distorsión de la dinámica de género entre muchos de los pueblos que conquistaron. Silverblatt cita abundante evidencia de formas de parentesco paralelas, matrilineales para las mujeres y patrilineales para los hombres. Las mujeres podían tener acceso a la tierra de la comunidad, ganado, agua y otros bienes. Los hombres y las mujeres en el ayllu dividían el trabajo de acuerdo con su sexo y su edad. Las labores femeninas se percibían como contribuciones de cada miembro del para la comunidad, al igual que las masculinas. No se trataba de que la esposa cocinara, hilara y cuidara a los niños para su marido. Lo hacían para el bien común. Según Silverblatt, se produce un cambio radical a través de la expansión del Imperio. Aunque los incas respetaron en cierta medida los cultos y costumbres locales, también utilizaron nociones de parentesco para afirmar su poder como «hijos del Sol». Esto justificaba el tributo que demandaban de cada ayllu. Por otro lado, los hombres, y no las mujeres, eran contados como jefes de familia en los censos y eran vistos como de mayor valor, dado que se convertían en soldados al servicio del inca. Aunque algunas mujeres mantuvieron una posición de liderazgo, fueron una pequeña minoría. El poder del Imperio se consolidó como masculino. Los varones locales vieron la oportunidad de escalar dentro de la jerarquía local a través de las prebendas recibidas del inca. Silverblatt, siguiendo con los argumentos planteados por Tom Zuidema en El sistema de ceques del Cuzco: la organización de la capital de los Incas (1995), sostiene que los incas usaron la estructura jerárquica de la conquista para establecer una élite de conquistadores (varones al servicio del inca) y por lo tanto hacer de las poblaciones conquistadas pueblos «femeninos». Estas prácticas se hacen más acendradas durante la conquista española.

El trabajo de Rita Segato (2016) permite entender la transición que se produce entre el periodo que ella denomina preintrusión y el que, de acuerdo con Aníbal Quijano, llama colonial/modernidad. En el contacto con el poder colonial, la aldea y la dualidad de género existente se transforman debido a factores que sobrevaloran la posición de los hombres en la comunidad por ser los intermediarios con el mundo exterior. Esto produce, para Segato, una serie de efectos:

la emasculación de los hombres en el ambiente extracomunitario frente al poder de los administradores blancos; la superinflación y universalización de la esfera pública, habitada ancestralmente por los hombres, con el derrumbe y privatización de la esfera doméstica; y la binarización de la dualidad, resultante de la universalización de uno de sus dos términos, constituido como público, en oposición a otro, constituido como privado (p. 113).

Hay que notar que Segato incorpora la categoría «blanco» para todo poder colonial, aunque ya ha notado Silverblatt que esa sobrevaloración de lo masculino había empezado en el territorio peruano con la expansión inca. Uno de los mayores aportes de Segato en este ensayo es la distinción entre la dualidad de roles en las comunidades preintrusión frente al binarismo que acaba por dividir lo doméstico de lo público y que privilegia lo público mientras desprestigia lo doméstico. El proceso que describe la autora es doble: mientras que la posición masculina en la aldea se magnifica desmesuradamente por su papel de intermediarios del poder externo, se produce una emasculación simultánea de los hombres que son conscientes de la relatividad de su poder, ya que deben someterse al «dominio soberano del colonizador» (p. 116). Segato ve este proceso de dominación como violentogénico: el sujeto masculino colonizado es empoderado en su aldea, pero oprimido frente a los colonizadores y así reproduce la dinámica de control que lo subyuga sobre aquellos que él puede subyugar. Hay que agregar que, como sostiene Aníbal Quijano, uno de los ejes fundamentales del patrón colonial del poder es la solidificación de la idea de la raza como una diferencia esencial, biológica, entre conquistados y conquistadores que ubica «a los unos en situación natural de inferioridad frente a otros» (2014, p. 778). Para Quijano, la modernidad es un fenómeno global que es apropiado como una característica de lo europeo, que además se identifica en este proceso con lo blanco y moderno frente a otros racializados («indios», «negros», «orientales») y no modernos o primitivos. Los conquistados son vistos como el «otro» en términos raciales —aquel que es ajeno por su diferencia— y como inferior. Esa inferioridad tiene una indeleble marca de género: la masculinidad se asocia con el poder y el poder con el ser «blanco». El poder se convierte en un valor directamente proporcional a la masculinidad y a la «blancura». Así, los hombres dominados serán vistos como menos blancos y más femeninos. Esto afectará la forma en que se concibe la hombría de los hombres mestizos e indígenas y también de manera dramática la de los varones africanos y afrodescendientes.

El resultado del patrón colonial del poder es aquello que Danilo de Assis Clímaco llama un patriarcado dependiente: «un pacto desigual entre las élites masculinas colonizadoras y los hombres de los pueblos a los que buscaba colonizar» (2016, p. 53). En el contexto colonial, afirma De Assis Clímaco, la conquista se masculiniza en el sentido de establecer el dominio como masculino frente a la feminización de los dominados: la colonización homogenizó el poder de las autoridades locales impidiendo a las mujeres el acceso a la tierra, a cargos públicos o a trabajos mejor remunerados. El autor plantea un elemento importante en el patriarcado dependiente: la colonización en América Latina impone, con ese pacto desigual, un modelo de familia nuclear sustentada en lo que Silvia Federici llama «el patriarcado del salario» (2018, p. 17). Federici examina los procesos históricos y económicos a través de los cuales el padre se convierte en el jefe de la familia y el resto de los miembros son subordinados a él y dependientes de él. Hay que aclarar que, cuando habla de esta imposición de un sistema económico basado en el salario, Federici está hablando del siglo XIX europeo. Sin embargo, es posible ver cómo las distintas maneras en que se otorga el poder económico y político a los hombres a través de las alianzas de poder entre conquistadores (primero incas frente a las otras sociedades del territorio andino y luego españoles frente a todas las poblaciones indígenas), devalúan el trabajo de las mujeres y forjan una imagen en la que ellas solamente tienen injerencia en el espacio privado, mientras que los hombres dominan el espacio público.

Al formular la idea de un patriarcado dependiente, De Assis Clímaco (2016) nos presenta una paradoja: la imposición del modelo del «patriarcado del salario» no tiene una correlación con un sustento político y económico que le dé un valor real a los varones de sectores dominados. Esos varones que deben ser jefes de familia no tienen realmente los recursos suficientes para proveer para ellas y esto tiene como resultado un estado de permanente frustración. El autor observa que entre los hombres dominados en una sociedad jerárquica se imponen formas de hipermasculinidad —la fuerza física, la violencia, el dominio sexual— para compensar la frustración de nunca alcanzar el modelo ideal. Un «patriarcado del salario» no puede funcionar en una sociedad con poblaciones esclavizadas y explotadas, como las nativas y africanas o afrodescendientes del territorio peruano. Los procesos de la formación de categorías raciales marca a los varones no blancos como excluidos del sistema en el que los varones deben tener poder, capacidad de proveer y prestigio social. Ser clasificado como indio, cholo, zambo o cualquier otro término racial lleva el peso de la asociación con grupos subalternos que en esa dinámica han sido feminizados y que potencialmente conduciría a adoptar expresiones de hipermasculinidad para alejarse del tabú de lo femenino. En el caso de los afrodescendientes, Martín Nierez (2011) resalta el hecho de que sobre ellos pesa el estigma de descender de esclavos, apreciados básicamente por su fisicalidad, su fuerza, su capacidad de hacer trabajos pesados y como «sementales» para reproducir la fuerza de trabajo esclava, mientras se ignoraba o incluso castigaba el despliegue de sus cualidades intelectuales.

En la sociedad peruana, marcada por jerarquías estamentales construidas en torno a complejas intersecciones de raza y clase, los varones marcados por su raza difícilmente acceden a posiciones socioeconómicas de poder (aunque como lo discuten autores como Sulmont, Twamana y De la Cadena, la percepción de la «raza» puede variar según circunstancias que permiten el «blanqueamiento» de quienes se perciben como socioeconómicamente superiores). Norma Fuller ha observado el complejo balance de las poblaciones masculinas en el Perú: cuando lo femenino se presenta como frontera simbólica de lo masculino y los varones no blancos se asocian con lo dominado, se hace necesario distanciarse de esa asociación por feminizante. Dice Fuller:

[…] las divisiones étnico/raciales establecen una jerarquía de los cuerpos que infantiliza y feminiza a los varones de las etnias/razas subordinadas, atribuyéndoles características que corresponderían al cuerpo estereotipado de la mujer: pasividad, debilidad, falta de confiabilidad, emocionalidad infantilismo (2001, p. 26).

Pero desde esos cuerpos disminuidos se plantea «una inversión de valores que coloca a los subordinados en posición superior a los hegemónicos» (p. 27) al destacar, por ejemplo, la fuerza física y la sexualidad como atributos netamente masculinos. De esta manera, en los estudios de Fuller —centrados a finales del siglo XX— se puede observar cómo distintos sistemas de valores compiten en la imagen que los varones peruanos contemporáneos tienen de sí mismos: aquellos con menos acceso al poder político o económico tienden a otorgarle mayor importancia al trabajo físico o a su desempeño en el terreno sexual que al inalcanzable poder político o económico.

Desde otra perspectiva, el modelo de ese patriarcado del salario que conforma la familia nuclear también se presta a un enfoque psicoanalítico. En el paradigma psicoanalítico propuesto por Sigmund Freud y revisado por Jacques Lacan, el padre encarna el poder y controla el cuerpo de la madre y de los hijos. El sujeto (varón) se identifica con el padre y, al mismo tiempo, ve en él a un rival al que debe derrotar para así ocupar su lugar. Kaja Silverman (1992) reelabora la matriz psicoanalítica incorporando nociones althusserianas de interpelación a los principios lacanianos de la Ley del Padre: el sujeto es interpelado al mismo tiempo desde una economía de mercado y desde el imperativo de cumplir con un rol sexual determinado que es la manifestación misma de un orden (la ley). Ese «patriarcado del salario» es lo que la autora denomina la ficción dominante: la creencia aceptada por la sociedad en general de que el varón es el jefe de familia. Según Silverman, el hecho de que el cuerpo masculino posea órganos sexuales externos contribuye a la idea de que —a diferencia de las mujeres— los hombres no han sido «castrados» (p. 42). Pero esa imagen de que los hombres poseen un cuerpo completo, entero, sin mella, informa también una imagen de la realidad que la sociedad asume: esta masculinidad incólume debe encarnar la unidad de la familia y la estructura social.

Traduzco directamente de Silverman:

Nuestra ficción dominante lleva al sujeto masculino a verse —y al sujeto femenino a verlo y desearlo— solo a través de una imagen de integridad física. Esta ficción nos lleva a negar cualquier noción de castración masculina asumiendo la identidad entre el pene y el falo, entre el padre real y el padre simbólico (p. 42).

La autora piensa que es posible encontrar manifestaciones de masculinidades que se articulan al margen de la ficción dominante. Estas serían formas de masculinidad que reconocen y aceptan la castración y la otredad. Sin embargo, lo que veo como una fractura en la ficción dominante en el caso peruano no produce un sistema de género sexual alternativo (aunque podríamos ver, entre ciertos grupos, avances en esa dirección, otras formas de ser, que se manifiestan en la plástica, el teatro, la performance y otros productos culturales contemporáneos). Las fisuras en la ficción dominante peruana simplemente producen un sistema fracasado en cuanto busca afincar el poder en la diferencia sexual. Repito que no es que desee un patriarcado «exitoso» para el Perú, lo que digo es que el fracaso en la producción de una imagen patriarcal permea la cultura peruana con un aura generalizada de fracaso. Mientras que lo deseable sería una sociedad igualitaria y mientras que reconocemos que ciertos sectores de la población están redefiniendo su comprensión del género y de la sexualidad, la producción cultural del país parece estar obsesionada con los pecados del padre.

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