Esta casa vacía

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MARCO GARCÍA FALCÓN (Lima, 1970). Es docente universitario y autor del libro de cuentos París personal (2002). Ha publicado las novelas El cielo de Capri (2007), Un olvidado asombro (2014), Esta casa vacía (2017) y La luz inesperada (2018). Es también coautor del manual de escritura expresiva La imaginación escrita (2016).

En 2018, Esta casa vacía lo hizo merecedor del Premio Nacional de Literatura, en la categoría Novela.




© Marco García Falcón, 2018

© Grupo Editorial Peisa s.a.c., 2018

Jr. Emilio Althaus 460, of. 202, Lince

editor@peisa.com.pe

Diseño de carátula:

Renzo Rabanal Pérez-Roca / Peisa

Diagramación: Peisa

Primera edición, 2017; primera reimpr., agosto de 2018

ISBN edición impresa: 978-612-305-107-5

ISBN edición digital: 978-612-305-155-6

Registro de Proyecto Editorial N.º 31501311700706

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N.º 2018-12730

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com

Prohibida la reproducción parcial o total del texto y las características gráficas de este libro.

Cualquier acto ilícito cometido contra los derechos de propiedad intelectual que protegen a esta publicación será denunciado de acuerdo con la Ley 822 (Ley sobre el Derecho de Autor) y las leyes internacionales que protegen la propiedad intelectual.

Para Nicolás

Ars

Escribo

Porque

Me gusta el

Silencio

Si no, gritaría.

LIZARDO CRUZADO

El escritor es una persona que

tiene esperanza en el mundo;

la gente sin esperanza

no escribe.

JOYCE CAROL OATES

PRIMERA PARTE

Cuando Tadeo nació, era de madrugada y yo estaba en mi casa, tratando de dormir un poco, porque la dilatación estaba demorando demasiado y el médico me había sugerido descansar. Pensaba entonces en mi hijo, pero también en qué flores le iba a llevar a Micaela cuando amaneciera. Un timbrazo en la oscuridad me sacó de esa duermevela inquieta. Tadeo ya había llegado al mundo, pero algo había pasado. Cuando lo vi, estaba en Cuidados Intensivos, los ojitos cerrados, amoratado, cubierto de cables y agujas y respirando a duras penas a través de una máquina. Uno de sus pulmones no se había desarrollado bien y había que operarlo de inmediato. «Uno de cada diez», me dijo el médico, «se salva en estos casos».

Aniquilado, sin otra alternativa, firmé la autorización. Y yo, que desde siempre he sido una persona vieja, un alma vieja, salí de aquella sala llena de tensión e incertidumbre con cuarenta, cincuenta años más. Yo mismo tuve que darle la noticia a Micaela (al bebé solo se lo habían mostrado un instante para proceder a auxiliarlo) y no sé qué fuerza misteriosa, qué segunda naturaleza me permitió mantenerme en pie en aquellos momentos de irrealidad.

Tadeo resistió. Y lo que vino después es algo que quizá no todos puedan comprender. Cada avance, cada progreso que para otro niño es natural e impensado, para él ha significado un esfuerzo, un desafío y una victoria que celebramos con una algarabía silenciosa. La asistencia profesional puede llegar a ser cara y yo por eso nunca, en el tiempo que estuvimos juntos, rehuí ningún trabajo, ni siquiera aquellos que, me decían mis amigos, ya no eran para mí.

A veces, en medio de mis jornadas interminables, pensaba que me iba a morir, que me desintegraría en mil pedazos mientras me movía, pero no sé por qué tenía la certeza de que mi cuerpo era tan solo una cáscara sin importancia y que me sobreviviría una energía impetuosa, un fantasma de humo que rompería todas las barreras del aire y cumpliría con todo lo que había que cumplir.

Muy tarde, a las nueve o diez de la noche, lo que quedaba de mí llegaba a casa y entonces Tadeo –mi Tadeo– me recibía con un abrazo y con regalos que se ponía a hacer apenas me veía: dibujos de sus juguetes favoritos o libros inventados envueltos en papel bond pegados con cinta scotch y dedicados para mí. Yo casi no tenía energías para jugar y, sin embargo, un nuevo aliento me sobrevenía y me acercaba diciéndole –sin decírsela en verdad– esa frase de aquella otra niña especial que también se inventaba mundos y que tanto me gustaba leer en la universidad:

«Te ofrezco lo mejor que hay en mí, que eres tú».

Eran tiempos difíciles, terribles, en los que la esperanza se iba diluyendo con las horas y había que sacarla a flote cada mañana para poder continuar. Pero, ahora, es peor: Tadeo ya no está, Micaela ya no está y yo solo soy un desesperado fantasma que habita un departamento medio vacío que no le pertenece.

¿Puede haber algo más doloroso que luchar por que el último bote no se hunda y darse cuenta, de pronto, de que este ha desaparecido? ¿Que estamos solos en la oscuridad?

Siempre pienso en mi hijo. Cuando escribo su nombre o pronuncio en silencio sus cinco letras es como si lo estuviera viendo. Uno de los hábitos que más extraño de la época en que todavía éramos una familia, es ir los dos solos al mercado de Surquillo. Allí encontrábamos los alimentos orgánicos que eran los que mejor le venían. En el carro él me hablaba de las cosas del mundo que le interesaban y yo de las mías: era un intercambio provechoso. Pero había también una conexión sin palabras. Un día, mientras salíamos del estacionamiento, lo descubrí esforzándose en abrirse la casaca que con mucho esmero le había cerrado su mamá: quería llevarla exactamente como yo. Y dos domingos después, antes de salir, me preguntó, como si fuera una cuestión de estado, qué cosa me pondría: si zapatillas o zapatos. Ambos nos calzamos zapatos. Cada vez nos sincronizábamos más y a la semana siguiente, en nuestra competencia por ver quién se cambiaba primero, me pilló a medio vestir. «¿Qué es eso?», me miró sorprendido. «Unos boxers», le dije viéndole esa carita que ponía cuando aprendía algo que no se olvidaría. Salió disparado donde su mamá a preguntarle si había boxers para niños y ella le contestó que no había visto y que si había, tal vez no tendrían dibujos ni diseños para niños. Tadeo se quedó en silencio, a lo mejor derrotado o desencantado porque había llegado a un punto donde no podía ceder, pero al rato se oyó su voz firme y clara. «No importa», dijo.

Esta no es la primera vez que me propongo escribir un libro. Mi primera (y única) publicación la hice cuando tenía veinticinco años, esto es, hace diecisiete. Un conjunto de cuentos que compuse muy lentamente, poniendo lo mejor de mí, y que por allí algunas personas recuerdan.

Y es que un libro es como una botella arrojada al mar: algunos la cogen y algo les dice; otros la ven y la dejan pasar; y hay quienes no están en situación para su encuentro. Y una vez que partió, con seguridad vendrán otros. Acaso lo más importante de escribir sea eso: un mar que rebulle, que se abre silencioso ante nosotros y que nos llama, un horizonte al que uno quiere llegar dando brazadas en la oscuridad, ofreciendo todo lo que se tiene, movido por el miedo y una fe misteriosa, porque la promesa de seguir adelante no se alimenta de lo ya conocido sino de lo incierto, de lo que no tiene nombre y de lo que no está.

Únicamente de lo que vendrá.

Es agosto y la luz grisácea que da a la ventana del departamento donde ahora vivo me despierta. Me baño, me cambio y me voy a trabajar. Mi rutina se ha vuelto así: dormir por las mañanas, arrastrarme por las tardes en el cuarto y salir a eso de las seis para ir al diario donde, además de cumplir con mis labores, garrapateo estos apuntes. La única persona que veo durante mis horas de encierro es a Sandrita, la niña que me trae el desayuno-almuerzo del mercado y que me recuerda a…

Subo al carro, que es como una pequeña casa movible. Dante –que ya no está conmigo y es mi mejor amigo– me decía, para darme ánimos, que si conservaba a mi fiel Volkswagen celeste, aún no estaba todo perdido.

Me decía también que el carro es el mejor lugar para escuchar música, y yo le creo. Con las lunas bien cerradas y un equipo más o menos especializado, el carro puede convertirse en una cabina de sonido. La tecnología hace posible, además, que casi toda la música se encuentre en un solo lugar, como si fuera la soñada biblioteca portátil donde con solo evocar un nombre aparecen inmediatamente todos los títulos y uno puede ir armando la disposición de sus estanterías, el mapa de sus preferencias y contradicciones, y dejarse llevar por las asociaciones libres.

Con esas discretas herramientas y una buena dosis de café a la mano –ah, ese combustible para el ánimo, ese sucedáneo de las otras drogas–, experimento lo que llamo mis pequeñas magias inventadas. No insultarme con los otros conductores ni abandonar el carro en los infernales embotellamientos del tránsito limeño es una gracia que agradezco pero que no es la mejor. Lo que sucede no sé cómo explicarlo bien. A veces paso por una calle, y estoy escuchando una canción, y otra vez tengo dieciséis o diecisiete años. Y no es el simple recuerdo de un momento determinado de mi vida sino la sensación nítida, casi biológica, de que el tiempo no ha pasado y que estoy por hacer cosas que después efectivamente hice, o que no hice y que debí hacer. Claro que debí hacer. Y entonces pienso en mi madre muerta, en mis amigos y familiares muertos que no se han ido, que todavía me acompañan y que están en este momento en sus casas o en sus trabajos o en un café, listos a recibirme no bien voltee la siguiente esquina. Y quizá sea verdad eso de que el pasado solo existe mientras uno lo piensa y que, en mi caso, solo existo mientras como ahora lo escribo. Y el aire, aunque reconcentrado, me parece perfectamente respirable. Y mis ojos se impregnan de un brillo especial. Y me veo desde afuera, me veo en esa caja que avanza vertiginosamente o que permanece detenida, y dentro de la cual hay otra más pequeña que es mi cuerpo, puro envoltorio de un núcleo que se me antoja incorruptible y permanente, bombeando en un estado de gracia que solo he alcanzado en la soledad de unas cuantas lecturas. Y con absoluta lucidez soy consciente de las batallas que he perdido, de las otras que todavía libro tenaz, silenciosamente, y también de que estoy vivo, magullado o atenazado o ensombrecido pero vivo.

 

Y cuando finalmente llego a donde debo llegar, todavía me demoro un poco más en salir. Afuera me espera la rutina con sus grises, puntuales servidumbres. La realidad de todos los días a la que aborrezco y a la que me incorporo, sin embargo, con una especie de fortalecimiento, con algo que se me ha quedado adentro –parafraseando a Eielson– sonando alto, alto. Como un cañonazo.

Cuando uno está satisfecho o al menos tranquilo con lo que ha vivido, la imaginación se desata y piensa en el futuro. El horizonte nos parece claro y uno fantasea con llegar a él. Pero cuando el pasado es ondulante y cobija zonas pantanosas, irresueltas, la memoria se activa y los recuerdos vuelven con la persistencia de una ola.

A Micaela la conocí en una fiesta de trabajo, en una de esas presentaciones rutinarias que se hacen los amigos en común. No nos hablamos en toda la noche, pero no nos perdimos de vista. O, por lo menos, yo no la dejé de mirar. Era bonita, chiquita. Y lo que más llamaba la atención eran sus ojos: enormes, hermosos, del color del café. Con una intensidad quemante, con ese oscuro atractivo de lo que, al tiempo que encandila, también puede herir. Y ese solo rasgo bastaba para que algunos la percibieran con cierta extrañeza y dijeran que era un poco rara...

A los dos días me la encontré en la academia en la que yo era un profesor antiguo (en tránsito a dictar solo en la universidad) y ella hacía sus pininos como tutora. Me atreví a hablarle y ella no mostró mayor interés, aunque tampoco pareció incómoda. Como estaba revisando el listín cinematográfico en el periódico, le pregunté si quería ir al cine más tarde y algo en sus ojos me dijo que sí.

Esa salida sería como el anuncio de lo que pasaría después. Ella no hablaba mucho y yo, en cambio, temeroso del silencio, me desangraba en palabras. Y a pesar del desequilibrio, nos sentíamos bien.

Lo que más recuerdo de esa primera salida fue nuestro primer beso. Luego de ver una película en el cine Pacífico, nos pasamos a Barranco. Estábamos dando vueltas por el parque municipal y unos niños de algún colegio aledaño habían salido a pasear las antorchas que ellos mismos habían confeccionado. Como número final hicieron una especie de baile e invitaron a sus familiares y a los curiosos que mirábamos a bailar en medio de las luces y de la música que salía de un altoparlante. Nosotros nos movíamos divertidos y en algún momento nos besamos. Ella sonrió, y yo me sentí el hombre más feliz del mundo, y la noche se encendió con una algarabía desenfrenada.

Deambulamos con ese éxtasis por el parque. Nos metimos a un bar y nos quedamos solo por un rato. Cuando nos cansamos del humo y la música, fuimos a la Bajada de los Baños. Sin pensarlo mucho acabamos en la parte oscura donde se refugian las parejas, sentados en las bancas aherrumbradas adonde llegaba el aire fresco y salado del mar. Nunca antes habíamos estado allí por nuestra cuenta y, a pesar de lo cursi o simple que podía parecer, había una magia que de pronto se cortó. Un par de muchachos –dos jóvenes delincuentes– se nos acercaron para fingir que nos vendían algo, cuando en realidad querían asaltarnos. Reaccioné impulsivamente, dispuesto a enfrentarme a esos malandrines, diciéndoles que qué les pasaba, pero algo me contuvo. Dejé de mirarlos con molestia, saqué un billete de diez soles y se los di. «Es todo lo que tengo», les dije. No sé si fue por el estado en que se encontraban –el gesto duro, los movimientos nerviosos– o por los grandes ojos asustados de Micaela que brillaban con un fulgor indescifrable, pero el hecho es que los delincuentes guardaron la plata y se retiraron sin decir nada.

«Hay que irnos a otro lado», me dijo entonces ella. Yo le propuse volver a la calle de los bares o llevarla a su casa, pero su sugerencia me dejó sorprendido. «Un lugar donde estemos más tranquilos. ¿No conoces un hotel?». Me sorprendió porque Micaela no era por ningún lado una chica movida, o muchos menos recorrida, y se notaba que lo que quería era que retomáramos aquel momento en el que habíamos estado.

Mis salidas a Barranco no habían pasado de borracheras y jamás las había terminado metiéndome a un hotel con una chica. Sin embargo, sabía de uno en la avenida Grau que, según me habían dicho, era bueno. Fuimos para allá y una vez en el cuarto no hablamos nada. No nos dijimos nada. Volvimos a besarnos como antes, con un desquiciamiento tal que casi no sentíamos los labios. Lo que sí era ostensible era mi erección. Yo no quise dar un paso más hasta no sentir una señal, y esta llegó con una caricia distinta que me erizó la piel. Solo entonces me di cuenta de que no tenía protección. Le dije a Micaela que lo solucionaríamos de inmediato. Bajé a la recepción y el dependiente –un viejito cegatón y distraído– me dijo que se le habían acabado, que seguro encontraba en la farmacia que había a dos cuadras. Me parecía increíble que pasara eso, pero me dije que nada malograría aquella noche. Salí a la calle, al aire frío y ruidoso, con el corazón acelerado y una erección indisimulable. Mala suerte. En la farmacia solo había preservativos baratos, de bajísima calidad. Tuve que recorrer tres cuadras más para encontrar los adecuados. Y para no perder más tiempo me regresé corriendo, cortando el aire que se me metía a torrentadas por la boca y me hacía percibir la humedad que empapaba mis pantalones.

En el cuarto, la voz suave y tranquilizadora de Micaela («no te preocupes», me dijo) y el calor de su cuerpo y el ímpetu de sus caricias me hicieron saber que todo seguía igual, que aquella pausa no nos había jugado en contra. Nunca antes me había sentido tan cómodo y tan compenetrado con una mujer. Y creo que ella se sentía igual conmigo. Había un orden que se superponía a todo, lleno de sorpresas que aún no habían terminado de aparecer. Micaela no había estado con otro hombre antes; me refiero a que si lo había hecho, no había pasado de tocamientos o escarceos, y esa circunstancia que podría resultar muy poco probable hoy, no lo era tanto por entonces. Me di cuenta en el acto mismo. Dije algo idiota que ahora no recuerdo, pero lo que no olvido es la forma en que me dio a entender que esa era una razón más para hacer que esa noche continuara siendo especial. No usó palabras ni movimientos. Fueron sus ojos, su mirada.

Algo que brillaba con dulzura en esa oscuridad levemente tamizada por las luces amarillas del poste de luz que había tras la ventana de cortinas añosas.

Un resplandor delicioso, callado.

Una chispa que guiaba la fluidez y la justeza con que se acoplaban nuestros cuerpos, y que en nada presagiaba el incendio que vendría después.

Nuestro período de enamorados duró cinco años. Un tiempo largo para la media de hoy, pero no tanto para la de nuestros padres. Los días de mayor luz, de exaltación deslumbrante, se prolongaron por unos dos años. Encuentros a toda hora, salidas a fiestas los fines de semanas, viajes largos que nos descubrían aspectos o detalles de nosotros mismos aún inexplorados. Luego, vino el reposo, una quietud bienhechora de la que también gozaba el país, pues el caos y la desesperanza en los que lo había sumido el fujimorismo parecían atenuarse con la llegada de un nuevo gobierno democrático… Nos quedábamos entonces en la casa de Micaela o en mi cuartito alquilado viendo una película, comíamos en algún restaurante cercano o lo que nosotros mismos nos preparábamos. Yo estaba terminando mis estudios de maestría en Literatura, y ella los de pregrado en Psicología. Era normal hacer planes, pensar en el matrimonio.

Y aquí entramos al primer punto espinoso. Como muchos de mi generación, yo alargaba los plazos, proponía nuevas fechas, buscaba mantener las cosas como estaban. Y quizás hubiera continuado así si no hubiese sido porque Adriana, la mejor amiga de Micaela, se casó por aquella época. No bien salimos de su boda (en la que Micaela por supuesto recogió el bouquet, que le estaba milimétricamente destinado), nos pusimos el plazo de un año. Casarse, mudarse a una casa no es barato y acordamos ahorrar de manera puntual para ello. Yo ponía el dinero en un sobre como quien paga una cuenta que nos es terminante y Micaela, en cambio, se aplicaba en entregar su parte con un cuidado y una religiosidad que servían para recordarme, cada mes, que el matrimonio era una realidad ineludible.

En ese período tanteamos iglesias, revisamos avisos de departamentos, nos compramos algunos muebles. Yo pasaba por una buena racha (cada cierto tiempo me invitaban a dictar clases de redacción en instituciones grandes) y por esos meses me encargaron trabajar en un organismo estatal que resolvía controversias comerciales. La paga y el local eran muy buenos, pero quién imaginaría que en aquel auditorio de butacas de cuero y aire acondicionado que me habían dado para capacitar a todo el personal, se me vendría la noche. Y apenas menciono esto, ya se me nubla la mirada y empiezo a sentir un extraño borboteo en el vientre. Todo fue tan rápido y tan aparentemente natural que no sabría señalar el momento exacto. De pronto estoy en mi carro, ya concluida la segunda sesión, y hay un grupo de chicas jóvenes que me preguntan por dónde voy y si las puedo jalar. Les abro la puerta encantado. Son mis alumnas y no podría negarme. A veces soy distraído y recién entonces empiezo a fijarme en las caras, que tengo retenidas en la memoria pero que no puedo discernir con claridad. Una de ellas se llama Tamara, está sentada a mi lado y aunque es la que menos habla y solo sonríe, es la que siento más conectada a mí. Una forma de mirar. Un gesto lento en la manera en que se levanta el cabello. Las dejo en Armendáriz y nada ha pasado en realidad, pero ha pasado.

A los dos días vuelvo a dictar mi clase, y allí está ella, sentada atrás, sin hacerse notar, pero mirándome fijamente. Uno, cuando es profesor, sabe hasta qué punto el interés es solo académico. Terminada la sesión, me subo al carro y la veo pasar. Le digo si no quiere que la lleve a ella y a sus amigas como la otra vez, y ella me contesta que sus amigas ya se fueron, que otra compañera las jaló. Le digo que igual puedo llevarla por allí y, con algo de duda, acepta. En el trayecto hablamos de las clases, del puesto que desempeña (es su segundo año de estudiante de Economía en la universidad y está haciendo sus prácticas), pero también de asuntos personales. Tiene pareja y le digo que yo también, pero no sé por qué omito que estoy próximo a casarme. Señalar eso, afirmar que somos personas comprometidas, nos da una especie de tranquilidad. Es como si hubiera en el aire un seguro que nos inhibe de dar un paso en falso. Un cinturón de castidad que nadie va a animarse a romper. Pero que, en el fondo, lo sabemos y lo sentimos, queremos que desaparezca.

El curso duró seis sesiones, así que solo la jalé un par de veces más. Mejor para mí. Mientras menos la viera, menor sería la tentación. Pero algo modificó el curso de las cosas. Luego de la última clase, la jefa del personal y quien me había contratado propuso que celebráramos el fin del curso en su casa. Era viernes, al otro día feriado: todos recibieron la invitación con entusiasmo. Nos fuimos en nuestros carros, yo esta vez sin llevar a nadie. La casa era una propiedad enorme en las Casuarinas y, por el despliegue de los empleados que nos sirvieron tragos y bocaditos, parecía siempre preparada para ágapes y reuniones. Nos ubicamos al lado de la piscina y yo pasé mucho rato conversando con los directivos más altos, quienes parecían muy interesados en tener otro trato con su profesor. De vez en cuando volteaba hacia donde estaba Tamara (se había sentado en una mesa frente a mí, con sus compañeros de oficina) y notaba que ella también estaba pendiente de mí. Conforme pasaban las horas, el flujo del trago se acrecentaba y el ambiente se iba animando. Dos chicas –secretarias de los jefes con que conversaba– me sacaron a bailar y yo me fui con ellas. Tamara también bailaba, pero yo había decidido tenerla a una prudente distancia y creo que ella también. Hasta que las provisiones se acabaron y la gente empezó a retirarse. Entonces fue que la jalé.

 

No tengo claro el orden de lo que pasó. Solo tengo nítido el recuerdo de las sensaciones. Estábamos en mi carro, estacionados en una calle en penumbras, y nos besábamos desesperadamente. Yo ardía en deseo y en algún momento le toqué los senos. Eran grandes, rotundos, tensos, dos prominencias en las que me había fijado desde antes de reconocer a quién pertenecían. Seguí. Me pasé al asiento de copiloto donde ella estaba, tiré del respaldo y la cubrí con todo mi cuerpo. Exploré y amasé todo lo que pude y, cuando ciego, embalado, le bajé la trusa, nada se interpuso en mi camino, aunque su voz quebró el silencio: «No debemos hacerles esto». Así lo dijo: «hacerles». Me quedé un rato encaramado sobre ella, hasta que vi su cara culposa y volví a mi asiento. «Tienes razón», le dije, más desarmado que convencido y encendí el carro para llevarla a su casa.

Me propuse olvidarme de todo, pero a las veinticuatro horas la estaba llamando por teléfono. «Creo que no he actuado bien», le expliqué, «reunámonos para aclarar las cosas». Y eso quise hacer, pero al verla en el café en el que nos encontramos, al sentir menos intensificado pero cercano ese olor que ya conocía, me convertí en un hombre cualquiera que repite un mismo libreto. Le dije que mi relación iba mal, que pensaba terminarla y que quizá, sin forzar las cosas, podía tratar de iniciar algo serio con ella. Ese día no me dijo nada. Pero seguimos viéndonos, ya sin hacernos muchas preguntas, juntándonos por el mero placer de estar juntos, hasta que una noche se apareció llorosa. No sabía lo que pasaría con nosotros, pero se había dado cuenta de que su relación no tenía sentido y había roto con su pareja. Acababa de hacerlo.

¿Qué es capaz de hacer uno por el deseo? ¿Hasta dónde se puede llegar? La tristeza de su separación le duró un tiempo. Tuvimos que tomarnos varias cervezas en bares y discotecas y luego en mi carro para retomar lo que habíamos dejado a medias. Para que fuese algo especial, la llevé a un hotel lujoso al que entramos con el infundado temor de que alguien nos reconociera. Acostados sobre sábanas limpias y sedosas, con la luz apagada que ella exigió como un requisito indispensable, nos amamos con una tristeza contenida, con algo que no se sentía en la piel pero que rondaba en nuestras cabezas. Lo conversamos a la luz de la lamparita encendida y volvimos a beber usando aquel frigobar que tenía todo cuanto se podía imaginar. La segunda vez nos fue mejor. Y la tercera y la cuarta, mejor aún. No importaba qué pensamientos se interpusieran: nuestros cuerpos se entendían con asombrosa perfección.

Y esa era una realidad incuestionable.